6

Hermanos

Jill estaba tendida en la playa, magullada, fría y enfadada. Se volvió para mirar el pequeño bote, que chocaba contra las rocas arrastrado de aquí para allá por el potente oleaje. Había ido a la deriva el resto de aquel fatídico día, toda la noche y también la mayor parte de la mañana siguiente. Se había propuesto alejarse de la lucha, dirigirse directamente al primer punto que pudiera encontrar para desembarcar y después ir en busca de alguna ayuda para volver a Pireth Tulme. El barco powri estaba prácticamente fuera de su vista cuando empezó a sentir sus heridas, dolores y magulladuras, que hasta entonces ni tan sólo había advertido que padeciera. El fragor de la batalla la había abandonado y una especie de insensibilidad había descendido sobre ella como un ave de rapiña enorme, con las alas completamente abiertas para tapar la luz del día.

Aquella noche se despertó, a la deriva en algún lugar del golfo, rogando que las corrientes no la hubieran empujado mar adentro hacia el Miriánico abierto. No obstante, tuvo suerte pues la línea de la costa seguía visible e imponentes montañas negras destacaban, hacia el sur, en el horizonte. Jill había tardado horas en conseguir que su embarcación se aproximara a la orilla y en encontrar un lugar apropiado para desembarcar. Se decidió por un entrante estrecho; pero, tan pronto como penetró en él, comprobó que había muchas rocas afiladas en el agua, vagamente perceptibles bajo la superficie. Jill manejó lo mejor que pudo el pequeño bote, pero comprendió la inutilidad de sus esfuerzos. Así que se desprendió de la chaqueta roja y de las pesadas botas de Guardián de la Costa, y saltó por la borda; luego tuvo que luchar contra la resaca palmo a palmo a través de las aguas heladas.

El bote quedó a merced de las rocas.

No reconoció ningún punto de la costa, pero suponía que se encontraba en algún lugar al oeste de Pireth Tulme, en el norte de la costa del Brazo de Mantis. Sus suposiciones se confirmaron cuando avanzó tierra adentro, encontró una carretera y luego, al cabo de una hora, un poste indicador que anunciaba el camino a Macomber, cinco kilómetros más allá.

Jill prefirió circunvalar la ciudad y acercarse por el oeste en lugar de hacerlo por el este, que sería el camino que tomarían los fugitivos de Pireth Tulme. Trató de poner en orden su indumentaria todavía mojada, pero se dio cuenta de que seguiría llamando la atención a cualquiera, caminando sin botas y sin tener los pies sucios y llenos de callosidades de una campesina. Y, aunque se había desprendido de la llamativa chaqueta roja, una mujer vestida con una simple camisa blanca, pantalones de color canela y descalza no era algo precisamente corriente. Jill deseó haber tenido una capa, por lo menos, para envolverse en ella.

La gente del pueblo la miró con curiosidad mientras atravesaba el respetable poblado compuesto por más de sesenta edificaciones, algunas de dos plantas. Algunos la señalaban, todos murmuraban, y muchos le dieron la espalda y se escabulleron; a la joven le pareció que estaban en una situación límite. Quizá la noticia del desastre la había precedido.

Sus sospechas se vieron reforzadas por retazos de conversaciones que Jill sorprendió y que hacían referencia a un contingente de hombres del rey que cabalgaban velozmente hacia el este. Asintió para sus adentros; debía marcharse y reunirse con las fuerzas, debía ir a Pireth Tulme para vengar…

Aquel pensamiento golpeó a Jill como una fría bofetada. ¿Vengar qué? ¿A sus camaradas? ¿A Miklos Barmine? ¿A Gofflaw, a quien ella misma había imaginado matar varias veces?

Encontró una taberna con el letrero tan gastado que no se podía leer el nombre, aunque el dibujo de una jarra espumosa era bastante evidente. Antes de entrar percibió una voz familiar, que proclamaba horrendas calamidades.

—¿A qué demonios hemos invitado entre nosotros? —gritaba el hombre desde dentro, y Jill supo antes de verlo que seguramente se encontraba de pie encima de una mesa, con un dedo apuntando hacia lo alto.

Entró esperando encontrar un ambiente hostil y ruidoso, pero en cambio el fraile loco tenía aquella vez un auditorio muy atento.

