ANTES de regresar de Estados Unidos, con la cabeza llena de ideas que era necesario conectar entre sí, Eduardo compró el regalo de cumpleaños de su hija: una muñeca Bratz y un juego de peluquería infantil. El código alfanumérico hallado en el mástil del violín no le decía absolutamente nada. Y continuaba sin tener la menor idea de quién podía ser la tal Almudena a la que se había referido Víctor Gozalo, o qué había querido decir éste con lo de que el secreto estaba oculto en la tumba de su padre, si es que no resultaba ser una simple locura. Garganta Profunda no le había respondido cuando le preguntó. Eduardo no sabía si porque ignoraba a qué se refería o por todo lo contrario.
Cansado y de mal humor, había decidido buscar en el inmenso océano de internet, mientras aún estaba en Filadelfia. A veces uno encontraba allí respuesta a cuestiones que parecían imposibles de descifrar. Aunque en este caso no sacó nada en claro. Aquel código, sin embargo, debía de tener un significado. Y también todo lo demás. O quizá no. Ya no estaba seguro de nada. Puede que todo ello no fueran más que indicaciones falsas hacia un callejón sin salida.
Durante su estancia en Estados Unidos, Garganta Profunda no se había puesto en contacto con Eduardo ni una sola vez. Pero nada más aterrizar en Madrid, volvió a llamarle. Quizá se pasaba de paranoico, pero era demasiada casualidad. Aquel hombre tenía que estar al tanto de todos sus pasos.
—¿Tiene ya algo? —preguntó, con su voz ahogada y áspera.
—De momento estoy sobre una pista. Tengo que seguirla. Ya veremos adónde conduce.
A Eduardo le convenía ser cauto, y no intentar engañar demasiado a Garganta Profunda. Si de verdad conocía sus movimientos, no podría mentirle aunque quisiera, ya que se daría cuenta del juego. Era mejor ser ambiguo, usar expresiones que pudieran interpretarse de varias maneras, y así nadar y guardar la ropa, evitando sospechas.
—Siga esa pista. Seguramente es buena.
Ahora era Garganta Profunda quien se mostraba evasivo. ¿Qué había querido decir exactamente con esas palabras? Cuando Eduardo intentó sacarle algo más de información, colgó el teléfono.
—Hijo de puta —masculló.
Eduardo tenía el móvil en la mano. Se le ocurrió llamar a Lorena para decirle que pensaba acudir a la fiesta de cumpleaños de Celia. Aunque si lo hacía, corría el riesgo de que ella se negara. Después del incidente con el profesor chino y su intérprete le había pedido que no fuera. Podía presentarse sin avisar, y entonces le resultaría muy difícil echarlo. Aunque estaría de morros toda la tarde.
Buscó su número en la memoria del aparato y pulsó el botón de llamada. Suspiró largamente mientras sonaban los timbres. Creyó que no iba a cogerlo, pero lo hizo.
—¿Eduardo? —dijo ella con tono de extrañeza.
—Sí, Lorena, soy yo.
—¿Qué quieres? ¿Estás en algún otro lío?
A Eduardo le molestó la pregunta, lanzada como un dardo. Pero se contuvo.
—Acabo de llegar de Estados Unidos. Cosas de trabajo…
—Me dijo Serguéi que te habían suspendido durante un mes —le cortó ella.
—Es verdad, pero tenía programada una entrevista con Al Gore. Y también estoy trabajando en una investigación de mucho calado. Secreta. No puedo decirte nada más. El caso es que he cobrado un dinero y le he traído a Celia un regalo de Estados Unidos.
—Ya hemos hablado del cumpleaños de Celia.
—Oye, Lorena, de eso sólo has hablado tú. No quieres que aparezca por allí, pero también es mi hija.
—Pues no lo parece. ¿Acaso te preocupas tú de ella? ¿Sabes lo que le gusta o lo que no le gusta? ¿Conoces a sus amigos? No me vengas ahora con el instinto paternal.
Lorena estaba muy enfadada. Y también triste. Eduardo sabía que estaba siendo un poco injusta con él, pero no completamente. En el fondo, tenía bastante razón.
