Diez minutos después, Yáñez, Tremal-Naik, la princesa, que tenía al niño en los brazos, y que parecía no haber sufrido jamás aquel misterioso fluido magnético, y finalmente Kammamuri, hallábanse reunidos en una cómoda salita amueblada a la inglesa.
Los dos cocineros del palacete, informados ya de que el marajá y sus compañeros deseaban almorzar, habían preparado la mesa, adornándola con muchas flores.
De las cocinas salían excitantes olores esparciéndose hasta la sala, con gran contrariedad de Yáñez, que, por miedo a sufrir la muerte de sus ministros, se había jurado no comer más que huevos abiertos por sus propias manos y cocos partidos en su presencia.
—Mirad a qué extremos está reducido un marajá —exclamó, dando un puñetazo sobre la mesa—. Ni siquiera puede satisfacer su hambre.
—¿Pero temes que nos envenenen también a nosotros? No se atreverán, señor —dijo Surama.
—La traición nos rodea por todas partes, querida, y no se sabe lo que nos preparan los mercenarios de Shindia, que parecen ser todos parias. Conocen demasiado bien los venenos.
—Te repito que no se atreverán.
—Y yo te digo, reinecita mía, que lo mejor es no fiarse.
Además, se puede vivir perfectamente con sólo huevos, leche de cocos y algún plátano que iremos nosotros mismos a coger al jardín.
—Haces bien, Yáñez —dijo Tremal-Naik.
—¿Conque Shindia se ha escapado? —preguntó Surama, palideciendo.
—Así parece; pero mandaremos a Kammamuri a Calcuta a informarse mejor. Ese bribón, a quien tú pasabas cincuenta mil rupias al mes para que no nos molestase más y siguiese emborrachándose, amenaza nada menos que declaramos la guerra.
—¿No tienes confianza en nuestro pueblo?
—Ninguna, Surama. Tu pueblo necesita un tirano que fusile a sus vasallos para probar sus armas, como hacía Shindia desde las ventanas de palacio, y no dos buenas personas, como tú y yo.
—Me aterráis, señor.
—Tú eres la verdadera soberana, pues yo no soy más que un príncipe consorte, y debemos enterarte bien de todo.
—¿También vos creéis, Tremal-Naik, que va a estallar una insurrección a favor de Shindia? —preguntó Surama.
—Tenemos ya las pruebas —respondió el famoso cazador de la Selva Negra.
—¿Y tendremos acaso…?
—Silencio ahora, Surama —dijo Yáñez—. Después reanudaremos esta interesante conversación.
Habíase abierto la puerta, y los dos cocineros, seguidos de cuatro criados y de los dos perros del Tibet que habían sido salvados del incendio con los elefantes, entraron, llevando sobre grandes fuentes de plata toda suerte de viandas.
—Lo siento por vosotros —dijo Yáñez—, pero todos estos manjares deben volver a la cocina excepto un pudding que quiero dar a los perros. Traednos solamente huevos y nueces de coco. Aquí hay botellas de vino bien lacradas y nos las serviremos nosotros.
Tal fue el estupor de los dos pobres cocineros, los cuales durante una hora larga se habían estado asando ante los hornillos para preparar las viandas, que por poco dejan caer al suelo todo su trabajo culinario.
—Alteza —dijo por fin, reponiéndose, el más viejo—. No parece sino que teméis alguna traición de nosotros.
—No, de vosotros no —respondió en seguida Yáñez—. Ya sabemos que sois dos fieles vasallos; pero no me atrevo a comer vuestros condumios, si no los he visto guisar en mi presencia.
—No tenéis razón, alteza; pues aquí no ha entrado ningún envenenador. Bien sabéis que el palacete está cercado de rajaputos.
—¿Queréis que probemos? —dijo Tremal-Naik—. Kammamuri, saca fuera a uno de los perros y echaremos al otro ese pudding.
—Lo he preparado yo, sahib —dijo el segundo cocinero, con voz trémula—. ¿Por qué dudáis?
