10

EDUARDO aparcó la moto frente a la puerta de la pequeña tienda de Lázaro Steiner. El negocio tenía un aspecto bastante descuidado. No lo había imaginado así, la verdad. Parecía una simple casa de empeños, con un escaparate antiguo y un amplio ventanal en el que podía leerse: LÁZARO S TEINER. I NSTRUMENTOS DE CUERDA FINOS. Tras él, en diversos tipos de soportes, había varios violines, violas, violonchelos y un gran contrabajo. Eduardo había aprendido a distinguir esos instrumentos mientras hacía un reportaje sobre el enigma del extraordinario sonido de los Stradivarius y los Guarnerius. Precisamente fue cuando conoció a Paul Friedhoff y a Dick Donovan, que le sacaron de su total ignorancia sobre esa cuestión y le ayudaron a entender los trabajos de quien aseguraba haber descubierto la clave del legendario misterio, un químico y luthier americano, de origen húngaro, llamado Joseph Nagyvary.

La puerta del negocio estaba un poco retranqueada y se abría hacia fuera. Había un cartel con el horario y la palabra ABIERTO. Eduardo estaba de suerte. En cuanto entró se vio sumergido en un ambiente propio de otra época. Paul le había dicho que el dueño rondaba los ochenta años. La tienda no debía de ser mucho más moderna. Los muebles eran de madera oscura y se les notaba el paso del tiempo. Sin embargo, el espacio interior transmitía una sensación muy agradable, acogedora. El ruido de unas campanillas que colgaban encima de la puerta sirvió de aviso. Una figura de corta estatura surgió de las sombras. Hasta que llegó al mostrador, Eduardo apenas pudo distinguir sus facciones.

—Lázaro Steiner, para servirle —se presentó.

Era un hombre extremadamente bajo y rechoncho, aunque no presentaba rasgos de enanismo. Tenía unos ojos saltones tras unas gafas redondas metálicas, y su poco pelo era tan blanco como el azúcar molido. A primera vista cualquiera le habría echado cien años.

—Buenas tardes. Estoy buscando un violín que perteneció a Víctor Gozalo.

—¿Víctor Gozalo? Hace mucho tiempo que no viene por aquí. A decir verdad, no viene desde poco después de morir su padre. En un atentado. Qué suceso más triste… ¿Es usted amigo suyo?

—Podríamos decir que sí.

—¿Qué quiere decir exactamente con eso, señor?

El hombrecillo miró a Eduardo con gesto avieso.

—Mi nombre es Nacho Tahoces. Soy periodista. Víctor me ha pedido que le lleve su violín. Ahora está en el hospital.

—¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado?

—No se preocupe, no es grave.

Eduardo se vio obligado a mentir para no preocupar al hombre, que, como quedaba patente por su reacción al enterarse de que estaba hospitalizado, parecía tenerle cariño. En cualquier caso, no pensaba decirle la verdad; que Víctor Gozalo estaba como una regadera e ingresado en una institución de salud mental.

—Gracias al Cielo… —suspiró el viejo—. Yo conocí a su abuelo y a su padre. Fuimos muy amigos. Ambos eran militares y muy aficionados a la música. ¿Me ha dicho usted que es periodista?

El gesto avieso volvió a aquel rostro arrugado.

—Sí, en efecto. Estoy escribiendo un artículo sobre jóvenes militares que han participado en proyectos secretos… Y que ya no son secretos, por supuesto. Así es como conocí a Víctor y su violín.

Eduardo no sabía qué contarle a aquel anciano. Esperaba que no le interrogara, porque entonces se daría cuenta de que casi no sabía nada sobre Víctor.

—Ah —dijo él, más tranquilizado—. El caso es que el violín, que perteneció a su abuelo y luego a su padre, está aquí mismo. Lo tiene delante. Es éste.

