8

Sinfonía

—Estoy en paz; siento una fuerte sensación de pertenencia que nunca había conocido —dijo por fin el guardabosque después de haber estado más de media hora a oscuras sentado en su silla de madera, fijando los ojos en el apenas perceptible espejo. Soltó una risita ante la ironía de sus propias palabras—. ¡Y sin embargo, tío Mather, mis amigos se reducen tan sólo a dos, y uno de ellos no es más que una imagen indefinida, un espectro que ni siquiera puede hablar!

Elbryan rio de nuevo mientras consideraba la ridícula falta de lógica de todo aquello.

—Pertenezco a este lugar —declaró—. Esta región, estos pueblos, Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo, son mis pueblos; y esta gente es mi gente aunque apenas puedan tolerar mi presencia. ¿Qué tiene este lugar que lo siento como propio, que me da una mayor sensación de paz y pertenencia de la que experimentaba con los Touel’alfar, rodeado de quienes llegaron a ser mis amigos, de quienes cuidaron de mí con más cariño que cualquier persona de estos tres pueblos, salvo tú y Bradwarden?

Miró fijamente la imagen reflejada en el oscuro espejo, reflexionando sobre sus palabras, buscando las respuestas.

—Es el deber —dijo al fin Elbryan—. Es la convicción de que aquí estoy haciendo algo para mejorar el mundo, o por lo menos mi rincón del mundo. Con los elfos tenía una sensación de desarrollo personal, de aprendizaje y entrenamiento, de que perfeccionaba mis aptitudes, en una progresión constante. ¡Aquí utilizo esas aptitudes para mejorar el mundo, para proteger a los que necesitan protección, tanto si la juzgan necesaria o no!

»O sea que soy de aquí. En este lugar he encontrado mi papel y sé que mis tareas diarias, mi vigilancia constante, mis relaciones con el bosque, tanto con los animales como con las plantas, es algo que seguramente tiene valor, aunque no sea debidamente apreciado.

Elbryan cerró los ojos y los mantuvo así un rato; le bullían en la cabeza las múltiples tareas que tenía que hacer aquel día. Enseguida se dio cuenta de que cuando volviera a abrir los ojos el tío Mather no estaría en el espejo, ya que el trance había terminado. Ocurría siempre igual; las necesidades cotidianas desplazaban a las espirituales poco antes del amanecer, y transformaban los pensamientos de Elbryan de filosóficos en pragmáticos. Utilizaba el Oráculo con regularidad, en ocasiones hasta dos o tres veces por semana, y jamás dejó de obtener la imagen de su pariente, el guardabosque que lo había precedido. A menudo se preguntaba si podría encontrar la imagen de Olwan en aquel espejo o la de su madre o la de Pony, quizá.

Sí, Elbryan deseaba hablar con Pony, volver a verla, recordar aquellos tiempos inocentes en que las patrullas eran un juego y las pesadillas no eran reales.

Abandonó la pequeña cueva, arrastrándose entre las gruesas raíces del árbol, con una sincera sonrisa en la cara, rejuvenecido y dispuesto para el trabajo cotidiano, como siempre. Esperaba encontrar a Bradwarden, pues el centauro, después de varias semanas de soportar la insistencia machacona de Elbryan, le había prometido al fin una competición de tiro con arco. Tal vez Elbryan conseguiría el premio —y no había nada que le hiciera pensar lo contrario—, que consistía en el compromiso del centauro a acompañarlo en su próxima visita hacia el oeste, al bosque que rodeaba el pueblo de Fin del Mundo.

Lo primero es lo primero, se decía a sí mismo el guardabosque. Cogió a Ala de Halcón, sacó la punta de plumas y la cuerda, y se dirigió a un lugar que consideraba suyo, un altozano casi desprovisto de árboles muy parecido al que había frecuentado en Andur’Blough Inninness, y que lo hacía ascender a los cielos de las noches estrelladas, y le llevaba los primeros rayos de sol del amanecer y los últimos del ocaso.

