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Bradwarden

¿Es miedo lo que los inspira? ¿Son celos? ¿O es algo más sutil, una voz interior que les dice que ellos y yo no somos de la misma especie? Naturalmente, no saben que he estado con los Touel’alfar, pero está muy claro, tanto para ellos como para mí, que no compartimos el mismo punto de vista.

Elbryan se dejó caer en la silla, y reflexionó sobre sus propias palabras. Cruzó las manos frente al rostro y desvió la mirada del espejo.

Cuando volvió a mirar, el espectro de su tío Mather aguardaba pacientemente en las profundidades del espejo.

Belli’mar Juraviel me advirtió que sería así —prosiguió Elbryan—. Y, de hecho, parece perfectamente lógico. La gente de la frontera de las Tierras Agrestes necesariamente tiende a formar un grupo cerrado. Su miedo los aísla, y a menudo no pueden distinguir un amigo de un enemigo.

»Esto es lo que me ocurre cuando acudo al Aullido de Sheila. No me comprenden; no comprenden mi actitud ni mis conocimientos, y menos aún mis deberes; y por esta razón me temen. Sí, tío Mather, debe de ser temor, pues ¿qué tengo yo que pudiera envidiar la gente de Dundalis? Según sus criterios soy mucho más pobre.

El joven soltó una risita y se pasó una mano por el pelo castaño claro.

—Sus criterios —murmuró de nuevo, y no pudo menos que sentir pena por las gentes de Dundalis, de Prado de Mala Hierba y de Fin del Mundo, amontonadas en sus cabañas. Era cierto que disfrutaban de algunas cosas agradables de las que Elbryan carecía: lechos suaves, sólidas jofainas para agua, comida almacenada. Pero el guardabosque tenía dos cosas mucho más valiosas, desde su punto de vista, dos cosas que no cambiaría por todos los tesoros de todos los reinos de Corona.

—Libertad y deber, tío Mather —dijo con la mayor firmeza—. No trazo línea alguna de propiedad, porque esas líneas son a la vez barreras. Y, al final, es la sensación de realización, de tener un objetivo, y no la riqueza obtenida mediante tal realización, lo que proporciona satisfacción y felicidad.

»Por eso camino vigilante. Por eso soporto comentarios hirientes y reprimendas. Tengo fe en lo que hago, en mi objetivo, porque yo, por encima de los demás, comprendo las consecuencias que se derivarían de un fracaso.

«Pero estoy solo», pensaba para sí el joven, que no estaba preparado todavía para decir la verdad en voz alta. Permaneció sentado un buen rato y luego apoyó las manos en los brazos de la silla para levantarse.

En aquel instante notó una vibración suave y sutil. ¿Era música?

Sabía que era música aunque parecía en extremo suave, demasiado lejana para poder oírla. Más bien tenía el presentimiento de un sonido suave y delicado, dulce como una arpa élfica, melodioso como la voz de la señora Dasslerond.

Miró al espejo, a la imagen distante, y sintió su calma.

Elbryan salió de la cueva inmediatamente para oír mejor la música. No fue así; en cualquier dirección que se volviese, la melodía flotaba en el límite mismo de su percepción. Pero estaba allí. Algo estaba allí.

Y el tío Mather quería que lo encontrara.

Aquel día había planeado ir a Prado de Mala Hierba y luego dirigirse hacia el oeste siguiendo la trayectoria del sol para acercarse a Fin del Mundo. Pero ya no podía ir pues aquella música sutil lo intrigaba, aunque sabía a buen seguro que no suponía amenaza alguna. ¿Habían acudido los elfos a visitarlo? Después lo inquietó otro pensamiento, la idea de que había oído antes aquella canción, pero no podía precisar dónde.

EL guardabosque empleó la mayor parte de la mañana buscando la dirección de la que provenían las serenas notas. Utilizó todo lo que había aprendido, todos los medios a su alcance; concentró todos sus sentidos, uno tras otro, en cada dirección, planta o animal, buscando algún indicio de su origen. Por fin descubrió una serie de huellas.

Un solo caballo y grande, dedujo, sin herraduras y al paso. En aquel territorio había caballos salvajes; unos quizás habían huido de la tragedia de Dundalis, otros se habían escapado de caravanas y además había otros cuyas raíces en aquella tierra eran más antiguas que las de los hombres. No eran numerosos y a buen seguro eran asustadizos, aunque Elbryan había acariciado la idea de domar uno de ellos.

