21

—CREO que podremos forzar la trampilla del sótano si empujamos los dos juntos con todas nuestras fuerzas, Álex.

Ésa era la idea que Víctor había tenido. Una idea que quizá podría funcionar. Era desesperada, pero también lo era su situación.

—¿Estás seguro? —le preguntó Alejandro con ansiedad.

—No, no estoy seguro, pero al menos hay una posibilidad. ¿O prefieres que nos quedemos aquí a esperar que nos maten a todos?

Alejandro se quedó en silencio. Bárbara y Clara tampoco dijeron nada. Víctor asintió y se agachó junto a Germán. Le tomó el pulso en la carótida. Seguía vivo.

—Ahora cojamos en brazos a Germán y salgamos de aquí sin perder más tiempo.

En ese preciso instante, la voz de Dios sonó atronadora dentro de la cabeza del mendigo. Más fuerte que nunca. Le quitó el placer de golpe y un torrente de adrenalina invadió sus venas. Abrió los ojos como si hubiera visto el rostro del mismísimo Todopoderoso y se puso en pie.

«Prepárate a cumplir mi voluntad —le gritó la voz—. La hora ha llegado».

El maldito mendigo volvía a fallarle al dueño de la voz. Tenía que haber atrancado la otra salida como le había ordenado. Pero ahora Víctor la había encontrado y creía posible abrirla. Eso no podía ocurrir. Bajo ninguna circunstancia los conejillos de Indias humanos debían escapar del edificio.

Los gritos de Dios apremiaban al mendigo a bajar a toda prisa. Se sentía embotado y con la cabeza a punto de estallar por la tensión a la que el Todopoderoso estaba sometiéndolo. Imploró al Señor que le librara de esa misión. Se lo pidió con el fervor de un fanático que no se atreve a oponerse a la creencia, aunque sí pide una señal.

Una señal que recibió al instante. El dolor agudo de otras veces inundó su cerebro. Y cuando éste cesó, la voz, le dijo: «Es mi voluntad y mi mandato. ¡Cúmplelo!».

—Sí, mi Señor, sí, sí… Cumpliré lo que deseas. ¡Pero no me castigues más!

«Recuerda que, al final, serás recompensado largamente».

—Sí.

No hubo más vacilación. El mendigo comprendió que Dios lo podía todo y que él era sólo un mísero engranaje de sus designios inescrutables. Sólo podía pensar eso. Lo contrario le daba demasiado pavor.

—¡Vamos! —dijo Víctor con voz autoritaria.

—Clara se ha cagado encima…

El chico se volvió hacia Bárbara.

—No hay tiempo para eso.

La oscuridad se hizo más profunda cuando los cinco jóvenes abandonaron la estancia en dirección al sótano. Víctor y Alejandro iban delante, con Germán cogido por debajo de los brazos, seguidos de las chicas. Bárbara lo miró consternada. Germán había perdido mucha sangre. Ya ni siquiera balbuceaba. Estaba inconsciente desde hacía varios minutos. Avanzaron despacio, iluminando los recodos donde podría estar oculto el mendigo. Sólo se detuvieron en un par de ocasiones antes de continuar. Al fin llegaron a la puerta que daba acceso al subterráneo. Víctor la abrió con su mano libre e hizo un gesto a los demás para que la atravesaran.

En ese momento un aullido terrible surgió a su espalda. El mendigo, como una sombra que parecía gigantesca en la penumbra, se abalanzó sobre ellos. La linterna de Víctor apuntó hacia él y pudieron ver horrorizados que llevaba su cuchillo en alto.

—¡No escaparéis a la voluntad de Dios! —gritó con la cólera propia de un demente.

Si no lograba matarlos a todos, sería él quien sufriría el castigo.

Víctor y Alejandro dejaron caer a Germán al suelo junto a la puerta. El primero se colocó delante de los demás, con su navaja en la mano derecha, mientras con el brazo izquierdo empujó hacia atrás a Bárbara y a Clara hacia la escalera. Alejandro se quedó a un lado, paralizado por el miedo, con el cuchillo de caza a punto de caérsele de la mano.

—¡Ponte detrás de mí! —le gritó Víctor.

Pero el chico estaba tan asustado que no pudo reaccionar. El mendigo estaba ya muy cerca de él. Había sabido elegir su víctima.

En el preciso instante en el que el mendigo descargaba su brazo contra él, Víctor le cortó el paso. Fue demasiado tarde. Era demasiado corpulento para él y estaba furioso. Su embestida le arrojó a un lado. Sus gruesas ropas le protegieron de su arma y apenas pudo hacerle una herida superficial en un costado.

Cuando Víctor se puso de nuevo en pie, vio cómo el mendigo asestaba una cuchillada a Alejandro en medio de la frente. Tenía que ser un hombre muy fuerte para haber conseguido clavarle el cuchillo en la cabeza como si fuera de mantequilla.