El guardabosque se quitó la ropa; la sensación de la hierba áspera en los pies no le resultaba desagradable. Saludó al alba con su danza, balanceando el palo de un lado a otro como si estuviera blandiendo una espada, marcando lentamente cada paso, en perfecto equilibrio; ejecutaba los movimientos sin ningún esfuerzo mental, dado que su recuerdo había quedado completa y profundamente grabado en los músculos. Ejecutaba la danza de la espada a la perfección; no había nada que añadir: ni más pasos, ni evoluciones más difíciles, ni mayor velocidad. Aquellos movimientos solitarios tenían como finalidad seguir aumentando el equilibrio de Elbryan, la capacidad de control de su propio cuerpo. Durante la media hora que duraba la ejecución de la danza, el guardabosque hacía que su cuerpo realizase los distintos movimientos necesarios para la lucha, y reforzaba en sus músculos el registro de las acciones adecuadas que seguirían a dichos movimientos.

Era realmente un hermoso espectáculo ver cómo el guardabosque evolucionaba con la gracilidad de un animal pero con el control de un hombre. Era una combinación de fuerza y agilidad, un guerrero equilibrado e inteligente. El mejor regalo de los Touel’alfar era su nombre, Pájaro de la Noche, y todo el adiestramiento que conllevaba. El mejor regalo de los elfos era esa armonía que Elbryan había conseguido, esa unión de dos filosofías, de dos maneras de mirar el mundo, de dos maneras de luchar.

A la luz suave de la mañana le brillaba el sudor, que se deslizaba y goteaba por su fuerte y bien esculpido cuerpo. Pues, aunque no se moviera con rapidez, la energía requerida para mantener el equilibrio de la danza de la espada era tremenda, y a menudo requería hacer trabajar un músculo contra otro, o bien aislar un grupo de músculos de forma tan completa que se los forzaba al máximo.

Cuando acabó, Elbryan cogió su ropa y corrió hacia una charca cercana; se sumergió en sus aguas heladas sin vacilar. Un baño rápido lo refrescó; se vistió y se dispuso a tomar su comida de la mañana. Luego se puso en marcha en busca del centauro.

Para satisfacción de Elbryan, Bradwarden se encontraba en la zona donde se habían dado cita, aunque no exactamente en el punto en el que el centauro le había dicho que tendría lugar la competición. Para que al guardabosque le resultara aún más fácil seguir su rastro, aquella mañana el centauro estaba tocando la gaita, una melodía inolvidable que parecía relacionada con el alba, una melodía suave que iba in crescendo hasta que las notas estallaban como rayos de sol, que sobresalieran por detrás de la colina y se esparcieran por doquier. Elbryan siguió aquella música, atraído por sus notas, y no tardó en encontrar a la bestia medio equina, que se hallaba en medio de un peñascal.

El centauro dejó de tocar en cuanto avistó a su amigo, y una blanca sonrisa se ensanchó en medio de su espesa barba negra.

—Temía que no te atrevieras a dar la cara —rugió Bradwarden.

—Verás mi cara y también mi arco —replicó el guardabosque alzando a Ala de Halcón.

—Ya, el palo de los elfos —observó el centauro. Entonces Bradwarden alzó su propio arco; era la primera vez que Elbryan lo veía y se quedó perplejo. ¡Montado en la parte lateral de una plataforma, aquel ingenio habría pasado por una catapulta de buen tamaño!

—¿Tiras flechas con un árbol? —dijo burlón Elbryan.

La sonrisa de Bradwarden no disminuyó ni pizca.

—Llámalas flechas —repuso con calma, mientras dejaba la gaita en el suelo y levantaba un carcaj que a Elbryan le pareció grande como un saco de dormir; contenía flechas que eran tan altas como un hombre.

»Llámalas lanzas —añadió el centauro—. Pero, si te alcanza una de ellas, ¡ten por seguro que las llamarás muerte!

Elbryan no lo dudó un solo instante.

Bradwarden se dirigió a un prado abierto en el que había situado seis dianas, cada una a distinta distancia de la línea señalada.

—Empezaremos tirando de cerca y luego nos iremos alejando —explicó el centauro—; el primero que falle una diana habrá perdido.

Elbryan consideró que las reglas beneficiaban al estilo brusco del centauro. Habitualmente en una prueba de arqueros, cada contendiente dispondría de un número determinado de tiros, y el mejor resultado global sería el criterio para designar al ganador. Con Bradwarden, sin embargo, se trataba simplemente de acertar o perder.

