LOS faros de un automóvil, que bajaba parsimoniosamente por la avenida de Daroca, eran una señal. Eduardo se puso en medio de la vía y le hizo parar en seco. El conductor estuvo a punto de atropellarle, con gesto de pánico. Sin darle tiempo a reaccionar, Eduardo se coló en el asiento del copiloto. El conductor era un joven regordete y de aspecto algo afeminado, que dijo temblando y con voz de pito:
—¡Por favor, por favor no me mate! ¡Le daré todo lo que quiera!
—No te mataré si pisas a fondo ahora mismo —le gritó Eduardo, aprovechando su confusión. Le había tomado por un ladrón o un atracador, y no pensaba sacarle de su error.
El joven hizo sin chistar lo que Eduardo le pedía. El motor del coche rugió como una bestia y las ruedas derraparon con furioso ímpetu. Hasta ese momento, Eduardo no se había dado cuenta de que era un Porsche 911. Atravesó la avenida de Daroca en cuestión de segundos, sorteando una pequeña rotonda como un avión a punto de despegar.
Eduardo miró atrás. Le pareció distinguir los faros de otro coche, saliendo de un lado de la calle, justo antes de desaparecer.
—¿Adónde vamos? —preguntó el joven, un poco más tranquilo—. ¿Está usted huyendo de alguien?
—No quieras saberlo… Vamos a Carabanchel. ¿Sabes ir?
La idea de ir a Carabanchel había sido como una revelación. Allí vivía la única persona a la que aún podía recurrir: su amigo Serguéi Sirkis.
El trayecto era de varios kilómetros. Eduardo aprovechó para examinar el contenido de la bolsa que había encontrado en el columbario. Lo que había tomado por una caja metálica era en realidad un disco duro de ordenador, y la libreta estaba escrita con una letra cuidada que, en sus últimas páginas, se volvía tosca y temblorosa. Lo que contenía empezaba así:
Mi nombre es Víctor Gozalo Monroy y soy infante de marina. Serví en Afganistán y en Líbano. Allí caí herido en una acción y fui condecorado con la Cruz del Mérito Militar con distintivo amarillo. Por mis méritos y mi hoja de servicios, me eligieron para esta misión. O eso fue lo que me dijeron.
El propio Víctor Gozalo era el autor de aquel texto que comenzaba de un modo tan enigmático. Eduardo ardía en deseos de leerlo, pero estaba aún más intrigado por el contenido del disco duro.
Ambos objetos estuvieron a punto de escapársele de entre las manos en un bandazo del coche sobre el asfalto mojado.
—Bueno, bueno, ya no hace falta que corras tanto. ¿Todavía nos siguen? —preguntó Eduardo, y miró hacia atrás.
El joven esbozó una sonrisa jactanciosa.
—Por supuesto que no. Nadie podría seguirme.
Las primeras impresiones a menudo son falsas. Aquel muchacho era un piloto consumado, que ahora parecía disfrutar.
—Usted no es un ladrón, ¿verdad? —dijo.
—No. No soy ningún delincuente. Los malos son los que me persiguen a mí.
—Le creo.
—Pues entonces, por tu seguridad, déjame donde yo te diga y desaparece. No han tenido tiempo de ver tu matrícula. —O eso esperaba Eduardo, que añadió con convicción—: Y no cuentes nada de esto. A nadie, ¿entendido?
—De acuerdo. Esto es emocionante —respondió él, y acarició el volante del coche como si fuera un perrito que hubiera hecho bien una complicada pirueta.
El destino de Eduardo era la calle Ferreira. Cuando llegaron a Carabanchel, le indicó al joven una vía paralela, más ancha, y le pidió que lo dejara allí. Prefería bajarse del coche en un lugar cercano al piso de Serguéi, pero no justo frente a su portal. Se despidió del muchacho, que sonreía agradecido por la aventura. Ya en la acera, Eduardo esperó bajo la lluvia a que el coche desapareciera por el final de la calle y cruzó la carretera, cojeando. Le dolía la rodilla y empezaba a sentir un fuerte escozor en la herida del hombro. Sólo entonces se dio cuenta de su torpeza al encender por la mañana el móvil en el Cementerio Civil. Seguramente había estado localizado todo el tiempo a través de él. Aquél fue su error.
—¿Quién coño es? —se oyó la voz de Serguéi al otro lado del portero automático, muy irritado.
