7

Un propósito singular

Le dieron sólo dos piedras: un ojo de gato de un suave matiz amarillo y un rubí granate pulimentado pero sin tallar. La primera, una de las piedras más valiosas de Saint Mere Abelle, no sólo lo protegía frente a casi todas las demás piedras mágicas, sino que podía matar a cualquiera dentro de un área considerable y eliminar todos los hechizos indeseables en el interior de dicha área; la segunda, la piedra buscadora, permitía detectar dónde se estaba utilizando magia. Así se había equipado el hermano Justicia para encontrar a Avelyn y acabar con él.

Una mañana oscura y triste salió de la abadía; montaba una yegua gris ceniza, de trote no precisamente ligero pero muy voluntariosa. El caballo podía aguantar muchas horas de camino, y el hermano Justicia, obsesionado por cumplir su tarea vital, lo forzaba al máximo.

En primer lugar se dirigió a Youmaneff, el pueblo donde Avelyn Desbris había nacido, a unos quinientos kilómetros de Saint Mere Abelle. Allí lo primero que hizo fue visitar el pequeño cementerio situado en la colina contigua al pueblo; encontró la lápida en memoria de Annalisa Desbris y observó con cierta satisfacción que aún no habían añadido el nombre de Jayson Desbris.

—¿Ha venido para hablarme de mi hijo Avelyn? —preguntó el anciano tan pronto como el hermano Justicia, con su hábito de color marrón que lo identificaba como monje abellicano, llamó a su puerta.

Aquella simple pregunta, formulada con toda naturalidad, sacó de quicio al monje.

—¿Ha muerto? —consultó temeroso Jayson.

—¿Debería haber muerto? —replicó agriamente el hermano Justicia.

El anciano parpadeó varias veces, y luego sacudió la cabeza.

—Perdone mi descortesía —suplicó al visitante y, haciéndose a un lado, lo invitó a entrar con un gesto. El hermano Justicia así lo hizo, con la cabeza inclinada para disimular una cruel sonrisa.

—Daba por sentado que una visita de alguien de Saint Mere Abelle sería para traer noticias de Avelyn —explicó Jayson—, y dado que la visita no es el propio Avelyn…

—¿Dónde está Avelyn?

El tono del monje era monótono y frío, y la pregunta sobresaltó a Jayson.

—Pensaba que usted lo sabría mejor que yo —dijo el anciano en voz baja—. ¿No está en el monasterio?

—¿No sabe nada de su largo viaje? —inquirió secamente el monje.

Jayson sacudió la cabeza, y el hermano Justicia advirtió que el hombre estaba verdaderamente confuso.

—La última vez que vi a mi hijo, a finales del año 816 del Señor —repuso Jayson—, fue cuando lo dejé al cuidado de Saint Mere Abelle, al servicio de Dios.

El hermano Justicia juzgó que el anciano era totalmente sincero, y ese hecho lo enojó todavía más. Había confiado en que Jayson Desbris le proporcionaría información, una dirección que podría conducirlo con rapidez y eficacia al final de aquella repugnante operación. Pero, al parecer, Avelyn no había vuelto a casa, o por lo menos no se había puesto en contacto con su padre. La duda embargaba al monje: ¿debía matar al anciano, borrando así cualquier rastro de su persecución a Avelyn en el caso de que este regresara a casa, o bien bastaba con que eliminara cualquier recelo del anciano, dando a su visita un carácter más amable?

Se dio cuenta de que lo último no podía salir bien; si Avelyn volvía a casa y se enteraba de que un monje de Saint Mere Abelle había estado allí, sabría que no había sido precisamente una visita de cortesía. Por otra parte, eliminar al anciano podía complicar aún más la situación, pues la policía local lo identificaría y quizá lo capturaría.

Había otra salida.

—Lamento decirle que su hijo ha muerto —dijo con tanta convicción como pudo, aunque no era mucha.

Jayson se inclinó sobre la mesa, y de repente pareció mucho más viejo.

—Se cayó desde lo alto de la muralla de la abadía —prosiguió el hermano Justicia— a la Bahía de Todos los Santos. No hemos podido encontrar el cuerpo.

—Entonces ¿por qué vino a preguntarnos acerca de su paradero?

La cortante pregunta llegó desde un lado de la habitación. Un hombre corpulento, quizás diez años mayor que el hermano Justicia, se precipitó en la habitación con los ojos marrón oscuro llenos de odio.