Elbryan se preparó y lanzó su primer tiro, seguro de que la primera diana, a no más de treinta pasos, no representaría ninguna dificultad. La flecha se clavó en la diana cerca del ojo de toro; fue un disparo de gran precisión.

Sin una palabra de felicitación, Bradwarden levantó su monstruoso arco y lo tensó.

—Tú sólo has pinchado al gigante —observó el centauro, y disparó. Su enorme flecha penetró en la diana cerca de la flecha de Elbryan y derribó el artefacto de tres patas—. Ahora —declaró el centauro—, la bestia está definitivamente muerta.

—Tendré que disparar primero a cada blanco —dijo Elbryan secamente.

El forzudo centauro se echó a reír de buena gana.

—Si no lo haces —asintió—, tendrás que apuntar hacia las nubes y esperar que tus flechas caigan sobre la marca, ¡no lo dudes!

Antes de que el centauro hubiera acabado de hablar, la segunda flecha de Elbryan fue a dar en el centro del blanco siguiente, a diez pasos del primero.

Bradwarden también lo acertó, y de nuevo derribó la diana.

No tardaron en ocuparse del quinto blanco, después de derribar los tres primeros; el cuarto aún se mantenía en pie pues la enorme flecha de Bradwarden, aunque dio en la diana, no alcanzó a derribarlo. Para apuntar a la quinta diana, a casi unos cien metros, Elbryan tuvo que elevar por primera vez el disparo, pero no demasiado; Ala de Halcón era tan fuerte que el vuelo de la flecha apenas se arqueó y trazó una línea segura a través de la suave brisa hasta hacer limpiamente diana.

El centauro, por primera vez, pareció sinceramente impresionado.

—¡Buen disparo! —murmuró y después apuntó y disparó a su vez.

Elbryan apretó un puño creyéndose victorioso mientras seguía el vuelo de la flecha. Sin embargo, la flecha dio en el blanco clavándose casi en el borde exterior, a la izquierda y muy lejos del centro.

Elbryan miró al centauro con ironía.

—Has tenido suerte —comentó.

Bradwarden piafó con fuerza.

—No es cierto —contestó con mucha seriedad—. Apuntaba a la mano armada de la bestia.

—Ah, pero era zurda —replicó el guardabosque sin vacilar.

La sonrisa de Bradwarden desapareció.

—El último disparo —anunció—. Después elegiremos árboles más alejados para sustituir las dianas.

—O bien hojas —repuso Elbryan, y levantó su arco.

—Demasiado —dijo de repente el centauro, y el guardabosque aflojó la tensión de la cuerda del arco, al tiempo que casi perdía la concentración y el disparo.

—¿Demasiado qué?

—Demasiado confiado en ti mismo —aclaró el centauro—. La próxima vez querrás apostar.

Elbryan se detuvo a reflexionar sobre todo aquello; luego se volvió para considerar el último tiro del centauro, casi un fallo. Se preguntó si su amigo lo había planificado de esa manera. ¿Estaba Bradwarden jugando con él? Realmente el centauro era un buen arquero, pero ¿era incluso mejor de lo que Elbryan había advertido?

—Mi gaita necesita una nueva bolsa —musitó Bradwarden—. No es un trabajo difícil, pero sí sucio… conseguir un pellejo.

—¿Y si gano yo? —preguntó Elbryan; sus ojos traicionaban lo que estaba pensando, mientras recorrían el poderoso lomo del centauro.

Bradwarden se puso a reír, como si fuera un absurdo pensar que Elbryan pudiera ganar. Se detuvo de repente y miró fijamente a su compañero humano.

—Sé que estás pensando que podrías montarme; pero, si alguna vez lo intentas, volveré a probar carne humana.

—Sólo hasta Fin del Mundo —aclaró Elbryan—. Deseo ir y volver en un santiamén.

—Nunca —declaró el centauro—. Sólo dejaría montar a una doncella que alquilara mis servicios —terminó con un guiño impúdico.

Elbryan ni siquiera quiso imaginarse el espectáculo.

