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THE Washington Post

Domingo, 14 de enero, 2007; página W22

JUEGOS MENTALES

Nuevo en internet: un grupo de personas creen que el gobierno está transmitiendo voces a sus cerebros. Puede que estén locos, pero el Pentágono ha desarrollado un arma capaz de hacer justamente eso.

Por Sharon Weinberger.

Si HARLAN GIRARD ESTÁ LOCO, NO ACTÚA COMO TAL. Está justo donde dijo que estaría, bajo el memorial de la Segunda Guerra Mundial de la estación de ferrocarril de Filadelfia —una impresionante estatua de un ángel alado que abraza a un soldado caído, como si estuviera llevándoselo al Cielo—. Girard va vestido con unos pantalones de color caqui, zapatos de cuero con aspecto de ser caros y una camisa de un azul intenso. Parece un hombre de negocios local vestido para un viernes informal —un hombre de negocios local con un siniestro sentido del humor, que se hizo patente cuando dijo que lo encontraríamos junto al «ángel que está sodomizando a un soldado»—. A la edad de setenta años, se le ve robusto y saludable —en absoluto despeinado ni desaliñado—. Lleva consigo una bolsa.

La descripción que Girard hace de sí mismo es escueta, hasta que llega el momento de explicar qué hay en el maletín: documentos que, según él, prueban que el gobierno está intentando controlar su mente. Lleva consigo a todas partes ese maletín negro y ajado. «Siempre que salgo por ahí, me da la impresión de que cuando vuelva a casa me encontraré con que me lo han robado todo», dice.

Dejando aparte el maletín, Girard parece un hombre inteligente y coherente. Sentado a una mesa frente al Dunkin’ Donuts en el interior de la estación de ferrocarril, Girard abre el maletín y extrae un grueso fajo de documentos, cuidadosamente etiquetados y ordenados mediante post-its que muestran pulcras notas escritas en mayúscula. Los documentos, que parecen auténticos, son una mezcla de noticias y artículos seleccionados de revistas militares e incluso de algunos documentos secretos desclasificados que pretenden demostrar que el gobierno de Estados Unidos ha intentado desarrollar armas capaces de transmitir voces a las mentes de las personas.

«Es innegable que esa tecnología existe —dice Girard—, pero si se te ocurre ir a la policía y decir “Oigo voces”, te encerrarán para hacerte una evaluación psiquiátrica».

Lo que falta en ese maletín —lo que le permitiría demostrar que no está loco— es al menos un solo documento que apoye esa teoría inverosímil de que el gobierno está realmente utilizando una tecnología de control mental en un grupo amplio de ciudadanos americanos. La única prueba directa de ello, admite Girard, son las supuestas víctimas como él.

Y, de ésas, hay muchas más.

El ejército de Estados Unidos había llevado a cabo, en 2002, un proyecto secreto sobre el modo de controlar la mente de los seres humanos. Tras los atentados del 11-S, los gobiernos occidentales se dieron cuenta de que, hicieran lo que hiciesen, siempre estarían en desventaja con los enemigos terroristas. Cuando a alguien no le importa morir en una acción suicida, cuando alguien está dispuesto a inmolarse en nombre de un ideal, es casi imposible luchar contra él. El profundo fanatismo es un arma invencible. Por mucho que se perfeccionaran la tecnología militar y la preparación de los soldados de Occidente, nunca se anularía esa desventaja.

Salvo que se jugara con las mismas cartas.

Crear fanáticos artificialmente; en eso se resumía lo que el ejército norteamericano estaba tratando de conseguir. Personas cuya voluntad fuera anulada por completo para convertirlas en esclavos mentales, capaces de obedecer cualquier orden, sin que importara su integridad física ni hubiera trabas morales.

Pero ¿en eso consistiría el Proyecto 101? ¿Qué relación tendría con Argos? ¿Y con España? ¿Qué papel desempeñaba Víctor Gozalo en todo ello? Demasiadas preguntas y muy pocas respuestas. Angustiosamente pocas respuestas.