Y numeroso; debía de haber unas cuarenta personas, pues la taberna estaba llena hasta los topes. Jill se deslizó entre la multitud para acercarse a la barra; iba a pedir una jarra de cerveza, pero advirtió que no llevaba dinero. Entonces se dio la vuelta, apoyó los codos en la barra, y observó al monje y, muy en particular, las reacciones de la gente.

Escuchó murmullos que hacían referencia a una lucha; alguien decía que de trasgos, aunque otros mejor informados llamaban powris a los enemigos. Las estimaciones acerca de su número iban desde miles de guerreros hasta miles de barcos repletos de guerreros.

Jill quería decirles que se trataba de un solo barco de vela capturado y no más de cinco botes barril, pero se mantuvo en silencio, temiendo revelar demasiadas cosas acerca de ella misma, y diciéndose que a aquellas gentes les vendría bien un poco de miedo.

El monje loco parecía compartir esa opinión, pues su discurso se iba haciendo más horrendo, más frenético, como si entreviera un ejército de monstruos desfilando camino abajo, directamente hacia la entrada de Macomber.

La fiebre alcanzó un punto crítico, y entonces, de repente, cesó. El encargado había salido de detrás de la barra con un pesado palo y se dirigía hacia el fraile gordo.

—Ya estoy harto de ti —le avisó, blandiendo el palo—. ¡Sea lo que sea, es problema de los hombres del rey, no de la gente de Macomber!

—¡Todo el mundo tiene que prepararse! —replicó el hombre gordo, abriendo al máximo los brazos e invitando a la gente a acompañarlo.

Pero era demasiado tarde; habían pasado del miedo a la cólera y, cuando el encargado de la barra reclamó ayuda, no le faltaron voluntarios.

El fraile loco peleó terriblemente, empujando hombres por doquier, aullando su «¡Adiestraos para estar preparados!». Pero al fin, como era de prever, el monje salió volando por la puerta y aterrizó poco ceremoniosamente en medio de la calle.

Jill acudió al punto a su lado y apoyó una rodilla en el suelo, mientras él mismo trataba de recuperarse. De un bolsillo de su hábito sacó un pequeño frasco, lo destapó y bebió un larguísimo trago. Consiguió sofocar un eructo y miró a Jill como si estuviera azarado.

—Pócima para el coraje —explicó escuetamente—. ¡Vaya, vaya!

Jill lo miró agriamente, y luego se levantó y le ofreció un brazo.

—Sigues en tus trece —lo reprendió ella.

El fraile la miró con más atención. Sabía que la había visto antes, pero no recordaba dónde.

—¿Nos hemos visto antes? —preguntó al fin.

—Una vez —repuso Jill—, no muy lejos de aquí.

—No olvidaría una cara tan bonita —insistió el fraile.

Jill estaba demasiado sucia para sonrojarse o incluso para hacer caso del comentario.

—Quizá si aún llevara mi chaqueta roja —dijo, sorprendida ella misma por haberle revelado su situación al hombre.

El monje reflexionó un momento y entonces su cara se iluminó al reconocerla, pero enseguida se oscureció al advertir lo que aquello implicaba.

—T… tu hogar es Pireth Tulme —tartamudeó.

—Jamás diría que Pireth Tulme es mi hogar —replicó con acritud Jill. El fraile loco intentó hablar de nuevo, pero ella lo detuvo alzando la mano—. Estaba allí —dijo ceñudamente—. Lo vi.

—¿Los rumores son ciertos?

—Powris —confirmó—. Pireth Tulme ya no existe.

El fraile le tendió el frasco, pero Jill lo rechazó. El monje inclinó la cabeza y lo volvió a meter entre los pliegues de sus gastadas ropas; su expresión era más seria.

—Ven conmigo —le ofreció el hombre—. Estoy dispuesto a escuchar lo que quieras contarme.

Jill consideró la oferta un buen rato, y luego se encaminó con el hombre a una habitación que este había alquilado en una pequeña posada en las afueras de Macomber. El fraile esperaba que ella hablaría de deserción, pero su historia, contada simple y verazmente, era muy distinta. Jill vio en los ojos del hombre cómo aumentaba su consideración hacia ella y supo que era un amigo; comprendió que no la denunciaría a las autoridades militares, pues les tenía tan poco respeto como ella misma.