—¿Entonces, qué? —preguntó—. Estoy apostando contigo, pero el premio tiene que establecerse.

—Podría construirte un auténtico arco —dijo el centauro.

—Y yo podría clavarte una flecha en el culo desde cien pasos —replicó agriamente Elbryan.

—Una gran diana —admitió el centauro—. Pero una cosa es lo que puedas necesitar, amigo mío, y otra muy distinta que tengas la menor posibilidad de ganar.

—Ya te lo he dicho —repuso Elbryan—. Me gusta caminar, pero me temo que necesito un sistema más rápido para cubrir la distancia entre los tres pueblos.

—Nunca subirás a mi lomo.

—¿Eres tú quien conduce los caballos salvajes? —preguntó Elbryan, y el centauro se sorprendió.

—No soy yo —contestó Bradwarden—. Esa es tarea de otro. —Una extraña sonrisa apareció en el rostro del centauro, una rara expresión, como si hubiera encontrado la solución de algún rompecabezas—. Sí —dijo al fin—, ese será tu premio. Si cae un rayo sobre mi flecha, pues esa es la única posibilidad que tienes de ganarme, te llevaré hasta el que conduce la manada salvaje. Te llevaré, fíjate bien, pero entonces dejaré que te las apañes como puedas.

Elbryan se dio cuenta de que lo estaba engatusando, que aquel premio era para Bradwarden más bien un castigo. El guardabosque notó que los pelos de la nuca se le ponían de punta. ¿Quién podía conducir la manada que despertara un respeto tan poco habitual en el engreído Bradwarden? Pero, sin embargo, al tiempo que se hacía esas consideraciones, se sentía irresistiblemente intrigado.

Levantó a Ala de Halcón, voló la flecha, y acertó de lleno en la lejana diana.

Bradwarden emitió un gruñido de respeto, hizo volar su flecha, y también dio en el blanco.

—Tres —dijo Elbryan, y disparó su arco tres veces en rápida sucesión; sus flechas volaron sin error alguno.

Bradwarden lo imitó y consiguió tres dianas.

—¡Cuarta, quinta, sexta! —gritó Elbryan, lanzando otros tres tiros; el primero alcanzó de lleno la cuarta diana; el segundo acertó el quinto blanco, partiendo la flecha que antes había lanzado Elbryan, y el último voló hacia la última diana y dio en pleno centro.

El centauro suspiró, empezando a comprender que por primera vez era probable que tuviera un auténtico rival entre los humanos. Con bastante facilidad acertó el cuarto objetivo, y luego el quinto, pero su último tiro pasó desviado por encima de la diana y se perdió entre la maleza al otro lado del prado.

Elbryan sonrió ampliamente y apretó un puño. Miró a Bradwarden, y comprobó que el centauro le miraba a su vez con una expresión que jamás había visto en él: respeto.

—Amigo mío, tienes un arco que es un matador de dragones —lo alabó Bradwarden—, y ten por seguro que jamás he visto una mano tan firme.

—Tuve el mejor constructor de arcos —repuso Elbryan—, y los mejores instructores. Nadie en todo el mundo puede igualar a los Touel’alfar en el tiro con arco.

—Eso ocurre porque esas gentes delgadas y pequeñajas no se atreven a acercarse a un enemigo —replicó Bradwarden después de soltar un bufido—. Bueno, vayamos a recoger nuestras flechas que luego te mostraré algo interesante.

Reunieron las flechas y las respectivas pertenencias y enseguida se pusieron en marcha. El centauro guiaba a Elbryan por la espesura del bosque, a través de los pinos y del musgo caribú, en dirección a un valle hundido; lo atravesaron y subieron por la otra ladera. Caminaron durante varias horas; hablaron poco, aunque el centauro sacaba a menudo su gaita para tocar. Al fin, con el sol ya muy caído hacia poniente, llegaron a una pineda apartada, cuya primorosa forma recordaba vagamente la de un rombo. Se extendía por la suave ladera de una amplia colina, y estaba completamente rodeada por un prado de hierba alta y flores silvestres. Elbryan apenas podía creer que no hubiera estado antes allí, que su instinto de guardabosque no lo hubiera guiado a un lugar tan naturalmente perfecto, tan sintonizado con la armonía del bosque. La pineda —cada flor, cada arbusto, cada árbol y cada piedra, y el murmullo del arroyo que la atravesaba— tenía algo más que los bosques normales de la región. Era algo sagrado, algo propio de Andur’Blough Inninness y ajeno al corrompido mundo de los humanos.