Lázaro Steiner señaló un atril en el que reposaba una caja negra abierta; en su interior, colocado en ángulo, estaba el instrumento que Eduardo buscaba. Lo miró tratando de disimular su avidez por examinarlo. Supuso que Víctor se había visto obligado a deshacerse del preciado instrumento y vendérselo a Steiner. Por eso le preguntó:

—¿Cuánto cuesta?

Eduardo esperaba que no fuera mucho. Su cuenta bancaria estaba siempre rozando los números rojos. Más de una vez había tenido que salir del paso gracias a las benditas tarjetas de crédito, que aún no se habían acordado de retirarle.

—Víctor me lo dio, pero no está en venta. ¿No se lo ha dicho él?

Acababa de meter la pata, pero no era demasiado tarde para enmendar su error.

—Sí, claro. Me refería a cuánto puede costar un violín como éste. Parece bueno —añadió, aunque no sería capaz de distinguir un Stradivarius de un vulgar violín chino.

—Es un buen instrumento, en efecto. No una maravilla, pero sí un buen violín, fabricado a principios del siglo XX en Bohemia por un luthier de origen alemán. En cuanto a su precio, pues no sabría decírselo con exactitud… Unos doce mil euros, más o menos. Víctor me hizo prometerle que se lo guardaría hasta que él volviera a buscarlo. Yo no suelo hacer esas cosas. Me parece absurdo tener un instrumento que no puedo vender. La de Víctor fue una petición extraña, es cierto, pero por mi cariño a su familia, acepté.

—Sí, es extraño… Lo que no comprendo —dijo Eduardo, atónito— es por qué, entonces, lo tiene expuesto.

—Eso es lo más insólito. Víctor me pidió que lo tuviera aquí, a la vista de todos. Quizá pensaba que era una joya digna de ser exhibida. Un chico simpático, pero un poco raro.

Eduardo pensó que había dado en el clavo, aunque el señor Steiner ni siquiera imaginara hasta qué extremo era raro Víctor. Al menos ahora.

—En todo caso, ya le he dicho que Víctor me ha pedido que se lo lleve al hospital. Está tan triste, el pobrecillo… Creo que le haría mucho bien recuperarlo.

Eduardo se dio un poco de asco a sí mismo, tratando de engañar de aquel modo al anciano.

—Sí, supongo que tiene usted razón. Pero comprenderá que no puedo entregárselo por las buenas. Quiero decir, sin una confirmación del propio Víctor. Una llamada telefónica, un documento firmado por él, no sé, algo que demuestre, y no se lo tome a mal, que usted es quien dice ser y que realmente él le ha encargado hacer esto.

—Naturalmente. Aquí tiene mi carné de prensa. —Eduardo le mostró el carné falso. Se había presentado como Nacho Tahoces y no era momento de meter la pata de nuevo—. En cuanto a la llamada, me temo que será imposible. En el hospital no lo permiten.

—Pero yo necesito esa confirmación, señor Tahoces.

Eduardo se quedó callado unos instantes y trató de improvisar.

—Claro, claro, una confirmación, por supuesto. Él está en un hospital de la sierra. Puedo ir a verlo mañana por la mañana, pedirle que me firme la autorización, y luego traérsela a usted.

Eduardo mintió otra vez, y otra vez se metió en un atolladero.

—¡Si Víctor está aquí tan cerca, en la sierra, iré con usted mañana y así se ahorrará el documento! Con que él me lo diga, me basta. No hay mejor confirmación.

—Eh, verá… Eso no será posible.

—¿Por qué?

—No puede recibir visitas. Ya sabe. Los médicos —dijo Eduardo, y se adelantó a la siguiente pregunta del hombre para atajar su lógica desconfianza—. A mí me dejan verlo porque, como periodista, tengo un permiso especial. Aunque me han pedido que lo moleste lo menos posible.

—No sabía que estuviera tan grave… —dijo el señor Steiner, más preocupado que receloso—. En fin, en ese caso sólo nos queda la posibilidad de la autorización. Lo siento.