El hermano Justicia apenas hizo caso del recién llegado, pues toda su atención se concentraba en Jayson y en tratar de justificar sus preguntas anteriores.

—Avelyn ha emprendido su largo viaje —explicó el monje con calma, y aquella referencia, planteada como una ascensión espiritual, disminuyó la cólera de Tenegrid, el hermano de Avelyn.

»Ahora está con Dios —concluyó el hermano Justicia.

Tenegrid se acercó al monje y lo miró de arriba abajo.

—Pero no han encontrado su cuerpo —comentó.

—Cayó desde muy alto —repuso serenamente el hermano Justicia. Tenía las manos delante, enterradas en las voluminosas mangas, con los puños cerrados y los músculos del antebrazo contraídos a causa de la tensión.

—¡Sal de esta casa! —ordenó Tenegrid, furioso—. ¡Mensajero repugnante, que llegas aquí y nos insultas con preguntas antes de decirnos la verdad!

Era evidente que su enojo estaba fuera de lugar; de hecho sentía una profunda pena y no estaba realmente enfadado con el monje. Tenegrid estaba herido tanto por la visión de su padre destrozado por el dolor como por la noticia de la muerte de su hermano. El hermano Justicia lo comprendió perfectamente, aunque no compartía sus sentimientos.

El perverso monje se hubiera ido sin más, pero Tenegrid cometió un peligroso error.

—¡Vete! —repitió y, poniendo la mano en el fuerte hombro del robusto fraile, lo empujó hacia la puerta. A una velocidad imposible de seguir con la vista, el hermano Justicia disparó el puño hacia arriba y hacia la derecha, y golpeó a Tenegrid de lleno en la garganta. El hombre dio un par de pasos tambaleándose, se agarró en vano al respaldo de una silla y al fin cayó al suelo derrumbando la silla con él.

Al hermano Justicia le costó un gran esfuerzo de voluntad dirigirse a la puerta, pues su sangre caliente lo incitaba a matar. Deseaba descargar su rabia en el hermano del odioso Avelyn, quería arrancarle la cabeza ante los ojos de su padre y luego, lentamente, asesinar a este. Pero no habría sido prudente pues habría dificultado la captura de Avelyn, el premio más grandioso.

—Los de Saint Mere Abelle lamentamos su pérdida —dijo a Jayson Desbris.

El anciano, con expresión incrédula, levantó la mirada desde su hijo, que todavía permanecía tumbado en el suelo agarrándose la garganta herida y tratando de respirar, y miró al monje que se marchaba.

Después de tan infructuosa gestión, el hermano Justicia tuvo que recurrir a la magia del rubí, una piedra también llamada Vista de Dragón por su capacidad para detectar emanaciones de magia. Poco después de aquello abandonó Youmaneff, pues no encontró rastro alguno de magia en aquel miserable pueblo ni sus alrededores.

No tenía ninguna pista, y el mundo era inmensamente grande.

La primera vez que detectó magia ocurrió pocos días después, en ruta, cuando encontró una caravana de mercaderes. Uno de ellos tenía una piedra, cosa que admitió cuando el hermano Justicia lo acorraló en un rincón de su carruaje cubierto. Se trataba simplemente de un diminuto diamante, útil para ahorrar aceite y velas en viajes largos.

El monje se puso de nuevo en marcha en dirección al norte. La mayor ciudad de Honce el Oso era Ursal, así que supuso que podría ser un buen lugar para empezar, aunque conocía los inconvenientes. En Ursal muchos mercaderes debían de poseer piedras, pues el monasterio no era contrario a vendérselas. La piedra granate lo conduciría a centenares de lugares de un callejón sin salida a otro. Pero, a pesar de todo, teniendo en cuenta el ámbito limitado de la piedra Vista de Dragón —que no podía localizar magia a una distancia superior a unos centenares de metros—, el hermano Justicia tendría más posibilidades en una ciudad que en los vastos espacios abiertos del centro y del norte de Honce el Oso.

Todavía no había recorrido una tercera parte del camino hasta Ursal, cuando su persecución tomó una dirección distinta, pues una pista surgió de repente.

Ocurrió puramente por casualidad en un poblado demasiado pequeño incluso para tener nombre, un lugar por donde cierto «fraile loco» había pasado sólo hacía unas pocas semanas en dirección a Dusberry, en Masur Delaval. La reacción de los aldeanos frente a los hábitos marrones del hermano Justicia le hizo ver a este que no era el primer monje abellicano que pasaba por el lugar en los últimos tiempos. La gente se atemorizó al verlo llegar; pero luego, como si reconocieran que se trataba de un hombre diferente de aquel que les daba miedo, se mostraron aliviados.

