EDUARDO llegó a casa empapado. Subió con su equipaje y se cambió de ropa. Había estado dándole vueltas a cómo llegar hasta la clínica donde se hallaba ingresado Víctor Gozalo sin que pudieran seguirlo. Porque no dudaba de que lo habían estado haciendo desde el principio. Por desgracia, él no era muy observador. Cada vez que trataba de averiguar si alguien lo seguía, llegaba a la evidente conclusión de que sí, para luego darse cuenta de que la persona con pinta de espía cambiaba de dirección.
Aún llovía. Lo mejor era coger la moto, porque resulta más fácil dar esquinazo a alguien cuando se puede sortear un atasco pasando entre las filas de coches. Aunque en realidad ignoraba si también lo seguían en moto.
Urdió un plan. Primero llamar a Serguéi, el cámara, para tener con él una conversación intrascendente en la que mencionaría que pensaba ir al centro a comprar un libro, un disco o algo por el estilo. Eso lo colocaría en un atasco; que sería aún mayor de lo habitual en Madrid, donde los conductores se atontan cuando caen cuatro gotas de lluvia. Después dejaría la moto en el aparcamiento de un gran centro comercial. Trataría de confundirse entre la gente; llevaría en una bolsa una gabardina y un gorro, una gafas sin graduar y una barba postiza. Ahora se alegraba de haber tenido que disfrazarse para alguno de sus trabajos. Pensaba cambiarse en el cuarto de baño y luego salir hacia el metro. Allí cambiaría de vagón un par de veces, imprevisiblemente, fijándose bien en si alguien estaba siguiéndolo. En todo caso, quien hipotéticamente lo siguiera no podría saber en qué estación de metro saldría de nuevo a la calle. Serguéi Sirkis poseía una vieja Vespa, que dejaba en la calle. Eduardo tenía un juego de llaves, al igual que Serguéi tenía un juego de las de su BMW. Por si acaso. Pues ahora había llegado ese «por si acaso», aunque de un modo insospechado.
Eduardo pensaba que, haciendo todo eso, no podrían seguirle. Comió algo, con un nudo en el estómago, y dio inicio a su plan. Siguió todos los pasos que había planeado: llegó con la moto a la plaza del Callao, la dejó en el aparcamiento de El Corte Inglés, luego dio una vuelta por la tienda y se metió en los servicios de la planta más concurrida. Salió caracterizado en unos minutos, dio otra vuelta y bajó a la calle. Se metió en el metro, cambió de tren dos veces, muy atento a las personas que compartían con él el vagón, y cuando estuvo seguro de que no lo seguía nadie, tomó la dirección de la casa de su amigo. Salió en la estación de Oporto, en Carabanchel, y fue directamente a por la moto. A causa de la lluvia, era muy probable que Serguéi no se la hubiera llevado. Y así fue. La Vespa estaba sobre la acera, en la esquina donde siempre la dejaba el cámara, debajo de la ventana de su piso.
Eduardo retiró la Pitón y puso la llave en el contacto. Le costó un poco arrancarla, pero finalmente lo logró. En ese momento, unos gritos que venían desde arriba lo sobresaltaron. Era la voz de Serguéi, con su marcado acento ucraniano.
—¡Eh, eh, ésa es mi moto!
No lo había reconocido, con el gorro, la gabardina, la barba y las gafas. Pero Eduardo no podía quedarse a darle explicaciones, así que salió a la vía y dio gas. El motor emitió un quejido y una pequeña detonación. Seguramente, Serguéi denunciaría el robo. En cuanto se alejara de allí lo suficiente, le enviaría un mensaje para que no le echara encima a la policía y, de paso, para tranquilizarlo.
Por suerte, fue el mismo Serguéi el que llamó a Eduardo antes de ir a la comisaría. Todo quedó aclarado, aunque el cámara no entendió demasiado bien las explicaciones un tanto confusas que le dio Eduardo sobre su atuendo y sobre que hubiera cogido su moto sin avisarle.