En aquel paraje había algo mágico; Elbryan lo percibió con tanta claridad como lo había percibido antes en el valle de los elfos. Con reverencia, casi como si estuviera en trance, el guardabosque se acercó; Bradwarden iba a su lado. Cruzaron la hilera exterior de tupidos árboles de hoja perenne y alcanzaron el corazón de la pineda donde senderos bien marcados se entretejían entre el espeso sotobosque. Elbryan caminaba sin pronunciar palabra, como si temiera perturbar la quietud, pues ni la más leve brisa atravesaba la muralla de pinos.

El camino serpenteaba, se juntaba con otro y luego se bifurcaba en tres. La pineda no era muy grande, quizá doscientos metros de ancho por trescientos de largo, pero Elbryan estaba seguro de que si los caminos se conectaran uno a continuación de otro cubrirían una distancia de varios kilómetros. A menudo miraba hacia atrás en busca de alguna indicación por parte de Bradwarden, pero el centauro no le prestaba atención y se limitaba a seguirlo en silencio.

Llegaron a un lugar oscuro y umbrío, en el que el sendero se bifurcaba a derecha e izquierda a ambos lados de un enorme peñasco que sobresalía de la tierra y que estaba cubierto por una gruesa capa de pequeñas flores amarillas. Elbryan oteó ambos caminos y, suponiendo que se volverían a encontrar después de aquella roca, continuó la marcha. Pronto alcanzó la previsible confluencia de los senderos; miró hacia adelante y se dispuso a continuar.

—No tan observador como cabría suponer de alguien que ha sido adiestrado por los elfos. —La grave voz de Bradwarden rompió la quietud del lugar.

Elbryan se dio la vuelta con la intención de hacerlo callar, pero se olvidó de todo cuando miró más allá del centauro hacia la parte posterior del peñasco que había dividido el camino. Retrocedió, pasó junto al centauro y miró detenidamente el montón de rocas, de casi dos metros y medio por metro ochenta y de forma parecida a un rombo. El guardabosque miró en torno y advirtió que se encontraban en el centro exacto de la pineda. Advirtió asimismo que aquellas piedras eran el origen de la magia, y que los bordes de la pineda —formados por hileras de árboles— parecían ser un reflejo de aquel lugar.

Se arrodilló y estudió las piedras admirándose del cuidado con que las habían dispuesto. Tocó una y sintió un suave hormigueo, la emanación del poder mágico.

—¿Quién está enterrado aquí? —susurró el guardabosque.

Bradwarden soltó un bufido y sonrió.

—Yo no soy quién para decirlo —repuso, y Elbryan no pudo discernir si el centauro quería decir que no lo sabía o que no le correspondía a él revelar la identidad de la persona enterrada.

»Fue enterrado por los elfos —añadió el centauro— cuando yo no era mayor de lo que tú eres ahora.

Elbryan lo miró con curiosidad.

—¿Y cuánto tiempo es ese según el cálculo de los hombres?

El centauro se encogió de hombros y pateó el suelo, inquieto.

—La mitad de la vida de un hombre —fue la respuesta más exacta que Elbryan iba a conseguir.

El guardabosque no insistió más. No necesitaba saber quién estaba enterrado allí. Obviamente el hombre, o elfo o lo que fuera, era importante para los Touel’alfar; obviamente los elfos habían bendecido aquel lugar, aquel montón de piedras y la pineda que había crecido en torno, con considerable poder mágico. El joven se daba por satisfecho con eso; Bradwarden había prometido mostrarle algo hermoso, y desde luego había cumplido su promesa.

No obstante, quedaba el asunto del premio de Elbryan por ganar el concurso de tiro con arco. El joven miró al centauro.

—No tienes más que seguir viniendo aquí —comentó el centauro como si le leyera el pensamiento— y encontrarás al que guía los caballos.

