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El aviso del profeta gordinflón

Las noticias relativas a su inmediato traslado a Pireth Vanguard, en el lejano norte, no cambiaron en lo más mínimo el malhumor de Jill. Según todos los informes, el tiempo era mejor en la parte norte del golfo de Corona, más fresco, con fuertes vientos y mayores cambios estacionales. En Pireth Tulme incluso el invierno era un gran manto gris de nubes y una fría lluvia, que sólo difería del verano por la temperatura.

Pero Jill se había acostumbrado a una rutina, en consonancia con el sempiterno tiempo gris. Cada día se parecía al anterior, una existencia de perpetuo trabajo y vigilancia. Los segundos, los minutos y las horas parecían pasar lentamente, y sin embargo, al mismo tiempo, una vez transcurridas las semanas, parecía como si se hubieran ido volando.

El incidente en Al Acecho del Viajero había supuesto cierta emoción, algo que rompía la rutina. A Jill se le había quedado grabada la imagen del fraile loco, seguía oyendo sus palabras y hallaba en ellas cierta afinidad con lo que yacía en lo más profundo de su corazón. Ella se temía que no había sentido del honor o del deber en Pireth Tulme, ni en los hombres del rey, ni en los Guardianes de la Costa, ni en lugar alguno de Honce el Oso, ni en todo Corona. Y aquel hombre, por proclamar la verdad con un entusiasmo que excedía incluso el de las orgías de Pireth Tulme, aquel hombre a quien no sorprendería la tragedia que había marcado la vida de la joven Jill, que la habría previsto y habría alertado contra ella, aquel hombre, aquel santo profeta, era tachado de «loco».

Jill suspiraba profundamente cada vez que pensaba en aquel hombre. Sus palabras le sonaban a verdad y resonaban en los intervalos de calma entre los gemidos y chillidos que sallan sin cesar de las habitaciones de Pireth Tulme, mientras ella hacía la guardia. El fraile loco preveía la catástrofe; Jill no podía menos que desear que hubiera entonado su letanía en un pequeño pueblo fronterizo algunos años atrás.

¿Habrían prestado oídos a sus advertencias las gentes de aquel pueblo? Seguramente no más que los soldados de Pireth Tulme, que habían reanudado sus diversiones en cuanto regresaron de Tinson.

Pero, a pesar de sus impresiones, Jill seguía su guardia vigilante, día tras día, a menudo hasta bien entrada la noche. Y seguía preservando su honor y su virtud, negándose a abandonarse a las tentaciones de las fiestas, negándose a rendirse a la desesperanza… y eso era precisamente lo que veía Jill en el hedonismo que la cercaba. Los soldados de Pireth Tulme se dedicaban al jolgorio y a los placeres de la carne para no ver el vacío de sus almas. Habían sacrificado sus corazones, por así decir, a sus riñones.

Así eran las cosas. Jill soportaba estoicamente las pullas de sus compañeros, sobre todo del alcaide Miklos Barmine, que parecía codiciarla más aún por el hecho de que ella no se le hubiese rendido.

Quizá Pireth Vanguard sería mejor, se atrevía a veces a pensar Jill; pero, inevitablemente, sus esperanzas naufragaban en la cruda realidad de la vida de Honce el Oso, en el año 824 del Señor.

Era una mañana gris —como casi todas— y Jill estaba sentada en la muralla entre las almenas, con las piernas colgando sobre una altura de sesenta metros y la mirada clavada en la niebla que se cernía sobre la Bahía del Casco de Caballo. Pireth Tulme estaba particularmente silenciosa después de una noche de borrachera, una noche que Jill había pasado en el tejado de la torre, envuelta en su manta y acurrucada bajo el armazón de la única catapulta de la fortaleza.

Mantenía todos los sentidos concentrados en el presente, sin pensar en nada excepto en los farallones rocosos que se erguían como centinelas silenciosos en medio de la neblinosa bahía, en el constante chapoteo de la marea menguante contra las rocas allá abajo, en el balido de una oveja de vez en cuando en el campo en pendiente que se extendía al otro lado de la fortaleza.

Y en una vela cuadrada que se abría paso entre la niebla gris.