Cuando acabó, cuando le dijo que se alegraba de volver a escuchar su voz y que ahora podía apreciar en lo que valían sus avisos relativos a futuras calamidades, el fraile sonrió agradecido y puso una mano sobre la de la chica.

—Soy el hermano Avelyn Desbris, de Saint Mere Abelle —confesó, y Jill comprendió que ella era probablemente la primera persona a quien había confiado su verdadero nombre en mucho, mucho tiempo—. Está visto que los dos somos unos desposeídos.

—Decepcionados sería más adecuado —replicó Jill.

Una nube oscureció el rostro de Avelyn, que asintió.

—Decepcionados, por supuesto —dijo con suavidad.

—Ya te he contado mi historia —indicó Jill.

Un cúmulo de emociones embargó a Avelyn como no le ocurría desde la noche en que había llorado la muerte de su madre. Le contó a Jill muchas cosas, muchas más de las que podría haber imaginado, guardando sólo para sí las relativas a las Piedras del Anillo, a la isla secreta, a cómo había escapado, al fatal desenlace de su huida, y al hecho de que tenía consigo la bolsa de las piedras mágicas robadas. En cualquier caso, aquellas cosas no parecían importantes a Avelyn al lado de la tragedia del Corredor del Viento, de la pérdida de su querida Dansally Comerwick.

—Aquella mujer te dijo su nombre —comentó Jill serenamente, y los marrones ojos de Avelyn se velaron al advertir que la chica había captado la trascendencia de aquel hecho.

—Pero tú no me lo has dicho —señaló Avelyn.

—Jill —contestó ella después de una breve vacilación.

—¿Jill?

—Sólo Jill —le aseguró.

—Bueno, sólo Jill —dijo el hermano Avelyn con una ancha sonrisa—. Parecerá que somos dos ovejas descarriadas.

—En efecto, loco hermano Avelyn Desbris —replicó ella en el mismo tono cantarín—, dos ovejas perdidas en un bosque de lobos.

—¡Entonces, pobres lobos! —gritó Avelyn—. ¡Vaya, vaya!

Compartieron las risas, una relajación de la tensión que ambos necesitaban imperiosamente: Jill por sus recientes aventuras y Avelyn porque por fin había hablado abiertamente de su oscuro pasado, había vuelto a encender las velas que iluminaban aquellas desesperadas imágenes y sensaciones que lo habían acompañado por el camino.

—«Piedad, dignidad, pobreza» —dijo con disgusto el monje cuando recobró el aliento.

—El credo de la iglesia abellicana —apuntó Jill.

—La mentira —corrigió con acritud Avelyn—. Vi poca piedad más allá de los simples rituales, encontré poca dignidad en el asesinato, y la pobreza es algo que los padres de Saint Mere Abelle no pueden tolerar. —Soltó un bufido, pero Jill sabía que le había tocado un punto sensible.

—«Siempre alerta, siempre vigilantes» —recitó secamente, y Avelyn reconoció que era el lema de los Guardianes de la Costa—. ¡Diles esto a los powris!

Rieron de nuevo, sonoramente, utilizando el regocijo de las risas como escudo frente a las lágrimas.

Jill pasó la noche en la habitación de Avelyn; el monje, claro está, se comportó como un perfecto caballero. A la mañana siguiente se hicieron con algunos artículos, entre los que se contaban una espada corta, botas y una capa de abrigo para Jill; después salieron juntos de Macomber y tomaron rumbo al oeste, sin hacer caso de las miradas y los murmullos, con la sensación de que en cierto modo compartían un secreto y una sabiduría que el resto del mundo, en su insensatez, jamás podría comprender.

