El pueblo de Elkenbrook no era distinto de Dundalis o de Prado de Mala Hierba, salvo en que, como estaba en el confín occidental de Alpinador, era más frío, con más árboles de hoja perenne y menos de hoja caduca. El invierno comenzaba en Elkenbrook el octavo mes del año, en Octenbrough, normalmente a las pocas semanas del equinoccio de otoño, y duraba hasta pasado el mes de Toumanay para dejar paso a una primavera corta y a un verano más corto aún. La gente de Elkenbrook tenía la piel, los ojos y el cabello claros, como la mayoría de sus compatriotas de Alpinador. Y, tal como correspondía a la raza, eran innegablemente robustos, altos y de hombros cuadrados, acostumbrados al trabajo duro. Incluso los niños de la frontera de Alpinador —y casi todo el reino todavía salvaje era considerado frontera— podían manejar un arma, pues los trasgos y los gigantes fomorianos abundaban mucho más en aquella región septentrional que en los reinos del sur, más civilizados. El aspecto del pueblo lo atestiguaba, pues Elkenbrook, a diferencia de los pueblos del norte de Honce el Oso, estaba cercado por una valla de troncos puntiagudos de dos metros y medio.
Por eso, cuando los exploradores de Elkenbrook informaron sobre rastros de trasgos, los habitantes no se preocuparon. Incluso cuando se encontraron huellas de gigantes mezcladas con las de aquellos despreciables enanos humanoides, los jefes del pueblo se encogieron de hombros estoicamente y comenzaron a afilar las largas y anchas espadas y las pesadas hachas.
En el mismísimo momento en que sobrevino el ataque, ocho horas después del alba, cuando el pálido sol tocaba el horizonte occidental, Elkenbrook se dio cuenta del alcance de las fuerzas del enemigo y comprendió su destino fatal. En una situación normal, los trasgos habrían atacado en masa como una horda enloquecida, precipitándose entre árboles y maleza y arrojándose salvajemente contra estacas y barricadas. Pero aquella vez los miserables rodearon completamente el pueblo en filas de diez en fondo. Y la línea de trasgos estaba reforzada cada veinte pasos por un gigante fomoriano envuelto en capas y capas de gruesas pieles.
La gente de Elkenbrook nunca había visto una muchedumbre tal de trasgos, y no les cabía en la cabeza que aquellas criaturas egoístas y llenas de odio pudieran agruparse en un número tan enorme. Sin embargo, allí estaban: incontables lanzas brillaban a la luz oblicua de los últimos rayos del día, incontables escudos se entrelazaban unos con otros engalanados con las banderas de muchas tribus diferentes.
Los aldeanos guardaron silencio ante aquel espectáculo, demasiado abrumados para hablar o para sugerir nuevas directrices o estrategias. En otros asaltos los trasgos merodeadores solían enviar un mensajero antes del ataque para pedir la rendición, para exigir un rescate, avisando que de otro modo entrarían en combate. La respuesta usual a tales exigencias era clavar la cabeza del mensajero en una estaca ante el muro protector del pueblo.
No obstante, en aquella ocasión, un buen número de habitantes del pueblo estaban considerando las opciones que tenían en caso de que les enviaran un emisario.
Los trasgos mantuvieron su formación durante varios minutos y luego, a una orden, sus filas se modificaron doblándose en profundidad pues cada guerrero dio un paso a la derecha o a la izquierda, en un movimiento simultáneo y rápido.
De los espacios abiertos entre las filas surgió una segunda sorpresa: la caballería trasga, diminutas criaturas montadas sobre peludos ponis. No es que no se hubiera visto nunca un jinete trasgo, pero constituían una rareza, pues jamás a los aldeanos de Elkenbrook se les había pasado por la imaginación que pudieran reunirse tantos.
—Cuatrocientos —calculó un hombre, estimando que tan sólo la caballería de los trasgos doblaba en número a toda la población de Elkenbrook.
Pero no menos asombroso resultó para aquella endurecida gente la forma como se habían modificado las líneas de los trasgos.
—Es un ejército entrenado —murmuró otro aldeano.
—Disciplinado —añadió otro con expresión incrédula y desesperada, porque no era un secreto entre los alpinadoranos que lo único que había impedido que los salvajes y prolíficos trasgos invadieran toda la región del norte era su incapacidad para unirse. Por eso los trasgos luchaban contra trasgos más a menudo que contra los humanos o contra cualquier otra raza.