Eduardo llegó a El Escorial a paso de tortuga. Por la autopista, incluso los autobuses le adelantaban. La pobre Vespa no era capaz de pasar de ochenta o noventa kilómetros por hora, ni siquiera cuesta abajo. Al principio llovía, de modo que Eduardo se colocó al abrigo de la parte trasera de un camión que circulaba lentamente, hasta que el cielo se abrió y empezó a brillar tímidamente el sol. El aire no era muy frío, y su ropa se había secado casi del todo cuando se bajó de la Vespa, a unos metros de la fachada de la clínica donde estaba Víctor Gozalo.
Esperó un rato, detrás de los arbustos de una pequeña zona ajardinada, para comprobar otra vez si lo habían seguido. No pasó nadie, ni detectó ningún movimiento sospechoso, así que decidió entrar en el edificio. Antes comprobó que su barba postiza no se hubiera despegado con el agua y, con paso firme, se dirigió a la recepción, hacia una mujer de aire distraído. Estaba leyendo un libro. Levantó la vista y le dirigió una amplia sonrisa de bienvenida.
—¿Qué desea, señor?
Eduardo fingió cara de sufrimiento y cruzó los brazos sobre el vientre, como si tuviera un fuerte retortijón. Le dijo a la mujer que había ido a visitar a un paciente, sin darle ningún nombre, pero que antes necesitaba ir urgentemente al servicio. Ella asintió y le dio las indicaciones, aunque Eduardo ya sabía dónde estaba: en medio de un pasillo que al fondo comunicaba con la escalera de la zona restringida, donde se hallaban las habitaciones de los pacientes ingresados bajo vigilancia. Víctor Gozalo estaba en el segundo piso. Desde el puesto de la mujer se dominaba todo el pasillo, de modo que Eduardo tendría que esperar a un descuido para alcanzar las puertas del fondo.
Mientras la recepcionista regresaba a la lectura, entró en el lavabo. No había nadie. Con tiento, abrió levemente la puerta y observó por la rendija a la mujer. Esperó unos segundos. Ella se había enfrascado de nuevo en su libro. Tratando de no hacer el más leve ruido, salió otra vez al pasillo y caminó pegado a la pared hasta la escalera. En una esquina había una cámara, aunque su orientación dejaba ese ángulo sin cubrir. Traspasó la puerta y miró por el ojo de cristal si la recepcionista continuaba leyendo. Así era. No parecía sospechar nada. Pero tenía que ser rápido. Quizá le extrañaría su demora en el servicio e iría a comprobar si le sucedía algo.
Eduardo se aseguró de que no había más cámaras. Subió rápidamente hasta la segunda planta y, allí, comprobó por el cristal otro pasillo. Dos enfermeras que avanzaban en sentido contrario desaparecieron al doblar la esquina. Sólo había un hombre de mediana edad, larguirucho y con el uniforme del servicio de limpieza, que fregaba el suelo. Llevaba puestos unos cascos y se movía al ritmo de la música que sólo él escuchaba.
Desde su posición, Eduardo vio una puerta cerca de la salida de la escalera. Tenía un letrero en el que ponía las palabras PRIVADO. S ÓLO PERSONAL SANITARIO. Aprovechó un momento en el que el hombre estaba de espaldas y se metió dentro de la sala. Era muy pequeña. Tenía dos estantes con material esterilizado y una percha con varias batas blancas. Se quitó la gabardina y la colgó debajo de una de ellas. Luego cogió la que se aproximaba más a su talla y se la puso. En una etiqueta cosida en el bolsillo del pecho podía leerse: D OCTORA E NRIQUETA A LFIERI. Era un nombre que sonaba a argentino o uruguayo. Y menuda debía de ser la tal doctora, porque Eduardo medía un metro ochenta y cinco, y la bata le quedaba perfecta incluso de ancho de hombros.
