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El oso negro

—Bajó rugiendo por esa colina —decía el hombre, balanceando el brazo frenéticamente en dirección a la pendiente boscosa al norte de Dundalis—. Metí a mi familia en la bodega del sótano… ¡Bendita la hora en que se me ocurrió excavarla!

El que hablaba tenía más o menos su misma edad, advirtió el guardabosque mientras se acercaba al grupo de diez personas —ocho hombres y dos mujeres— que se habían reunido fuera de la casi destruida cabaña en las afueras de Dundalis.

—Maldito osazo —dijo uno de los otros hombres.

—Tres metros y medio —indicó el primer hombre, la víctima del ataque, abriendo los brazos tanto como le fue posible.

—¿Pardo? —preguntó Elbryan, aunque la pregunta era meramente retórica, pues un oso de tres metros y medio de alto tenía que ser pardo.

Los del grupo se volvieron todos a una para observar al extranjero. Habían visto a Elbryan por el pueblo en varias ocasiones durante los últimos meses, casi siempre sentado tranquilamente en la taberna, el Aullido de Sheila, pero ninguno, salvo Belster O’Comely, el posadero, había intercambiado una palabra con el hombre de aspecto sospechoso. La desconfianza se pintaba claramente en sus caras, mientras miraban al forastero y su rara vestimenta: la capa verde bosque y la gorra triangular.

—Negro —corrigió la víctima en tono neutro, frunciendo el entrecejo.

Elbryan asintió, aceptando que eso era más verosímil que la primera afirmación. A partir del color dedujo dos cosas: en primer lugar, que el hombre seguramente exageraba el tamaño del oso; y, en segundo lugar, que el ataque distaba mucho de ser normal. Un oso pardo podía bajar rugiendo por la colina y abalanzarse sobre la cabaña como si se tratara de un alce; pero los osos negros eran criaturas tímidas por naturaleza y no se mostraban agresivas salvo que se encontraran acorraladas u obligadas a defender a sus cachorros.

—¿A qué te dedicas? —le preguntó otro hombre en un tono que a Elbryan le hizo pensar que lo estaba acusando del ataque.

El guardabosque hizo caso omiso del comentario, pasó por delante del grupo y se arrodilló para examinar una serie de huellas. Tal como sospechaba, el oso no era en absoluto del tamaño que pretendía el excitado granjero; probablemente mediría entre metro y medio y metro ochenta, y pesaría de cien a ciento cuarenta kilos. Aun así, Elbryan no encontraba injustificada la excitación del hombre. Un oso de metro ochenta puede parecer el doble de alto cuando está encolerizado. Y, además, los destrozos en la casa eran considerables.

—No podemos tolerar truhanes —insistió un hombre grande, Tol Yuganick.

Elbryan levantó la vista para mirarlo. Era fuerte, ancho de hombros, vigoroso tanto por su aspecto como por la forma de hablar. Su cara, pulcramente afeitada, casi parecía la de un niño, pero cualquiera que mirara al poderoso Tol sabía que eso era una falsa apariencia. Elbryan observó que las manos del hombre —pues las manos a menudo son lo más elocuente— eran ásperas y gruesas, con callosidades. Era un trabajador, un auténtico hombre de la frontera.

—Formaremos un solo grupo todos juntos, saldremos y cazaremos la maldita bestia —dijo, y escupió al suelo.

A Elbryan le sorprendió que el hombretón no hubiera decidido salir él solo a cazar el oso.

—¿Qué pasa contigo? —vociferó el hombre mirando al guardabosque—. Te hemos preguntado a qué te dedicas, pero no hemos oído respuesta alguna todavía. —Tol se fue acercando al agachado guardabosque mientras hablaba.

Elbryan se irguió; era tan alto como el hombre, y aunque no era tan pesado era más musculoso.

—¿Te crees que eres de Dundalis? —preguntó el hombre de modo terminante; y de nuevo las palabras sonaron como una acusación o una amenaza.

Elbryan no parpadeó. ¡Ardía en deseos de gritar que él pertenecía a aquel lugar más que ninguno de ellos, que había estado allí cuando los cimientos de la taberna que tanto querían eran los de su propia casa!

Sin embargo, no le costó tragarse las palabras; sus años con los elfos le habían proporcionado aquel control y aquella disciplina. Estaba allí, en Dundalis, en Prado de Mala Hierba, en Fin del Mundo, para proporcionar a aquella gente una protección que no habían tenido nunca. Si un guardabosque adiestrado por los elfos hubiera estado allí unos siete años antes, Dundalis no habría sido saqueado, creía Elbryan; y, frente a aquella responsabilidad, la hosca actitud de aquel hombre parecía de poca importancia.

