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De nuevo en casa, de nuevo en casa

Durante el par de semanas siguientes, mientras recorrían los senderos, Avelyn demostró a Jill lo mucho que había llegado a confiar en ella, pues empezó a introducirla metódicamente en el conocimiento de las piedras. Al principio el monje utilizó los métodos convencionales, las mismas enseñanzas que él había recibido en Saint Mere Abelle, pero pronto advirtió que Jill estaba muy por encima de un estudiante medio, que casi lo hacía tan bien como cuando él había realizado por primera vez el ejercicio de salir del cuerpo a propuesta de maese Jojonah. Avelyn comprendió por qué: Jill era fuerte, pero sin duda no tanto como él lo había sido. Sin embargo, no era una principiante. Aquella unión mediante la hematites, cuando al monje lo habían herido de gravedad, le había proporcionado a la chica un grado de comprensión del acceso a los poderes que otros monjes pasaban meses, incluso años, tratando de alcanzar. A medida que su amistad se iba haciendo más profunda, la confianza mutua llegó a ser tan grande que Avelyn se atrevió de nuevo a utilizar la hematites para adiestrarla. No sólo el progreso de Jill fue vertiginoso, sino que también lo fue el conocimiento que el monje tenía de la reservada chica… y de su oscuro pasado.

—Dundalis.

La palabra salió de su boca como un repique de campanas de iglesia, unas campanadas que podían ser de fiesta, de esperanza, de promesas futuras de vida eterna, pero que asimismo podían significar muerte. La joven se pasó una mano por el pelo, que le había crecido espeso hasta los hombros, y miró a Avelyn con recelo.

—Lo sabías —reprochó la chica a Avelyn.

El monje se encogió de hombros sin saber qué decir.

—De algún modo has averiguado mi historia —prosiguió Jill, utilizando la excitación provocada por la sensación de haber sido descubierta para reprimir sentimientos más imperiosos que bullían en su interior mientras consideraba aquel nombre perdido hacía tanto tiempo, el nombre del pueblo que había sido su casa y, al parecer, el nombre de un nuevo pueblo edificado en el mismo lugar.

—En Palmaris hablaste con Graevis —dedujo Jill.

—De hecho, fue con Pettibwa —admitió con sequedad Avelyn.

—¿Cómo te atreviste?

—No tenía otro remedio —replicó Avelyn—. Soy tu amigo.

Jill tartamudeó un momento de forma incoherente, tratando de ordenar todo aquello. Avelyn la había conducido al norte de la ciudad, a lo largo del Masur Delaval en dirección a su delta; luego se habían encaminado tierra adentro y se habían dirigido hacia los yermos. Jill tenía miedo de quedarse errando por su otrora familiar territorio, pero realmente nada había provocado tal situación en su interior, hasta que la pareja había llegado a la ciudad de Fin del Mundo y había oído pronunciar en voz alta el nombre de «Dundalis». En aquel momento quiso censurar con dureza a Avelyn, pero no podía negar las últimas palabras del hombre. Por supuesto, era su amigo, y estaba entre los mejores que Jill había conocido: sólo tenía que sopesar el regalo que representaba haberle enseñado el dominio de las piedras para confirmar que la quería.

—Tratas de escapar de los fantasmas, amiga, mía, queridísima Jill —explicó Avelyn—. Veo tu dolor y lo siento como propio. Se evidencia en cada paso que das, en cada sonrisa que finges… Sí, he dicho «finges», pues ¿te has reído de verdad alguna vez en toda tu vida?

De los ojos de la joven, azules y brillantes, manaron lágrimas mientras apartaba la mirada.

—¡Claro que sí! —insistió Avelyn—. ¡Por supuesto que sí! Pero eso era antes del desastre, antes de que los fantasmas empezaran a pisarte los talones.

—¿Por qué me has traído aquí?

—Porque aquí los fantasmas no tienen dónde esconderse —indicó Avelyn con firmeza—. Aquí, en este nuevo pueblo que una vez fue tu casa, te enfrentarás con los fantasmas y los apartarás de ti para que alcancen la paz que se merecen y para que también tú alcances la paz que te mereces.