Eduardo tenía ante sí las piezas del violín de Víctor Gozalo. Ensimismado en sus pensamientos, acariciaba la tapa y recorría con el dedo la forma de una de las efes. Tuvo que regresar a la realidad para darse cuenta de que su teléfono móvil estaba sonando otra vez con el ya acostumbrado número oculto.

Lo cogió y se lo puso al oído, sin decir nada.

—¿Señor Lezo? —Era Garganta Profunda—. ¿Empieza ya a comprender?

—No lo sé.

—¿Ha leído bien el artículo? ¿Ha comprendido qué significa?

—Le repito que no lo sé.

Eduardo estaba enfadado. Tenía la sensación de que había querido manejar los hilos de aquel hombre, cuando era él quien movía los suyos a voluntad.

—Está usted dando los primeros pasos. Debe conocer mejor lo que tiene entre manos, antes de seguir.

Eduardo miró instintivamente el violín desmontado. Aquello era lo que tenía entre manos, en cierto modo. Entonces se percató de que Garganta Profunda no había mencionado para nada el instrumento. Puede que no conociera su existencia. O que no tuviera nada que ver con todo aquello. Al fin y al cabo, era innegable que Víctor Gozalo había perdido la cabeza.

—¿Y qué es lo que debo conocer? No tengo ni tiempo ni dinero —dijo Eduardo, que no evitó un leve suspiro al pensar en su suspensión en el trabajo.

—Eso no es un problema.

—Para mí sí lo es.

—Quiero decir que basta con que me indique una cuenta y hoy mismo le ingresaré, digamos, cinco mil euros. Para que no trabaje gratis.

En un primer momento, Eduardo pensó en rechazar de plano el ofrecimiento. Pero luego reflexionó y se dijo que una transferencia bancaria siempre deja rastro, lo que podría ayudarle a descubrir la identidad de su enigmático interlocutor.

—Bien. Tome nota de mi cuenta.

El hombre lo hizo. Luego Eduardo le preguntó:

—Aunque todavía no le he dicho que acepto. En todo caso, trabajaré para mí, no para usted.

—Bien. Como quiera. Apunte un nombre: José Manuel Rodríguez Delgado. ¿Le dice algo?

—¿Es un cantante de rock?

Garganta Profunda pasó por alto el comentario burlón y siguió hablando:

—En 1963, el profesor Rodríguez Delgado llevó a cabo un experimento que se puede calificar de proeza científica. Ha estado varias veces propuesto para el premio Nobel. Mereció, incluso, aparecer en la primera página de The New York Times. Busque la noticia y profundice en el hombre. Lo que descubra no le defraudará. Se lo aseguro.

—¿Por qué es tan importante?

—Le pondrá, por así decirlo, en el camino correcto. Créame, es mejor que lo averigüe usted mismo.

—Está bien. Lo haré. Pero insisto en que no me considero comprometido con usted de ningún modo.

—Eso no será necesario. Mi interés no es personal. Podrá disponer del dinero en veinticuatro horas.

El hombre colgó el teléfono sin esperar respuesta ni dejar que Eduardo hiciera más preguntas. Aquello se estaba convirtiendo en una costumbre. Eduardo distinguía dos fuerzas contrapuestas en su interior. Por un lado, recelaba de todo, incluso sentía algo de miedo y desasosiego. Pero la emoción de investigar un auténtico enigma volvía a inyectar la droga de la curiosidad en sus venas.

Encendió el ordenador y accedió a su cuenta corriente. Suspiró al comprobar lo exiguo de sus ahorros. Aún no había recibido la transferencia. Era lo que más le inquietaba: averiguar la procedencia del dinero. Luego le bastaría con telefonear a un amigo suyo, detective privado, y pedirle que rastreara al remitente. No era la primera vez que una cuenta bancaria le permitía conseguir un nombre. Después, con la base de datos del registro de empadronamiento, era posible conseguir mucha más información. Todo deja rastro, y los rastros pueden seguirse si se tiene buen olfato.