Cuando los interrogó, se mostraron dispuestos a contar que un «fraile loco» había visitado el pueblo, que les había hablado de profecías catastróficas y que se había iniciado una salvaje pelea en la taberna. Un hombre mostró al hermano Justicia un brazo roto al que todavía le faltaba mucho para curarse.

—¡No creo que sea conveniente para la iglesia —opinó el hombre— tener a alguien que va por ahí hiriendo a la gente!

—Son muchos los que se han marchado de Saint Gwendolyn de Mar después de la pelea —añadió el tabernero.

—¿Acaso ese monje era de Saint Gwendolyn? —preguntó el hermano Justicia, reconociendo el nombre del monasterio, una apartada fortaleza colgada en lo alto de una roca escarpada, quizás a dos días a caballo hacia el este.

El hombre del brazo roto se encogió de hombros sin comprometerse, y luego se volvió hacia el tabernero, que tampoco tenía respuesta alguna.

—Llevaba un hábito como el suyo —observó el tabernero.

El hermano Justicia quería desesperadamente preguntar si aquel hombre llevaba piedras mágicas, si había en él algo portentoso; pero advirtió que aquellos dos no se habrían guardado para ellos una información de tal naturaleza, en el caso de tenerla. Por otra parte no quería levantar demasiadas sospechas, pues temía que Avelyn sería mucho más difícil de encontrar si sabía que lo perseguían.

De esta forma el monje obtuvo una descripción que, si bien no coincidía exactamente con las características del Avelyn Desbris que él había conocido, era suficiente para mantener su curiosidad. Así pues, de repente se encontró con una descripción, un apodo —«el fraile loco»— y una dirección; la gente del poblado, en efecto, coincidía en que el monje había tomado el camino que iba hacia el oeste, acompañado por una guapa joven de unos veinte años.

La pista era reciente y permitió al hermano Justicia ir de ciudad en ciudad a través de los campos hacia Dusberry. Fue obteniendo más pistas durante el camino, entre ellas una relativa a una escaramuza en un bar en el que, al parecer, aquel fraile loco había hecho volar a un par de hombres con una descarga azul.

Grafito.

Menos de un mes después de haber salido del diminuto poblado, convencido de que estaba acortando la distancia que lo separaba del facineroso monje, el hermano Justicia cruzó las fortificadas puertas de Palmaris.

Dos días después utilizó su piedra Vista de Dragón y detectó el uso de una potente magia proveniente del distrito nordeste de la ciudad, el barrio de casas ricas en la parte alta de Palmaris. Convencido de que tenía la presa al alcance, como un león que observa a una cebra vieja y torpe, el monje se precipitó por las calles y atravesó la concurrida plaza del mercado, atropellando a más de un asombrado transeúnte. Lo asaltó cierta inquietud al llegar a la cancela de la casa indicada, un enorme edificio construido con materiales importados: suave mármol blanco trabajado en el sur, vigas de madera oscura de las Tierras Boscosas y una colección de esculturas de jardín que sólo podían haber salido de los talleres de los mejores escultores de Ursal. Lo primero que se le ocurrió al hermano Justicia fue que Avelyn había entrado al servicio de aquel comerciante evidentemente rico, quizá para realizar con las piedras alguna proeza que su patrón necesitaba, o quizá simplemente como bufón de corte. El violento fraile trató de agarrarse a esa esperanza, aunque no podía descartar sus dudas. ¿Alquilaría sus poderes Avelyn, para quien las piedras era lo más sagrado de todo? Sólo en una emergencia, pensó el hermano Justicia; y, puesto que Avelyn no podía llevar en Palmaris más de un par de semanas, era probable que aquella casa no le fuera familiar.

Aquello dejaba otra posibilidad, una posibilidad que el monje no deseaba considerar. Se acercó a la cancela e iluminó el jardín frontal sin hacer ruido. Había muchos setos y arbustos altos; podía alcanzar la puerta sin que lo advirtiera nadie ni desde dentro de la casa ni desde la calle.

Comprendió su error antes de haber dado una docena de pasos, al oír el ladrido de un perro guardián.