Se puso en pie y se asomó entre las almenas escrutando el mar. Era sin duda una vela que avanzaba hacia Pireth Tulme y no hacia adentro o hacia afuera del golfo de Corona. La primera reacción instintiva de Jill fue avisar de alguna manera a la embarcación. Justo al lado de la catapulta, la fortaleza disponía de un cañón de señales, un barril de componentes volátiles —aunque, como no se había utilizado durante tantos años, Jill temía que sería imposible encenderlos— diseñado para enviar avisos a una fortaleza mayor, la de los hombres del rey, a unos diez kilómetros tierra adentro. Jill se dio cuenta de que no podía reunir la ayuda suficiente para preparar a tiempo el cañón, así que comenzó a agitar los brazos y a gritar, para alertar de las rocas a la tripulación del barco y de este modo impedir una desgracia.

Pero se quedó boquiabierta y paralizada por la sorpresa cuando la embarcación respondió disparando su propia catapulta y una enorme roca fue a estrellarse contra el acantilado una decena de metros debajo de Jill.

Era exactamente la situación para la que la joven soldado se había preparado durante aquellos años, tal como había imaginado que sucedería. Y, sin embargo, por algún motivo le parecía irreal y por eso se quedó aturdida durante unos momentos.

Entonces vio que el barco no iba solo, sino que lo acompañaban otras embarcaciones mucho más bajas. Una —al menos una— ya había pasado junto a Pireth Tulme y se dirigía a la playa de la Bahía del Casco de Caballo; otras dos flanqueaban el velero por la derecha y una tercera por la izquierda.

Un segundo proyectil se elevó por encima de la muralla de la fortaleza, sobrevoló también la muralla trasera y se estrelló contra el campo.

Jill gritó con toda la fuerza de sus pulmones mientras las embarcaciones seguían acercándose, y luego gritó una segunda vez al ver que nadie le contestaba. Observó la actividad sobre la cubierta del barco: pequeñas siluetas se afanaban de un lado a otro para hacer pasar la carabela entre los rocosos centinelas de la bahía. Entonces distinguió las gorras rojas.

—Powris —murmuró sin aliento.

No tuvo tiempo de preguntarse dónde podían haber robado o capturado el barco; volvió a gritar y se giró para mirar la puerta de la torre.

Allí tendría que haber habido un segundo centinela, para retransmitir la alerta a los soldados. Jill sacudió la cabeza agitando la corta melena rubia. La joven hervía de frustración y desesperación. Atronó otro proyectil, que fue a estrellarse contra la muralla frontal de Pireth Tulme y derribó algunas piedras.

Jill corrió por la muralla en dirección a la puerta, sin dejar de observar la bahía. ¡La embarcación baja estaba muy cerca de la playa, y por la escotilla abierta de otra que ya había llegado a la orilla salían en tropel docenas de enanos con gorras rojas, que se esparcían por la arena sembrada de conchas!

Resonó otro disparo en el momento en que Jill tiraba con fuerza del enorme pestillo de la puerta; aquella vez el proyectil no era una piedra ni pez, sino un amasijo de docenas de áncoras pequeñas de varios brazos.

—Maldita sea —farfulló al ver que muchos de los garfios se aferraban a los muros.

Gritó a los soldados que estaban dentro de la torre para que corrieran a los muros, alertándolos de la presencia de powris en la bahía, y luego echó a correr desenvainando la espada y sin dejar de proferir maldiciones. Los habían cogido desprevenidos; cuando alcanzó de nuevo el muro frontal, vio que todavía nadie había salido de la torre. Probablemente, la mitad de los soldados no había dado crédito a sus gritos de alerta o simplemente estaban demasiado borrachos para hacerle caso, y la otra mitad seguramente no habían sido capaces de dar con sus malditas armas.

Los enanos trepaban con sorprendente agilidad por las cuerdas tensadas entre el barco y los muros, ayudándose de manos y tobillos. Jill primero intentó desenganchar las áncoras, pero estaban demasiado bien aferradas gracias al peso de los enanos que subían por las cuerdas.