Hablaba con tal resolución, con tal fuerza, que Jill no podía seguir enfadada con él. La mujer sabía que el hermano Avelyn era, sin duda, su amigo y que sólo quería lo mejor para ella, que lucharía hasta la muerte por ella. Pero seguía temiendo que la decisión de Avelyn fuera una insensatez, al subestimar el dolor que ella sentía en su interior. Avelyn no podía hacerse una idea real de esa aflicción, ni tampoco Jill, pero la joven temía que ese dolor estuviera al acecho debajo de la superficie y que, si se le daba rienda suelta, la consumiría.

La mujer asintió sin decir palabra, pues no tenía respuestas, sólo temores. Se dirigió a la puerta trasera de la taberna y se refugió en la habitación privada que ella y Avelyn habían alquilado. No sabía qué recuerdos podría conjurar el nombre familiar, pero deseaba estar a solas para encararse con ellos.

Lo había asaltado una cólera indescriptible, había escupido sobre la puerta de su habitación y la había derribado de una patada, e incluso había roto la mandíbula de una mujer de vida alegre que le había ofrecido sus servicios. En efecto, Palmaris lo había decepcionado tanto como lo había desalentado su encuentro con el mercader Dosey. El hermano Justicia no había acortado distancias con su codiciada presa; de hecho, había ocurrido todo lo contrario mientras andaba errante, sin rumbo fijo, por la enorme ciudad. Sólo la casualidad lo había puesto en contacto con un tal Bildeborough y un libertino llamado Grady Chilichunk, ambos borrachos.

El hermano Justicia juzgó muy interesantes sus historias, farfulladas a cambio de unas cuantas cervezas baratas. Especialmente la de Grady, cuando el hombre mencionó que había visto otro monje abellicano hacía sólo un mes, hablando con su madre, Pettibwa, en el Camino de la Amistad.

—¡Qué raro que los dos hayáis salido juntos! —comentó groseramente Grady—. Normalmente sois unos tipos solitarios y aislados; ¿qué hacéis para entreteneros dentro de los muros de la abadía?

Estaba claro a lo que aludía, teniendo en cuenta los obscenos modales del sujeto. Grady y Connor se echaron a reír a la vez.

El hermano Justicia se imaginó retorciendo el cuello de aquel imbécil y sólo así logró sonreír. Se mostró cortés el tiempo suficiente para enterarse de que el otro monje abellicano —sospechaba que se trataba del hermano Avelyn— se había marchado hacia el norte, hacia las Tierras Agrestes y las Tierras Boscosas, a un lugar llamado Prado de Mala Hierba.

En aquella época del año no había caravanas que salieran de Palmaris hacia el norte, pues estaba ya muy entrado el otoño y el invierno prometía ser duro; pero aquello no desalentó al ingenioso hermano Justicia. Se puso en marcha solo, a toda prisa, corriendo más que caminando, decidido a recuperar el terreno perdido y a acabar de una vez con aquel asunto.

La joven recordó aquella mañana remota en la boscosa ladera; se vio mirando al cielo, al resplandeciente Halo, con su arco iris de colores y su celestial fascinación. Recordaba la música que llenaba los aires. Jill cayó en la cuenta de que aquella mañana no había estado sola, pues había proclamado en voz alta su descubrimiento.

—Un chico —susurró a los rincones vacíos de su aposento. El nombre «Elbryan» se coló por los intersticios de su mente, al tiempo que la invadía una abrumadora sensación de aflicción y nostalgia: aquel muro negro de dolor que le hacía sentir repugnancia, que la había empujado a estrellar la brasa ardiente contra la cara de Connor Bildeborough.

Jill respiró profundamente y ahuyentó todos los recuerdos. No durmió en toda la noche; no obstante, a la mañana siguiente muy temprano estaba lista para emprender el camino conduciendo de la mano fuera de la posada a un Avelyn con resaca. Así pues, lo condujo como si fuera un fardo por la carretera que se dirigía hacia el este, hacia un pueblo conocido como Dundalis.

