22

—ESTÁ usted haciendo cosas que no debe. Empieza a ser una molestia.

Con esa frase, pronunciada con la frialdad de un psicópata, empezó una nueva conversación de Eduardo con Garganta Profunda.

—¿Una molestia? ¡Pues espere a ver lo grande que se hace esta molestia!

—No juegue con fuego. Podría quemarse. Esto le supera. Limítese a seguir mis instrucciones. Tendrá un gran reportaje, y yo lo que necesito recuperar.

—Así que es eso… ¿No me dijo que no tenía ningún interés personal en todo este asunto?

—Y, en efecto, mi interés no es personal. También es algo que está por encima de mí.

Eran las nueve de la mañana. Eduardo todavía tenía la cabeza embotada por la falta de sueño y el exceso de alcohol. La tarde anterior había devuelto la Vespa a Serguéi, que estaba a punto de tomarse unas vacaciones y regresar a Ucrania. Después se había ido a casa, a emborracharse como de costumbre. La muerte de Víctor Gozalo tampoco podía ser natural, como no lo fue la de Miguel Quirós. Demasiadas coincidencias sobre demasiadas coincidencias.

—¿Qué es lo que está buscando exactamente?

—No necesita saber eso. Le repito que el trato es éste: usted consigue un reportaje de impacto internacional, y yo recobro algo que hemos perdido.

La forma en la que el hombre pronunció la palabra «hemos» dio a entender a Eduardo que algo grande estaba detrás de todo aquello. No lo ponía en duda. Si quienes manejaban los hilos eran capaces de matar sin contemplaciones, no debía de ser una exageración.

—Está bien. Acepto el trato. Pero necesito saber si es usted responsable del asesinato de Miguel Quirós y Víctor Gozalo.

—Le doy mi palabra de que yo no he ordenado esas muertes.

Para Eduardo, esa palabra no valía más que la de Judas Iscariote, aunque le creyó. Parecía lógico que quien tratara de arrancar los secretos ocultos de Víctor Gozalo no hubiera acabado con su vida. O que tuviera que recurrir a un periodista para ello, como sucedió en el primer y único encuentro con aquel joven trastornado.

—Pero entonces, como yo creía, no han sido muertes casuales.

—Así es.

—¿Estoy yo también en peligro?

—No. Mientras siga mis instrucciones, no lo estará.

—¿Quién lo hizo?

—No puedo revelárselo. Por su propia seguridad.

—¿Por la mía o por la suya?

—Por la de ambos.

Eduardo resopló. Estaba confundido. No sabía si Garganta Profunda era un aliado o un enemigo, o ambas cosas al mismo tiempo.

—Tenga mucho cuidado cuando esté cerca de la meta —siguió hablando el hombre, con voz ahogada—. Si lo logra, deberá ponerse en contacto conmigo inmediatamente, antes de que pueda haber… complicaciones.

—Pero, yo no tengo su…

—Sí que lo tiene. Cuando consiga su objetivo, pero bajo ninguna circunstancia, antes, marque en su teléfono 609 seguido de su fecha de nacimiento, en seis cifras: día, mes y año. Es una línea segura. Y no trate de localizarla, como hizo con mi transferencia bancaria, porque le será imposible.

Ese comentario, y el hecho de que hubiera utilizado su propia fecha de nacimiento para la línea, dejó bien patente que, en efecto, Garganta Profunda conocía todos sus pasos. Quizá no debió hacerlo, pero Eduardo no pudo contenerse y le espetó:

—¿Por qué ha hecho que me sigan?

—Le han estado siguiendo, es cierto, pero no por orden mía. Yo sólo estoy al tanto de lo que ellos hacen.

—¿Ellos?

—No insista, por favor. Ahora tengo que colgar. Buena suerte y sea cauto.

Al menos, en esta ocasión Garganta Profunda se había despedido. Y, a pesar de lo enigmático de sus respuestas, había aclarado algunas de las dudas de Eduardo.

La meta no debía de estar lejos. Pero era incapaz de resolver el enigma. La clave del violín seguía siendo un sinsentido para él. Tenía un amigo en la empresa de criptografía que había diseñado el nuevo Documento Nacional de Identidad para España e Italia. Quizá él pudiera aclararle sus dudas. Si no, ya no se le ocurría qué hacer para continuar.