Antes de sumergirse en la búsqueda del profesor Rodríguez Delgado, Eduardo abrió una página de viajes y buscó en ella un vuelo a Washington. La conferencia mundial sobre el cambio climático empezaría a celebrarse en un par de días, y no le convenía defraudar otra vez a sus jefes en esa última oportunidad que le habían dado. La entrevista con el premio Nobel de la Paz, Al Gore, se grabaría con un cámara local. Eduardo habría preferido viajar con Serguéi, pero resultaba más barato contratar en destino a parte del equipo.

Consternado por no haber sido más previsor, Eduardo comprobó que no quedaban plazas en ningún vuelo directo desde Madrid, de modo que consultó las opciones disponibles en vuelos con escala. Una de las posibilidades era viajar hasta Filadelfia y luego, desde allí, en coche hasta Washington. Eran sólo doscientos kilómetros por autopista. Además, eso le dio una idea. En Filadelfia vivía su amigo Dick Donovan, socio del taller tienda William Moennig & Son, uno de los fabricantes, restauradores y autentificadores de instrumentos de cuerda más importantes del mundo. Podría aprovechar el viaje para hacerle una rápida visita y mostrarle el violín de Víctor Gozalo. Quizá él sí encontraría algo, mediante rayos X o de algún otro modo, como había aconsejado Paul Friedhoff. Al fin y al cabo, Paul era luthier, pero Dick Donovan tenía mucha más experiencia en estos asuntos y disponía en su taller de todos los adelantos técnicos necesarios. No perdía nada con intentarlo.

Viendo un rayo de esperanza, Eduardo colocó bien todas las piezas sueltas del instrumento en su estuche, para poder cerrarlo. Hizo la reserva de vuelo a Filadelfia y de un coche de alquiler en el aeropuerto de esa ciudad. Era el momento de buscar información sobre el profesor Rodríguez Delgado. Escribió su nombre completo en Google y esperó los resultados. Mientras aparecían, Eduardo recordó los tiempos oscuros en los que no había ni internet ni teléfono móvil. Parecían tan lejanos como la Edad Media.

Menos de un segundo después, los resultados aparecieron en la pantalla. A Eduardo le llamó la atención un blog en el que se relataba el primer experimento célebre del doctor.

EL CONTROL DE LA MENTE

En el verano de 1963, el profesor Rodríguez Delgado se colocó por primera vez en su vida delante de un toro, lo citó una y otra vez con el capote y cuando estaba a punto de embestirle consiguió hacer que se detuviera. El secreto, más allá del temple del torero, estaba en el mando a distancia que sostenía entre sus manos: el profesor había instalado un radiotransmisor en el cerebro del novillo que le permitía controlar sus movimientos.

El experimento tuvo lugar en una pequeña plaza de toros de Córdoba ante una escasa docena de testigos. Las imágenes producen una sensación de sorpresa y desasosiego. En ellas vemos al animal a punto de llevarse por delante al científico, siguiendo el instinto que lo ha impulsado durante siglos. Sin embargo, en el último instante, una fuerza misteriosa se lo impide.

La historia fue publicada en la página 1 de The New York Times bajo el titular «Matador consigue detener al toro con radiotransmisor». Según el periódico, se trataba de una espectacular demostración de las posibilidades de control de la mente con estímulos externos. En la misma edición se explicaba que aquélla no era la primera experiencia del profesor en este campo. Durante más de 15 años, el doctor José Manuel Rodríguez Delgado, nacido en Málaga y catedrático de la Universidad de Yale, había llevado a cabo experimentos similares con monos y gatos, haciendo de ellos auténticos juguetes teledirigidos. Y lo que resulta más inquietante: en aquellos mismos años realizó los primeros implantes cerebrales en humanos.

Inexplicablemente, los trabajos del profesor Rodríguez Delgado permanecen en nuestros días en el olvido. Sus escalofriantes técnicas para manipular los impulsos cerebrales, antecedentes de los actuales implantes para tratar el Parkinson o la epilepsia, han quedado olvidadas en algún recóndito archivo.