Luego la emprendió con una cuerda. La acuchilló una y otra vez, desportillando incluso la hoja de la espada al fallar un golpe y dar contra la piedra. Pero las cuerdas eran gruesas y resistentes, y Jill se dio cuenta de que no podría cortarlas todas, de que sólo lograría cortar una o dos antes de que los malignos powris empezaran a coronar la muralla.

—¡Deprisa! —gritó mirando hacia la puerta de la torre, que se había abierto.

Por fin apareció Miklos Barmine, restregándose los ojos y parpadeando repetidamente como si la luz lo deslumbrara, aunque era un día apagado. Estaba a punto de preguntar a gritos a Jill a qué venía tanto alboroto, pero se detuvo y parpadeó asombrado al ver a la joven luchando con la cuerda.

Otro hombre surgió tras el alcaide.

—¡A la muralla! ¡A la muralla! —gritó desesperadamente Barmine, y el hombre desapareció en la oscuridad de la torre llamando a gritos a sus compañeros.

Jill logró cortar la cuerda, y media docena de powris se precipitaron en las frías aguas. La joven corrió hacia la cuerda siguiente pero decidió no cortarla al ver que un enano estaba a poca distancia del muro. Golpeó al powri con todas sus fuerzas en el momento en que este se encaramaba a la muralla. La criatura se aferró tenazmente a la piedra, pero Jill le propinó un espadazo en la cara y el powri se precipitó gritando al vacío.

Entonces Jill se dedicó a cortar la cuerda. Algunos soldados acudían ya desde la torre, pero los powris estaban coronando el muro. Jill no había logrado aún cortar la mitad de la cuerda, cuando tuvo que interrumpir su trabajo para enfrentarse a otro enano que se había encaramado al parapeto. La criatura desenvainó una espada corta pero demasiado tarde para detener el salvaje golpe de la mujer, que lo alcanzó en los ojos y lo cegó. El enano contraatacó con virulencia, pero Jill ya se había apartado para colocarse detrás de él, y, cuando el powri acabó su enloquecido giro y se puso a la defensiva, Jill le pasó un brazo sobre el hombro y el otro entre las piernas y, levantándolo, lo arrojó al abismo. Pero no tuvo tiempo de descargar otro espadazo contra la cuerda, porque otro enano le salió al paso blandiendo una porra entre gritos y aullidos.

Los soldados hacían frente con valentía a los enanos de gorras rojas a lo largo del muro. Jill vio cómo un par de powris se abalanzaban sobre un hombre, que cayó de rodillas llevándose las manos a la herida mortal que había recibido en el pecho.

Jill se entregó de nuevo a la lucha, retrocediendo a saltos para eludir los golpes de aquella espantosa porra. Atacó con un gruñido pinchando hacia adelante; luego, cuando su golpe fue hábilmente desviado, propinó una patada por debajo del barrido de la porra y alcanzó al enano en el vientre.

El powri ni siquiera retrocedió, sino que volvió al ataque con uno, dos, y todavía un tercer golpe.

Jill comprendió que pronto estaría fuera de combate porque notó que otro powri se le acercaba rápidamente por detrás. Dio un paso al frente y, girando repentinamente, se dejó caer sobre una rodilla y arremetió hacia adelante; con la mano que tenía libre agarró el brazo del segundo enano, armado de una espada, mientras ella le hundía profundamente la suya en el pecho.

Se incorporó de un salto apartando al powri herido de un empellón y, girándose otra vez, volvió con furia a la carga. Se acercó demasiado a la porra como para recibir un golpe fuerte, y soportó un flojo porrazo que le permitió en cambio atacar y propinar un pinchazo en la garganta del enano.

Jadeando, la mujer inspeccionó la escena.

No podían ganar. Los Guardianes de la Costa de Pireth Tulme luchaban con valor, pero eran inferiores en número y habían perdido su única ventaja: las murallas. Si hubiesen estado preparados, si hubiesen estado alerta, habrían podido cortar la mayor parte de las cuerdas antes de que los enanos coronaran el muro. Si los soldados se hubiesen entrenado para un ataque semejante, sus defensas habrían estado coordinadas y el cañón de señales ya habría sido disparado para pedir refuerzos. Jill vio un destacamento de seis soldados junto a la catapulta; tres maniobraban las palancas y los otros tres intentaban desesperadamente mantener a raya a un puñado de powris. Sabía que debía acudir en su ayuda, pero comprendió que era inútil. Se luchaba a todo lo largo de la muralla; seguían llegando más y más powris, y otro grupo, procedente de los dos botes barril que se habían internado en la Bahía del Casco de Caballo, atacaba con salvajes gritos por el campo en pendiente situado detrás de la fortaleza.

