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DECIR que el periodista Eduardo Lezo se hallaba en el peor momento de su vida no era un tópico, sino una triste y realista definición de su situación. El abogado de su mujer acababa de enviarle los documentos del divorcio, su hija pensaba que era el peor padre del mundo, últimamente bebía demasiado y estaba a punto de perder su empleo como reportero de sucesos en la cadena pública de televisión de Madrid.

No, no era ningún tópico decir que aquél era el peor momento de su vida. Aunque al menos le quedaba la esperanza de quienes están en el fondo del pozo. Desde allí uno puede conformarse y amargarse o mirar hacia las estrellas.

La noche estaba nublada. Eduardo se había bebido diez Johnnie Walker en un bar cutre y ahora caminaba haciendo eses hacia su apartamento, en la plaza de Santa Ana. Un bonito apartamento que, previsiblemente en breve, no podría seguir pagando.

Antes de acostarse, con parte de la ropa puesta, Eduardo comprobó el buzón de voz de su teléfono móvil. Lo había tenido apagado toda la tarde para evitar llamadas inoportunas, que en ese momento eran todas. Tenía dos mensajes en la memoria. El primero de Lorena, su ex mujer, que le recordaba la cita para el cumpleaños de su hija Celia.

«Cinco años —pensó Eduardo para sí—. Cómo pasa el tiempo…»

La otra llamada era de su buen amigo Miguel Quirós, un renombrado psiquiatra que ni él mismo sabía por qué aún le aguantaba. Quizá porque ambos compartían un interés morboso por los sucesos más truculentos, las historias de buenos y malos y toda clase de conspiraciones. Con una caja de cervezas los dos eran capaces de salvar el mundo mientras se sumían en el agradable arrullo del alcohol, que a la mañana siguiente reclamaría su parte en forma de resaca.

Miguel le pedía en su mensaje que lo llamara en cuanto tuviera un momento. Su voz sonaba temblorosa y entrecortada, lo que era inusual en el siempre tranquilo y equilibrado psiquiatra. Al parecer, su amigo estaba tratando a un nuevo paciente en el hospital en el que trabajaba, y éste le había hablado de ciertas cuestiones que, estaba seguro, iban a interesarle. No decía nada más. Prefería no mencionar detalles por teléfono.

Era muy tarde para devolverle la llamada. Eduardo se quedó intrigado, pero menos de lo que se habría quedado en otro tiempo. Colgó el teléfono y lo dejó sobre la cómoda del dormitorio. Ya nada le estimulaba de veras. Ni siquiera su mujer, aunque por causas ajenas a él, ni mucho menos su abogado. Los papeles del divorcio estaban también sobre la cómoda. Eduardo cogió un bolígrafo y tardó unos segundos en enfocar el espacio donde debía estampar su firma. Manteniendo la mano lo más firme que pudo, los rubricó como una sentencia de muerte. Luego se echó en la cama y trató de dejar su mente en blanco.

No lo consiguió hasta que el sueño y el cansancio vencieron su mareo. Sin embargo, antes de dormirse, en un estado a medio camino entre la conciencia y la inconsciencia potenciado por el alcohol, estuvo pensando en el mensaje de Miguel Quirós y en su voz asustada. Algo estaba a punto de suceder. Era una corazonada. Un mal presentimiento que se desvaneció en la oscuridad.