Llegaron a última hora de aquella misma tarde, cuando el sol se ponía en el horizonte y los edificios del pueblo reconstruido proyectaban sombras oblicuas y alargadas. Jill no reconoció el lugar en absoluto y se quedó muy sorprendida por ello. Había contenido el aliento en el último trecho del camino antes de que Dundalis apareciera a la vista, temiendo ser arrollada de golpe por los recuerdos. Sin embargo, no ocurrió así. Aquello era Dundalis, construido sobre las ruinas del antiguo Dundalis, pero, al menos a la primera ojeada, se parecía a su homónimo tanto como a Prado de Mala Hierba o a Fin del Mundo o a cualquier otro pueblo fronterizo.

Avelyn dejó que Jill lo condujera a través del pueblo por la única calle principal, que se dirigía hacia el norte. Había un viejo y arruinado cercado en el extremo septentrional del pueblo, un antiguo corral, advirtió Jill, y más allá estaba la ladera.

La ladera.

—Vi el Halo desde ahí —comentó.

Avelyn esbozó una débil sonrisa recordando sus vívidos encuentros con el Halo, lejos, muy lejos, a bordo de un rápido navío durante la misión más importante y sagrada de su vida.

—Era real —susurró Jill más para sí misma que para Avelyn. Encontraba cierta satisfacción en aquello, en saber que el pequeño retazo de su pasado que tenía claro era algo real y no imaginario. Al mirar desde el extremo septentrional de Dundalis hacia la ladera que separaba el pueblo del valle de árboles de hoja perenne y musgo caribú, hacia la ladera que tan importante había sido para ella en su juventud, Jill supo con toda certeza que era totalmente real el recuerdo que guardaba de haber contemplado el majestuoso Halo. Sintió otra vez aquella estremecedora sensación, aquel distanciamiento de los vínculos mortales para elevarse hacia el universo infinito.

—El chico —comentó.

—¿Estabas con alguien? —le preguntó Avelyn para poder sonsacarle algo.

Jill asintió.

—Alguien muy querido —replicó.

El momento pasó; Jill se volvió hacia el pueblo. Pero, antes de que hubiera completado el giro, se detuvo y miró fijamente la valla del viejo corral.

—Solía jugar aquí —aseveró—. Subíamos a la palizada superior y apostábamos sobre cuánto trecho podríamos caminar por ella.

—¿Quiénes?

—Mis amigos y yo —dijo Jill sin detenerse a pensar la respuesta.

Avelyn había abrigado la esperanza de que su pregunta la obligaría a decir el nombre de alguno de aquellos amigos perdidos, pero no se sintió demasiado decepcionado por la vaguedad de la respuesta. El viaje al norte había sido una buena idea, creía el monje, puesto que, a los pocos minutos de llegar a Dundalis, Jill había recobrado de su pasado más de lo que había averiguado durante largos años.

—Bunker Crawyer —dijo ella de pronto con una expresión que mostraba curiosidad.

—¿Un amigo?

—No —repuso Jill señalando la vieja valla—. Era su corral. El corral de Bunker Crawyer.

Avelyn sonrió ampliamente, pero se apresuró a disimular cuando Jill le miró con expresión de frustración. El pasado estaba volviendo, pero dolorosamente despacio para la creciente impaciencia de la chica.

—Vámonos y busquemos alojamiento —sugirió el monje—. Hemos pasado por una posada al venir hacia aquí.

Avelyn supo que otro recuerdo mucho más vívido había asaltado a Jill al llegar a la puerta principal de la posada llamada el Aullido de Sheila, una taberna grande casi en el centro de Dundalis. La joven no miraba el edificio, sino el suelo justo debajo de él, con una expresión primero curiosa, luego temerosa y después aterrorizada por completo.

Jill se dio la vuelta temblando y Avelyn la cogió cuando se disponía a echar a correr. El monje sospechaba que, si la soltaba, no dejaría de correr hasta Prado de Mala Hierba, hasta Fin del Mundo, hasta Palmaris.

—Conoces este lugar —dijo Avelyn sujetándola con fuerza.

