—Tinson —dijo el alcaide Miklos Barmine a Jill mientras ella hacía la guardia en la muralla de Pireth Tulme que bordeaba el mar.
Jill miró con curiosidad al bajo y robusto sujeto. Sabía que Tinson era el nombre de una pequeña aldea situada tierra adentro a una veintena de kilómetros de la fortaleza. No tenía más que unas veinte casas y una taberna y era albergue de rufianes y putas al servicio de los soldados de Pireth Tulme.
—Al Acecho del Viajero —añadió el alcaide con su laconismo habitual.
—¿Otra pelea? —preguntó Jill.
—Y algo más —repuso el alcaide alejándose—. Reúne diez hombres y vete.
Jill se quedó mirándolo mientras se marchaba. No le gustaba Miklos Barmine. No le gustaba en absoluto. Había reemplazado a Constantine Presso tres meses atrás, pues el antiguo alcaide había sido enviado al norte al frente de Pireth Dancard. Al principio Jill creyó que el alcaide nuevo era más de su estilo, una persona rigurosa en lo referente a detalles y deberes. Pero resultó ser un sujeto lujurioso, caprichoso y codicioso, que tomó como una ofensa personal que Jill rechazara sus requerimientos amorosos. Incluso sus estrictas reglas acerca del deber se relajaron en una semana y Pireth Tulme volvió a sus habituales diversiones. A Jill le sorprendió hasta qué punto echaba de menos a Constantine Presso, que era un hombre decente —al menos según los valores morales que reinaban en Pireth Tulme—. La joven había servido a las órdenes de Presso durante más de un año, y él siempre se había comportado con ella como un caballero y había respetado su decisión de no participar en los inacabables jolgorios. Ahora que se había ido Presso y que el mando estaba en manos del incordiante Miklos Barmine, Jill temía que la presión sobre ella fuera en aumento.
Apartó tan funesto pensamiento y se concentró en la misión que le habían encomendado. El castigo que le infligía Barmine por su negativa a acostarse con él consistía en hacerla trabajar más. ¡Poco se imaginaba el muy imbécil que ese castigo era más bien una recompensa para Jill! Había habido otra pelea —la cuarta en menos de dos semanas— en Al Acecho del Viajero, la taberna de Tinson de nombre aparentemente muy adecuado. Jill no tenía ni idea de lo que podría ser ese «algo más» que Barmine había insinuado, aunque sospechaba que no podía tratarse de nada extraordinario. La mujer se encogió de hombros; al menos tenía algo que hacer además de recorrer las murallas.
Reunió diez de los Guardianes de la Costa de Pireth Tulme, utilizando la excusa de la resaca para rechazar a los demás, y emprendió el camino a marcha rápida por el enlodado sendero. Llegaron a la mugrienta Tinson ya avanzada la tarde. La plaza del pueblo estaba vacía y en silencio. Siempre estaba en silencio, advirtió Jill, quien en las tres veces que había visitado el lugar no había visto ni un solo niño. La mayor parte de la población de Tinson dormía durante el día pues preferían la juerga de la noche.
Un grito procedente de Al Acecho del Viajero llamó la atención de Jill.
—Debemos prepararnos —decía una voz que era un tremendo bramido perceptible incluso desde aquella distancia y con una pared de por medio—. ¡Oh maldad, qué lugar tan propicio has encontrado! ¡Qué insensatos somos que nos echamos a dormir cuando la oscuridad se cierne!
Los soldados entraron en la taberna por la puerta principal; doblaban en número a los parroquianos. Lo primero que vio Jill fue un hombretón gordo y robusto subido a una mesa, que blandía una jarra vacía en actitud amenazadora para mantener a raya a los parroquianos más cercanos, todos obviamente interesados en hacerlo caer de su improvisado púlpito. Jill ordenó a su tropa que tomara posiciones, y se acercó a ver al hombre que servía tras el mostrador.
—El fraile loco —le explicó el tabernero—. Estuvo aquí toda la noche, y hace muy poco rato que ha vuelto. No anda escaso de dinero, puedo asegurarlo. Dicen que vendió joyas a los mercaderes en la carretera, y aunque no obtuvo un precio justo, ni mucho menos, salió con el zurrón lleno de oro.
Jill observó al fraile con curiosidad. Llevaba el tosco hábito de la iglesia abellicana, aunque viejo, raído y deslucido, como si el hombre hubiese pasado en los caminos mucho, muchísimo tiempo. La barba negra era espesa y poblada; era muy alto, cerca de dos metros, y debía de pesar unos ciento treinta kilos. Tenía los hombros anchos, los huesos gruesos y sólidos, pero Jill tuvo la sensación de que el exceso de peso, la mayor parte del cual se concentraba en el vientre, era de reciente adquisición.
Lo que más la impresionó fue su ardor casi febril; sus ojos castaños tenían un brillo que no había visto desde hacía muchos años.
—¡Piedad, dignidad, pobreza! —gritaba y después añadía bufando burlonamente—: ¡Vaya, vaya!
Jill reconoció la letanía —piedad, dignidad, pobreza—, la misma que el abad Dobrinion Calislas había pronunciado el infausto día de su boda.
—¡Ah! —bramó el gigantón—. ¿Qué piedad hay en putañear? ¿Qué dignidad existe en la temeridad? ¿Y la pobreza? Oro y joyas… ¡Ah, joyas!
—Siempre la misma canción —dijo el tabernero malhumorado—. ¿No lo vais a obligar a bajar? —gritó a los guardias.