El hermano Justicia soltó una maldición y vio un animal enorme, una bestia musculosa negra y marrón, con un cráneo grande y huesudo y una mandíbula con dientes de un blanco resplandeciente. El perro vaciló unos instantes para estudiar al hombre, y luego emprendió una carrera mortífera con la bocaza abierta, enseñando los horripilantes dientes.

El monje se agachó, flexionó las piernas y tensó los músculos, calculando la velocidad del perro. El animal se le acercaba furioso y a toda velocidad; pero, cuando estaba a punto de saltarle a la garganta, el hermano Justicia lo despistó dando un salto al tiempo que encogía las piernas.

El perro patinó para detenerse, pero su impulso era demasiado fuerte para permitirle rectificar a tiempo el ángulo de ataque, y entonces el hermano Justicia aterrizó sobre su lomo y lo golpeó con ambas piernas al tiempo que descendía.

El perro abrió las patas, soltó un gañido y se quedó inmóvil con el lomo roto y los pulmones sin aire.

El monje, convencido de que el animal ya no podía aullar ni ladrar para dar aviso, se dirigió a la casa. Decidido a coger el toro por los cuernos, se encaminó a la puerta principal y la golpeó enérgicamente con la aldaba de cobre; observó que era otra pieza esculpida de importación que tenía la forma de una cara alargada de expresión maliciosa.

Tan pronto como vio girar la manija, el monje levantó un pie y pegó una tremenda patada, sincronizando sus movimientos para golpear la puerta justo cuando esta comenzaba a abrirse. El hombre que había acudido a abrir, un criado, cayó al suelo empujado por la puerta, y el hermano Justicia se precipitó dentro.

—¿Tu amo? —preguntó el monje en tono terminante.

El asombrado hombre tartamudeó algo ininteligible.

—¿Tu amo? —preguntó de nuevo el hermano Justicia, mientras lo agarraba por el cuello y lo ponía de pie.

—Está indispuesto —replicó el criado. El monje lo abofeteó con fuerza y luego le apretó el cuello, un agarro que convenció por completo al pobre hombre de que el intruso podía arrancarle la garganta sin apenas esfuerzo. El criado señaló una puerta al otro lado del vestíbulo.

El hermano Justicia lo arrastró tras de sí. No obstante, lo soltó antes de llegar a la puerta, al percibir las primeras vibraciones de intrusión, una intrusión mágica, un ataque deliberado que provenía del interior de la habitación.

El monje aferró enseguida su piedra ojo de gato amarilla, y se dispuso a defenderse con su magia. El ataque fue muy fuerte —aunque habría esperado más del poderoso hermano Avelyn—, pero el ojo de gato se encontraba entre las piedras más potentes de Saint Mere Abelle. Sus posibilidades defensivas eran incluso más completas que las del crisoberilo, la piedra más usada como defensa, y su poder, un simple escudo contra la magia, podía concentrarse más que el de cualquier otra piedra. En un instante un resplandor amarillento rodeó al monje y detuvo las vibraciones de aquella intrusión.

El monje gruñó desafiante y golpeó la pesada puerta; esta traqueteó pero no se abrió. Golpeó una y otra vez, forzando repetidamente su cerrojo, hasta que al fin la madera de la jamba cedió y la puerta se abrió con brusquedad. Detrás de una gran mesa de roble había un hombre gordo, de pie, ricamente vestido y con una pesada ballesta en la mano.

—Dispones de un tiro —dijo con calma el hermano Justicia mientras entraba en la habitación sin apartar la mirada de la del mercader—. Un tiro. Pero, si no acabas conmigo, te torturaré hasta matarte lentamente.

Las manos del hombre temblaron; el hermano Justicia lo sabía sin siquiera necesidad de mirarlas. Vio cómo el mercader se acobardaba mientras una gota de sudor le resbalaba desde la frente.

—¡Ni un paso más! —ordenó el mercader con todo el coraje de que fue capaz.

El hermano Justicia se detuvo y sonrió perversamente.

—¿Eres capaz de matarme? —preguntó el monje—. ¿Es esto lo que quieres?

—Sólo quiero defender lo que es mío —replicó el mercader.

—No soy tu enemigo.

El mercader lo miró fijamente con incredulidad.

—Creía que eras otra persona —dijo con calma el hermano Justicia; dio la espalda al mercader para dejar la puerta tan entornada como permitía la jamba destrozada y miró con desprecio a los criados curiosos que se habían reunido en el vestíbulo, para mantenerlos a raya.