—¿Serguéi? —dijo Eduardo.
—¿Quién es?
—Soy Eduardo.
—¿Eduardo? ¿Qué haces aquí a estas horas?
Eran casi las doce de la noche. Una hora inusual para una visita.
—¿Puedes abrirme, por favor?
Serguéi no contestó, pero el zumbido del cierre del portal fue una afirmación. Eduardo abrió la puerta, prefirió no dar la luz y llamó al ascensor. Serguéi vivía en la tercera planta. Cuando salió del ascensor lo encontró en la puerta, ataviado con un albornoz blanco.
—Pasa. Y dime qué ocurre.
Se hizo a un lado. Eduardo entró, aferrando la bolsa hallada en el columbario.
—Necesito tu ayuda, amigo mío.
—Claro, claro. ¿Pasa algo grave?
—Esta noche me han disparado y me han perseguido.
Eduardo le mostró a Serguéi su herida.
—¿En qué lío te has metido?
—Una investigación… privada.
—Pues tiene que ser algo muy gordo para que hayan querido matarte.
—No lo sé… Aquí está lo que buscaban —dijo Eduardo, y le mostró la bolsa.
—Primero hay que curar esta herida. Vamos al cuarto de baño.
En ese momento se escuchó una voz femenina, que venía del dormitorio. La voz precedió a la aparición de una joven preciosa, de formas esculturales, envuelta en una fina sábana que se transparentaba. Dijo algo en ucraniano, que Eduardo no entendió.
—Es Cristina. Una chica de Lviv que ha venido a visitarme —dijo Serguéi, y luego se dirigió a ella en su idioma—. Le he dicho que eres un buen amigo… Ahora que caigo, es estudiante de medicina. Será mejor que sea ella quien te cure.
—Sí, desde luego —dijo Eduardo—. Sus manos son más bonitas que las tuyas.
—No habla una palabra de español.
—Para ciertas cosas no hacen falta las lenguas… Quiero decir, los idiomas.
Ambos rieron. Eduardo se sentía a salvo, por el momento.
Serguéi explicó a Cristina lo que quería que hiciera. Ella frunció levemente el ceño e hizo un mohín encantador con la boca; luego asintió con la cabeza. Acompañó a Eduardo al cuarto de baño y le indicó que se sentara sobre la taza y se quitara la ropa de cintura para arriba. La herida era más profunda de lo que parecía. Serguéi le dio a Cristina el botiquín. Ella cogió algodón y lo empapó en alcohol. Al ponerlo sobre la herida, Eduardo tuvo que hacerse el valiente y ahogar un grito. Ajena en apariencia a su dolor, la joven siguió trabajando con frialdad quirúrgica. Después de limpiar bien la herida, la tapó con una gasa provisional y le pidió algo a Serguéi en ucraniano. Él puso cara de extrañeza y salió del cuarto de baño. Regresó al cabo de unos segundos con un costurero.
—No pretenderá coserme con eso, ¿verdad? —preguntó Eduardo, casi atragantándose.
Desde su herida en Kosovo no había tenido que ponerse en manos de un médico, salvo el dentista o por alguna que otra gripe.
—Me temo que sí, amigo —respondió Serguéi.
Cristina abrió el costurero y eligió la aguja más grande que había. La dobló ligeramente con los dedos para comprobar su resistencia. Satisfecha, la esterilizó con la llama de un mechero, antes de enhebrar el hilo. Dijo algo más, que Serguéi tradujo.
—Quiere avisarte de que te va a doler un poco.
—¿Un poco? —dijo Eduardo con aprensión.
La joven estudiante dio unos golpes en los bordes de la herida y después, sin previo aviso, clavó la aguja en la piel. Esta vez Eduardo no pudo contener un grito de dolor.
—Pórtate como un hombre, hay una mujer delante.
La broma de Serguéi no le hizo ninguna gracia a Eduardo que aún así, se esforzó en soportar estoicamente los largos minutos de costura. Cristina le dio diez puntos. Al finalizar, volvió a limpiar la herida y la cubrió con una nueva gasa, que fijó con esparadrapo. Finalizó su labor con un golpecito en el brazo sano de Eduardo.
—Ya está —dijo Serguéi—. Puedes vestirte. Aunque, pensándolo mejor, tu ropa está mojada. Voy a traerte algo mío. Te quedará un poco grande, pero es mejor que agarrar una pulmonía.