Las oficinas de la empresa en la que trabajaba Arturo Guerra, matemático y criptólogo, estaban muy cerca de los antiguos Estudios Roma, sede de la actual cadena de televisión Tele5. Eduardo llegó pronto. Antes, había ido en busca de su moto al aparcamiento de El Corte Inglés de Callao. El día era gris, pero ya no llovía, y las nubes parecían a punto de dejar entrever algún tímido rayo de sol.

Estacionó fuera del recinto, dio sus datos en la garita de vigilancia y atravesó el patio descubierto en dirección a la entrada. Una señorita le pidió que esperara a Arturo en la pequeña sala de espera. Había una máquina de café. Eduardo se sirvió un expreso doble. Luego, se sentó en uno de los sillones de cuero que circundaban una pequeña mesa repleta de revistas sobre criptografía. Cogió una de ellas. En la portada se mostraba una de las célebres máquinas Enigma, utilizadas durante la Segunda Guerra Mundial por los nazis. El titular parecía escrito adrede para la ocasión: «El fin de los secretos».

—Hola, Eduardo. Siento haberte hecho esperar. Estaba en una videoconferencia.

—No te preocupes. He sido yo el que ha llegado pronto.

—Vamos a mi despacho y me cuentas en qué puedo ayudarte. No será como aquella entrevista tan horrible que me hiciste el año pasado, ¿verdad?

Arturo Guerra se refería a una entrevista para la televisión acerca del famoso y controvertido Código Secreto de la Biblia, en el que parecían hallarse mensajes ocultos sobre el pasado, el presente y el futuro de la humanidad. Un premio Nobel de economía lo había defendido públicamente, y eso fue noticia. Nadie mejor que un experto en códigos cifrados para dar su opinión. Pero Eduardo no le dijo exactamente de qué iba la entrevista hasta que estuvo con el micrófono puesto y delante de la cámara. Una pequeña encerrona que los periodistas suelen llevar a cabo. Por suerte, Arturo no se lo tomó a mal, y allí nació una buena amistad entre ambos.

—Necesito que me digas el significado de una clave —dijo Eduardo, sentado ya en el despacho de Arturo.

—¿Una clave de qué tipo?

—Bueno, eso es lo que necesito que tú me expliques. —Eduardo sacó un papel de su cartera y se lo mostró al criptólogo—. Esto es todo lo que tengo.

Arturo escrutó el papel unos segundos y esbozó una sonrisa.

—Esto parece una clave, en efecto. Pero no sirve para nada.

—¿Cómo? —casi gritó Eduardo, que esperaba cualquier cosa, incluso que su amigo no pudiera aportarle ninguna información o pista; pero no que aquella serie alfanumérica careciera de sentido.

—No te alteres —prosiguió Arturo—. Lo que quiero decir es que esta clave equivale a tener una llave sin marca alguna y sin ningún dato sobre la cerradura en la que debe encajar.

—No sé si te entiendo bien…

—Es muy sencillo. La llave por sí sola no tiene ningún valor. No puedes abrir algo que ignoras por completo. ¿Comprendes ahora lo que quiero decir?

—Sí, pero ¿no te dice absolutamente nada su forma, el tipo de caracteres, el orden que tienen…?

—Me dicen que parece una clave. También puede ser una clave cualquier serie de cuatro números, como el pin de una tarjeta de crédito o el de desbloqueo de una tarjeta de teléfono móvil. Esta clave puede dar acceso a una página web cifrada, a los archivos de un disco duro, o ser unas coordenadas geográficas codificadas. No sé, cualquier cosa. ¿No tienes ningún dato más, alguna pista? Así no puedo ayudarte. Lo siento.

El criptólogo lo había dejado bien claro. Y Eduardo empezaba a sentir un sudor frío. Aquel golpe era demasiado fuerte. Si alguien tenía más datos, o podía darle alguna nueva pista, ése era Víctor Gozalo. Y ahora estaba muerto. Quienes pretendían evitar que lograra su objetivo, lo habían logrado. El partido había terminado, y él salía derrotado. Y quizá también Garganta Profunda, lo cual, a decir verdad, no sabía si era negativo o positivo.