»Estoy persiguiendo a un peligroso fugitivo, alguien que utiliza la magia de las piedras —explicó, volviéndose de nuevo hacia el mercader con una expresión conciliadora en el rostro—. No tenía ni idea de que alguien aparte de él pudiera tener tanta habilidad con esta magia.

El hermano Justicia hizo bien en esconder una mueca cruel en el momento en que el hombre dejó de apuntarle con la ballesta.

—Siempre estoy dispuesto a prestar ayuda a los de Saint Precious —declaró el mercader.

—De Saint Mere Abelle —corrigió el hermano Justicia—. He atravesado Honce el Oso de parte a parte en la más vital de las búsquedas, y creí que esta había llegado a su fin. Perdona mi forma de entrar, mi padre abad te reembolsará todos los gastos.

El rostro del mercader se iluminó ante aquel comentario.

—¿Cómo le va al viejo Markwart? —preguntó con familiaridad.

De nuevo el monje reprimió sus sentimientos de cólera hacia aquel hombre —aquel simple, vulgar y despreciable mercader— por tratar al padre abad Markwart como si fuera su igual. Era evidente que conocía a Markwart —¿de qué otra manera podía haber conseguido aquella piedra tan poderosa?—, pero para el hermano Justicia las relaciones entre la abadía y los mercaderes eran muy distintas de como estos las entendían. El padre abad Markwart aceptaba de buen grado el dinero de los comerciantes, pero jamás a cambio del debido respeto.

—En ese caso, quizá pueda ayudarlo en su búsqueda —se brindó el mercader—. Ah, pero ¡qué maleducado soy! Me llamo Folo Dosindien, Dosey para los amigos, para su padre abad. Debe de tener hambre, o quizá le apetezca una bebida. —Levantó una mano para llamar, pero el hermano Justicia lo cortó en seco.

—No necesito nada —aseguró.

—Nada salvo quizás ayuda en su búsqueda —insistió el hombre.

El monje ladeó la cabeza, intrigado en cierta manera. Aquel hombre tenía por lo menos una piedra poderosa; estaba seguro de ello y sospechaba que se trataba de una hematites. Con una gema semejante se podían conseguir muchas cosas.

—Busco a un monje de mi orden —explicó el hermano Justicia—. Se lo conoce como el fraile loco.

El mercader se encogió de hombros; era evidente que aquel nombre no le decía nada.

—¿Está en Palmaris?

—Como mínimo ha pasado por aquí —repuso el monje—, no hace más de dos semanas.

El mercader se sentó detrás de su escritorio; sus facciones se contrajeron por la concentración.

—Si viaja, si está fuera de la ley, probablemente habrá buscado refugio en las zonas más recónditas de los muelles del sur —razonó, y miró al monje con aire resignado—. Palmaris es muy grande.

El hermano Justicia no parpadeó.

—¿No se presenta usted? —preguntó el hombre.

—No tengo ningún nombre que decirte —replicó el hermano Justicia, y la tensión aumentó de nuevo, provocada por la fría mirada fija del monje.

—Sí —dijo Dosey después de aclararse la garganta—. Me gustaría haber tenido más respuestas para uno de los subordinados de Markwart.

El hermano Justicia frunció el ceño; no le gustaba en absoluto la forma en que el imbécil del mercader trataba de apabullarlo mediante alusiones a su superior en un tono tan familiar.

—Pero hay un lugar —susurró el mercader, inclinándose hacia adelante de repente pero sin levantarse de la silla— donde se podrían obtener respuestas, respuestas a cualquier pregunta imaginable.

El hermano Justicia no tenía ni idea del rumbo que estaba tomando la conversación, no tenía ni idea de qué significaba la súbita expresión poco menos que maníaca de aquel hombre.

—Pero no antes de cenar —dijo Dosey, recostándose en el respaldo de su silla—. Venga, haré que le preparen una mesa inigualable en toda Palmaris. Así podrá regresar a Saint Mere Abelle con palabras elogiosas para este anciano mercader, amigo íntimo de Markwart.

El hermano Justicia le siguió la corriente; y, por supuesto, el mercader Dosey no exageraba. Los criados —el hombre que el hermano Justicia había derribado en el vestíbulo de la planta baja y tres mujeres, una de indudable belleza— les sirvieron los más delicados manjares y los frutos más dulces: cordero jugoso y gruesos pedazos de carne de venado, bañados en salsas y setas; después naranjas, que al pelarlas se convertían en surtidores de zumo, y grandes y redondos melones amarillos que el monje no había visto nunca, de una dulzura superior a cualquier cosa que hubiera probado antes.