Sin embargo, no tardó en convencerse de que no podría hacerlo en aquella ocasión, pues mientras seguía el rastro advirtió que también estaba siguiendo la fuente de la música. Así pues, dedujo Elbryan, el caballo iba montado.

Tal pensamiento no lo desanimó, sino que lo intrigó aún más. Alguien se había internado en sus dominios, alguien que no vivía en los pueblos, pues si así fuese el caballo habría llevado herraduras.

Elbryan bajó por una ladera cubierta de árboles, y fue a parar a un valle estrecho y a la orilla de un impetuoso río. Lo vadeó con ciertas dificultades, pero no tuvo problemas para encontrar el sendero al otro lado, pues el jinete no había hecho esfuerzo alguno por ocultar las huellas. Elbryan acortaba la distancia de modo uniforme. No tardó en percibir las auténticas notas… de un instrumento de viento; rebuscó en su memoria pues estaba seguro de que había oído antes aquel peculiar y obsesionante sonido. Entonces recordó el instrumento, soplado por un comerciante en ocasión del décimo aniversario de Elbryan. Era un instrumento curioso, una bolsa de piel y una serie de tubos: una gaita.

El guardabosque lo siguió con rapidez y sigilo a través de una serie de onduladas colinas. Luego, de pronto, se detuvo, pues la música había cesado. Elbryan atisbó desde detrás de un árbol. En lo alto de la colina, en medio de un bosquecillo enmarañado de abedules y maleza, había un hombre alto, más alto que él aun teniendo en cuenta la perspectiva desfavorable del guardabosque. Tenía el cabello negro y espeso y la barba poblada. Estaba desnudo al menos del vientre para arriba; su torso era robusto, de músculos bien definidos y espalda arqueada. Sostenía los tubos debajo del brazo y hacia abajo; había dejado de tocar.

—Bueno, guardabosque, ¿te gusta cómo soplo los tubos y obtengo los tonos? —preguntó con una ancha y luminosa sonrisa.

Elbryan se agachó, aunque era evidente que el hombre lo había visto. ¡No podía creer que hubiera advertido su presencia y supiera quién era!

—Te ha llevado un buen rato encontrarme —vociferó el hombre—. ¡No lo habrías conseguido si yo no hubiera tocado la gaita para que me siguieras la pista!

—¿Y tu quién eres? —preguntó el guardabosque.

—Bradwarden el Gaitero —respondió con orgullo el hombre—. Bradwarden el Hombre del Bosque. Bradwarden el Padre Pino, Bradwarden el Tierno Caballo, Bradwarden el…

Se interrumpió cuando Elbryan, intuyendo con razón que aquella retahíla podía prolongarse bastante, salió de detrás de un árbol.

—Yo me llamo Pájaro de la Noche —dijo, aunque imaginaba que de algún modo aquel hombre ya lo sabía.

El hombre asintió sin dejar de sonreír.

—Elbryan Wyndon —añadió, y Elbryan asintió mirándolo asombrado al considerar las implicaciones de aquel nombre perdido desde hacía mucho tiempo. Todos en Dundalis, a excepción de Belster O’Comely, conocían a Elbryan con el nombre que le habían dado los elfos.

—Quizá me lo hayan dicho los animales —comentó Bradwarden—. Soy más listo de lo que parezco, sin duda, y más viejo de lo que puedas suponer. Quizá los animales, quizá las plantas. —Bradwarden se interrumpió y le hizo un guiño tan exagerado que Elbryan lo vio pese a la distancia que los separaba—. Quizá tu tío.

El guardabosque se quedó de piedra, incapaz de encontrar siquiera las palabras adecuadas para formular las preguntas obvias. Sentía desconfianza pero no temor, así que continuó colina arriba, tanteando cada paso antes de apoyar el peso del cuerpo, como si recelase que el lugar estuviera sembrado de trampas.

—Deberías haberlos matado a los tres —siguió diciendo el gaitero.

Elbryan se encogió de hombros sin entender lo que Bradwarden le quería decir.

—Paulson y sus compinches —siguió el hombre alto—. No causan más que problemas. Debería habérseme ocurrido matarlos yo mismo, cuando vi un animal tratando de escapar de una de sus perversas trampas con una pata apresada en ella.

