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El hermano Justicia

Desde un balcón apenas visible, maese Jojonah miró hacia abajo, a la gran habitación desprovista de muebles salvo unos aparejos de entrenamiento situados en el muro más alejado. En el centro se encontraba de pie el joven robusto, con la cara ojerosa por falta de sueño. Llevaba sólo un taparrabos y tenía una actitud defensiva, los hombros encorvados, los brazos cruzados para cubrir la zona lumbar y el vientre. Incluso su cabeza estaba desnuda, pues sus superiores se la habían rasurado. Salmodiaba una y otra vez, para alentar sus flaqueantes fuerzas, y De’Unnero, el nuevo maese que había ocupado el lugar de Siherton, se paseaba majestuosamente cerca de él, y de vez en cuando lo azotaba con un látigo de montar. Detrás de Quintall había un inmaculado del décimo año.

—¡Eres débil e inútil! —gritó De’Unnero, azotándolo en los hombros—. ¡Y formabas parte de la conspiración!

La boca de Quintall se movió para formar la palabra «no», pero no emitió sonido alguno y tan sólo pudo sacudir la cabeza.

—¡Eras uno de ellos! —rugió De’Unnero, y volvió a azotarlo con el látigo.

Maese Jojonah apenas podía seguir mirando. La «formación» de Quintall se estaba realizando desde hacía más de un mes, desde que el padre abad Markwart había tenido una visión de Avelyn vivo.

¡Avelyn! Pensar en el joven hermano provocaba escalofríos a lo largo de la espina dorsal de Jojonah. Avelyn había matado a Siherton; el cuerpo, o lo que quedaba de él, no se había encontrado hasta bien entrada la primavera, casi un año después de la tragedia. Y para colmo, si la visión de Markwart era cierta, Avelyn había sobrevivido y había huido con un valioso lote de piedras sagradas.

Jojonah cerró los ojos y recordó las veces que Siherton le había advertido acerca de la dedicación casi inhumana de Avelyn. «Avelyn será un problema», había profetizado, y sus palabras se habían confirmado. ¿Pero por qué?, se preguntaba Jojonah. ¿Qué es lo que había provocado el problema, una falta de Avelyn o su carencia total de faltas en una orden cada vez más perversa? Por supuesto, el hermano Avelyn Desbris era un problema, un espejo oscuro en el que los padres de Saint Mere Abelle no soportaban mirarse. Avelyn, cualquiera que fuese el criterio que aplicara Jojonah, era lo que se suponía que tenía que ser un monje, un monje genuino, pero su manera de ser no se adecuaba a la progresiva secularización del monasterio. Que la piedad de un joven monje llegara a ser una amenaza para la orden era algo que maese Jojonah no podía llegar a aceptar.

Más aun, el maese estaba demasiado cansado, demasiado perturbado por las pérdidas de Siherton y de Avelyn —él mismo también se sentía perdido— para poner paz dentro del monasterio. Markwart estaba obsesionado con ver a Avelyn y sobre todo a las piedras otra vez en el monasterio, y la palabra del padre abad era sacrosanta.

El restallar del látigo captó de nuevo la atención de Jojonah hacia la escena inmediata. Jamás había sentido ningún afecto por el bruto de Quintall, pero aun así sentía piedad por él. Lo estaban sometiendo a durísimas condiciones, desde privaciones de sueño hasta largos períodos de hambre. Desmontarían pieza a pieza la fortaleza de Quintall, tanto física como mental, y luego volverían a montarla bajo la guía y el control de los padres instructores. Reducirían al hombre a un instrumento de destrucción, la destrucción de Avelyn. Cada pensamiento de Quintall se dirigiría de forma exclusiva a ese único propósito; Avelyn Desbris se convertiría en el origen de todos sus males, en la amenaza más odiada de Saint Mere Abelle.