Comió y bebió sin excesos, y, una vez terminada la comida unas dos horas después, se sentó de nuevo tranquilamente y dejó que el mercader llevara la voz cantante.

El hombre divagó profusamente; sobre todo contó historias relativas a sus tratos con varios monasterios de Honce el Oso, incluso con Saint Brugalnard en el lejano Alpinador. El hermano Justicia sabía que se suponía que tenía que mostrarse impresionado, y se esforzó mucho para fingir que lo estaba, mientras los minutos fueron transcurriendo hasta completar una hora. Dosey interrumpía su narración sólo para soltar alguno que otro eructo; tan imbuido estaba de su propia importancia que no se preocupaba de observar la reacción del monje. Este supuso que aquel hombre estaba acostumbrado a tratar con gente que necesitaba o ambicionaba su dinero, y por eso podía divagar tanto como quisiera ante su servil auditorio. Su obnubilación de poder era tal que le impedía darse cuenta de que en realidad no era más que un bufón ridículo y aburrido.

Pero el hermano Justicia también necesitaba al mercader, o al menos parecía razonable que aquel hombre pudiera ayudar al monje en su más importante persecución. Sólo eso retuvo al monje a la mesa mucho tiempo después de la puesta de sol.

Al fin, de forma tan repentina que el anuncio sobresaltó al monje, medio dormido de aburrimiento, Dosey anunció que había llegado el momento de conseguir algunas respuestas y que aquellas cosas era mejor hacerlas de noche.

El tono misterioso de la voz alertó al monje, aunque, de hecho, el hermano Justicia no esperaba gran cosa de aquel hombre. Quizás el imbécil de Dosey utilizaría la hematites para penetrar en el cuerpo de varios posaderos de los barrios más recónditos de la ciudad, y los usaría para preguntar por el fraile loco.

Regresaron al despacho de Dosey, al gran escritorio de roble. El mercader ordenó al sirviente que llevara una segunda silla y que la colocara junto al escritorio; entonces invitó al monje a sentarse y a relajarse.

—Podría ir yo —ofreció el mercader, y luego sacudió su cabeza, como si la idea no le gustara, casi como si le diera miedo.

El hermano Justicia guardó silencio y mantuvo el rostro inexpresivo para que el mercader no advirtiera su interés.

—Pero quizá debería verlo usted por sí mismo —prosiguió el mercader, con una sonrisa irónica en el rostro—. ¿Le gustaría ir? —preguntó.

—¿Ir?

—A buscar sus respuestas.

—No conozco el lugar del que hablas —admitió el hermano Justicia—. Tienes una piedra, es todo lo qué sé.

—Oh, es mucho más que una piedra —aseguró Dosey. Puso la mano debajo de la solapa de la elegante chaqueta gris, sacó un objeto prendido con un alfiler, un gran broche, y lo tendió al hermano Justicia. En aquel momento el monje no pudo ocultar su interés. La piedra central del broche era una hematites, tal como había supuesto; se trataba de una piedra oval de color gris brillante, intenso y uniforme. Alrededor de ella, incrustados en oro, había una serie de pequeños y claros cristales redondos. Al principio, el hermano Justicia no los reconoció, pues bien podían pertenecer a diferentes clases, pero intuyó que también eran mágicos y que, de alguna manera, estaban estrechamente vinculados con los poderes de la hematites.

—Lo he diseñado yo mismo —se jactó Dosey—. Lo divertido de las piedras reside en combinar sus poderes, ¿verdad?

«Lo divertido», repitió para sí el hermano Justicia, lleno de odio hacia aquel hombre por la irreverencia con la que hablaba de algo tan sacrosanto.

—Este broche presenta una combinación que desconozco —reconoció el monje.

—Es un simple cuarzo transparente —le explicó Dosey pasando el dedo por el borde del enorme broche—. Para ver a larga distancia.

Una piedra para la adivinación, constató entonces el hermano Justicia; estaba empezando a comprender. Con el cuarzo transparente, un hombre podría ver a muchos kilómetros de distancia, y si se lo combinaba con la traslación de espíritus de la hematites…

—Con esta piedra puede ir a cierto lugar para encontrar sus respuestas —le aseguró Dosey—, a un lugar que sólo yo conozco. La casa de un amigo, un amigo sin duda poderoso, ¡uno que a buen seguro impresionaría a su Markwart!