Pireth Tulme estaba perdida.

Jill vio al alcaide Miklos Barmine gritando órdenes desde el muro cercano a la torre, rodeado de powris. Recibió un tremendo golpe, luego otro, pero respondió con una estocada que derribó de la muralla a un powri. Una de las camaradas de Jill apareció en la puerta de la torre, pero fue abatida por una hueste de gorras sangrientas que cargaban en aquel momento contra la torre.

Barmine continuaba gritando, aunque sus palabras no tardaron en convertirse en gruñidos y aullidos de agonía. Sangraba por una docena de heridas y recibía golpe tras golpe, aunque seguía blandiendo tozudamente la espada.

Luego Jill lo perdió de vista pues tuvo que enfrentarse a otro enano. La criatura entró en acción con energía y, pensando que cogería a la mujer por sorpresa, le lanzó un salvaje golpe lateral. Jill lo esquivó con facilidad y respondió al ataque con una patada que alcanzó al powri en la espalda con suficiente potencia para desequilibrarlo, por lo que el enano cayó dos metros y medio desde el parapeto al nivel inferior.

Otro tomó rápidamente su lugar y propinó una serie de estocadas con su corta espada. Jill se las apañó para echar una fugaz ojeada a la torre. Las huestes de los powris la invadían, y Barmine había caído de rodillas y tenía la cara, los brazos y el cuerpo entero cubierto de sangre.

Espoleada por la horrible visión, atacó con fiereza. Levantó la espada, descargó un tajo de izquierda a derecha, y luego la retrasó de nuevo para dar a continuación un golpe de revés; cada movimiento producía, al entrechocar las dos espadas, un sonido metálico. Al tiempo que propinaba el último golpe, Jill adelantó el pie derecho; entonces giró la hoja y descargó un nuevo golpe que hizo retroceder al powri. Pero otro enano apareció tras el primero en su ayuda, y aun otro más detrás de aquel. Jill oyó el grito agónico de un soldado en su retaguardia, y se acabó de convencer de la inminencia de la derrota.

La chica se lanzó hacia adelante y, brincando a lo más alto de la muralla, saltó de almena en almena, por encima de los pinchazos de la espada del sorprendido powri. Se alejó de los tres perseguidores con unas pocas zancadas largas, y se dirigió hacia el extremo más alejado de la muralla frontal.

Había otra cuerda fijada en aquel punto; el último enano agarrado a ella estaba apenas a metro y medio de la muralla.

Jill echó una ojeada hacia los combatientes. Habían caído muchos powris pero eran más los que continuaban luchando, y cada soldado que resistía estaba rodeado, peleando desesperadamente. Barmine estaba de rodillas, pero ya no ofrecía resistencia alguna, y un powri mojaba su gorra en su cara.

Jill se estremeció cuando el enano levantó en alto la gorra, y en el mismo movimiento clavó su claveteada porra en la cara del agonizante alcaide.

La chica ya había visto bastante.

Jill podría haber hecho caer al enano que subía por la cuerda, pero de ese modo habría dado a sus tres perseguidores tiempo para alcanzarla. Así que envainó la espada, se quitó el cinturón y saltó desde la muralla hasta más allá del enano que trepaba; a duras penas consiguió agarrar la cuerda con una mano, y la mantuvo cogida con todas sus fuerzas pues había una caída libre de sesenta metros.

El powri enseguida invirtió su dirección y empezó a bajar por la cuerda agarrándose a ella con habilidad y fuerza. Sus tres compañeros, con la típica lealtad de los powris, se pusieron a trabajar a la vez en el áncora y en la cuerda, sin importarles en absoluto si su camarada se caía con aquella mujer tan peligrosa.

Jill no tenía tiempo para luchar. Pegó una patada hacia un lado, tratando de mantener a raya al enano, pero su interés principal estaba en conseguir que su cinturón, que sostenía firmemente en su otra mano, pasara por encima de la cuerda. Consiguió enlazarlo, pero soltó su agarro en la cuerda y empezó a caer.