Aquel fue el único lazo que unió a Jill con el hermano Avelyn durante las primeras semanas de viaje; eran hermanos, insistía Avelyn, los dos solos contra la oscuridad invasora. Jill aceptaba buena parte de ese argumento, pero le costaba considerarse hermana del fraile loco. El hombre bebía casi constantemente y, cuando llegaban a una población, cualquiera que fuese, encontraba forma de entablar pelea, a menudo brutal. Así sucedió en la ciudad de Dusberry, en Masur Delaval, a medio camino entre Amvay y Ursal. Avelyn estaba en la taberna, como siempre, subido a una mesa, soltando avisos y maldiciones. Jill llegó en el momento en que la pelea estallaba y dos docenas de hombres pegaban al cuerpo que encontraban más cerca sin molestarse en preguntar si era enemigo o aliado. Cuando se generalizaba la bronca, a diferencia de las ocasiones en que todos se unían contra él, Avelyn hacía mucho más que defenderse. Aquel hombretón enorme como un oso rechazaba a los atacantes con facilidad, golpeaba y retorcía hábilmente, voceando «¡Vaya, vaya!», cada vez que derribaba a alguien.

Jill entró y se abrió paso con energía y velocidad, simplemente para defenderse mientras se dirigía hacia su compañero. También ella se las manejaba muy bien con los aldeanos borrachos; se dio la vuelta con agilidad en el momento en que se le abalanzaba un hombre, con lo que evitó que la agarrara, y luego le dio una patada en el empeine y lo hizo caer al suelo.

—¿Siempre tienes que meterte en jaleos? —le preguntó a Avelyn cuando llegó junto a él.

El monje contestó con una ancha sonrisa. Luego apartó a Jill a un lado con la mano derecha, con la izquierda propinó un tremendo golpe corto y rápido a un hombre que iba a golpearla en la espalda y a continuación lo hizo salir volando de un derechazo cruzado.

—¡Vaya, vaya! —atronó Avelyn—. ¡El pueblo mejorará mucho con esto!

Hizo amago de alejarse, pero Jill le dio una patada en el trasero. El monje se volvió hacia ella, herido en su dignidad, pero la chica no se echó atrás sino que le señaló imperturbable la puerta.

Cuando hubieron salido de la taberna, en la que aún proseguía la pelea, Avelyn se detuvo de pronto y miró a su hermosa compañera con una curiosa expresión en la cara. Sin parpadear siquiera, metió la mano debajo de las ropas y la retiró enseguida.

Estaba ensangrentada.

—Querida Jill —dijo Avelyn—, creo que me han apuñalado.

Las piernas se le doblaron, pero Jill lo sostuvo y lo condujo fuera de la calle principal hasta un porche en una callejuela cercana. Pensó en dejarlo allí y correr en busca del curandero de Dusberry —en todas las poblaciones pequeñas había uno—, pero Avelyn la cogió por el brazo y se lo impidió.

Entonces Jill la vio. El hermano Avelyn sacó una piedra de color negro grisáceo tan pulida que parecía casi líquida, tan suave que la joven sintió como si pudiera deslizarse dentro de ella. Se quedó mirando fijamente la piedra un buen rato con la sensación de que había en ella algo extraordinario, algo mágico.

—Tengo que pedirte prestada algo de tu fuerza, amiga mía —dijo Avelyn—, de otro modo no tardaría en morirme.

Jill, arrodillada ante él, asintió con la cabeza, impaciente por ayudarlo de la forma que fuese.

No obstante, a Avelyn no lo satisfizo esa respuesta pues temía que Jill no comprendiera el verdadero alcance de lo que necesitaba de ella.

—Nos convertiremos en uno —dijo con una voz que era apenas un susurro—, con un lazo más íntimo de lo que jamás puedas haber conocido. ¿Estás preparada para semejante unión?

—No creo que estés en condiciones…

—No me refiero a nada físico, oh, no, no —se apresuró a aclararle Avelyn echándose a reír pese a su obvio sufrimiento—. Espiritualmente.

Jill se apoyó en los talones y miró a Avelyn con curiosidad. ¡No podía soportar la idea de una unión física, ni con aquel hombre ni con Connor! Pero aquella críptica referencia a una unión espiritual no pareció impresionarla tanto.

—Haz lo que debas hacer —suplicó.

Avelyn la miró un buen rato y luego asintió. Cerró los ojos y empezó a salmodiar en voz muy baja para sumergirse en la magia de la poderosa hematites. Jill cerró también los ojos, atenta sólo a las inflexiones de la salmodia.

Pronto dejó de oírlas; más bien las sentía como si emanaran del interior de su propio cuerpo. Y percibió la intrusión, el espíritu de Avelyn abriéndose paso dentro de ella.