—Es una lástima que no pueda usted visitarlo. Seguro que se pondría muy contento. Pero son cosas de los médicos. Ellos saben lo que tienen que hacer y lo que es mejor para sus pacientes.

—No se fíe de esos matasanos. Hace treinta años a mí me dijeron que me quedaría inválido en menos de uno. Y aquí estoy, en plena forma.

El señor Steiner hizo varios gestos supuestamente gimnásticos bastante torpes. Pero era innegable que seguía al pie del cañón.

—Muchas gracias por atenderme. Se lo agradezco de veras. Mañana volveré con el documento firmado por Víctor. Le hará tanta ilusión cuando le diga que va a tener de nuevo su violín…

El viejo le miró enternecido por ese último comentario. Seguramente, Judas vio esa misma expresión en los ojos de Jesús cuando éste le dio su último beso en el Huerto de los Olivos. Eduardo sintió un leve remordimiento que se disolvió como el humo de un cigarrillo bajo otro sentimiento mucho más fuerte, el de la inesperada victoria.

—Tiene usted cara de buena persona, señor Tahoces. Voy a confiar en su palabra. Tenga, tenga, lléveselo —dijo Steiner, mientras colocaba el violín en la posición adecuada dentro de su estuche.

—No sé cómo agradecérselo. En nombre de Víctor, por supuesto.

—No se hable más. Aquí lo tiene. Déselo cuanto antes a ese pobre muchacho, y que se acuerde del viejo Steiner. Dígale que me llame o venga a verme cuando se haya recuperado.

—Se lo prometo —dijo Eduardo, poniendo la mano en el hombro del luthier—. Como me llamo Nacho Tahoces que se lo diré.

Esa noche, ya en casa, Eduardo estaba tan excitado con aquel violín como un adolescente a punto de perder la virginidad. Pero él no lo acarició con la delicadeza con la que se acaricia a una chica. Primero lo agitó enérgicamente para comprobar si había algo suelto en su interior, pero sin resultado. Luego lo agarró por el mástil y lo colocó sobre la mesa de la salita, bajo la luz de la lámpara. Trató de escudriñar el interior a través de las ranuras de las efes. Probó también con una linterna. Pero lo único que conseguía distinguir era parte de una etiqueta, la del sello del luthier que lo había fabricado. Intentó ver algo más con ayuda del zoom de su cámara de vídeo, pero resultó imposible.

Después de un cuarto de hora de infructuosos exámenes, Eduardo volvió a guardar el violín en el estuche, apagó la cámara y trató de pensar. Se acordó del pobre Miguel Quirós y de su mujer, Marta. Por alguna incomprensible asociación de ideas, acudieron a su mente su ex mujer y su hija. Era un auténtico capullo, se dijo. Pero ahora estaba metido en aquella investigación y tenía que centrarse en ella.

Por supuesto, se le ocurrió la idea de romper el violín en mil pedazos y sacarle su secreto, como un policía malo interrogando a un sospechoso reticente. Incluso le agradaba la idea, en cierto modo. Pero seguramente sería un error, porque quizá destruiría el secreto. Además, tenía a quien recurrir para desmontarlo como era debido: el bueno de Paul Friedhoff, que, además de tocar el violonchelo, hacía también sus pinitos en el arte de los luthiers.

Eduardo casi no pudo pegar ojo esa noche. Salió a cenar algo en el restaurante chino de la esquina y luego, de vuelta en su apartamento, cayó en el vicio que había logrado dejar a un lado durante las últimas veinticuatro horas: el alcohol. Se bebió media botella de Johnnie Walker y se acostó con una buena borrachera.

La resaca del día siguiente fue terrible, potenciada por un breve e inquieto sueño que no le permitió apenas descansar. No obstante, Eduardo se levantó de la cama con energía, se duchó, comió unos cereales resecos y se vistió. Estaba ansioso de hablar con Paul, para quedar con él y llevarle el enigmático violín. Esperó, nervioso, a una hora prudencial y llamó por fin al violonchelista.

—Amigo, tengo que molestarte otra vez.

