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—ES perfecto —opinó Bárbara, que había dudado si decir eso o todo lo contrario.

La chica estaba de pie en medio de una de las salas, cubierta de mugre y trastos que nadie se había molestado en retirar. A la luz de las linternas, su cuerpo esbelto parecía resplandecer entre la decrepitud que la rodeaba.

—¿Que este sitio de mierda es perfecto? —le respondió Pau, con su cara alargada y desagradable, mientras se sacudía el polvo de los pantalones—. Sí, claro. Por muy poco no es un puto palacio, bonita.

—Ya te he dicho que no me llames bonita —dijo Bárbara, molesta.

Pau le lanzó una mirada socarrona, de arriba abajo. Era preciosa, con sus profundos ojos verdes y su pelo negro brillante.

—Lo que tú digas, bonita.

—¿Estás sordo, o qué, Pau? —intervino Alejandro en defensa de Bárbara.

—¿A ti quién te ha dado vela en este entierro? —preguntó Pau con desprecio—. Vete a escribir alguna de tus gilipolleces por ahí…

—Haya paz, chicos, ¿vale? —pidió Mar, poniéndose en medio, con su multicolor atuendo de hippy recién surgido de un túnel del tiempo.

Todos se quedaron callados un instante, mirando hacia ella. El que rompió el silencio fue Germán, en su tono delicado y amable. Tampoco él era partidario de enfrentamientos ni disputas.

—No discutamos, por favor. Empecemos con buen pie.

Ajeno a la discusión, Víctor paseaba de un lado a otro, escrutándolo todo. Aunque allí no había nada que ver salvo el polvo acumulado durante años sobre mesas y pupitres viejos y rotos. De espalda a ellos, frente a una de las paredes, por fin dijo:

—Me parece que eres muy exigente para haber andado por tantos sitios como dices, Pau…

—¿Qué quieres insinuar con eso? —voceó el aludido, intentando sonar amenazador—. ¿Me estás llamando mentiroso?

Aunque no quisiera reconocerlo, Víctor le intimidaba con su aspecto algo rudo y su aire resuelto. No se fiaba de él. En realidad no se fiaba de ninguno de ellos. No eran más que una panda de niñatos con los que no tenía que haberse juntado nunca.

—Todos vosotros os cagaríais de miedo sólo con ver de lejos a los antidisturbios.

—Seguro que sí —se burló Víctor, que se había vuelto para responder a Pau a la cara.

Los dos se quedaron mirándose a punto de saltar. Pero los ojos gélidos de Víctor hicieron que Pau desistiera y se alejara de él. Se dirigió entre resoplidos al lado opuesto de la sala, donde soltó su mochila y se sentó a oscuras en el suelo.

—A ti también te gusta este sitio, ¿verdad? —preguntó Bárbara a su hermana Clara, mientras le acariciaba con cariño el pelo lacio.

Ella no contestó, por supuesto, aunque había inquietud en sus ojos.

Quien respondió en su lugar fue Feo, su perro, que lanzó unos gruñidos a las sombras y enseñó los dientes. Se mostraba intranquilo desde que habían accedido al edificio. Había ladrado hacia el interior; por eso Clara lo había cogido en brazos. Ella era quien lo había encontrado, no hacía mucho, en un callejón, medio muerto de hambre y de frío en los primeros días del invierno. Era un chucho canijo y viejo, al que Bárbara había apodado Feo porque era el adjetivo que mejor lo definía.

—Voy a buscar unas escobas a la furgoneta —dijo Mar, y salió arrastrando su colorida vestimenta como un fantasma en Carnaval.

—Te acompaño —dijo Germán y fue tras ella.

También a Mar y a Germán les habría gustado apoltronarse en el suelo, como Pau, pero al menos había que adecentar un poco el sitio donde iban a dormir esa noche. Era tarde y hacía demasiado frío para plantearse siquiera ir a cualquier otra parte.

La puerta por la que se habían colado en el edificio comunicaba con el exterior por una pequeña escalera de escalones anchos y bajos. Mar y Germán regresaron al poco rato con las escobas, varias bolsas y una lámpara halógena. Fuera había empezando a nevar otra vez. Las escasas farolas apenas iluminaban el parque y las avenidas alrededor del edificio, encajonado en una vía lateral. El espacio en torno a él estaba ya cubierto por una fina y gélida capa blanca, que sólo inspiraba frío y aislamiento. Hasta allí no llegaban los adornos navideños ni el calor de las festividades.

Germán dio la vuelta a una vieja mesa, para colocarla boca arriba, y puso la lámpara sobre ella. Su luz fue en aumento hasta convertir las sombras en una tibia penumbra.

—Deberíamos quitar los maderos de las ventanas para que entre algo de luz de fuera —dijo—. Al menos las del piso inferior.

Todos menos Pau se pusieron manos a la obra. Unos a limpiar y otros a arrancar los tablones. Feo se acercó al taciturno joven, que seguía en el suelo apartado de los demás, y le mostró los dientes. Pau le devolvió el gruñido y se puso de pie.

—Habría que echar un ojo por ahí antes de acostarnos —dijo con malas pulgas.

Por un momento se detuvo el arrastrar de pupitres y el crujido de las maderas al ceder. A Pau no le faltaba razón. El edificio era muy grande y nunca habían puesto los pies en él. Parecía sensato explorar su interior antes de acomodarse. Sin embargo, Víctor se opuso.

—Ya es muy tarde y alguien podría tropezar en la oscuridad y hacerse daño. Mañana tendremos todo el día para revisar el edificio.