—El oso no volverá —se limitó a decirles el guardabosque, y tranquilamente se alejó.

Oyó el murmullo sordo a sus espaldas, distinguió la palabra «extraño» varias veces, y ninguna de ellas pronunciada con afecto. Seguían planificando la salida para cazar al oso, advirtió Elbryan; pero se había propuesto adelantárseles. Un oso negro había atacado una granja y era un hecho lo suficientemente misterioso para obligarlo a investigar.

Elbryan se asombró de lo fácil que le resultaba seguir la pista del oso. La bestia se había alejado corriendo de la granja, y había sembrado la devastación en su camino a través de los arbustos; incluso había abatido algunos árboles pequeños con una furia que el guardabosque nunca había visto antes en ningún animal. Las huellas correspondían seguramente a un oso de tamaño medio, pero a Elbryan le parecía estar siguiendo la pista de un gigante fomoriano o de alguna otra criatura maligna e inteligente, alguna criatura cuyo único propósito fuera la destrucción. Temía que aquel oso hubiera cogido alguna enfermedad, o que estuviera herido. Cualquiera que fuera la causa, la destrucción total que el animal había sembrado a su paso convenció al guardabosque que no podría dejar escapar a la criatura, aunque había albergado la esperanza de ahuyentar al oso hasta los bosques más alejados y espesos.

Subió por la ladera de una empinada colina, escrutando intensamente cada sombra. Los osos no son criaturas estúpidas; habían aprendido a retroceder para encontrar las huellas de los cazadores y así sorprenderlos por detrás. Elbryan se agachó junto a un árbol pequeño, y puso una mano en el suelo para percibir las sutiles vibraciones de todo lo que pudiera significar un aviso.

Captó un ligero movimiento de un arbusto por el rabillo del ojo. El guardabosque no se movió; se limitó a girar la cabeza a fin de observar mejor la sombra. Notó el viento, y advirtió que soplaba desde donde él se encontraba hacia la sombra.

El oso apareció y, rugiendo, se abalanzó hacia él.

Elbryan se dejó caer sobre una rodilla, puso una pesada flecha y, con un suspiro de resignación, la disparó. Consiguió acertarle; la flecha no alcanzó la cara del oso sino que le horadó el pecho, pero el animal continuó acercándose. El guardabosque se sorprendió de la gran velocidad de la bestia. Había visto osos en Andur’Blough Inninness, incluso había visto escapar a toda prisa a uno que Juraviel había atacado con un par de piedras a la vez; pero la velocidad de aquella criatura era monstruosa, tan rápida como la de un caballo.

Una segunda flecha siguió a la primera y penetró profundamente en el hombro del oso, que rugió de nuevo pero apenas redujo la marcha.

Elbryan sabía que no podría disparar por tercera vez. Si se hubiera tratado de un oso pardo habría podido subirse a un árbol, pero uno negro podía trepar a cualquier árbol más rápidamente que él.

Esperó, agazapado, mientras el oso se le acercaba amenazador, y entonces, en el último instante, el guardabosque se echó a rodar de lado colina abajo.

El oso derrapó para detenerse y se dio la vuelta para perseguirlo. Cuando Elbryan se arrodilló, de cara a la colina, mirando al oso, la criatura se irguió sobre sus patas traseras, imponente y enorme.

Pero dejó expuestas algunas partes vitales.

Elbryan tensó la cuerda del arco con todas sus fuerzas; las tres plumas de Ala de Halcón se separaron al máximo. Al guardabosque le repugnó su tarea cuando vio el agujero en el pecho de la bestia.

Y entonces se acabó; de repente la criatura rodó muerta. Elbryan se dirigió hacia el cadáver; tras esperar un poco para estar seguro de que no se movería, se acercó al animal y levantó el labio superior del morro. Temía encontrar saliva espumosa, un síntoma de la peor enfermedad. En tal caso Elbryan tendría un trabajo inmenso, pues debería dar caza, poco menos que noche y día, a los demás animales infectados, desde mapaches y comadrejas hasta murciélagos.

No había espuma; el guardabosque suspiró aliviado. Pero su sosiego duró poco, ya que Elbryan trató de imaginar por qué aquel animal normalmente dócil se había vuelto tan agresivo. Continuó examinando la boca y la cara, y observó que los ojos estaban límpidos y no llorosos; luego inspeccionó el torso del oso.