Con la mano libre se asió como pudo al otro extremo del cinturón, y de esta forma se quedo colgando, sosteniéndose únicamente del cinto; así pudo deslizarse y alejarse de su enemigo rápidamente y pronto penetró en la niebla, en dirección al barco, que permanecía fondeado a más de treinta metros de la orilla.

El otro extremo de la cuerda estaba fijado a la verga del palo mayor. En aquella cubierta había bastantes powris, aunque ninguno de ellos la había visto todavía. Jill pensó soltarse al pasar por encima de la proa, con la esperanza de poder saltar a cubierta, que estaba lo suficientemente despejada para permitirle rodar unas cuantas vueltas con objeto de amortiguar el impacto. Si podía atravesar la cubierta hasta la catapulta de popa o, mejor aun, hasta los calderos de pez y las fogatas junto a la catapulta, podría causar estragos de consideración.

Su plan resultó frustrado, pues cuando Jill se aproximaba a la parte frontal de la embarcación, la cuerda cedió y de pronto su descenso fue mucho más brusco que el ímpetu hacia adelante. La muchacha gritó pensando que iba a estrellarse de cabeza contra la proa del barco.

Pero tuvo la suerte de ir a caer en las frías aguas a poca distancia de la embarcación. Emergió con la boca llena de agua, escupiendo, con los oídos aún ensordecidos por los gritos de los moribundos que caían desde las murallas de la fortaleza. La consumía la cólera tanto contra los powris como contra sus propios camaradas. Si hubiesen estado preparados, aquel desastre no les habría ocurrido. Si se hubiesen regido por el código de conducta que les correspondía, habrían podido rechazar a los powris.

En la caída había perdido la espada, pero no le preocupó. Gruñendo sordamente comenzó a nadar en torno al barco con la máxima velocidad que le era posible, pues temía que las piernas no tardarían en entumecérsele y no le obedecerían. Rodeó la popa y vio el cabo del ancla, una robusta cuerda que se hundía a babor. Le dolían los brazos por el frío y el cansancio, pero se agarró al cabo y escaló los tres metros que la separaban de la borda. Se encaramó justo cuando la catapulta volvía a abrir fuego, una bola de pez que se remontó por encima de la muralla de Pireth Tulme. Jill advirtió que el proyectil probablemente causaría más daño a la hueste de powris que a los hombres, pero a los enanos no parecía importarles y aullaban de júbilo mientras cargaban la bola siguiente.

Tres powris sostenían la bola, envuelta en una pesada manta, por encima de sus cabezas y muy cerca del cucharón, cuando Jill los derribó lanzándose en plancha. Los powris fueron a estrellarse contra el pasamano de la borda pero no soltaron la carga, y la bola de pez rodó por la borda arrastrándolos.

Un cuarto powri se echó sobre Jill y la cogió por la garganta. La muchacha no podía creer que aquella diminuta criatura pesara tanto. ¡Y qué fuerza tenía! En un instante el powri la derribó sobre la espalda y le apretó el cuello con todas sus fuerzas.

Jill trataba desesperadamente de obligarlo a soltarla torciéndole hacia afuera los pulgares.

Pero era como si intentara abrir grilletes de hierro.

Entonces cambió de táctica y comenzó a aporrear al enano en la cara y en los ojos. Sin embargo, el powri no cedía e incluso trataba de morderle los dedos.

A poco las manos de Jill se agitaban en vano frente al pecho de barril del powri, pues su fuerza la abandonaba por momentos. Se dio cuenta de que moriría como Pireth Tulme moría y, de nuevo, maldijo en silencio la imprevisión y el descuido de los hombres y mujeres a quienes se había visto forzada a confiar su vida. Moriría, no por su culpa, sino porque los Guardias de la Costa se habían debilitado.

Manoteaba salvajemente, y los ojos se le empezaron a nublar. Una mano chocó contra el sólido pecho del powri, contra una bola de metal que asomaba por encima del cinturón.

La empuñadura de una daga.