Jojonah se estremeció y se alejó, tratando de no imaginarse la escena que sobrevendría cuando al fin Quintall atrapara a Avelyn.

La cueva parecía una caricatura gigantesca del salón del trono de un rey. Un enorme estrado de tres peldaños, centrado en la pared del fondo, ostentaba un trono de obsidiana tan enorme que dos hombres robustos podrían sentarse en él sin tocarse en absoluto. La habitación disponía de dos hileras gemelas de columnas macizas, cada una de ellas esculpida a semejanza de un gigante guerrero. Como el trono, también eran de obsidiana, de líneas elegantes pero de alguna manera discordantes que se entrecruzaban como fibras de músculos entrelazados. El suelo y las paredes eran de roca negra, sin adorno alguno, y mostraban el apagado gris habitual de la piedra de Aida; las únicas puertas que había eran de bronce.

No ardían antorchas; la luz de la habitación provenía de cada uno de los lados del estrado: un flujo continuo de lava surgía de las esquinas de la pared posterior, bajaba por unos agujeros del suelo para sumergirse en los túneles de Aida, y luego se extendía por los negros brazos de la montaña, hundiéndose más y más en Barbacan.

Ubba Banrock y Ulg Tik’narn, los jefes de los powris de las lejanas Julianthes, y Gothra, el rey de los trasgos, parecían aún más pequeños en aquella enorme habitación. Incluso Maiyer Dek, el jefe de los gigantes fomorianos, se sentía pequeño e insignificante al contemplar aquellas estatuas, como si estas pudieran cobrar vida y rodearlo. Y, con sus casi cinco metros de estatura, Maiyer Dek no estaba acostumbrado a sentirse empequeñecido.

Sin embargo, aun cuando las veinte columnas, y una docena más, lo hubieran cercado, no le habrían resultado más impresionantes que la criatura que se recostaba en el trono. Los cuatro huéspedes del Dáctilo se sentían abrumados por el imponente peso de su autoridad. Cada uno de ellos era el más poderoso de su respectiva raza. Eran jefes de ejércitos que se componían de centenares de miembros en el caso de los gigantes, de millares en el de los powris y de decenas de millares en el de los trasgos. Eran la oscuridad de Corona, los que sembraban la aflicción, y no obstante parecían seres miserables y humildes ante el gran Dáctilo, meras sombras de aquel ser infinitamente más tenebroso.

Los trasgos y los gigantes se unían con frecuencia, pero ambas razas odiaban a los powris casi tanto como a los humanos.

Excepto cuando el Dáctilo estaba despierto. Excepto en los tiempos en que las fuerzas más oscuras los aliaban con un propósito común. No podía haber luchas por el poder entre los líderes de las distintas razas cuando el Dáctilo se sentaba en su trono de obsidiana.

—No somos cuatro ejércitos —rugió el Dáctilo de repente dirigiéndose a los cuatro, y Gothra estuvo a punto de caerse a causa de la severidad imponente de aquella retumbante voz—. Tampoco tres, si los powris consideran sus respectivas fuerzas como aliadas. ¡Somos un solo ejército, una sola fuerza, un solo propósito!

De un salto, el demonio se levantó del trono y les tiró un pedazo de tela gris con una imagen negra del Dáctilo bordada en ella.

—Marchaos y empezad el trabajo con esto —les ordenó.

Maiyer Dek fue el primero que examinó el pedazo de tela.

—Mis guerreros no son bordadoras —empezó a decir el jefe de los fomorianos; pero, tan pronto como las palabras salieron de su boca, el Dáctilo se plantó de un salto delante del gigante, y pareció crecer. Un aullido bestial escapó de los labios del demonio, mientras su mano se disparaba hacia el frente y abofeteaba a la enorme criatura con fuerza suficiente para tumbarlo en el suelo. Entonces el Dáctilo empezó un ataque más insidioso, una descarga mental de imágenes de tortura y agonía, y Maiyer Dek, el orgulloso y fuerte jefe, la más poderosa de todas las criaturas mortales en toda Barbacan, gimió miserablemente y se retorció en el suelo, implorando gracia.