Encontró la respuesta en forma de cuatro dardos armados de lengüetas, clavados profundamente en la grupa del oso. Forcejeó hasta extraer uno —no fue tarea fácil— y examinó la punta. Elbryan reconoció la savia negra y venenosa, una sustancia que provoca fuertes dolores y se extrae del raro abedul negro.

Con un gruñido el guardabosque arrojó el dardo al suelo. No había sido un accidente sino un ataque deliberado contra el oso. El pobre animal había enloquecido de dolor, provocado por alguien; algún humano probablemente, habida cuenta del tipo de dardo.

Elbryan se concentró y empezó a danzar para elogiar al espíritu del oso y agradecerle los dones que ofrecía en forma de comida y abrigo. Luego, con habilidad, lo despellejó y limpió la piel. Desperdiciar el aprovechable cuerpo de la criatura, dejarlo descomponer o incluso enterrarlo entero sería, de acuerdo con las normas de los elfos —y con las de Elbryan—, un insulto flagrante al oso y, por consiguiente, a la naturaleza.

Terminó el trabajo a última hora de la tarde, pero el guardabosque no descansó ni tampoco volvió a Dundalis para informar a la gente del pueblo de la captura. Algo, alguien, había ocasionado aquella tragedia.

Pájaro de la Noche salió de caza otra vez.

No fueron mucho más difíciles de encontrar que el oso. Su refugio, una simple choza de troncos y tablas viejas —Elbryan tuvo la inequívoca impresión de que provenían en buena parte de las ruinas de Dundalis—, estaba en lo alto de una colina. Habían dispuesto ramas por todas partes para camuflarlo, pero muchas estaban marchitas, con las hojas secas y pardas, un signo revelador.

El guardabosque los oyó mucho antes de verlos; reían y cantaban, desafinando terriblemente, aunque sus voces eran humanas tal como había sospechado.

Elbryan se deslizó a hurtadillas colina arriba, de árbol en árbol, de sombra en sombra, aunque pensaba que desde dentro los hombres no lo oirían… ¡aun cuando hubiera estado acompañado por un centenar de aldeanos y por una veintena de gigantes fomorianos! Vio las herramientas propias de tramperos que colgaban alrededor de la choza junto con docenas de pieles puestas a secar. Elbryan comprendió que aquellos hombres entendían de animales. En una tinaja, no lejos de la pared trasera de la choza, el guardabosque encontró una espesa mezcla de líquido negro, y enseguida supuso que se trataba del veneno irritante que habían usado con el oso.

Las paredes de la choza estaban en muy mal estado, con grietas entre las tablas, de modo que Elbryan no tuvo problemas para atisbar el interior.

Tres hombres yacían sobre pieles apiladas, probablemente de oso negro, y bebían cerveza espumosa en viejas jarras. De vez en cuando, uno de ellos se iba hacia un lado y sumergía su jarra en un tonel, después de haber sacado todas las moscas y abejas que habían caído en el líquido.

Elbryan sacudió la cabeza con asco, pero recordó que debía tener cierta prudencia. Aquellos eran hombres de las Tierras Agrestes, fuertes y bien armados. Uno tenía muchas dagas en una sencilla bolsa que colgaba de la bandolera que le cruzaba el pecho. Otro llevaba una pesada hacha, mientras que el último disponía de una espada delgada. Desde su privilegiada posición, el guardabosque observó también que una barra atrancaba la única puerta.

Se dirigió a la parte delantera de la casa y cogió la daga de su mochila. La puerta no encajaba muy bien y dejaba una grieta considerable en un lado, lo bastante ancha para meter la hoja de la daga. Con un movimiento rápido de la muñeca, Elbryan destrabó la barra, abrió la puerta de una patada y de una zancada penetró en la choza.

Los hombres se revolvieron derramando cerveza; uno gritó mientras echaba mano a la espada, cuya empuñadura estaba bien sujeta a su cadera. Se levantaron con bastante rapidez, mientras Elbryan permanecía impasible junto a la puerta, empuñando a Ala de Halcón, que tenía la punta de plumas y la cuerda quitadas, como si fuera un inofensivo bastón de paseo.