Eran poco más de las seis de la tarde cuando Eduardo llamó a la puerta del chalé de su ex mujer. Estaba completamente borracho y desolado. Ni él mismo sabía qué estaba haciendo allí o qué pretendía. No era el mejor modo de presentarse en la fiesta de cumpleaños de su hija, y menos tal como estaban las cosas.

Abrió la puerta la criada polaca de Lorena, Marina. Era una jovencita hermosa y delicada, de gran corazón. Se dio cuenta enseguida de que Eduardo estaba ebrio y trató de evitarle el terremoto que, sin duda, se iba a producir si irrumpía en el salón donde estaban los niños con Lorena y un mago payaso. Se oían sus chillidos agudos y divertidos, coreando la actuación.

—Déjame pasar, Marina. ¡Es el cumpleaños de mi hija!

—Por favor, señor, márchese antes de que la señora le vea.

—¡He dicho que te apartes!… ¿Te he dicho alguna vez lo guapa que eres?

—¿Qué sucede, Marina? —preguntó Lorena, extrañada por la tardanza de la muchacha en regresar de la entrada.

Se quedó quieta y en silencio por un momento. No pareció tan disgustada como Eduardo había supuesto. La mirada del último día no fue una casualidad. Todavía quedaba en ella un rescoldo de su antiguo amor que se resistía a apagarse.

—¿Quieres pasar un rato? —le invitó Lorena.

Eduardo asintió sin hablar. No quería que ella notara que había bebido. La siguió hasta el salón. En un corro, sentados en el suelo, había unos quince niños de la edad de Celia. Ella estaba en el centro, por delante de los demás. El mago hacía uno de sus trucos con ayuda de unos pañuelos de colores y una cuerda gruesa. Iba vestido con el típico traje de clown.

Celia se dio cuenta al instante de que su padre estaba entrando en el salón, aunque hizo como si no lo viera. Disimuló, como si siguiera atenta al truco, pero se le borró la sonrisa del rostro. Eso le rompió el corazón a Eduardo. Pero no quiso molestarla en ese momento, así que se sentó a un lado, junto a los niños. Lorena se quedó de pie, al otro lado de la sala. Parecía contenta.

La alegría duró poco. El mago hizo un par de chistes y después sacó unos bolos con los que se puso a hacer malabares. Primero con dos, luego con tres, cuatro, cinco… El sexto bolo fue demasiado, y se le escurrió de una de las manos justo encima de Celia. El sonido del golpe se oyó por encima de la música de fanfarria y la niña se puso a llorar, con la mano sobre la cabeza.

Eduardo se levantó como impulsado por un resorte y se lanzó hacia el muchacho, dominado por una sensación que llevaba rato experimentando. Eran absurdos celos de que el mago consiguiera más atención de su hija que él, acentuados por el alcohol. Le gritó y le insultó, y estuvo a punto de pegarle. Todos los niños se pusieron a llorar. Celia, en cambio, dejó de hacerlo, sorprendida. Lorena se sintió avergonzada y cogió a la niña en brazos, antes de que lo hiciera Eduardo. Éste se acercó a ambas y entonces su ex mujer se dio cuenta de que olía a whisky y estaba borracho. También se dio cuenta Celia, que encogió la nariz y se puso de nuevo a llorar. No comprendía bien la situación, pero estaba segura de que algo malo estaba pasando. Otra vez.

—Eduardo, márchate ahora mismo —dijo Lorena—. No debías haber venido.

Mientras el mago se recomponía y trataba de consolar a los niños, Lorena acompañó a Eduardo hasta la puerta, con Celia en sus brazos.

Ya en el umbral, Eduardo se volvió y miró a ambas.

—Sé que soy un capullo y que tengo la culpa de todo lo que ha pasado entre nosotros. Si no soy capaz de cambiar, nunca más volveré a molestaros.

—No creo que seas capaz de cambiar —dijo Lorena, con amargura.

—Yo tampoco.

Eduardo salió al pequeño jardín y se fue, con los ojos llenos de lágrimas, bajo las nubes negras que cubrían el cielo. Había empezado de nuevo a llover.