Los ojos de Jill se desorbitaron horrorizados; se puso en pie de un salto, aturdida, y vio que el monje seguía recostado delante de ella.

La chica se dio cuenta de que allí sólo estaba el cuerpo de Avelyn, mientras el espíritu del monje buscaba entrar en ella. Jill trató de romper su propia resistencia, intuyendo que el hombre moriría si no lo dejaba seguir su camino. También sabía que había llegado a confiar en aquel hombre. Era un amigo, con la misma mentalidad que ella y, en muchos aspectos, con la misma moral.

Juntó todas sus fuerzas, tratando vanamente de invitarlo a entrar, tratando vanamente de facilitar la unión.

Entonces se puso a gritar, no en voz alta… o quizá sí; estaba demasiado agotada para distinguirlo. Avelyn se acercaba más, mucho más. Demasiado. Los dos parecían uno solo; Jill captó imágenes de las murallas grises y pardas del monasterio, de la isla, cubierta de vegetación exuberante y de árboles con ramas como dedos extendidos. Entonces se sintió como si estuviera cayendo, cara a cara con un hombre de rostro aguileño que caía a su lado.

Y luego sintió el dolor, una herida causada por una puñalada, aguda y caliente. Ella no estaba herida; lo sabía. Pero la herida estaba allí, junto a ella, quitándole fuerzas vitales, succionándola en lo más profundo de su ser. Resistió, trató de expulsar a Avelyn, pero ya era demasiado tarde. Se habían fusionado y el monje se alimentaba como lo hubiera hecho un vampiro.

El dolor se transformó al cabo en otra sensación, cálida e íntima. Demasiado íntima y sin embargo compartida. Jill retrocedió instintivamente, pero no había dónde esconderse. Había permitido la entrada de Avelyn, y tenía que atenerse a las consecuencias.

Para Avelyn, aquella unión espiritual resultó algo maravilloso. Incluso mientras investigaba aquella utilización poco habitual de la hematites, pudo explicar a Jill sus conocimientos sobre las piedras… ¡y fue tan fácil! Enseguida sintió la respuesta de la chica; ella transfirió su energía a través de la hematites al interior del cuerpo herido de Avelyn con tanta suavidad como si lo hubiera realizado un estudiante de quinto año de Saint Mere Abelle. Avelyn quedó fuertemente impresionado por el hecho de que los monjes enseñaran tan terriblemente mal el uso de las piedras; comprendió que un adiestramiento que fuese realizado de forma espiritual, con ayuda de la hematites, permitía un progreso mucho más rápido. Avelyn sabía que Jill saldría de aquella experiencia con un conocimiento nada desdeñable acerca del uso de las piedras mágicas, ¡y qué facultades tenía! El monje estaba seguro de ello. Con práctica, y más uniones, pronto podría rivalizar con todos salvo con los más expertos usuarios de piedras de Saint Mere Abelle… y tan sólo gracias a aquella simple técnica.

Pero entonces Avelyn se vio asaltado por imágenes sombrías, escenas de hombres corriendo enloquecidos por el poder de las piedras. Descartó la idea de adiestrar en el uso de las piedras a través de aquel método tan pronto como lo hubo descubierto, pues se dio cuenta de que la responsabilidad que implicaba manejar tanto poder no era tan fácilmente transmisible. De repente se sintió culpable por lo que acababa de dar a aquella mujer a la que apenas conocía; sintió como si de alguna manera hubiera traicionado a Dios, otorgando una gracia sin pedir de antemano consejo o sacrificio alguno.

Todo acabó al cabo de breves instantes, y Avelyn volvió a su cuerpo casi curado. Jill se apartó, incapaz de mirarlo.

—Lo siento —le dijo Avelyn; su voz parecía fatigada, pero ya no sentía el menor dolor físico—. Me has salvado la vida.

Jill apartó las alas negras de su pasado, la barrera que durante largo tiempo la había protegido de las relaciones íntimas, la barrera que Avelyn no había derribado pero que de alguna manera había circunvalado. Con un esfuerzo ímprobo, consiguió darse la vuelta y encararse con él.

Avelyn estaba sentado con la espalda recta y sonreía con timidez; la nube de dolor y muerte había desaparecido de su rostro.