—Sentaos allá y probaremos. Que nadie salga —gritó en seguida, al ver que uno de los cuatro criados, un muchachuelo de apenas doce años, de aire astuto y de ojos inteligentes, trataba de ganar disimuladamente la puerta.
—¿Qué te pasa, Tremal-Naik? —preguntó Yáñez—. No parece sino que quieres dar muerte a alguien, según estás de agitado.
—Espera un poco, amigo. Creo haberte dado antes un buen consejo al recomendarte que no te fiases ni aun de tus cocinas.
Después, volviéndose hacia el primer cocinero, le preguntó:
—¿Quién es ese muchacho?
—Es un pinche, sahib.
—¿Cuánto tiempo hace que está a tu servicio?
—Sólo tres días.
—¿Y los otros?
—¡Oh, muchos años! Puede decirse que han crecido en las cocinas del bungalow.
—Está bien. Kammamuri, cierra la puerta y retira al moloso más grande.
—Ya está, patrón —respondió el maharato, que ejecutó la orden con rapidez, ansioso de ver lo que iba a suceder.
Tremal-Naik cogió dos platos, uno de los cuales contenía un asado bañado en vino de Madera, y el otro un magnífico pudding de hermosa corteza dorada, de olor exquisito, y lo puso delante del perro que había quedado en la salita.
—¿Crees que tienen veneno esas viandas? —preguntó Yáñez, enjugándose una gota de frío sudor.
—Esperemos —respondió Tremal-Naik, que no apartaba la vista del mozo sospechoso—. Hagamos una prueba.
El enorme can se había puesto a comer casi con furia, mordiendo ya un pedazo de asado, ya un trozo de pudding. Su larga cola de lanas abundantes se movía frenéticamente.
—¿Adviertes algo, Yáñez? —preguntó Tremal-Naik.
—Que el moloso padece una extraña agitación, aunque todavía no ha comido muchos bocados.
—Mira ahora ese muchacho que intentaba irse sin ser visto.
—¡Me parece que tiembla!
—¡Por Sivah!… —exclamó Kammamuri, dirigiéndose al pinche con los puños crispados.
—Déjalo ahora —dijo Tremal-Naik—. Veremos lo que hace el perro.
En aquel momento, Yáñez se alzó de su asiento gritando:
—¡El perro ha muerto de repente!…
En efecto, el pobre animal, después de haber encogido bruscamente la cola y bostezado largo tiempo, mostrando su terrible dentadura, se desplomó de golpe sobre un costado, y quedó completamente inmóvil.
—¡El pudding estaba envenenado! —gritó Yáñez, apuntando a los dos cocineros con sus pistolas—. ¿Quién ha sido?
—Alteza —dijo el primer cocinero, que temblaba como la hoja en el árbol y sudaba como si acabase de salir de un horno—. No puede haber sido más que ese muchacho.
—Lo llevaré a los elefantes —dijo Kammamuri—, para que se entretengan un rato en jugar con él a la pelota.
—Nada de eso —dijo Tremal-Naik—. Antes debemos averiguar con qué enemigos nos las habernos. Parece que se han introducido aquí también.
—Tremal-Naik, te debemos la vida —dijo el portugués.
Después se acercó al mozo, fijando sobre él una mirada.
—¡Ahora vas a hablar, bribón! —dijo—. Tú has entrado aquí hace sólo tres días. ¿Quién te ha enviado?
El muchacho se estremeció y su lengua pareció quedar paralizada; agitaba los ojos llenos de espanto, y se retorcía las manos.
Kammamuri le hizo beber una copa de ginebra, que pareció galvanizarle.
—Yo hablaré —dijo con voz trémula— para que no me hagáis daño. Yo no sabía que el frasquito que me entregaron contuviese veneno.
Todos le habían rodeado mirándole con vivísimo enojo. Especialmente los cocineros y los otros criados parecían terriblemente exasperados.
Si se les hubiese entregado aquel mozo, lo habrían sin duda arrojado dentro de los grandes hornillos de la cocina, como si fuese una simple chuleta.