El hermano Justicia apenas notó la referencia familiar al padre abad, hasta tal punto se había quedado atrapado por lo que aquello podía implicar. Su fascinación no tardó en convertirse en agitación cuando experimentó la inconfundible sensación de que había tropezado con algo potencialmente peligroso. Recordó la temerosa expresión de Dosey cuando insinuó que sería él quien haría el viaje, expresión que le pareció una mezcla del más puro horror y de la máxima excitación. ¿Qué ser podría inspirar semejante reacción? ¿Qué se escondía al final de aquel viaje del espíritu?

Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Quizás el monasterio debería reconsiderar su costumbre de vender piedras a imbéciles como Dosey.

Aquella idea se diluyó enseguida, pues lo habían programado para que no pudiera retener demasiado tiempo una idea que pusiera en cuestión las decisiones de sus superiores.

—Adelante —le propuso Dosey, entregándole el broche—. Deje que la piedra lo guíe. Ella conoce el camino.

—¿Tengo que poseer el cuerpo de otro?

—La piedra conoce el camino.

Dosey pronunció aquellas palabras con tranquilidad y con cierta perversidad. Una parte del hermano Justicia, un pequeño parpadeo de la memoria que le recordó su vida como Quintall, identificó la expresión de Dosey como la de un niño que anima a otro más pequeño a cometer una travesura.

Cogió el broche y sintió su poder en la mano sin dejar de observar a Dosey. Sabía que su cuerpo físico sería vulnerable mientras su espíritu viajara, pero dudaba que Dosey atacara a uno de los emisarios de Markwart. Y, en el caso de que lo hiciera, la hematites le permitiría poseer fácilmente el cuerpo del comerciante, cosa que Dosey también debía de saber. Tal entendimiento, decidió el monje, le daría la seguridad que necesitaba.

Así pues, se recostó en la silla, cerró los ojos y dejó que la magia del broche lo envolviera. Se imaginó la hematites como un estanque de líquido oscuro y entró lentamente en él, dejando que el mundo físico se fuera disipando en una nada gris. Su cuerpo y su espíritu se desvincularon, se convirtieron en dos entidades separadas. El monje miró la habitación desde su nueva perspectiva, pero sus ojos no podían permanecer fijos en nada salvo en las piedras transparentes que rodeaban la hematites. Lo atraían con una fuerza que jamás hasta entonces había sentido, con una energía demasiado poderosa para poder hacer caso omiso de ella. Dudas acerca de la prudencia de su elección, acerca de la prudencia de vender piedras tan poderosas a imbéciles, aletearon en torno al monje como ráfagas de tenebrosas alas que golpearan su potente voluntad.

Seguía hundiéndose y hundiéndose en aquella luminosidad cristalina, lejos de la habitación, lejos de su cuerpo físico y del imbécil de Dosey.

Y después voló kilómetros y kilómetros, más veloz que el pensamiento. El tiempo y la distancia se deformaron. Parecía como si hubiera pasado una hora, pero luego era como si sólo hubiera transcurrido un segundo mientras atravesaba una infinita llanura con un solo paso. El hermano Justicia siguió volando más y más, en dirección norte, hacia las Tierras Boscosas, hacia las Tierras Agrestes, a través de enormes lagos y frondosos bosques, hacia las montañas, hacia las imponentes cumbres.

Muchas veces creyó que iba a chocar con picachos de piedra, pero en el último segundo los veía pasar debajo de él. Nunca había imaginado una armonía tal en las piedras mágicas, ni que aquellos cristales pudieran concentrarse tanto en su adivinación. Era peligroso e incomprensible para él, pese a que sabía sobre las piedras tanto como podía saber un ser humano, con las únicas excepciones —que él supiese— del padre abad Markwart y de Avelyn Desbris.

Cruzó la cordillera y llegó a un alto valle enorme, un altiplano rodeado de encumbradas montañas. Allá abajo, agrupados como hormigas, se veían campamentos de ejércitos. Quiso bajar un poco para distinguir las formas individuales, para ver quién había podido reunir unas fuerzas tan increíblemente numerosas; pero los cristales propulsores no lo dejaron salir de su dominio. Voló por encima del altiplano hacia una extraña montaña humeante; la ladera sur estaba cubierta de árboles, y dos brazos negros descendían hasta rodear aquella concentración de tropas.