—Cada soldado de mi ejército debe llevar este emblema —decretó el Dáctilo—. ¡Es mi ejército! Y tú —dijo a Maiyer, inclinándose y levantando con facilidad la mole del gigante— tráeme veinticuatro de tus mejores guerreros para que me sirvan de guardia personal.

Y así prosiguieron las reuniones a lo largo de los días. El Dáctilo demoníaco había despertado hacía varios años; vigilaba, percibía cada matanza de humanos en las Tierras Agrestes, saboreaba la sangre de cada cadáver en la que un powri sumergía su gorra infame, escuchaba los gritos de los marineros y de los pasajeros de los barcos fugitivos que se hundían en las marejadas del despiadado Miriánico. La oscuridad había ido en aumento, y los humanos se debilitaban cada vez más. La criatura vio que había llegado el momento de organizar sus fuerzas para empezar los ataques unificados.

Terranen Dinoniel era polvo en la tierra, y esta vez el Dáctilo estaba dispuesto a ganar. Entregó armaduras forjadas por él en los flujos de lava gemelos del salón del trono, a los veinticuatro gigantes que le llevó Maiyer Dek, e hizo protecciones todavía más sutiles para los cuatro jefes: grandes abrazaderas mágicas, tachonadas con clavos, que protegerían de los golpes de cualquier arma a quienes las llevaran. Ninguna de las tres razas perversas tenía reputación de lealtad o de honor, pero en aquel momento, gracias a las abrazaderas, el Dáctilo podía confiar en que los cuatro generales elegidos sobrevivirían a cualquier traición inesperada de sus subordinados.

Y estos eran realmente numerosos. Fuera de la cueva, en las laderas cubiertas de árboles de Aida, miles de trasgos, powris y gigantes se agrupaban en sus respectivos campamentos, y miraban en dirección sur hacia el agujero que señalaba la entrada principal de la guarida del demonio. Los tres campamentos estaban situados entre los más recientes «brazos» de la montaña, dos vetas negras de lava enfriada, todavía rojas en la embocadura ya que el magma seguía fluyendo lentamente de las entrañas del volcán, que salían al exterior por el sureste y por el sudoeste, como si fueran los brazos extendidos del propio demonio. No había rastro de vegetación; toda vida había quedado extinguida bajo las tinieblas, quemada por los fuegos y cubierta por la lava enfriada. Incluso las criaturas que estaban situadas en la parte central del área limitada por los dos brazos notaban el calor residual, y el aire trémulo llevaba los zumbidos del poder prometido, el hormigueo del ansia de salir y matar.

Todo por el Dáctilo.

—¿Cómo te llamas?

—Quintall.

El hombre gemía mientras el látigo lo azotaba de nuevo y dejaba líneas rojas en su espalda.

—¿Tu nombre?

—¡Quintall!

El látigo restalló otra vez.

—¡Tú no eres Quintall! —le gritó De’Unnero en la cara—. ¿Cómo te llamas?

—Quin… —Ni siquiera pudo completar la palabra antes de que el látigo, manejado con pericia por un inmaculado del décimo año, le arrancara un hondo gemido.

Arriba en el balcón, fuera de la vista de la víctima y de los dos torturadores, maese Jojonah suspiró y sacudió la cabeza. Aquel hombre era increíblemente resistente, y Jojonah temía que muriese a causa de los golpes antes de renegar de su identidad.

—No temas —dijo detrás de él la voz del padre abad Markwart—, los tratados no mienten; es una técnica probada.

Jojonah realmente no lo dudaba; ¡sólo se preguntaba por qué en nombre de Dios se había desarrollado una técnica semejante!