Jill golpeó cuatro veces al enano antes de que este se diera cuenta de que lo estaban apuñalando. Con un aullido, al fin aflojó su presa, revolviéndose para evitar las puñaladas.

Jill lo hirió de nuevo en el pecho, por entre los brazos que trataban de golpearla, y luego otra vez más arriba, en la garganta. El enano cayó rodando, pero Jill apenas podía moverse. Permaneció tendida unos minutos y al fin reunió la fuerza suficiente para incorporarse sobre los codos.

El powri estaba boca abajo cerca de la borda.

Jill aspiró otra bocanada de aire y se puso en pie tambaleándose. Se dirigió hacia la catapulta, que tenía el brazo bajado y estaba lista para disparar; luego miró las tinajas de brea hirviente, preguntándose qué daño podría causar.

El powri la atacó por la espalda empujándola hacia el travesaño inclinado. Jill se dio la vuelta y le rajó la cara con el puñal, a pocos centímetros de la herida que le había infligido en la garganta. El powri retrocedió un par de pasos pero volvió a la carga.

Jill dobló las rodillas y bajó el hombro, para recibir el ataque. Flexionando las piernas, levantó en alto al enano; luego anduvo unos rápidos pasos y lo arrojó con todas sus fuerzas al cucharón de la catapulta. Inmediatamente Jill se apartó hacia un lado, agarró el disparador y tiró de él con energía.

El powri casi había salido del cucharón cuando se disparó la catapulta; el enano salió lanzado por los aires, abierto de piernas y brazos, en un salvaje y giratorio vuelo.

Muchos otros enanos oyeron el grito y, al advertir el curioso proyectil, se dirigieron hacia la cubierta de popa; Jill no tenía tiempo. Pegó una patada a los barriles de brea, derramó uno sobre el cabrestante que sostenía la cuerda del ancla e impulsó otro para hacerlo rodar escaleras abajo hacia la cubierta principal inferior. Luego se dirigió hacia el pasamano de la borda, pensando que la única salida posible era el agua fría.

De nuevo tuvo mucha suerte, pues encontró un bote colgando de la popa. En un momento lo hizo caer al agua, y entonces, mientras los powris subían a la cubierta de popa y estallaban focos de fuego en el cabrestante y en la catapulta, saltó hacia afuera tan lejos como pudo, tratando de evitar la brea ardiente que flotaba y los tres enanos que se agitaban en el agua, esforzándose por mantener la cabeza fuera de ella. Se dirigían al bote igual que Jill, pero la muchacha alcanzó a uno de ellos con facilidad y lo eliminó con la daga que antes había conseguido luchando.

Los powris no eran tan peligrosos en el agua, advirtió la chica al acercarse al segundo. Nadó directamente en dirección a él, dándose cuenta de que, si se retrasaba, el tercer powri llegaría al bote antes que ella. Por fin atrapó al último y esforzado enano, lo apuñaló con fuerza en el hombro, y luego nadó en línea recta hacia la pequeña embarcación y se agarró desesperadamente a ella.

Un cuadrillo disparado por una ballesta espumeó en el agua junto a su cabeza.

Jill trató de ponerse detrás del bote, para usarlo como barrera frente a las ballestas de los powris situados en cubierta. Sin embargo, sabía que su posición era desfavorable, pues ellos estaban muy por encima de ella y el bote se hallaba demasiado cerca del barco, por lo que conseguirían buenos ángulos de tiro cualquiera que fuese el lugar que ella eligiera.

Y, por el profundo entumecimiento que invadía sus miembros, sabía también que tenía que salir del agua, y pronto.

Un crujido de madera la alertó de un nuevo problema de los powris. Se arriesgó a atisbar por encima de la borda del pequeño bote, y vio que la cuerda del ancla del barco se había quemado completamente y que este, movido por el oleaje, se balanceaba sin control. Los arqueros tuvieron que enfrentarse enseguida a otra preocupación más importante que la mujer en el agua.

Jill se dispuso a subir al bote, pero tuvo que detenerse y volverse para golpear al último powri. Al fin lo consiguió, colocó los remos y escapó remando con todas sus fuerzas, mientras el tercer powri intentaba darle alcance frenéticamente.

A Jill le bastó con aplastarle la cabeza con uno de los remos.