Aquello llenó al guardabosque de excitación y miedo a la vez. Poco después abandonaron el soto para ir a cenar. Elbryan regresó más tarde aquella misma noche y otra vez al día siguiente, pero hasta la cuarta visita, dos semanas más tarde, al regresar de su ronda de inspección a Fin del Mundo, no encontró la recompensa de Bradwarden.

Era un típico día de otoño; aunque en el soto el aire permanecía tranquilo, el viento azotaba por igual hojas y nubes, y la nieve de las montañas era arrastrada velozmente allá arriba a través del límpido cielo azul. Elbryan se dirigió al corazón de la pineda para rendir homenaje a quienquiera que estuviese allí enterrado; luego volvió al límite de la pineda pues deseaba sentir la brisa en el rostro.

Y entonces oyó la música.

Primero pensó que era Bradwarden tocando su gaita, pero entonces se dio cuenta de que era un sonido demasiado dulce, una vibración sutil en la tierra y en el aire, una canción de la mismísima naturaleza. No crecía ni en volumen ni en intensidad; simplemente seguía sonando, y Elbryan no tardó en darse cuenta de que debía de tratarse de una llamada de anuncio, la carrera de los cascos y el viento. Se dio la vuelta y echó a correr hacia el extremo meridional de la pineda, aunque no tenía ni idea de qué podía ser lo que lo estaba guiando.

A través del anchuroso prado, más allá de las flores y la hierba, vio una figura maravillosamente perfecta, un imponente semental que se movía entre las sombras de los lejanos árboles.

Elbryan contuvo el aliento, mientras el gran caballo —completamente negro, salvo la blancura de la parte inferior de las patas delanteras y de un rombo sobre los ojos— salía a campo abierto. Elbryan sabía que el caballo estaba examinándolo, aunque la mayoría de los caballos ni siquiera habrían notado su presencia, pues él estaba en la dirección en que soplaba el viento y además a mucha distancia.

El semental piafó; luego se encabritó y relinchó. Avanzó unos metros en brusca arremetida, para mostrar su potencia, y luego se dio la vuelta y cabalgó, rápido como el rayo, hacia la espesura.

Elbryan suspiró de nuevo. Sabía que aquel día el magnífico corcel ya no volvería, así que se puso a caminar, no en la dirección que había tomado el caballo sino hacia Dundalis. Encontró a Bradwarden, que estaba manufacturando unas flechas diabólicas, y la cara del centauro se iluminó al verlo.

—Bienvenido —saludó Bradwarden con una risa sofocada—. Ya veo que has estado en la pineda.

Elbryan se sonrojó al pensar que sus emociones se le reflejaban en la cara con tanta claridad.

—Ya te lo dije —manifestó con jactancia el centauro—. Tan soberbia criatura es… —se detuvo y rio otra vez.

—¿Tiene nombre el semental?

—Diferente de todos los demás —dijo Bradwarden—; pero debes saberlo si quieres acercarte a él.

—¿Y cómo puedo averiguarlo?

—No seas tonto —contestó Bradwarden—. No tienes que averiguarlo, sino simplemente saberlo.

El centauro se fue y dejó al hombre dando vueltas a sus pensamientos.

El guardabosque volvió al soto al día siguiente y al otro, y todos los días, hasta que al fin, al cabo de más de una semana, oyó o, mejor dicho, sintió de nuevo la música, que esa vez venía del oeste.

—Qué astuto —murmuró maravillado cuando el caballo apareció en el límite de las sombras, pues el semental se aproximaba cara al viento para poder captar el olor de quien llegara al soto sin que lo olieran a él.

Después de unos pocos minutos, el caballo salió a campo abierto, y de nuevo Elbryan se quedó sin aliento al contemplar la magnífica estampa del animal: los flancos musculosos, el ancho pecho y la expresión inteligente de los ojos negros.

Una palabra rondó por la mente del guardabosque, pero sacudió la cabeza, sin comprenderla. Avanzó un paso, y el caballo echó a correr rompiendo el encanto del momento.

El tercer encuentro llegó sólo un día después, de la misma forma que las otras veces: el semental se aproximaba desconfiadamente por el oeste, advertía la presencia de Elbryan y piafaba.