Poco faltó para que el hermano Justicia se desvaneciese al quedar sus sentidos abrumados por la brutal velocidad con la que su espíritu penetró en una serie de estrechos túneles interconectados. Cada vertiginoso viraje le producía una fuerte sacudida, a pesar de que su cuerpo se encontraba a cientos de kilómetros de distancia. Las bruscas bajadas y subidas le nublaban la vista y le dispersaban los pensamientos.

Rápidamente llegó hasta un par de puertas de bronce enormes, decoradas con una miríada de dibujos y símbolos. Se abrieron casi imperceptiblemente, pero, a través de aquel pequeño resquicio, su espíritu liberado de su cuerpo voló para penetrar en una enorme cámara con hileras de columnas esculpidas en forma de gigantescos guerreros. Avanzó entre las dos hileras gemelas, y quedó como hipnotizado al aproximarse al final de la sala, donde había un estrado elevado y una criatura cuya potencia estaba más allá de todo lo que el hermano Justicia había conocido antes, y cuyas emanaciones de poder y de maldad eran una burla de la mismísima vida.

El vuelo finalizó, y el hermano Justicia se encontró de pie justo delante del estrado. Aunque los espíritus andantes eran invisibles, advirtió que allí no lo era; podía verse a sí mismo tal como aparecía dentro de sus galas corporales, salvo que era una singular sombra gris y translúcida, de modo que, a través de su forma, distinguía la piedra gris debajo de sus pies.

Pero aquel espectáculo no podía retener la atención del hermano Justicia ni un segundo, no ante la enorme monstruosidad que lo miraba impúdicamente desde allá arriba. ¿Qué monstruo era aquel?, se preguntaba el monje mientras examinaba la piel rojiza y los ojos negros, las alas de murciélago, los cuernos y las garras. ¿Qué manifestación del infierno había llegado al mundo material? ¿Qué demonio?

Las preguntas se arremolinaban en un insólito proceso mental, un miedo especial que amenazaba con quebrar cualquier razonamiento del monje. Sus estudios, sus años de enseñanzas religiosas, le habían inculcado el temor a todo aquello que se opusiera a Dios.

Has destruido al imbécil de Dosey, le comunicó telepáticamente la criatura, y le has robado el tesoro. En el preciso momento en que acabó de recibir ese mensaje, el hermano Justicia sintió una intrusión que no podía rechazar, una presencia que indagaba en su cerebro, su identidad, sus intenciones. Una profunda repulsión lo salvó y proyectó su espíritu fuera de aquel terrible lugar; como impulsado por el disparo de una honda recorrió de nuevo los túneles, atravesó el altiplano —por encima de los hormigueantes soldados que constituían el ejército del maligno—, sobrevoló las montañas, y luego los bosques y lagos hasta encontrarse de nuevo en Palmaris. En el despacho del mercader regresó a su cuerpo con tanta celeridad que su forma física por poco no perdió el equilibrio.

—¿Se ha enterado ahora? —le preguntó Dosey cuando sus ojos se acabaron de abrir y aún parpadeaban.

El hermano Justicia observó aquella expresión maníaca y vio el resultado del contacto con tal criatura claramente reflejado en el rostro de Dosey. Quería hacerlo reaccionar y preguntarle qué había hecho, qué era lo que había despertado; pero el hermano Justicia se dio cuenta de que la pregunta estaba fuera de lugar incluso antes de formularla. El hombre había ido más allá del punto de redención y tal vez se había despertado en él una peligrosa curiosidad por el demonio.

Las manos del monje se alzaron y, con gran rapidez, aferraron la garganta de Dosey. El mercader agarró las muñecas del monje y tiró en vano de ellas, intentó pedir ayuda, lo probó todo. Los músculos de los brazos del hermano Justicia estaban tensos y eran demasiado fuertes para que pudiera vencerlos. El monje obligó al débil mercader a arrodillarse y lo sostuvo hasta mucho después de que finalizara la lucha, hasta mucho después de que los brazos del mercader le colgaran inertes a los lados.

Mientras la cabeza le daba vueltas a causa de la atrocidad cometida y del temor, recorrió la casa con paso airado, cruzándose con los criados y con la familia del mercader.

Se marchó bastante después de medianoche, combatiendo su confusión con una muralla de pura cólera. Llevaba el broche en el bolsillo; la casa de Folo Dosindien estaba muerta.