—¿Qué quieres? —preguntó uno de los hombres, un bruto de pecho como un tonel y una cara con más cicatrices que barba. A no ser por la cara de criminal y por la salvaje y descuidada barba, aquel hombre podría haber pasado por hermano de Tol Yuganick, observó Elbryan con desagrado, como si sus cuerpos hubieran sido cortados con el mismo patrón. El sujeto sostenía su enorme hacha frente a él, y si Elbryan no le daba una respuesta razonable estaba claro lo que pensaba hacer con ella. El hombre de la espada, alto, enjuto y sin un pelo en parte alguna de la cabeza, estaba detrás del hombre fornido, y miraba boquiabierto a Elbryan por encima del hombro de su compañero; mientras el tercero, un flaco y nervioso infeliz, se había retirado a la esquina más alejada y se frotaba los dedos, que no estaban lejos de sus numerosas dagas.

—He venido a hablar con vosotros acerca de cierto oso —dijo con frialdad Elbryan.

—¿Qué oso? —preguntó el hombre fornido—. Nosotros sólo obtenemos pieles.

—El oso que volvisteis loco con vuestros dardos envenenados —contestó Elbryan ásperamente—. El oso que destruyó una granja en Dundalis y que estuvo a punto de matar a una familia.

—Continúa —espetó el hombre.

—El mismo veneno que estáis elaborando ahí detrás —prosiguió Elbryan—, una rara mezcla que pocos conocen.

—Eso no prueba nada —replicó secamente el hombre, chasqueando los dedos sucios en el aire—. ¡Sal inmediatamente de aquí, o de lo contrario no tardarás en sentir el borde de mi hacha!

—No tengo intención de hacerlo —repuso el guardabosque—. Tenemos que hablar de compensaciones, a los granjeros y a mí por mis esfuerzos para cazar el oso.

—¿C… compen…? —tartamudeó el hombre alto y calvo.

—Pagos —dijo Elbryan. Advirtió el movimiento incluso mientras hablaba: el hombre situado en la esquina agarró una daga y la lanzó con pericia.

Elbryan apoyó la planta del pie izquierdo y giró en el sentido de las agujas del reloj; la daga voló inofensivamente y se clavó profundamente en la pared. El guardabosque se preparó para lanzar un golpe horizontal, pero advirtió que su movimiento era precipitado, pues el hacha del hombre fornido se había levantado para bloquearlo. Tan pronto como empezó el movimiento, Elbryan puso el pie derecho hacia afuera y giró en sentido contrario a las agujas del reloj, hurtando el cuerpo para evitar el golpe del hacha.

En aquel momento, lanzó su ataque: se dejó caer sobre una rodilla, e impulsó su palo de través para alcanzar la parte interior de la pierna desequilibrada del hombre. Un brusco cambio de ángulo proyectó el palo vertical y violentamente hacia arriba, y este golpeó al hombre en la ingle. Más rápido que un gato, Elbryan retiró el palo un palmo y medio, modificó el ángulo del arma, y golpeó hacia adelante tres veces en rápida sucesión, pinchando al fornido hombre en la concavidad del pecho.

El hombre se desplomó; Elbryan se irguió enérgicamente y, agarrando a Ala de Halcón con ambas manos, lo puso en posición horizontal sobre su cabeza para detener el golpe cortante de arriba abajo de la espada del segundo hombre. El guardabosque le pegó un rodillazo en el vientre y, cuando el sujeto empezaba a doblarse, movió el palo para apartar la espada a un lado. Entrelazó el palo en el brazo del hombre, enganchándolo por debajo del sobaco, dio un paso de lado con el pie izquierdo por detrás del costado inmovilizado del hombre, y empujó con todas sus fuerzas. El desgraciado salió lanzado por el aire y fue a caer pesadamente de espaldas.

Elbryan se dio la vuelta al punto, consciente de su vulnerabilidad. Previsiblemente, otra daga estaba en camino, y el guardabosque tuvo el tiempo justo para elevar a Ala de Halcón y desviar su vuelo; aflojó el agarro del palo en el momento en que chocó con la daga para que esta no rebotara lejos. Por fortuna cayó verticalmente, y Elbryan la atrapó cogiéndola por la punta.

En un abrir y cerrar de ojos, allí estaba el guardabosque con el palo en una mano delante de él y, en la otra mano, la daga lista para ser disparada.

El hombre flaco palideció al verlo y dejó caer al suelo las dagas que blandía.

Elbryan luchó denodadamente para dominar la cólera que lo impulsaba a clavar la daga en el pecho de aquel hombre sucio, una cólera que no hizo sino aumentar cuando el guardabosque pensó en lo que aquellos tres habían hecho al oso y en las potencialmente devastadoras consecuencias de sus insensatas acciones.