Alejandro se puso de rodillas y sufrió una convulsión. El mendigo aún asía el mango del cuchillo. Tiró de él con un gesto vehemente. Alejandro siguió a la hoja hacia delante y cayó muerto junto a los pies de su asesino. No se podía hacer ya nada por él. Su último pensamiento fue para su padre. Ya nunca podría estar orgulloso de su hijo escritor. Ya nunca escribiría su gran novela. Pero al menos había cumplido su consejo de adquirir vivencias propias. Hasta ese instante.

Sin que Víctor le dijera nada, Bárbara había arrastrado a Germán hasta la escalera del sótano. El chico dio un salto y trató de cerrar la puerta antes de que el mendigo se echara sobre ellos. Estuvo a punto de conseguirlo, pero uno de los zapatones del hombre se lo impidió. Lo había puesto entre el marco y la puerta y empujaba con todo el peso de su cuerpo.

—¡Bárbara, ayúdame! ¡Que Clara vaya abajo y se aleje de aquí!

El mendigo metió también uno de sus brazos en la abertura. Agitaba su mano como una pinza. Agarró a Víctor por el hombro y lo atrajo hacia sí como un pelele. Ya no había duda de que era mucho más fuerte de lo que él había supuesto.

Los pies de Víctor y Bárbara resbalaban sobre la húmeda superficie. Al lado de él, la chica soltó una de sus manos de la puerta. Ésta cedió un poco; luego, el mendigo sintió una hoja de metal clavándose en su carne. Era el cuchillo de caza de Víctor, que Alejandro había soltado cuando el mendigo lo atacó. Bárbara lo había recogido del suelo justo antes de sacar a Germán a rastras.

Víctor aprovechó para empujar una vez más, con todas sus fuerzas. El brazo del hombre quedó aplastado contra el marco. Sus gritos fueron terribles, como de un animal herido. Finalmente retrocedió y la puerta quedó cerrada.

—¡Hay que atrancarla!

A un gesto de Víctor, Bárbara bajó de un salto al pie de la escalera y buscó algo con lo que hacer lo que le pedía. Resbalándose y desquiciada, encontró en el suelo un pedazo de tubería. Lo cogió y subió de nuevo. En la puerta se oían ahora los golpes que el mendigo estaba dando desde el otro lado. Sus alaridos eran una mezcla de dolor y odio frenético.

Les costó un rato que les pareció una eternidad colocar el tubo atravesado entre el asa de la puerta y la pared. No era tan sólido como para detener al viejo definitivamente, pero les daría un poco de tiempo.

Víctor bufó y soltó el aire que había contenido desde el principio de la lucha. Miró a Bárbara con gesto de agradecimiento.

—Vamos, hay que darse prisa. Ese loco no va a rendirse.

Recogieron a Germán, iluminado por la linterna de Clara, que estaba tiesa como un palo en la parte baja de la escalera. También Víctor encendió la suya y se la puso en la boca para que Bárbara y él pudieran descender sin tropezarse, con Germán en brazos.

Avanzaron con dificultad por la primera galería. Clara iba detrás de ellos, pegada a Bárbara. Las dos chicas se quedaron petrificadas cuando llegaron al escondrijo del mendigo. La primera se quedó totalmente impávida, pero Bárbara empezó a sollozar, muy impresionada.

—Ese hombre está… está totalmente loco…

Las palabras entrecortadas de la joven se fundieron con los golpes que llegaban desde la entrada al sótano. Parecían cada vez más fuertes, aunque se estaban alejando de ellos.

—Sigamos —ordenó Víctor, que empujó a Bárbara hacia el túnel—. Por aquí.

«Deja de malgastar fuerzas con eso —dijo la voz de Dios al mendigo—. Ve ahora mismo a la entrada del edificio».

—Pero… También está cerrada.

«Ya no. Ten fe y haz lo que te mando. Piensa en tu recompensa».

—Mi recompensa…

Los golpes cesaron. El viejo se agarró el brazo herido y lo apretó con fuerza. Le dolía mucho, pero Dios le regaló un nuevo torrente de adrenalina, y casi al momento quedó mitigado.

Lo que Dios le había dicho era cierto. La entrada estaba abierta, como cuando los muchachos rompieron los tablones de madera que la tapiaban. Salió por ella a la calle. Estaba cayendo la mayor nevada del invierno. Los copos caían incesantemente, formando una cortina que resplandecía en torno a las farolas con halos pálidos, como esferas irreales surgidas del mundo de los sueños. Sobre el suelo había una capa blanca que llegaba hasta el tobillo, en la que se veían unas pisadas profundas, como de botas militares.

«Las marcas de los pies de Dios», pensó el mendigo, sin comprender.

Su Señor volvió a hablarle:

«Vuelve a la otra entrada y acaba con ellos. ¡Apresúrate!»

El hombre rodeó el edificio bajo la nieve. Sus cabellos ralos y sucios se llenaron enseguida de motas blancas. El vaho le salía por la boca al ritmo acelerado de su corazón. No se veía un alma allí fuera. Aunque la había. Si es que realmente alguien, entre quienes controlaban aquel experimento, tenía alma.