—¿De qué se trata?

—¿Cómo tienes hoy el día? ¿Estás muy ocupado?

—Bueno… Tengo ensayo por la tarde. El resto del tiempo estoy libre.

—¡Perfecto! —exclamó Eduardo, complacido—. ¿Podrías quedar conmigo esta mañana?

—Sí, claro. ¿Para qué?

—Necesito destripar un violín.

—Bueno, si es lo que quieres… ¿Visitaste al Maestro?

—Sí. Se trata de un violín que… lo compré ayer en su tienda.

El tono dubitativo de Eduardo no pareció extrañar a Paul. De todos modos, para curarse en salud, Eduardo le preguntó:

—¿Eres muy amigo de Steiner?

—Él es muy famoso. Pero personalmente apenas lo conozco. ¿Qué pasa, te ha vendido algo que está mal?

—No, no, es simple curiosidad.

Eduardo no quería bajo ningún concepto que, de algún modo retorcido, el viejo se enterara de que le había engañado.

—Entonces, ¿vienes a mi casa? —preguntó Paul—. Aquí tengo herramientas. A no ser, claro, que prefieras abrirlo a golpes.

Paul se rió de su propia ocurrencia, aunque Eduardo ya había tomado esa posibilidad en consideración, más o menos seriamente.

—Espero no tener que llegar a ese extremo, la verdad.

—Por cierto, ¿para qué quieres abrirlo? ¿Se te ha metido dentro algo que ahora no puedes sacar?

—Algo parecido. Es una historia un poco larga. Luego te la cuento.

A Eduardo le llevó casi una hora llegar a casa de Paul, que vivía en una bonita urbanización de chalés situada en el municipio de Boadilla del Monte. Dejó su moto aparcada detrás de un antiguo Mercedes plateado y, con el violín a la espalda, llamó a la puerta que daba al jardín.

Paul lo recibió en su taller. Era una construcción separada del resto de la casa. Allí tenía su santuario, repleto de herramientas, barnices, pegamentos, resinas y todo lo necesario para fabricar sus propios instrumentos. Cuando Eduardo entró, trabajaba en un nuevo violonchelo en el que iba a utilizar las mejores maderas adquiridas en Cremona, la localidad originaria de los grandes maestros Stradivari y Guarneri.

Eduardo descubrió que abrir un violín no era una tarea fácil, si se quiere tener la absoluta seguridad de no romperlo. Paul había puesto a calentar sobre un hornillo un recipiente metálico con agua, para que los vapores ayudaran a ablandar las gomas reversibles que unían las distintas piezas del instrumento. Ese proceso podía llevar horas. Pero Eduardo no tenía paciencia para esperar tanto tiempo, así que le pidió a Paul que optara por una vía más rápida: destriparlo con cuidado, aunque sin miramientos.

Con todo, el violonchelista tardó casi media hora. Primero retiró las cuerdas y el puente. Después, con una especie de cuchillo ancho y plano, untado en jabón, logró ir separando poco a poco la tapa superior. Cuando el violín dejó a la vista su interior, fue decepcionante. Allí no había nada. Ni por debajo de la tapa ni en el cuerpo. Paul retiró la etiqueta, por si había algo escrito debajo, sin resultado. Y también arrancó el diapasón, en el que tampoco había ninguna marca.

—Pero… aquí no hay nada —dijo Eduardo, con decepción en la voz.

—¿Y qué esperabas que hubiera? —le preguntó Paul.

—No lo sé. Algo… No lo sé, la verdad.

—Quizá se ha borrado con el tiempo. Habría que mirarlo con rayos X o con un microscopio.

Las palabras de Paul apenas fueron procesadas por el cerebro de Eduardo. Estaba tan frustrado que ni siquiera podía reaccionar.

—En fin, supongo que todo esto ha sido absurdo.

—Para tu investigación, sí. Pero mira el lado bueno: has aprendido algo del hermoso oficio de luthier.