Elbryan iba a responder que había destruido las crueles trampas pero las palabras se le atascaron en la garganta cuando, al acercarse a través de la maleza, vio los cuartos traseros de un caballo, vio que el hombre estaba montado. Pero al acercarse más vio que había sido el hombre, y no el animal, quien había dejado las huellas.

Para Elbryan, el Pájaro de la Noche, que había peleado con gigantes fomorianos y con trasgos, que había vivido con los elfos, un centauro no era inquietante en absoluto. Aun así lo asaltaron muchas preguntas, demasiadas para poder ordenarlas. Y también lo asaltó el recuerdo de un sonido de gaitas que había oído en una ocasión en que él y Pony habían estado en silencio en la ladera que se cernía sobre Dundalis; rememoró, también, las leyendas del fantasma del bosque, medio hombre y medio caballo, que tanto lo habían fascinado de pequeño.

—No causan más que problemas —comentó Bradwarden despectivamente—. ¡Y los mataré si vuelvo a oír otra vez un grito de mis amigos animales!

Elbryan no puso en duda que lo haría. Había en el tono del centauro una nota demasiado desapasionada, demasiado inhumana. Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal al imaginar lo que podía hacerles a Paulson, Cric y Chipmunk aquella poderosa fiera, que debía de pesar más de trescientos cincuenta kilos y era tan astuta como para haber evitado al guardabosque durante todas aquellas semanas.

—Bueno, Elbryan Pájaro de la Noche, ¿tienes algún instrumento para acompañar mi gaita?

—¿Cómo sabes quién soy? —le preguntó el guardabosque.

—Si los dos nos ponemos a preguntar, no habrá nadie para responder —lo regañó Bradwarden.

—Entonces, contesta a mi pregunta —repuso el joven.

—Ya lo hice —replicó Bradwarden—. Quizás…

—Quizás lo que haces es eludir una respuesta —lo interrumpió Elbryan.

—Ah, mi querido mozuelo humano —dijo Bradwarden con su encantadora sonrisa, aunque parecía tener un aire de superioridad por venir de tan arriba—, no querrás que te cuente mis secretos, ¿verdad? ¿Cómo te divertirías si lo hiciera?

Elbryan se tranquilizó y bajó la guardia. Supuso que uno de sus amigos le había hablado de él a Bradwarden; uno de los elfos, seguramente Juraviel. O bien había sucedido así, decidió Elbryan, o el centauro había escuchado a escondidas cuando él había acudido al Oráculo, pues Bradwarden tenía noticias del tío Mather y de la «pequeña cueva». En cualquier caso, Elbryan sintió en lo más profundo de su corazón que quien tenía ante él no era un enemigo, y pensó que era más que una simple coincidencia que aquel mismo día, por primera vez desde que había llegado a aquel territorio, él hubiera lamentado abiertamente su soledad.

—Maté un ciervo esta mañana —dijo de pronto el centauro—. Te invito a comer; incluso te dejaré asar tu parte.

Sin más, el centauro infló la gaita y comenzó a tocar una animada marcha militar al tiempo que emprendía el trote con sus robustas patas. Elbryan echó a correr detrás buscando continuamente atajos entre la maleza para no quedarse rezagado.

En algunos aspectos eran muy diferentes. Fiel a su palabra, Bradwarden permitió a Elbryan encender un fuego y asarse su venado, en tanto que él se comió su porción cruda, casi un cuarto del ciervo.

—Odio matar estas pobres criaturas —dijo el centauro y remató la frase con un atronador eructo—. Son muy lindas y atractivas para alguien con un cuerpo como el mío, en más aspectos de lo que te imaginas. Pero con los frutos y las bayas no tengo ni para hincar un diente. Necesito comer carne para llenarme la barriga. ¡Y tengo una considerable barriga! —añadió acariciándose el estómago en el punto en que el torso humano se unía con la mitad inferior de caballo.

Elbryan sacudió la cabeza y sonrió aún más cuando Bradwarden soltó otro tremendo y atronador eructo.

—¿Llevas mucho tiempo en esta región? —preguntó el guardabosque—. No te he visto nunca, ni tampoco he topado con tus huellas.

—No seas tan duro contigo mismo —repuso el centauro—. Vivo en esta región desde antes de que viviera el padre de tu padre. ¿Y qué se supone que tendrías que haber visto? ¿Una huella de caballo o mis excrementos? Habrías creído que eran de un vulgar caballo, aunque, si hubieras examinado los excrementos, habrías comprobado que mi dieta no es la misma que la de mis amigos los caballos.