Por las galerías del sótano, el trayecto hasta el pozo de mantenimiento no fue largo, aunque la lucha con el mendigo y el peso del cuerpo inerte de Germán habían dejado a Bárbara y Víctor exhaustos. Éste había tenido razón al suponer que quizá esa otra salida comunicara el subterráneo con la parte abierta de la facultad. Todos los accesos estaban tapiados, pero ese último trecho de galería, con un tramo de peldaños incrustados en la pared y coronado por una trampilla metálica, aún se encontraba despejado.

Ahora, al pie de esa salida, Víctor reveló por fin la verdad a Bárbara. Era necesario que no lo hiciera antes, cuando estaban arriba, donde podían ser vistos y oídos, para no poner su auténtico plan al descubierto. Hizo un gesto a la joven para que se aproximara a él, evitando que lo captaran por las cámaras de vigilancia, y le indicó que no dijera nada. Con más gestos le hizo entender que la trampilla era impracticable. Algo muy pesado, situado por encima de ella, la obstruía por completo. Por eso su plan no era salir por allí, sino otro muy distinto.

Al encontrar esa salida se dio cuenta de que el mendigo debía de haberla atrancado desde fuera, antes de volver al interior del edificio y esconderse en la parte más elevada. Luego, alguien había cerrado el acceso principal al exterior. Los barrotes de las ventanas hacían el resto. Era imposible salir. Pero no resultaba del todo descabellado recurrir a la psicología para obtener una ventaja y un modo de cambiar la situación.

Cuando arrancó la cámara de la pared, dijo que él y Alejandro, empujando juntos, serían capaces de forzar la trampilla y abrirla. Era mentira, y además ahora Alejandro estaba muerto. En realidad, nunca pensó que pudieran lograrlo. Aunque, si los que lo escuchaban y lo veían todo mordían el anzuelo y lo creían, las medidas que tomaran para evitarlo les darían la oportunidad que él buscaba.

De momento, lo único que podían hacer era esperar. El mendigo llegaría por uno lado u otro. Sólo era cuestión de tiempo.

—¿Cómo está Germán? —preguntó Víctor, que no había podido interesarse por el muchacho desde que el mendigo los atacó.

—Muy mal —respondió Bárbara—. Se está desangrando.

Víctor se agachó junto a él, colocó dos dedos a un lado de su cuello y le tomó de nuevo el pulso en la carótida. Era muy débil e irregular. Si no salían de allí pronto y lo llevaban a un hospital, Germán sufriría un colapso irreversible y moriría. Había visto casos similares cuando sirvió en Afganistán y en Líbano.

—¿Qué… ha pa… sado?

Por un instante, el herido recobró la conciencia.

—Ten… go sed…

El único que llevaba encima su mochila era Víctor. Sacó de ella una cantimplora metálica y la acercó a los labios de Germán. Fue vertiendo pequeños hilos de líquido en su boca. Apenas podía tragarlos, aunque los buscaba con sus labios con avidez.

—¿Qué ha… pasado? —insistió después de calmar su sed.

—No pienses en eso ahora. No hables. Tienes que conservar todas tus fuerzas.

Víctor le habló como lo haría un soldado a un compañero herido en combate.

—¿Voy a morir?

La voz de Germán se llenó de angustia al preguntarlo. Casi fue una afirmación.

—No —respondió categóricamente Víctor.

Bárbara miró a este último sin poder evitar cierta admiración por su entereza. Les había engañado a todos y era culpable, al menos en parte, de aquella situación. De aquellas muertes. Pero no se preocupaba sólo por él y se estaba comportando como un auténtico líder. Ojalá le hubiera conocido en otras circunstancias, pensó la joven. Luego se lamentó interiormente por haber caído en esa trampa sin saber siquiera qué estaba pasando o por qué.

Un leve ruido la sacó de sus cavilaciones. Fue una especie de chirrido breve y agudo, al que siguió otro más fuerte. Esta vez el sonido retumbó en las paredes desnudas y desapareció por los túneles como un huidizo lamento. Bárbara se sobrecogió y estrechó con más fuerza el cuerpo lánguido de su hermana, que seguía ausente.

Mejor así. Lo que fuera a ocurrir de ahí en adelante no sería nada bueno, en ningún caso. Alguien tendría que morir. El dolor estaba a punto de invadir, con un ímpetu todavía mayor, aquel sótano frío y húmedo. Y también de nuevo oscuro, porque Víctor había ordenado que apagaran las linternas. Aunque las tenían preparadas para cuando fuera necesario encenderlas de nuevo.

Germán estaba apoyado en la pared un poco más atrás. Bárbara dejó a su hermana en un recodo, y luego ella y Víctor se colocaron bajo el pozo que daba a la trampilla, con las armas preparadas. Ésta se abrió por fin. Un destello pálido cayó desde arriba como si tuviera volumen propio. Se escuchó un gruñido. Y luego un movimiento.

La suerte estaba echada.