—Olvídalo, Lorena. No iré. Si no te importa, me acercaré sólo un momento a darte su regalo cuando ella esté en el colegio. Si te parece bien, puedo ir ahora mismo. Estoy aún en el aeropuerto. No tengo más que coger un taxi.
—Bien. Te espero.
Lorena vivía con Celia en un chalé adosado que pertenecía a los padres de ella, en Las Rozas. Por suerte, eran personas acaudaladas y no le cobraban alquiler, de modo que Eduardo podía vivir con algo más de desahogo, ya que la cantidad de dinero que debía ingresarle a Lorena era menor. Además, si algún mes no llegaba a tiempo, ella no se quejaba. Ni siquiera lo utilizaba para hacerle daño.
Y eso precisamente era lo que más dolía a Eduardo. Que Lorena tuviera motivos reales para haber llegado a la situación en la que estaban. Cuando se conocieron, se divertían y se amaban. Hicieron grandes planes para el futuro, algunos a sabiendas de que eran casi imposibles. Querían tener hijos. Como mínimo dos; incluso tres. Pero las cosas empezaron a torcerse cuando nació Celia. Él dedicaba demasiado tiempo a su trabajo y dejaba a Lorena con la carga de cuidar a la niña, y por si fuera poco empezó a beber.
Más de una vez había deseado cambiar, y se lo había propuesto con firmeza. En cada ocasión, creyó que sería lo bastante fuerte para conseguirlo. Pero no lo era. No era tan fuerte como Lorena. Las mujeres son realmente el sexo fuerte. Los hombres sólo son el sexo «bruto».
El taxista del aeropuerto intentó dar un gran rodeo innecesario. Él no estaba de humor para que trataran de timarle, y montó una buena bronca. Incluso obligó al taxista a parar el taxímetro y le amenazó con llamar a la policía municipal. Todo quedó en unos gritos destemplados y una factura razonable.
Se había puesto a llover. Eduardo esperó unos segundos antes de llamar a la puerta del chalé de Lorena, bajo una lluvia cada vez más intensa. Llevaba consigo el violín, el maletín de mano y la maleta. Dentro de ésta estaba la bolsa con los regalos de Celia. Tendría que abrirla delante de Lorena, y eso le avergonzaba, porque vería que seguía siendo tan desordenado como siempre.
—Hola —saludó, con la mirada baja, cuando por fin se decidió a llamar al timbre y Lorena le abrió.
Ella tenía el ceño fruncido. Se hizo a un lado.
—Pasa. Vas a quedarte empapado.
Eduardo entró en el recibidor y luego siguió a Lorena hasta la sala de estar. Dejó sus cosas en el suelo.
—Lo tengo en la maleta —anunció, y se agachó para abrirla.
—¿Quieres tomar una taza de café?
Aunque le extrañó el ofrecimiento, Eduardo se había dado cuenta de que Lorena había abandonado su actitud hostil. Quizá verlo cabizbajo y mojado había hecho que se compadeciera un poco de él.
—Sí, gracias. Con poca leche y…
—… y sacarina, sí. No he olvidado cómo te gusta el café.
Mientras Lorena estaba en la cocina, Eduardo sacó rápidamente la bolsa de la maleta y luego volvió a cerrarla con la misma celeridad. Dejó los regalos sobre la mesa y se acercó a la chimenea. En una repisa, sobre ella, había varias fotos enmarcadas: Lorena con Celia, Lorena delante del mar, Lorena y Celia con los abuelos… Ninguna en la que él apareciera.
No era momento de discusiones, pero Eduardo sintió una punzada de orgullo y le preguntó a Lorena, que entraba en ese momento en la salita con una bandeja:
—¿Qué tal te va con… Antonio, se llamaba?
—Se llama Antonio, sí.
—Un tipo simpático. Y con mucho tiempo libre para dedicarte.
—No seas cínico, por favor. Tú no le tragas, lo cual es recíproco, y lo del tiempo libre es un golpe bajo.
Lorena sirvió los cafés y los dos se sentaron en dos butacones, a ambos lados de la chimenea.