José Manuel Rodríguez Delgado nació en Ronda (Málaga) en el año 1915. En 1930 recibió una beca en la Universidad de Madrid, pero sus estudios se vieron interrumpidos por la Guerra Civil, durante la cual combatió como médico en el bando republicano. Al terminar la guerra, después de pasar cinco largos meses en un campo de concentración, Rodríguez Delgado terminó sus estudios y finalmente fue becado por la Universidad de Yale, donde desarrolló la mayor parte de sus experimentos y fue nombrado director de la Escuela Médica. En los años setenta regresó a España y se incorporó a la Universidad Autónoma de Madrid, donde impartió sus clases magistrales. Hace unos años decidió regresar con su mujer a San Diego (California), donde sigue viviendo a sus 91 años de edad.

Desde muy temprano, Delgado se sintió atraído por los trabajos del fisiólogo suizo Walter Rudolf Hess, quien había descubierto que la aplicación de estímulos eléctricos en el cerebro de los animales producía determinadas respuestas físicas que podían ser estudiadas y clasificadas. Siguiendo la experiencia de Hess, el profesor Delgado desarrolló un sistema de electrodos que, implantados en el cerebro de monos y gatos, le permitían mover sus extremidades a su antojo o provocarles distintas sensaciones. Su máximo interés se centraba en influir en los estados de ánimo de los sujetos, aplacar o inducir estados de cólera, alegría o deseo.

En su libro El control físico de la mente, el doctor Delgado describe algunos de sus múltiples hallazgos en el campo de la neurología. Su mayor logro fue la creación de unos pequeños electrodos denominados «estimorreceptores» (Stimoreceivers) que una vez insertados en el cerebro podían manejarse desde decenas de metros de distancia mediante ondas de radio. Se dice que durante su estancia en la isla Hall (en las Bermudas) consiguió dirigir el comportamiento de toda una comunidad de monos gibones, a pesar de estar dispersos en un radio de kilómetros.

En 1952 el doctor Delgado describió por primera vez la posibilidad de implantar uno de estos electrodos en seres humanos. Durante los siguientes años iba a implantar electrodos en unos 25 pacientes, la mayoría esquizofrénicos, epilépticos o enfermos mentales del hospital de Rhode Island. Operó, según asegura él mismo, sólo en casos desesperados en los que la medicina no había dado ningún resultado. Una justificación que, a los ojos de la ciencia actual, parece más que insuficiente.

Finalmente, Delgado abandonó los experimentos con humanos por falta de fiabilidad de los resultados y siguió colaborando con diferentes organismos. Durante mucho tiempo se le acusó de haber trabajado para la CIA en el desarrollo de programas como el MK-Ultra, con la intención de manipular a gran escala la mente de ciudadanos y soldados. Él mismo admite haber colaborado con el Pentágono, pero asegura que sus descubrimientos jamás han sido aplicados con fines militares.

Sin embargo, algunas de sus afirmaciones siguen poniéndonos los pelos de punta. «El control físico de las funciones cerebrales es un hecho demostrado —decía en los años setenta—. A través de la estimulación eléctrica de estructuras cerebrales específicas, se pueden inducir movimientos ordenados por radio, la hostilidad puede aparecer y desaparecer, la jerarquía social puede ser modificada, el comportamiento sexual puede ser cambiado, y la memoria, las emociones y los procesos de pensamiento pueden ser influenciados por control remoto».

En 1966, en un momento de aterradora lucidez, él mismo aseguraba que sus experimentos apoyaban «la desagradable conclusión de que el movimiento, la emoción y el comportamiento pueden ser dirigidos por fuerzas eléctricas y que los humanos pueden ser controlados como robots: mediante botones».

¡Aquello era totalmente increíble! Y tenía consecuencias éticas tan hondas y apasionantes como espantosas. Eduardo empezaba a comprender por qué Garganta Profunda quería que «supiera cosas» antes de centrarse por completo en la investigación propiamente dicha. Ahora tenía claro que el Proyecto 101 se basaba en eso, en controlar, hasta las últimas consecuencias, la mente de los seres humanos y anular su voluntad.