—La desesperación engendra trabajos tenebrosos —observó el padre abad, acercándose a Jojonah precisamente cuando el látigo volvía a restallar—. Para mí esto es tan desagradable como para ti, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? El cuerpo de maese Siherton confirma nuestros temores. Sabemos los trucos que Avelyn utilizó para escapar, y que el alijo de piedras mágicas que se llevó es considerable. ¿Vamos a dejarlo en libertad para que pueda provocar la decadencia, o quizás el hundimiento de nuestra orden?

—Por supuesto que no, padre abad —replicó maese Jojonah.

—Ninguno de los monjes que vive en Saint Mere Abelle conoce mejor a Avelyn Desbris que Quintall —prosiguió el padre abad—. Es la persona idónea.

«Para ejecutarlo», pensó Jojonah.

—Para recuperar lo que en buena ley nos corresponde —dijo el padre abad, leyendo los pensamientos de Jojonah con tanta claridad que este se giró para mirarlo de cerca; el monje se preguntó si Markwart no estaría utilizando alguna magia para leerle la mente.

»Quintall nos servirá como una extensión de la iglesia, como un instrumento de nuestra justicia —prosiguió con severidad el anciano padre abad, con una determinación en su voz, normalmente temblorosa, que Jojonah nunca había oído antes. El maese comprendió la desesperación del hombre, a pesar de que lo ocurrido —los crímenes de Avelyn y su deserción— no dejaba de tener precedentes. Tampoco las piedras robadas representaban ningún peligro real para la Orden Abellicana; Jojonah sabía que en las subastas que se celebraban con regularidad se vendía en promedio el doble de piedras de las que se había llevado Avelyn, y que los poderes de las piedras que poseían los mercaderes y nobles superaban a los del alijo de Avelyn. Para los responsables de Saint Mere Abelle, lo único verdaderamente importante con respecto a las piedras robadas era el cristal gigante de amatista, por el solo hecho de ser una piedra cuya magia ellos todavía no habían sabido descifrar. Así que el tonto de Avelyn no representaba realmente ningún peligro serio para la abadía o para la orden. Pero no era esa la cuestión, no era la causa de la desesperación del padre abad. Markwart moriría pronto en manos de su peor enemigo, el tiempo, y no deseaba dejar detrás ningún cabo suelto, lo cual incluía la existencia del renegado Avelyn.

—Muy pronto estaremos sobre la pista de Avelyn —indicó el padre abad.

—A menos que Quintall continúe resistiendo —osó decir maese Jojonah.

Markwart lanzó una risita entrecortada.

—Son técnicas que no fallan: la falta de sueño y de comida, las recompensas y castigos llevados a cabo por nuestros jóvenes e impacientes padres. Las ideas de Quintall del bien y del mal, del deber y del castigo, están siendo sistemáticamente reemplazadas por los principios que se le inculcan cuando se le dan las recompensas. Es una criatura con un solo objetivo. Compadécelo, pero compadece aún más a Avelyn Desbris.

Dicho esto, Markwart se fue.

Jojonah lo miró mientras se alejaba, y se estremeció al ver la absoluta frialdad del aura de aquel hombre. Otro restallido del látigo captó entonces su atención.

—¿Cómo te llamas? —preguntó De’Unnero.

—Quin…

El hombre dudaba; incluso desde el balcón, maese Jojonah percibió que estaban a punto de ganar una batalla.

De’Unnero empezó de nuevo a apremiar al hombre torturado, pero se detuvo, y Jojonah advirtió que el joven monje había visto un cambio en la actitud de Quintall, tal vez una extraña luz en sus ojos. Jojonah se apoyó en la baranda y escuchó con atención cada inflexión, cada susurro.

—Hermano Justicia —replicó el magullado hombre.

Maese Jojonah se echó hacia atrás. No estaba aún convencido del todo de aceptar la técnica usada para programar a Quintall, o su objetivo; pero tenía que reconocer que parecía efectiva.