—Pero si yo admiro mucho a los escritores. Aunque no sea una profesión muy rentable.
—¿Cómo que no lo es?
—Bueno, quiero decir que no es muy rentable si uno no tiene un poco de suerte.
—Antonio es un escritor con talento. Sólo le falta dar con el tema apropiado para destaparse.
—A eso me refería.
La sonrisa burlona de Eduardo sacó de sus casillas a Lorena.
—¡Por lo menos está conmigo cuando le necesito! Y es encantador con Celia.
—Hablando de golpes bajos…
—Lo siento, Eduardo. ¿Has terminado ya el café?
—Sí —dijo él, y apuró la taza—. Me marcho. Dale los regalos a Celia de mi parte y dile que no he podido venir a su fiesta.
Lorena asintió. Luego dijo con amargura:
—De todos modos, te alegrará saber que Antonio y yo hemos roto.
—No puedo decirte que lo sienta. Lo que sí lamento, me creas o no, es que tú no seas feliz.
Por un breve instante, las miradas de ambos se cruzaron sin reprocharse nada mutuamente. Pero fue un instante muy breve.
—En fin, adiós.
—Te acompaño hasta la puerta. Le diré a Celia que te llame mañana para darte las gracias.
—¿Mañana? Pero si su cumpleaños no es hasta el martes que viene.
—Ya, pero mañana es viernes, y el próximo hay otro cumpleaños de una de sus amigas. Ellas mismas lo han organizado así. Tienen una agenda de eventos sociales tan apretada como la de una persona mayor.
—Desde luego, ya veo.
—¿Necesitas un taxi?
—No, volveré en autobús. La parada no está lejos.
—Pero sigue lloviendo.
—Será bueno para mi pelo. No te preocupes.
Mientras caminaba, desconsolado y tratando de retomar mentalmente la investigación en la que se había embarcado, Eduardo notó el vibrador de su móvil en el bolsillo de la cazadora. Era un mensaje. Se refugió bajo una cornisa para leerlo. Era de Sandra Ronda, su amiga de la inteligencia militar. Una sorpresa. Quizá había averiguado algo.
Sin embargo, lo que leyó le dejó estupefacto.
No sé en qué te estás metiendo, pero es peligroso. Deberías dejarlo inmediatamente. Por favor no me llames ni respondas a este mensaje. Cuídate. Suerte y un beso.
Por un instante, Eduardo estuvo tentado de llamarla, a pesar de que ella le pedía que no lo hiciera. Se contuvo para no perjudicarla. Aunque no estaba dispuesto a abandonar. Aquel mensaje no hacía sino alertarlo aún más. Debía recelar de Garganta Profunda y quienesquiera que lo secundasen. Probablemente era militar. Parecía obvio que lo estaba utilizando, pero lo que Eduardo no era capaz de comprender era cómo no había caído antes en la cuenta de que sólo podía tener dos motivaciones para hacerlo: bien quería destapar el asunto y hacerlo público o bien necesitaba que una persona ajena hiciera el trabajo sucio y recuperara algo para él —algo cuya clave era el código encontrado en el violín de Víctor Gozalo—. Pero, en ese caso, era posible que, una vez conseguido, él se convirtiera en un estorbo. Ya habían asesinado a su amigo psiquiatra, Miguel Quirós, aunque no sabía si Garganta Profunda tenía algo que ver con ello o, por el contrario, era parte del motivo que lo impulsaba a que todo se supiera.
«Piensa en la peor opción», se recordó a sí mismo. Y ésa era, sin duda, que Garganta Profunda le necesitaba para su propio beneficio y para recuperar algo importante, de lo que ignoraba el paradero.
Bien, seguiría su juego. Pero ya no se mostraría tan despreocupado e incauto como hasta entonces. Evitaría dejar claros sus pasos y no levantar sospechas. Lo primero que debía hacer era visitar de nuevo a Víctor Gozalo. Si no le dejaban verlo se colaría en su habitación de la clínica. Tenía experiencia en sortear sistemas de seguridad para conseguir un reportaje. Y había estado en más de una guerra como corresponsal. No pensaba detenerse ante nada.