Con un gruñido arrojó la daga, que se clavó en la pared junto a la cabeza del hombre. Sin quitar la vista de Elbryan y sin dejar de gimotear, el hombre flaco se dejó caer pesadamente y se quedó sentado en el rincón.

Elbryan miró en torno. Los otros dos se tambaleaban en pie; ninguno de los dos empuñaba arma alguna.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó el guardabosque.

Los hombres se miraron unos a otros con curiosidad.

—¡Vuestros nombres!

—Paulson —respondió el hombre fornido—, Cric y Ardilla —añadió, indicando en primer lugar al hombre alto y luego al lanzador de dagas.

¿Ardilla? —inquirió Elbryan.

—Un tipo nervioso —explicó Paulson.

El guardabosque sacudió la cabeza.

—Que os quede bien claro esto, Paulson, Cric y Ardilla: compartís el bosque conmigo, y estaré vigilando cada uno de vuestros movimientos. Otra tontería, otra crueldad, como la del oso os acarreará problemas mucho más serios, os lo prometo. Y vigilaré vuestras trampas. Se acabaron las de quijada…

Paulson empezó a quejarse, pero Elbryan le miró con tal fiereza que el hombre se encogió.

—… Y cualquier otro tipo de trampa que cause dolor a vuestras presas.

—Tenemos que ganarnos la vida —indicó Ardilla con voz trémula.

—Hay modos mejores —contestó con voz neutra Elbryan—. Como confío en que encontraréis esos modos, no os pido monedas como compensación… esta vez. —Los miró a los ojos, uno tras otro, con fijeza, y su mirada expresaba con claridad que las amenazas iban en serio.

—¿Y tú quién eres? —osó preguntar Paulson.

Elbryan descansó sobre sus talones, considerando la pregunta.

—Soy Pájaro de la Noche —respondió.

Cric rio con disimulo, pero Paulson, paralizado por aquella intensa mirada, puso una mano sobre la cara de su compañero.

—Un nombre que haríais muy bien en recordar —terminó Elbryan, y se dirigió a la puerta, dando la espalda audazmente al peligroso trío.

Ni por asomo se les ocurrió atacarlo.

El guardabosque dio la vuelta a la choza hasta la parte trasera y volcó el caldero de veneno. Al irse, cogió unas pocas trampas de quijada, piezas repugnantes de hierro dentado con bisagras y una serie de pesados muelles para agarrar con fuerza las patas de cualquier animal que pillaran.

Su próxima parada fue la taberna el Aullido de Sheila, en Dundalis. Una docena de hombres y mujeres estaban en la sala común, bulliciosos hasta que entró el extranjero. Elbryan se encaminó a la barra e hizo una inclinación de cabeza a Belster O’Comely, lo más parecido a un amigo que tenía en la zona.

—Sólo agua —dijo el guardabosque; al tiempo que hablaba, Belster imitó con un movimiento de labios las previsibles palabras del guardabosque, y empujó un vaso hacia él.

—¿Qué hay del oso? —preguntó el risueño posadero.

—El oso está muerto —replicó severamente Elbryan, y se fue al lado más apartado de la habitación, se sentó en una silla junto a la mesa del rincón y apoyó la espalda contra la pared.

Notó que varios clientes desplazaban sus sillas e incluso que una mujer se giraba para darle la espalda.

Elbryan bajó la punta triangular de su gorra y sonrió. Comprendía que se comportaran así. No se parecía mucho a aquella gente; ni tampoco a ningún otro ser humano, salvo a aquellos pocos que se habían aventurado por el valle de los elfos y habían pasado años junto a seres como Belli’mar Juraviel y Tuntun. Elbryan echaba de menos a aquellos amigos, incluso a Tuntun. Era cierto que se había encontrado desplazado en Caer’alfar, pero en muchos sentidos el guardabosque se sentía más desplazado allí entre una gente que tenía el mismo aspecto que él pero que veía el mundo con ojos muy diferentes.

Sin embargo, a pesar de las importantes consideraciones relativas a su situación, la sonrisa de Elbryan era genuina. Había sido un buen día, aunque lamentaba haber tenido que matar al oso. Se consoló al pensar en su deber, en su voto para que Dundalis y los dos pueblos vecinos no compartiesen el destino que había sufrido su propio pueblo.

Se quedó en el Aullido de Sheila cerca de una hora, pero nadie, salvo Belster, le brindó ni tan siquiera una breve mirada cuando se marchó.