En la página web donde Eduardo encontró el artículo, había también un enlace a un vídeo de Youtube con un fragmento del documental americano en el que podía verse al profesor delante del toro que mencionaba el artículo, haciendo que éste frenase en seco a escasos centímetros de su cuerpo. Era sobrecogedor y, aparentemente, arriesgado. Muy seguro tenía que estar el científico del perfecto funcionamiento de su invento para plantarse delante de un animal tan peligroso como aquél y esperar sin inmutarse a que tratara de embestirlo.

—Con dos cojones… —murmuró Eduardo al verlo, atónito.

También había en la página una imagen de The New York Times a la que Garganta Profunda había hecho referencia. En ella se veían dos fotos del momento en el que Rodríguez Delgado era acosado por el toro y, acto seguido, lograba detenerlo.

La manipulación de la mente, de las emociones, de la voluntad… Un buen tema de conversación para una larga velada de charla, regada con una caja de Carlsberg, con el pobre Miguel Quirós. Pero él ya no estaba y de nada servía lamentarse. Por Miguel había empezado aquella investigación, y concluirla sería como un brindis a su memoria.

En sus testimonios, el doctor Delgado se mostraba como un hombre sin escrúpulos. En 1974, siendo ya director del Departamento de Neuropsiquiatría en la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale, recomendó expresamente al gobierno de Estados Unidos: «Necesitamos un programa de psicocirugía para el control político de nuestra sociedad. Su objetivo será el control físico de la mente. Cualquiera que se desvíe de las normas establecidas, deberá ser mutilado quirúrgicamente».

Escalofriante… Eduardo decidió seguir investigando en internet. Tenía que haber más informaciones relacionadas con ese tipo de experimentos. De hecho, encontró varias noticias que lo dejaron boquiabierto:

Diario ABC

MÉDICOS AUSTRÍACOS CONSIGUEN QUE UN PARALÍTICO

MUEVA UNA MANO MEDIANTE UN ORDENADOR

QUE LEE SUS PENSAMIENTOS

Un grupo de médicos austríacos ha conseguido que un hombre coja objetos con su mano izquierda paralítica, gracias a ordenadores capaces de leer sus pensamientos, según informó la Universidad de Graz (Austria).

Electrodos situados en la cabeza del joven captan los impulsos eléctricos del cerebro y los transmiten a un ordenador que analiza el movimiento deseado. Posteriormente transmite los impulsos eléctricos a los músculos para activarlos, explicó el profesor Gert Pfurtscheller, que dirige el Instituto Técnico Eléctrico y Biomédico de la universidad.

«Se trata de una primicia mundial. Hemos conseguido combinar por primera vez una tecnología de comunicación entre el cerebro y un ordenador y una tecnología de electroestimulación funcional sobre músculos», afirmó este experto.

Un proyecto de investigación con Estados Unidos pretende desarrollar en cuatro años una tecnología similar, pero suficientemente ligera para acompañar al paciente. Se trataría de electrodos implantados directamente en el cerebro para enviar ondas de señales a un ordenador portátil.

Fuente indeterminada

CREAN MÁQUINA PARA LEER EL PENSAMIENTO HUMANO

Un grupo de científicos británicos y estadounidenses creó una máquina que permite «leer pensamientos» humanos con una revolucionaria técnica que puede tener consecuencias sin precedentes para la ciencia.

Los expertos de la University College de Londres (UCL) y de su homónima de Los Ángeles (Estados Unidos) lograron monitorear pensamientos gracias a un escáner aplicado a un cerebro humano y establecer de esa forma qué imágenes miraba el individuo estudiado o qué sonidos escuchaba.

Para los científicos, ya no será necesario utilizar la telepatía para saber qué piensa una persona.

Según la investigación, los análisis del cerebro humano por medio de un escáner permiten estudiar la actividad eléctrica de las neuronas, o células cerebrales.