Justo delante de la puerta principal de Elkenbrook surgieron de entre las filas cuatro criaturas: un enorme fomoriano que casi triplicaba la altura de un hombre, envuelto en pieles —entre ellas la de un oso blanco— y armado con la cachiporra más enorme que habían visto jamás los aldeanos; un trasgo increíblemente horrible, con la cara desfigurada y un brazo cercenado debajo del codo; y dos extrañas criaturas del tamaño de un trasgo pero de apariencia distinta: cuerpos macizos como barriles y brazos y piernas tan largos y delgados que parecían incapaces de sostenerlos; lo más llamativo eran sus gorras, de un rojo encendido que brillaba a la luz mortecina del atardecer.
—Gorras sangrientas —comentó un hombre, y muchos en torno asintieron aunque ningún habitante de Elkenbrook había visto hasta aquel momento un infame powri.
De nuevo, la línea enemiga mantuvo su impresionante formación durante unos segundos; luego, uno de los powris hizo un gesto al gigante, y el fomoriano, sonriendo perversamente, alzó al enano. Con los ojos clavados en Elkenbrook, el enano se quitó la gorra y la agitó en el aire por encima de su cabeza.
Los aldeanos consideraron aquel dramático gesto como una señal y se prepararon para recibir la carga, decididos a morir matando, cualquiera que fuera el final. Sin embargo, lo que oyeron no fue el estruendo de cascos o los aullidos de los trasgos sino el crujido chirriante de las máquinas de guerra de los powris. Piedras enormes, lanzas de tres metros y medio y bolas de pez ardiente se remontaron por los aires y convirtieron el tenso y paralizado pueblo en un frenesí de gritos y gemidos, de troncos astillados y de siseantes llamas.
Pocas personas seguían en el muro cuando sobrevino la segunda oleada, pues la mayoría estaba dedicada a atender a los heridos, combatir las llamas y levantar barricadas defensivas. Por tanto, no vieron el ataque, sin duda un impresionante espectáculo; pero lo oyeron y sintieron temblar la tierra bajo los pies.
El tercer ataque, más de doscientas lanzas disparadas por la infantería, sobrevino momentos antes de la carga de la caballería, de modo que, cuando los jinetes penetraron por las numerosas brechas abiertas en la muralla, encontraron más cadáveres de aldeanos que defensores. Los que habían sobrevivido al bombardeo no tardaron en envidiar a sus compatriotas muertos.
Elkenbrook quedó arrasado antes de que el sol se hundiera en el horizonte. El fomoriano Maiyer Dek, el trasgo Gothra y los powris Ubba Banrock y Ulg Tik’narn se colocaron en el centro de la masacre y, alzando las manos y los ojos, aclamaron a su jefe, a su dios.
Lejos de allí, en su trono de obsidiana, en Aida, el Dáctilo los oyó y saboreó la matanza, el primer ataque organizado de sus adiestrados secuaces. El demonio olía la sangre y paladeaba la violencia con tanta fruición como si hubiera participado en los hechos al lado de sus capitanes.
Y el Dáctilo sabía que aquello era sólo el principio, el aperitivo, pues su ejército seguía creciendo; tenebrosas masas pululaban entre los oscuros brazos de Aida, y los solitarios pueblos de Alpinador eran simplemente un campo de pruebas. El auténtico desafío aguardaba en el sur, en el reino más próspero y poblado, en Honce el Oso.
Estarían preparados cuando el invierno llegara a su fin, cuando las nieves se derritieran lo bastante para dejar francos los desfiladeros más altos.
Estarían preparados.
Jill vagaba sin rumbo fijo por la boscosa ladera al norte de Dundalis. Habían caído las primeras nevadas, un manto ligero y blando, el aire era helado y el cielo lucía un hermosísimo color azul. Aquel aire le aportaba a la joven una familiaridad, un vigor, que no había conocido ni en la ciudad de Palmaris ni en Pireth Tulme, donde la niebla apagada y húmeda parecía eterna. Jill había conocido aquel aire tan vigorizante y límpido en su juventud, en aquel mismo lugar; e imágenes de aquella vida pasada revoloteaban al borde de su conciencia como breves destellos de lo que había sido en otro tiempo.
Sabía que su vida había sido feliz, colmada de libertad y de juegos. Sabía que había tenido muchos amigos, con los que había planeado travesuras. La vida era de alguna forma más sencilla y más fácil: mucho trabajo y muchos juegos, buena comida honradamente ganada y risas que brotaban del corazón y no de la hueca cortesía.