Jill no estaba segura de que tuvieran que ser tan expeditivos con el fraile. Era obvio que su comentario sobre el putañeo, sobre todo, había levantado más de una encolerizada protesta, y Jill temía que cualquier acción abierta, un asalto físico en lugar de intentar calmar al hombre, causaría una bronca general. Pero era bien poco lo que podía hacer para detener a los soldados, dada su indisciplina y el permiso del tabernero.
Se dispuso a cruzar la habitación para intentar mantener las cosas en calma, pero se detuvo al oír que el tabernero añadía en voz baja para que los demás no lo oyeran:
—Ten cuidado porque tiene algún poder mágico.
—Maldita sea —murmuró Jill, y al darse la vuelta vio que dos soldados, uno de ellos Gofflaw, se disponían a agarrar al monje.
—¡Ah, adiestrados para estar preparados! —aulló alegremente el hombretón y, agarrando a Gofflaw por la muñeca, alzó por los aires al sorprendido soldado. Antes de que el hombre pudiera reaccionar, el forzudo fraile lo levantó por encima de su cabeza y, tomando impulso, lo arrojó hacia el otro lado de la habitación.
Un tercer soldado desenvainó la espada y la descargó en una de las patas de la mesa, con lo que el fraile se desplomó sobre el pobre segundo soldado que había intentado cogerlo. El monje dio una voltereta en el suelo, mostrando una agilidad sorprendente para su peso y tamaño, y se puso en pie gritando a todo pulmón y atropellando a las dos personas que estaban más cerca, un soldado y un habitante de la aldea.
La pelea se generalizó.
La fuerza bruta del fraile asombró a Jill. El hombre corría en todas las direcciones, tumbando a cuantos encontraba, sin dejar de reír enloquecidamente, incluso cuando alguno hacía un regate y lograba encajarle un puñetazo en el cuello o en la cara.
—¡Preparaos! —rugía una y otra vez el fraile, y gritaba algo acerca de un dáctilo y después acerca de un demonio.
Jill lo contempló unos instantes, sinceramente intrigada. Era evidente que el hombre estaba loco, o al menos lo parecía; pero, tras haber pasado un año y medio con los Guardianes de la Costa, no le parecía tan mal clamar por el entrenamiento y la virtud.
Un grupo de soldados rodeó al monje y uno de los hombres lo amenazó con la espada y le instó a gritos a rendirse. De pronto se vio un deslumbrante fogonazo azul, y los soldados salieron volando con los cabellos de punta. El fraile rompió a reír desaforadamente.
Y volvió a la carga. Se lanzó contra una aterrorizada mujer y la cogió por los hombros.
—¡No te acuestes con ellos! —le rogó con la mayor seriedad, y Jill tuvo la sensación de que el hombre ponía en juego algo personal al pedírselo—. Te lo ruego, no lo hagas, puesto que eres parte de la invasión. ¿Es que no te das cuenta? ¡Eres parte de la ganancia del dáctilo!
Un soldado saltó por detrás sobre el fraile, que se vio obligado a soltar a la mujer. Pero el monje se limitó a gritar y, con un movimiento de hombros, se deshizo del asaltante y volvió a la carga.
Jill le salió al paso; el fraile se dio cuenta de que era una mujer y de nuevo moderó y suavizó sus maneras.
Jill se tiró al suelo y, pegando un barrido con las piernas, hizo caer al monje cuan largo era. Cinco hombres se le echaron al instante encima y lo sujetaron, pero de algún modo el gigantón logró ponerse otra vez en pie. Más soldados y algunos aldeanos se precipitaron contra él y consiguieron al fin reducirlo. Lo empujaron hacia la puerta y sin miramientos lo echaron fuera.
Jill vio que Gofflaw desenvainaba la espada y se disponía a seguirlo.
—¡Déjalo en paz! —le ordenó.
Gofflaw le soltó un gruñido, pero ante la inflexible mirada de Jill envainó la espada.
—Y, si vuelves a aparecer por aquí —aulló uno de los soldados—, probarás el mordisco de una espada.
—¡Oíd la voz de la verdad! —gritó el fraile en respuesta—. ¡Conocedme por lo que soy, y no por los insultantes nombres que me dais! ¡Soy el perro sabueso de mal agüero, el mensajero del desastre!
—¡Eres un borracho! —rugió el soldado.
El hombretón farfulló algo ininteligible y dio media vuelta para alejarse.
—Ya aprenderéis —prometió con aire inexorable—. Ya aprenderéis.
Jill volvió junto al tabernero que se limitaba a sacudir la cabeza.
—Es un hombre peligroso —comentó el tabernero.
Jill asintió, pero no estaba segura de pensar lo mismo. El hombretón loco no había hecho amago alguno de rematar sus ataques. Había agarrado y golpeado, había arrojado a Gofflaw al otro lado de la habitación, pero nadie, ni siquiera el fraile, había resultado herido. A juicio de Jill, a Gofflaw le podía servir de escarmiento que lo arrojaran una o dos veces al otro lado de la habitación. Se acercó a la puerta y vio al fraile alejándose por la calle fangosa, lamentando los «pecados de los hombres» y llamando al arrepentimiento.
A unos veinte pasos de la taberna se volvió bruscamente y se entregó a una diatriba sobre los días de oscuridad que se avecinaban, sobre la incapacidad del mundo para hacer frente a las fuerzas del mal, sobre la oscuridad que se estaba alimentando con la podredumbre interna de la tierra.
—Está loco de remate —comentaron los soldados.
—El fraile loco —repuso el tabernero.
Jill no estaba muy convencida de que lo estuviera. En modo alguno.