Cristina bostezó y volvió a meterse en la habitación. Dijo algo, a modo de despedida, y Eduardo le contestó con una de las pocas palabras que sabía en ucraniano, diakuyu, gracias. Un par de años atrás había estado en Ucrania para documentar un caso ocurrido en un pequeño pueblo cercano a la frontera con Polonia, llamado Adky. Allí, los nazis asesinaron a cuatro mil judíos, hombres, mujeres y niños, durante la Segunda Guerra Mundial, y con su grasa hicieron jabón líquido. Para aquellos desalmados, la higiene de unos era más importante que la vida de otros.
Serguéi fue su guía e intérprete, además de cámara, durante aquel viaje tan emotivo y aleccionador. Ya se conocían de antes, pero desde entonces su amistad se había vuelto más sólida y sincera.
Cuando Eduardo y Serguéi se quedaron solos de nuevo, fueron a la sala de estar y se sentaron en dos sillas, a ambos lados de una pequeña mesa. Eduardo sacó de la bolsa la libreta y el disco duro y los colocó sobre ella.
—¿Tienes un ordenador para enchufar esto?
—Sí. Voy por mi portátil.
—Necesitaré también un cable USB.
Serguéi regresó con el ordenador. Lo colocó frente a Eduardo, lo enchufó a la toma de corriente y pulsó la tecla de encendido. Luego insertó el conector del cable USB en uno de los puertos.
—Listo —dijo.
—Vamos a ver qué diablos hay aquí dentro…
Cuando el sistema se hubo iniciado, Eduardo conectó el cable USB al disco duro. Era un dispositivo autónomo, por lo que no requería alimentación externa de corriente. Le bastaba con la que tomaba del puerto a través del cable. A los pocos segundos, apareció una ventana en la pantalla. Mostraba los distintivos del Centro Nacional de Inteligencia, algo así como la CIA española: un círculo con el escudo de España sobre las siglas de su nombre y un fragmento del planeta Tierra; y también el emblema del Ministerio de Defensa.
Debajo, un cuadro de texto solicitaba la inserción de una clave para acceder a su contenido. Eduardo escribió la que Dick Donovan había encontrado en el violín de Víctor Gozalo. Sólo podía ser eso, la clave de acceso al disco duro: AAW11.
Estaba en lo cierto. La ventana desapareció y dio paso a otra, completamente negra, encabezada por «PROYECTO 101», con un botón mudo en el centro, sin ninguna identificación. Eduardo colocó sobre él el puntero del ratón y lo pulsó, impaciente y lleno de curiosidad.
La zona que antes era negra se transformó en una imagen. Una imagen en movimiento, que mostraba el interior de un edificio que parecía abandonado. Las paredes estaban cubiertas de pintadas y los muebles eran viejos, colocados sin orden ni concierto. Ante la mirada perpleja de Eduardo y Serguéi, empezaron a aparecer unos jóvenes. Sus voces apenas se oían, a pesar de que el volumen del ordenador estaba al máximo. De lo que no había duda era de que estaban hablando en español, y por sus atuendos parecían okupas.
—¿Qué coño es eso, Eduardo? —preguntó Serguéi.
—Todavía no lo sé… ¿Te importa si me quedo aquí a pasar la noche?
—Claro que no. Puedes dormir en ese sofá. Es plegable y tiene un colchón.
—Gracias, amigo. Ahora voy a apagar esto. Primero quiero leer la libreta.
—Como prefieras. Te dejo solo, entonces. Si quieres comer algo, la cocina está junto a la entrada. Coge lo que te apetezca. Tengo sopa de remolacha en una perola. Vuelvo a la cama con Cristina. Espero que no esté dormida… Aunque yo debería descansar. Mañana salimos a mediodía en un vuelo para Ucrania. Llevo un año sin visitar a mi familia.
—Bueno, descansa lo que puedas. O lo que ella te deje.
—Y tú, que encuentres lo que buscas. Sea lo que sea.
Eduardo se despidió con una sonrisa amable. Su mente estaba ya sumergida en el texto de Víctor Gozalo y en aquellas primeras imágenes enigmáticas que contenía el disco duro. Se acomodó lo mejor que pudo en el sofá, sin sacar el colchón, y empezó a leer las páginas de la libreta…