—Víctor tiene razón —coincidió Germán—. ¿Qué quieres encontrar en este sitio?

Pau no se atrevió a enfrentarse con Víctor y optó por hacerlo con Germán.

—¡Vaya sorpresa! Al nenaza le da miedo la oscuridad.

Germán pareció desaparecer tras el palo de su escoba. No replicó, pero Bárbara se apresuró a salir en su defensa.

—Eres un gilipollas, Pau.

—Y eso te pone, ¿a que sí, boni…?

No le dio tiempo a completar la palabra. Alejandro se había lanzado sobre él y lo agarraba por las solapas de su cazadora. Se sentía muy atraído por Bárbara y acababa de encontrar una buena oportunidad de salir en su defensa.

—¡Ya te ha dicho que no la llames así, joder! —gritó.

Aunque Pau era más alto, ambos jóvenes tenían la punta de su nariz a menos de un centímetro de distancia.

—Suéltame ahora mismo o…

—¿O qué? ¿Qué vas a hacer, tío duro?

—¡Suéltale, Álex! —ordenó Víctor, desde un lado—. No vale la pena.

Alejandro aflojó la presión de sus manos y Pau se liberó.

—Que os den a todos por culo. Mañana me largo de aquí.

—¿Y por qué no te largas ahora mismo? —le retó Bárbara, que se había colocado protectoramente junto a Clara nada más comenzar la disputa.

—Porque no me sale de los cojones… bonita. ¿De acuerdo?

Esta vez, Pau habló mirando fijamente a Alejandro. Era su forma cobarde de desquitarse. Al ver que éste pasaba de él, como los demás, regresó a su rincón y volvió a sentarse solo y en silencio.

A los otros les llevó más de una hora acondicionar la sala. Las ventanas estaban ahora despejadas, y los pupitres y las mesas alineados junto a las paredes, con lo que quedaba un espacio libre donde colocar las mochilas y los sacos de dormir. Lo que más les extrañó fue que las ventanas estuvieran enrejadas, además de cubiertas con tablones. No eran elementos de la misma época que el resto del edificio. Se notaba que habían sido instalados hacía no mucho tiempo.

—¿Por qué habrán puesto esos barrotes? —preguntó Germán jadeando, mientras sacaba de su mochila una cantimplora.

—Seguramente para que no entren okupas —respondió Víctor con retintín.

Todos rieron salvo Pau. Llevar siempre la contraria se había convertido en una costumbre para él.

—O para que no pueda salir nadie de este puto antro —masculló en su rincón.

Desde el centro de la estancia, Mar clavó en él la mirada. Pau la sostuvo unos segundos, pero finalmente la dirigió hacia otro lado.

—Qué gilipollez —exclamó la joven—. En serio, si no estás a gusto con el sitio y con la compañía, lárgate y déjanos en paz.

Clara lo escuchaba todo con gesto neutro. La chica tenía a Feo en el regazo, dormido ahora plácidamente al calor de su cuerpo. Su hermana Bárbara estaba junto a ella, con las mejillas sonrosadas por el esfuerzo. A unos metros de distancia, Alejandro desvió los ojos cuando lo descubrió observándola. Pero aún la vio, con el rabillo del ojo, sonriendo y agachando la cabeza en un gesto sumamente atractivo.

—¿Qué hora es? —preguntó Alejandro, aparentando indiferencia.

—Las siete menos cuarto —contestó Víctor—. Deberíamos cenar algo y acostarnos. Mañana tenemos mucho que hacer. Será un día muy largo.

Cenaron las latas de conserva que llevaban en sus mochilas. Luego se fumaron un par de porros y se acurrucaron dentro de sus sacos de dormir, en torno a la lámpara halógena. En el aire frío y cargado flotaba el humo de la marihuana. No pasó mucho tiempo hasta que comenzaron los ronquidos y las respiraciones pesadas. La jornada había sido agotadora y cargada de emociones. Sólo Víctor se mantuvo despierto mientras los demás dormían. Ni siquiera Pau llevó en eso la contraria, aunque no compartió los porros y colocó su saco un poco apartado de los demás.

A la tenue luz que llegaba desde las farolas de la calle, Víctor contempló, serio y meditabundo, los bultos a su alrededor y cada uno de los rostros, indefensos y pálidos, que emergían de los sacos en la penumbra. Recordó cómo se había unido a aquel pequeño grupo de jóvenes sin hogar. Y sus historias: lo que había llevado a cada uno a vivir de ese modo.

Él mismo tenía una historia por la que Alejandro pagaría lo que fuera con tal de poder escribirla. Pero les había contado otra muy distinta. Había tenido que hacerlo. De ningún modo podía decirles la verdad.

Con los ojos acostumbrados a la casi nula iluminación, miró el techo y cada una de las paredes. Lo hizo largamente, como si supiera que allí había algo más que desconchones, mugre y humedad. Si alguno de ellos se hubiera despertado en ese momento y le hubiera visto, no habría entendido el significado del extraño gesto que hizo, con una de sus manos, en medio de la oscuridad.

Un gesto muy especial, levantando el brazo derecho y estirando los dedos de la mano, para luego esconder el pulgar dentro de la palma como si redujera en uno la cuenta de cinco. Todo estaba saliendo según lo previsto. La jornada había finalizado también para él. Se arrebujó en su saco y trató de dormir. Sin darse cuenta de que, alguien que tampoco dormía, le había estado observando un momento antes desde las sombras.