—Tú has hablado de un frasco —dijo Yáñez, haciendo a todos señal de que no hablasen.
—Sí, sahib —respondió el pinche castañeteando los dientes.
—¿Y dices que no sabías lo que contenía?
—No, señor; porque yo hubiera probado en seguida el pudding. Os lo juro por Sivah.
—¿Quién te lo dio?
—Un faquir que encontré hace cuatro días, que me sugirió la idea de presentarme a vuestros cocineros para trabajar con ellos.
—¿Y para qué te dio ese frasco? —continuó Yáñez, en medio del silencio de todos.
—Porque decía que haría los manjares destinados al marajá y a la rhani mucho más sabrosos.
—¿Y qué te aconsejó?
—Que echase cinco gotas dentro de algún dulce, pero sin que me viesen los cocineros, para que no robasen el secreto de hacer las viandas mucho más delicadas.
—¡En efecto!… —dijo Yáñez, con ironía—. Tan delicadas, que el que las come, sea hombre o animal, revienta.
—¿Tienes aún el frasco?
—Sí, sahib —balbuceó el muchacho.
Buscó entre la faja blanca que le ceñía la cintura y entregó al portugués un pequeñísimo frasquito de cristal blanco que contenía un líquido rojizo de aspecto repugnante.
—Es inútil que lo destapes —dijo Tremal-Naik a Yáñez—. Ahí dentro hay baba del bis cobra.
—¿Lo crees así?
—Verás.
En un ángulo de la salita dormitaba un magnífico pavo real, ave que se halla también en todas las casas de los indostaneses, donde se les trata con todo cuidado porque representan a la diosa Sarasvati, que protege los nacimientos y matrimonios.
Tremal-Naik quitó al ama del niño un sutilísimo alfiler, destapó la botellita y humedeció en el líquido la punta, y acercándose al pavo le pinchó ligeramente en el cuello.
—Ahora veremos los efectos —dijo—. Nuestros enemigos saben que el veneno del bis cobra, lo mismo que el del cobra y el de la serpiente diminuta, no tienen antídotos posibles, y procuran envenenarnos a todos. ¡Valientes canallas!
El pavo se había despertado bruscamente y estiraba su abundante cola para recogerla después como un gigantesco abanico resplandeciente de oro y tornasoles.
Miró con aire estúpido a las personas que le rodeaban, lanzó dos veces su estridente y desagradable graznido, y al punto comenzó el gran abanico a oscilar como si le sacudiese una fuerte corriente de aire, mientras las alas se alargaban hacia el suelo con un fuerte temblor.
—¿Lo ves, Yáñez? —dijo Tremal-Naik—. Este pobre pájaro está agonizando.
—Ya lo veo —respondió el marajá con voz profunda—. La baba del bis cobra no perdona.
En aquel punto, el soberbio pavo se recogió todo sobre sí mismo, agitó por última vez la cola, mostrando sus matices, y en seguida cayó como herido por un rayo, lo mismo que el moloso.
—¿Te atreverás tú ahora —dijo Tremal-Naik volviéndose al pinche— a tragar una sola gota del líquido contenido en el frasco?
—Ahora, no, señor —balbució el muchacho, cerrando los ojos y poniéndose intensamente pálido—; pero antes, sí; porque yo creía de buena fe que el líquido debía dar mejor sabor a las viandas.
—¿Y no has concebido nunca la menor sospecha de que el frasco podía contener veneno? —preguntó Yáñez.
—No, marajá.
—¿Te dio aquel faquir algo para que tú le obedecieses?
—Sí, un mohr, de oro, que aún conservo y que estoy dispuesto a entregaros.
—¿Has vuelto a ver a aquel hombre?
—Nunca.
—¿Sabrías reconocerlo?
—Si lo encontrase, sí; porque su fisonomía se me quedó profundamente grabada.
—O eres un gran zorro, como me inclino a creer —dijo Tremal-Naik—, o el mayor imbécil que se halla no sólo en todo el Assam, sino en toda la India.