Jill jadeaba, olía el humo, el humo espeso y negro. Aunque estaba al aire libre, le parecía que se estaba ahogando, encerrada en un espacio demasiado estrecho.

—¡Lo conoces! —exclamó Avelyn con energía, zarandeándola.

La profunda respiración de Jill resonaba como un gruñido; se dio la vuelta y se soltó del monje con la mirada clavada en la taberna, en sus cimientos de piedra.

—Me escondí ahí —dijo haciendo esfuerzos para que no se le quebrara la voz—. Mientras todo el pueblo ardía, mientras todos los gritos…

Sus palabras se convirtieron en un sofocado susurro, sus hombros se hundieron de pronto; habría caído al suelo si Avelyn no la hubiese sostenido.

No había ninguna otra posada en Dundalis, y además Avelyn no había recorrido toda aquella distancia simplemente para permitir a Jill huir otra vez de su terrible pasado. Pagó una sola habitación, la única que quedaba libre, puntualizando al jovial Belster O’Comely que no había nada romántico o impúdico entre él y la chica, que sencillamente eran buenos amigos y compañeros de viaje. Era la primera vez que se molestaba en dar semejantes explicaciones, meditaba Avelyn mientras conducía a Jill desde la habitación común, escaleras arriba, hacia los dormitorios. El monje creía que podrían quedarse en aquel pueblo durante un tiempo, y puesto que la comunidad era tan reducida y cerrada sintió la necesidad de proteger la reputación de Jill. Sabía que la chica tendría que enfrentarse a bastantes pruebas en Dundalis y sólo le hubiera faltado oír las sucias murmuraciones de los aldeanos maldicientes.

Jill se acostó inmediatamente, abrumada por el peso de los recuerdos. Avelyn permaneció junto a ella un buen rato, temiendo que pudiera ser víctima de sueños perturbadores.

La muchacha se quedó profundamente dormida, quizá demasiado exhausta para soñar. Al final, Avelyn no pudo seguir haciendo caso omiso del barullo de la habitación común, en el piso de abajo. El monje sabía que allí se reunía la mayor parte de los habitantes del pueblo, y por mucho que fuera su amor por Jill —y sin duda amaba a la muchacha, como un padre a su hija— el vapuleado monje tenía sus propias necesidades.

No tardó en bajar y ponerse a beber y a charlar entre una considerable muchedumbre, pues muchos tramperos de la región habían acudido a hacer acopio de provisiones para el invierno que se avecinaba. Eran un puñado de hombres endurecidos, solitarios y tercos, y unas cuantas mujeres que vivían de sus armas y de su astucia, y Avelyn no tardó en entablar una discusión con un sujeto acerca de que un pueblo cuya historia era tan tenebrosa como la de Dundalis debería estar mejor preparado para afrontar el peligro.

Cuando el trampero se mofó diciendo que lo más peligroso en la región era la aparición de un mapache hambriento de vez en cuando, el hermano Avelyn le asestó inopinadamente un puñetazo en la cara.

El monje estaba solo con Belster O’Comely en la habitación común cuando se despertó con un pedazo de carne sobre un ojo.

—¡Vaya, vaya! —le dijo al posadero—. ¡Es la gente mejor entrenada que he visto en muchos años!

Belster soltó una carcajada. La gente de Dundalis era dura y no le asustaban las peleas. Curiosamente, la bravura con que había luchado Avelyn —aunque apenas lo recordara— le había hecho ganar cierto respeto aquella noche; no obstante, la mayor parte de los hombres y mujeres que estaban en la habitación lo habían tomado por loco.

Belster le presentó un trozo de papel, una cuenta.

—Decidieron que tú pagarías la última ronda —le comentó el posadero.

—¡Vaya, vaya! —aulló Avelyn y sonrió ampliamente mientras le entregaba unas monedas de plata.

Aquella sonrisa jovial se convirtió en tierna al entrar en su habitación y encontrar a Jill abrazada a la almohada, como si fuera una niña perdida. Avelyn se arrodilló junto a la cama, le acarició la espesa mata de cabellos rubios y le dio un beso en la mejilla.