—Sí, menudo consuelo…

Eduardo recogió todas las piezas con ayuda de Paul y volvió a meterlas en el estuche. Mientras regresaba a casa en su moto, con él a la espalda, parecía que llevara un saco de nueces. Sentía que las ideas se agitaban de un modo parecido en su cabeza. No comprendía nada. Si no hubiera sido por Garganta Profunda habría dado por cerrada la investigación. Víctor Gozalo era un simple loco. Fin del caso. Pero la llamada del hombre desconocido implicaba que había algo más. ¿Dónde? ¿Qué?

En ese preciso instante, cuando los pensamientos de Eduardo se encrespaban como las olas de un mar enfurecido, su teléfono móvil volvió a sonar y a mostrar en su pantalla la identidad oculta. Cuando ya iba por el décimo tono logró parar la moto, quitarse el casco y cogerlo.

—¿Sí? —respondió Eduardo, sin poder ocultar su ansiedad.

—¿Cómo le fue su entrevista con Víctor Gozalo?

La voz del hombre era igual de pausada y profunda que la primera vez que lo llamó. Pero ahora también había cierta ansiedad en ella. Eduardo lo notó y pasó a la ofensiva. Tenía que saber algo más, sonsacarle algún dato que le permitiera volver menos resbaladiza la superficie sobre la que caminaba. No estaba dispuesto a ser una simple marioneta en manos de nadie.

—¿Quién es usted?

—Ésa no es la pregunta adecuada.

—Déjeme que yo decida eso.

—Soy un amigo que quiere guiarle entre las sombras.

El tono burlesco no contenía ni pizca de humor. La forma de expresarse de aquel tipo, y su voz ahogada, daban escalofríos.

—Pues si quiere guiarme entre las sombras, de momento los resultados brillan por su ausencia. Fui a ver a Víctor Gozalo, pero no me dejaron estar más que un cuarto de hora y no he descubierto nada. Así que, hábleme de Argos o del Proyecto 101, o de lo que sea que deba saber. ¿Y quién coño es una tal Almudena? Víctor me dijo que ella conocía el secreto.

También le había dicho que su padre se lo llevó a la tumba, aunque a Eduardo le parecía que era un simple desvarío.

—Su hostilidad no está motivada. Yo sólo voy a ponerle sobre las pistas adecuadas. Pero no espere de mí ninguna revelación.

—¿Por qué quiere ayudarme? Nadie hace nada por nada. ¿Qué es lo que usted pretende? ¿Qué gana con esto?

—Le aseguro que yo no gano nada.

—Entonces hábleme de Argos y del Proyecto 101.

El hombre mantuvo un largo y tenso silencio. Eduardo estaba jugando fuerte, pero no quería que aquel hombre colgara y le dejara con todas sus dudas y ninguna respuesta. Quizá lo estaba presionando demasiado.

—De acuerdo, señor Lezo.

«¡Bien!», se dijo Eduardo. Había conseguido tensar el sedal lo justo para capturar el pez. Aunque el hombre no había abandonado aún toda su resistencia. Optó por una vía intermedia.

—¿Qué sabe usted del control mental?

—¿Del control mental?

—Eso he dicho, sí.

—Bueno, sé que desde el final de la Segunda Guerra Mundial ha habido varios proyectos para controlar la mente de las personas. Los más importantes se llevaron a cabo en Estados Unidos y en la Unión Soviética. Aunque, por lo visto, se abandonaron hace años por falta de resultados.

—Para ser usted periodista, y periodista de investigación, está muy mal informado. Voy a darle un dato que seguramente le interese y le saque de su ignorancia. Domingo 14 de enero de 2007, The Washington Post, página W22. Búsquela y después espere mi llamada. ¿Le bastará con un día?

—Sí. Será suficiente. Aunque no veo por qué quiere usted que lea…

Cuando Eduardo acabó la frase, Garganta Profunda ya había interrumpido la comunicación. Al fin y al cabo, no era un pez tan fácil de pescar.