Sin embargo, se le escapaban los detalles de aquella existencia pasada, y también los nombres, aunque muchos rostros habían regresado. Por eso se sentía frustrada aquella hermosa mañana mientras caminaba por la boscosa ladera hacia la cumbre de la sierra, hacia dos pinos gemelos que se elevaban sobre el anchuroso valle cubierto de musgo siempre blanco y de árboles achaparrados cuyas oscuras ramas estaban salpicadas de nieve. Tan pronto como se sentó en el escondrijo de los dos pinos, la asaltaron nuevos recuerdos. Vio la imagen de una hilera de cazadores que zigzagueaba entre los árboles del musgoso valle. Vio la imagen de pértigas y rememoró su excitación porque la cacería parecía haber ido bien.
Luego las imágenes comenzaron a apelotonarse: se vio corriendo al encuentro del grupo, perdiéndolo de vista al llegar al valle, corriendo entre los pinos y píceas en compañía de un amigo. Se vio salvando el último obstáculo, rememoró la sensación de los pinchazos de las ramas de pino en los brazos y se vio frente a los cazadores… Sí, veía sus caras, ¡y entre ellos estaba su padre!
¡Se acordaba! Y las pértigas transportaban los ciervos que necesitarían… y algo más.
Los ojos de Jill se abrieron desorbitadamente, y el recuerdo se hizo de pronto demasiado vívido; la asaltó la imagen de aquel cadáver horrible y deforme que invitaba a su mente a salir huyendo.
Se aferró a la imagen, aunque apenas podía respirar. Recordaba aquella mañana, aquella espléndida mañana tan parecida a la que ahora estaba viviendo. Había visto el Halo, y después los cazadores entre los que se contaba su padre habían regresado con la provisión de carne para el invierno… y con el trasgo.
—El trasgo —susurró Jill en voz alta, y aquel simple nombre era la prueba de que aquel suceso había sido el presagio del destino fatal que se cernía sobre Dundalis, su hogar, su familia y sus amigos.
Luchó por recobrar la respiración, por dominar el temblor de las manos.
—¿Te encuentras bien?
La joven dio un respingo y se volvió para encararse con quien le había hecho la pregunta: un monje de la iglesia abellicana que llevaba el mismo hábito marrón que el hermano Avelyn; la capucha echada hacia atrás dejaba al descubierto su cabeza rapada. Era mucho más bajo que Avelyn, pero robusto y de anchos hombros.
—¿Te encuentras bien?
La pregunta era amable y gentil, pero Jill captó en la voz un deje de dureza que mostraba que su preocupación no era sincera. Notó que el monje la estudiaba con atención, le miraba los largos cabellos, los ojos, los labios, como si no quisiera perderse ni un detalle.
Y así era, en efecto. El hermano Justicia había oído muchas descripciones de la mujer que viajaba con el fraile loco y, cuando vio a Jill, con sus gruesos labios, sus asombrosos ojos azules y su espesa melena de cabellos dorados, supo que era ella.
—No deberías estar aquí sola —comentó.
Jill hizo una mueca de burla y acarició la empuñadura de su espada, no con gesto amenazador sino simplemente para indicar que no estaba desarmada.
—Serví en el ejército del rey —aseguró al monje—, en los Guardianes de la Costa.
La forma como el monje entrecerró los ojos en señal de reconocimiento puso de pronto a Jill en guardia y le hizo pensar que no había sido prudente revelar aquel hecho.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el monje.
—¿Y tú? —le espetó Jill, cada vez más a la defensiva. La sorprendía que un hermano de la iglesia abellicana pudiera estar tan al norte y solo, lejos del pueblo. Pensó entonces en la historia de Avelyn, en su deserción de la orden. Quizá la presencia de aquel monje tenía algo que ver con aquel hecho. Quizá la fama del fraile loco había llegado a oídos de la estricta orden.
—Mi nombre no ha sido nunca importante —respondió al fin el monje—, excepto para una persona. Para un hombre que perteneció en tiempos a mi orden pero que la abandonó y robó algo de la abadía. Sí —añadió al ver que el recelo de Jill iba en aumento—, para el hermano Avelyn Desbris yo soy el hermano Justicia. Para tu compañero, amiga mía, soy la encarnación del hado, enviado por la iglesia para recobrar lo que robó.
Jill se había puesto en pie y retrocedió con decisión, espada en mano.