—¿Y por qué tendría que mirarlas más de cerca? —preguntó Elbryan con expresión desabrida.

—Sucio asunto ese —replicó Bradwarden.

El guardabosque asintió, perdonándose a sí mismo por haber pasado por alto las señales.

—Además —continuó Bradwarden—, yo sabía que habías venido, mientras que tú no sabías que yo vivía aquí. Así pues yo diría que jugaba con ventaja, de modo que no debes castigarte a ti mismo.

—¿Cómo… lo sabías?

—Me lo dijo un pajarito —contestó el centauro—. Una deliciosa criatura que dice su nombre dos veces seguidas.

Elbryan frunció el entrecejo ante tan críptica declaración, pero se limitó a sacudir la cabeza pensando que no era importante. Cuando estaba a punto de plantear otra pregunta en una dirección completamente distinta, se acordó de una amiga que encajaba a las mil maravillas con la descripción que le había hecho el centauro.

—Tuntun —afirmó más que preguntó.

—Claro, ella —rio Bradwarden—. Me previno que no esperara gran cosa de ti.

—No me extraña —dijo secamente el guardabosque.

—Así que le dije que te estaría vigilando —continuó el centauro—. Aunque he descubierto que no necesitas mucha vigilancia.

—Entonces, tú eres amigo de los elfos —dijo Elbryan esperando encontrar algún punto en común.

—Conocido de los elfos, diría yo —repuso el centauro—. Son buenos para el vino, y respetan los animales y los árboles, pero ¡son demasiado burlones y refinados! —Para acentuar este punto soltó el eructo más sonoro que Elbryan había oído jamás—. ¡Nunca oirás un trueno salir de la barriga de un elfo!

Bradwarden soltó una ruidosa carcajada, alzó un enorme pellejo y bebió un líquido de color ámbar; Elbryan reconoció que era pasmo lo que le caía en la boca y le resbalaba por la barbuda cara.

—Tendrías que haberlos matado —dijo el centauro de repente, emitiendo cada palabra con abundantes salpicaduras de vino.

Elbryan pensó que Bradwarden se refería a los elfos y frunció el ceño de incredulidad.

—Me refiero a los tres hombres —aclaró el centauro—. Paulson, Cric y… ¿quién era el tercero?

Ardilla.

El centauro soltó un bufido.

—Idiota —refunfuñó—. Tendrías que haberlos matado a los tres. No tienen ninguna consideración, te lo digo yo, y no causan más que problemas.

—¿Entonces por qué Bradwarden los ha tolerado? —preguntó Elbryan—. Supongo que llevan en esta región bastante tiempo, a juzgar por su campamento; y obviamente los conocías.

El centauro asintió a tan lógico razonamiento.

—Lo he pensado —admitió—. Pero no me dieron ningún pretexto. Y —hizo una pausa y guiñó el ojo maliciosamente— no temas, pues la carne humana no me gusta especialmente.

—¿Entonces la has probado? —razonó Elbryan, sin morder el anzuelo.

Bradwarden eructó de nuevo y empezó un largo discurso sobre las enfermedades de los humanos. Elbryan se limitó a sonreír y dejó que el centauro divagara más y más; sopesaba las palabras de la criatura con suma atención para poder descubrir los distintos aspectos de su personalidad. Elbryan sospechaba, y pudo confirmarlo a lo largo de las semanas siguientes, que él y el centauro no tenían objetivos tan distintos.

Él era guardabosque, un guardián de los humanos de la frontera y también de los bosques y sus criaturas. La misión de Bradwarden, al parecer, no era tan distinta, salvo que el centauro se ocupaba más de los animales, en particular de los caballos salvajes; incluso le había advertido que había dado la libertad a muchos caballos, ya que sus amos humanos los trataban mal. Apenas se ocupaba de los humanos. Había visto el asalto de Dundalis años antes, confirmó a Elbryan, aunque se limitó a comentar que aquello había sido «una lástima».

La suya llegó a ser una amistad en desarrollo, una sonrisa y un intercambio de noticias cuando coincidían en la misma zona. Para Elbryan, el hecho de haber conocido a Bradwarden fue, por supuesto, algo maravilloso. Sentía que la próxima vez que visitara al Oráculo, la sensación de soledad ya no lo seguiría hasta la cueva.