Antes de salir otra vez al pasillo, repitió el proceso que había hecho abajo, en el servicio. El limpiador seguía empeñado en su peculiar baile con la fregona, y ahora estaba justo a la altura de la habitación de Víctor Gozalo. Eduardo esperó a que se alejara un poco de ella y se dirigió hacía allí cuando el hombre se dio la vuelta. Justamente cuando iba a entrar, se giró.
El instinto de culpabilidad hizo que Eduardo creyera ver en él una mirada aviesa. Levantó el brazo izquierdo y se tapó la etiqueta con el nombre de la dueña de la bata. Pero el tipo sencillamente se detuvo un instante, se quitó uno de los cascos y lo saludó diciendo «doctor», para luego volver a su tarea.
Las puertas de las habitaciones no se podían abrir desde dentro. Era una medida para evitar salidas no autorizadas de los pacientes psiquiátricos. Pero nada impedía que se abrieran desde fuera. No estaban cerradas con llave por una cuestión de seguridad. Si había un incendio, o sucedía cualquier otra contingencia, el personal debía poder abrirlas sin perder tiempo.
Eduardo entró en la habitación y con el pie impidió que se cerrara. De ser así, quedaría atrapado. Ni siquiera miró a la persona que estaba en ese momento dormida en la cama. De haberlo hecho se habría dado cuenta de que no era Víctor Gozalo. El paciente despertó, sobresaltado por el ruido de la puerta, y lo miró con la expresión de una lechuza. Era un hombre más bien joven, pero muy grueso, calvo y sudoroso. Abrió la boca y emitió un grosero eructo que duró varios segundos.
—¿Me ha traído usted la vela? —preguntó después.
Eduardo se quedó doblemente extrañado: ¿dónde estaba Víctor Gozalo? y ¿de qué demonios hablaba aquel chiflado?
El paciente insistió, al ver que Eduardo no reaccionaba.
—La vela, la vela… ¿La ve? ¿La ve? ¿Ve la?
De pronto, el hombre estalló en unos gritos histéricos. Eduardo le hizo un gesto para que se callara, pero él ni siquiera lo veía, pues cerró los ojos y apretó los puños contra sus sienes.
—¡SOOON ELLOOOS! ¡SOOON ELLOOOS OTRA VEEEZ! ¡VAAAN A TOOOCARMEEE!
Eduardo dio un paso atrás, para comprobar el número de la habitación, y en ese movimiento a punto estuvo de derribar al hombre de la limpieza, que había acudido al oír los estentóreos gritos, a pesar de que llevaba cascos.
—¡Doctor, ¿qué pasa?!
—¿Dónde está el paciente de esta habitación?
—Pues ahí. ¿No lo ve?
—Me refiero al paciente que estaba antes en esta habitación.
—¿Se refiere al pobre muchacho que murió hace dos días?
—¿Que murió…?
—Empezó a echar espuma por la boca y se quedó tieso en dos minutos. Debió de ser un infarto, o algo así. Usted sabrá, doctor… Pero, pero…
Se había dado cuenta del nombre escrito en la bata que Eduardo había tomado «prestada».
—¡Usted no es la doctora Alfieri! ¡Usted no es una mujer!
Daban ganas de sostener una charla con aquella mente privilegiada, pero Eduardo tenía cosas mejores que hacer, como huir de allí a toda prisa. Salió corriendo hacia la escalera y bajó como una centella los dos pisos que lo separaban de la planta de acceso a la clínica. Cuando traspasó las puertas que daban al pasillo, la recepcionista estaba delante de la puerta del servicio, llamando y preguntándole si estaba bien. Se dio un buen susto al verlo aparecer.
—¿Qué hace usted ahí? —preguntó, con los ojos muy abiertos.
Eduardo no contestó. Se limitó a seguir corriendo hasta la calle. Fuera montó en la Vespa y se fue sin mirar atrás. Había tenido que dejar allí su gabardina, pero al menos no llevaba nada en sus bolsillos. Menos mal, pensó, porque si hubiera dejado su cartera o su teléfono en ella, ahora podrían localizarle fácilmente.
Todo se estaba complicando. Pero ya era tarde para abandonar.