Prefacio

LA tecnología que se menciona en este libro es real.
Las noticias que se recogen dentro del texto son auténticas.

Eso es lo que debería darnos miedo.

Material adicional disponible en:
www.zurdo-gutierrez.com/elsotano

Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.

GEORGE ORWELL, 1984

El ojo miró a través del minúsculo orificio. Casi no había luz, pero aun así logró distinguir la inconfundible forma de un cuerpo humano. De un cuerpo sin vida, que reposaba boca abajo sobre el frío suelo del sótano. No había paz en la postura que había adquirido al morir. Sus brazos estaban encogidos, sus puños apretados y su boca muy abierta. Como si el pánico se hubiera adueñado del alma de aquella cáscara vacía antes de abandonarla para siempre.

Un leve ruido hizo que el ojo cambiara su ángulo de visión. Alguien acababa de abrir la trampilla que daba acceso al sótano. Tan pronto…

La imagen que apareció era muy distinta de la que cabía esperar. No era «él» quien bajaba por la escalera, sino otro. Un joven que caminaba con paso vacilante. Encendió una linterna. El haz de luz penetró las sombras. Aún no había visto el cuerpo de su compañero. Pero tardaría poco en encontrarlo. Eso no era lo que tenía que ocurrir. Era demasiado pronto.

El ojo siguió a la figura y pudo ver su reacción ante el cadáver. Aquello suponía un gran contratiempo. Pero nada había terminado. Arriba, encima de aquel sótano, la voz de Dios volvió a hablar al hombre que había matado al chico a quien ahora su amigo acababa de encontrar.

«Dios escribe recto en renglones torcidos», dijo la voz, dentro de su cabeza.

—Sí, escribe recto en renglones torcidos —repitió el hombre en un susurro.

Su mirada, ausente, se perdía en la lejanía a través de una de las ventanas enrejadas. El cielo estaba tan oscuro como el asfalto de las calles, y hacía mucho frío. Esa noche iba a nevar otra vez. Sus huesos se lo decían.

«Ésta es mi voluntad: que los infieles paguen por su maldad con un sacrificio de sangre».

El hombre sabía lo que eso significaba. No era la primera vez que Dios le pedía un sacrificio de sangre. Ésa era su justicia. La justicia divina. Rebuscó entre sus ropas y agarró fuertemente el mango de su navaja automática.

—Es la voluntad de Dios… —dijo mientras caminaba hacia la puerta del sótano.