Diario El Mundo

LOS ORDENADORES PUEDEN YA TRADUCIR LAS ONDAS
CEREBRALES Y CONVERTIRLAS EN ACCIONES SIN QUE LA
PERSONA MUEVA UN MÚSCULO

Utilizar la fuerza del pensamiento para pilotar un avión o manejar un sistema informático sin mover un solo músculo es algo que ya está muy cerca de convertirse en realidad. Una millonésima de voltio es la energía que se acumula en una onda cerebral; suficiente para generar fenómenos de telequinesia que permiten controlar las máquinas con el poder de la mente.

No se trata de una utopía, sino de una investigación avanzada que ya comienza a dar sus primeros frutos. La fuerza aérea de Estados Unidos ha desarrollado un sistema que permite utilizar el pensamiento para dirigir un modelo elemental de simulador de vuelo. En el Laboratorio Wadsworth de Albany los expertos han logrado que personas discapacitadas por una parálisis muevan un cursor por la pantalla de un ordenador con la única parte de su cuerpo que tiene movilidad: la mente.

¿Cómo se puede lograr que el cerebro se comunique con las máquinas y transmita las órdenes necesarias para que éstas funcionen? Parece ser que el mecanismo es similar al que utiliza cualquier parte de nuestro organismo. Se conecta el cerebro a un ordenador, éste capta las señales eléctricas que produce, las amplifica, y las traduce en órdenes concretas, es decir, en pensamientos que inducen a la realización de un movimiento específico.

El 19 de septiembre de 2004, el diario Daily Telegraph reveló a la opinión pública que los vehículos militares británicos y estadounidenses en Irak portaban armas de microondas, capaces de interferir con las funciones neurológicas del enemigo. Mediante estos haces electromagnéticos era posible provocar alucinaciones, alterar el estado de ánimo, e incluso transmitir sonidos, palabras, voces.

Ante los ojos atónitos de Eduardo se abría un vasto horizonte de descubrimientos, que antes ni siquiera había sospechado: máquinas para leer la mente, controles remoto para el cerebro, manejar ordenadores con pensamientos… Y lo más sobrecogedor era que nada de todo aquello pertenecía al mundo de la ciencia ficción, sino al de la pura ciencia. Era auténtico.

¿Por qué no se hablaba más de ello en los informativos o en los periódicos? Quizá porque daba miedo. Miedo de verdad. Todo el mundo conoce las redes de espionaje que graban las conversaciones telefónicas o interceptan los mensajes de correo electrónico. Pero una cosa es espiar el comportamiento de las personas, incluso sus más íntimos secretos, y otra muy distinta dominarlas como si fueran coches de control remoto. Regular el cerebro de un ser humano como el termostato de un frigorífico. Apagarlo y encenderlo, manejarlo, cambiarlo como si fuera un autómata. Eso iba más lejos que el fanatismo o que cualquier autoritarismo del pasado. Si Hitler o Stalin hubieran dispuesto de ese poder… Era mejor ni pensar en lo que habrían hecho del mundo.

El Proyecto 101 tenía que ser uno de esos experimentos. Aquello era una prueba más. Quizá Víctor Gozalo había sido una de sus víctimas, y eso le hizo perder el juicio. Jugaron con su cerebro y quebraron su razón, como un muelle, que se alarga hasta un límite, sobrepasado el cual, ya no puede recuperar la forma y queda inservible. De ser cierta esa hipótesis, no se trataría más que de un simple eslabón de una siniestra cadena. Porque el solo hecho de recibir las llamadas de su Garganta Profunda particular demostraba que había algo más. Un secreto cuya llave poseía Víctor Gozalo.

Todo eso tenía lógica. Las piezas empezaban a encajar. Aunque, a decir verdad, el violín del joven, que prometía con tener la clave del enigma, era igual que una hoja de papel en blanco.

Ahora, Eduardo tenía por delante el viaje a Estados Unidos. La sensación de que perdía el control de la situación era cada vez más aguda. Más que llevar las riendas, Eduardo se veía como el caballo que tira del carro. Pero no se dejaría controlar más allá de lo necesario para profundizar en su investigación. No era la primera vez que tenía que dejarse llevar por la corriente para luego salirse de ella cuando le conviniera. El último golpe lo daría él.