—Soy… —empezó a disculparse de nuevo, pero Jill le puso un dedo sobre los labios para hacerlo callar. Luego se levantó y le tendió la mano para ayudarlo a ponerse en pie.

Después Jill emprendió la marcha camino abajo; un camino parecido a todos los que permiten salir de todos los pueblos. La chica no pronunció palabra durante la larga caminata nocturna; en su mente revivía una y otra vez los terribles momentos de la fusión, mientras constantemente se decía a sí misma que aquello había sido necesario y trataba de desentrañar las imágenes que Avelyn le había dado, imágenes, sin duda, de su época de monje. No obstante había algo más, un regalo que Avelyn le había dejado. Jill no había oído hablar jamás de las piedras mágicas, ni mucho menos las había utilizado, pero ahora sentía como si supiera manejarlas con bastante destreza, como si todos sus secretos se le hubieran revelado en un abrir y cerrar de ojos. Decidió tomarse con calma esa cuestión, pues todavía no sabía si el regalo de Avelyn era una bendición o una maldición.

Tampoco Avelyn rompió el silencio. Tenía que reflexionar sobre muchas cosas: las sensaciones vividas dentro de la torturada mujer, y las escenas que la fusión le había proporcionado; imágenes de una matanza en un pequeño pueblo, probablemente algún lugar de las Tierras Agrestes o cerca de ellas. Y Avelyn conocía el nombre de aquel lugar, un nombre que la mujer no podía recordar. En la siguiente población que atravesaron, él le preguntó discretamente sobre la cuestión, y entonces, a medida que el monje iba recabando más información, empezó a conducirla hacia el norte.

Jill experimentó muchas sensaciones encontradas al entrar en Palmaris siguiendo al hermano Avelyn. Por encima de todo quería buscar a Graevis y a Pettibwa para decirles que estaba bien, para abrazarlos y refugiarse en el acogedor regazo de Pettibwa, pero la conciencia de su condición de desertora atemperaba ese deseo. Un encuentro con Connor podría resultar desastroso, y, si se cruzaba con Grady o este se enteraba de que ella estaba en la ciudad, el codicioso hombre probablemente pondría sobre su pista a los hombres del rey si no por otra razón por lo menos para asegurar su herencia.

Jill salió una noche, mientras Avelyn bajaba a soltar sus diatribas en la sala común de la posada que habían elegido. La joven atravesó la ciudad silenciosamente hasta llegar al callejón que iba a dar al Camino de la Amistad. Permaneció allí sentada mientras los minutos se convertían en una hora, hallando cierto consuelo en el hecho de que muchos parroquianos entraban y salían; aparentemente su pequeño desastre no había arruinado el nombre de los Chilichunk. Poco después, Pettibwa salió de la posada, secándose las manos en el delantal y enjugándose el sudor de la frente, sonriendo, siempre sonriendo, mientras se ocupaba de los asuntos de la vida cotidiana.

El corazón de Jill la empujaba a salir al encuentro de Pettibwa y abrazarla como hubiera corrido hacia su madre natural.

Pero algo en su interior, quizá temor por Pettibwa, la detuvo.

Un momento después la robusta mujer desapareció en el bullicio de la posada.

Jill abandonó el callejón deprisa con el propósito de regresar a su habitación al otro lado de la ciudad, pero sin darse cuenta fue a parar al tejado trasero de la posada, a su lugar secreto, y disfrutó por última vez de aquellas sensaciones familiares. Allá arriba, en efecto, estaba en los brazos de Pettibwa. Allá arriba Jill era de nuevo Gata Extraviada, una muchachita en un mundo menos complicado, con sensaciones menos confusas.

Pasó toda la noche contemplando las estrellas, la suave deriva de Sheila, alguna nube perezosa de vez en cuando.

Volvió a su habitación cuando rompía el alba sobre Palmaris y encontró a Avelyn roncando ruidosamente; el aliento le olía a cerveza y a bebidas más fuertes, y tenía un ojo amoratado.

Se quedaron unos cuantos días en Palmaris, una ciudad lo bastante grande para soportar las obsesiones del fraile loco, pero Jill no volvió a aventurarse cerca del Camino de la Amistad.