—¿Atacarías a un legítimo emisario de la iglesia? —preguntó el fraile—, ¿a un monje cuyo título de hermano Justicia es justo y verdadero y que tiene la misión de imponer el merecido castigo que se ha ganado el monje proscrito a quien tú llamas compañero?
—Defenderé a Avelyn —aseguró Jill al hombre—. No es ningún proscrito.
El monje hizo una mueca de burla, sin alterarse. Luego, de repente, dio un salto hacia adelante, y lanzó una violenta patada a la espada de Jill.
Una hábil torsión de la joven puso la espada a salvo, y el golpe del hermano Justicia sólo obligó a la joven a retroceder un paso.
El hermano Justicia se enderezó listo para un nuevo salto, al tiempo que su respeto hacia la joven iba en aumento. No era una novata en aquellas lides y tenía unos reflejos muy rápidos.
—Se rumorea que también tú eres una proscrita —se burló el fraile acercándose—, una desertora de Pireth Tulme.
Jill no se arredró, ni siquiera parpadeó.
—A lo mejor los Guardianes de la Costa ofrecerán una recompensa —dijo el monje, y lanzó otra violenta patada para enderezarse enseguida y propinar otras tres en rápida sucesión con la intención de golpear a Jill en diferentes puntos. Pero ella las esquivó una tras otra agachándose y retrocediendo, y después se lanzó a su vez al ataque.
Su conciencia la retenía, haciéndole ver que iba a matar a un ser humano.
Pero no había motivo de preocupación, pues su espada no llegó nunca a acercarse lo suficiente para propinar un golpe mortal. El hermano Justicia la dejó acercarse y en el último momento se dio la vuelta con el brazo izquierdo encogido y luego lo alzó contra el lado plano de la hoja. Sin dejar de esquivar los espadazos avanzó lanzando un violento cruzado con la derecha.
Jill retrocedió inmediatamente, pero resultó alcanzada en las costillas y se quedó sin aliento. Reculó tambaleándose procurando asentar los pies, dispuesta a rechazar el ataque siguiente.
Cuando se recuperó, vio que el monje no la acosaba, no aprovechaba la ventaja que había ganado. Estaba en pie, muy tranquilo, a unos doce pasos, con una mano en el bolsillo del hábito. Para mayor asombro de Jill, tenía los ojos cerrados.
Las preguntas que se estaba haciendo la joven se desvanecieron de golpe ante un vertiginoso ataque; pues, aunque el monje no se había movido físicamente, llegó de nuevo a ella, hasta lo más profundo de su espíritu, y de repente la mujer se encontró luchando contra una fuerza salvaje para mantener el control de su cuerpo.
El cuerpo y el alma de Jill sufrieron un impacto de intenso dolor, y también los del monje, aunque a ella no le sirvió de consuelo.
La chica sintió la obscena intrusión como un muro de sombra que empujaba en su interior, que la expulsaba de su propio cuerpo. Al principio se sintió abrumada, como si no pudiera resistirlo. Pero no tardó en comprender que en aquel cuerpo —su propio campo de batalla— podía oponerse a la perversa intrusión del monje. El muro de sombra retrocedió mientras Jill lo empujaba enérgicamente gracias a su considerable fuerza de voluntad. Se imaginaba a sí misma como una fuente de luz, como un sol resplandeciente, legítima dueña de las dificultades de su vida terrenal, y volvió a la lucha.
Entonces, la sombra desapareció; Jill dio un paso tambaleándose y abrió los ojos.
El monje estaba justo delante de ella y la miraba impúdicamente. La chica comprendió que su ataque mental había sido una argucia, un aturdimiento del cual él podía recuperarse mucho antes que ella.
Lo supo en el breve instante en que pudo hacer uso de la conciencia que le había quedado. Lo supo todo, pero aquel conocimiento no le aportó más que desesperación, pues el hombre estaba demasiado cerca, demasiado preparado, y ella no podía defenderse.
El hermano Justicia golpeó con el canto de la mano la garganta de la mujer y la hizo caer de espaldas sobre la nieve y el lodo. Fue un golpe limpio, pero no lo lanzó con toda su fuerza, pues no quería que la chica muriese. El monje suponía que la chica le proporcionaría información valiosa para localizar al traidor Avelyn, y que retenerla como prisionera lo ayudaría sin duda a capturar al monje proscrito.
No quería que la mujer muriese, aún no; pero el hombre sabía que, cuando hubiera terminado con Avelyn, esa mujer, Jill, también tendría que morir.
Al hermano Justicia no le importaba en absoluto.