De nuevo le vino a la mente aquella palabra, que describía a la perfección el aspecto del imponente caballo.

—¡Sinfonía! —gritó el guardabosque, y se puso a caminar con audacia desde la pineda. Para sorpresa de Elbryan, para su deleite y horror a la vez, el caballo se encabritó y relinchó muy fuerte; luego se puso de nuevo a cuatro patas y piafó con violencia.

»Sinfonía —repitió Elbryan una y otra vez mientras se le acercaba con cautela. ¿Qué otro nombre podía corresponder a un caballo como aquel? ¿Qué otra palabra podía describir su belleza y su armonía, sus músculos perfectamente equilibrados y sus vibraciones musicales, si parecía que la naturaleza entera se hacía eco del galope del enorme semental?

Antes de que el guardabosque se hubiera dado cuenta, se encontró a cinco zancadas del imponente caballo.

Sinfonía —dijo con serenidad.

El caballo relinchó y echó la cabeza hacia atrás.

Elbryan se le acercó con las manos abiertas por completo para mostrar que no quería hacerle daño. Con respeto, puso la mano en el cuello del semental, y lo acarició firme y uniformemente. Despacio, muy despacio, las orejas del caballo se levantaron.

Entonces, el gran semental dio un brinco y volvió a internarse al galope en las sombras, en la maleza.

Se encontraron un día tras otro, y progresivamente iban sintiéndose más cómodos el uno con el otro. Elbryan no tardó en descubrir que aquel caballo significaba mucho para él, tanto como si los elfos se lo hubieran regalado como compañero; y aquella idea no le pareció descabellada.

—¿Me lo regalaron? —preguntó en el Oráculo a su tío Mather una noche—. ¿Es Sinfonía, pues ahora estoy seguro de que este es el nombre del semental, un regalo de los elfos, de Juraviel, quizá?

No hubo respuesta, naturalmente, pero al escuchar sus propias palabras, Elbryan descubrió un fallo en su razonamiento.

—No puede tratarse de un regalo —dijo—, pues un animal como este no puede ser donado. Pero seguramente los elfos han tenido algo que ver, pues, en caso contrario, yo no habría tenido la menor oportunidad de encontrarlo y, además, su reacción habría sido muy distinta, más acorde con las previsibles reacciones de un animal que ha vivido siempre en estado salvaje.

»El monumento funerario, susurró Elbryan un momento después, al descubrir la respuesta. Entonces todo le pareció perfectamente claro: la magia de aquellas piedras, de algún modo, había atraído a Sinfonía hacia él; mejor dicho, hombre y caballo se habían atraído mutuamente. En aquel momento deseaba más vivamente que nunca saber quién estaba enterrado allí, a qué gran hombre —o elfo o centauro, quizá— los Touel’alfar habían dedicado tan solemne tumba, con la magia suficiente para configurar aquella perfecta pineda, para llamar a Sinfonía y dotarlo de tanta inteligencia. Seguro que era la magia de aquellas piedras la que había provocado todo eso; Elbryan no lo dudaba en absoluto.

Al día siguiente montó por primera vez a Sinfonía, a pelo, agarrándose estrechamente a la espesa crin del caballo. El viento azotaba las orejas del jinete, el paisaje volaba hacia atrás; era tal la emoción de la carrera, era tal la armonía del galope, que Elbryan habría jurado que estaba volando sobre un cojín de aire.

Tan pronto como desmontó, de regreso a la pradera junto a la pineda, Sinfonía se dio la vuelta y se fue al galope; Elbryan no hizo amago alguno de detenerlo, pues sabía que aquella no era una relación normal entre jinete y caballo, ni tampoco una relación de amo y bestia, sino una amistad basada en el mutuo respeto y la confianza recíproca.

Sinfonía volvería a él, lo sabía; dejaría que lo montara otra vez, pero era el semental quien establecía las condiciones.

Elbryan saludó hacia la linde del bosque por donde había desaparecido el animal, en un gesto de respeto y comprensión. Sabía que él y Sinfonía tenían una vida propia e independiente, pero también sabía que a partir de aquel momento había algo que los unía.