—Y, sin embargo, he dicho la verdad, sahib.
—¿Pero antes no habías visto nunca a ese faquir? —preguntó Yáñez.
—Nunca, marajá.
—¿Tienes familia?
—No tengo a nadie. El hambre del año pasado hizo morir a mi padre, a mi madre y a mis tres hermanos.
—¿No tienes siquiera una cabaña?
—Ninguna; dormía en las que hallaba desiertas o en los jardines, y vivía de frutas robadas.
—¿Qué debo hacer con este muchacho? —preguntó Kammamuri, impaciente.
—Tampoco debe morir —dijo Yáñez—. Irá con nosotros a la pagoda de Kalikó. Quizá podamos hallar también a este segundo envenenador.
—¡Oh, sí encontráramos también a Shindia! —exclamó Tremal-Naik—. La insurrección estaría terminada de un solo cañonazo, disparado sobre la espalda de un solo hombre.
—No creo que Shindia sea tan imbécil que se aproxime tanto a la capital. Ahora estará en la frontera, ocupado en reunir sus parias, sus thugs, sus ladrones y todos los aventureros que acuden siempre adondequiera que haya esperanza de un gran saqueo.
Permaneció un instante en silencio, acercóse después a un escritorio y escribió algunas líneas sobre un pliego de papel.
—Tú, Kammamuri, partirás al momento en uno de mis elefantes hasta la estación ferroviaria de la frontera y mandarás a Sandokán este despacho.
—¿Me voy sin almorzar? —preguntó el maharato sonriendo.
—Almorzarás en la primera aldea que encuentres, y de fijo con menor riesgo que aquí.
—Alteza —dijo el primer cocinero con voz casi llorosa—, ¿no os fiais ya de nosotros? Si queréis, os prepararemos en pocos minutos un nuevo almuerzo.
—¿Sin veneno de bis cobra? —preguntó Yáñez en chanza.
—Os lo juro, alteza.
—Ve, pues, buen hombre. Me fío de ti, y, además, Kammamuri y sus compañeros tendrán también hambre.
—No podrán sostenerse en pie después de una noche tan pesada, señor Yáñez —dijo el maharato.
—Sin embargo, tú irás a vigilar a los cocineros.
—No era menester que me lo dijeseis, aunque tengo confianza absoluta en estos buenos hombres.
En espera del almuerzo, que por poco les manda a todos al otro mundo si llegan a probar el primero, descorcharon algunas botellas de cerveza cuidadosamente selladas y que llevaban impreso en los lacres el escudo del Assam.
Los fieles cocineros cumplieron su palabra. No había transcurrido aún media hora, cuando volvieron corriendo con otros platos aderezados bajo la vigilancia de Kammamuri.
Comieron con presteza y sin aprensión, no olvidándose de los dos prisioneros, ni del rajaputo, que no los perdía de vista, ni tampoco del cazador de ratas ni del joven rastreador.
Como apenas eran las nueve y Yáñez dio orden de que los elefantes estuvieran preparados para las cinco, montados por cien rajaputos escogidos, determinaron descansar un poco.
Sólo Kammamuri, siempre infatigable, se apresuró a ponerse en marcha para no perder el tren que desde Agen, última villa de la frontera, debía conducirle a Calcuta.
Según dijimos, Timul debía acompañarle, mientras los demás se quedaban, junto con cuatro viejos guerreros fidelísimos, para custodiar al brahman y velar por la rhani y por el niño.
Yáñez había resuelto llevarse consigo al paria de la barba blanca y al pinche envenenador. Ayudado por este, confiaba encontrar al faquir.
A mediodía, cuando todos descansaban, Kammamuri abandonó el palacete con el rastreador y dos rajaputos. Montaba uno de los mejores elefantes del marajá, tan bueno casi como el insuperable Sahur.
A las cinco partieron a su vez Yáñez y Tremal-Naik, acompañados del paria viejo y del mozo de cocina.
Todos los elefantes del parque real, que quizá pasaban de veinte, guiados por sus cornacs y con Sahur a la cabeza, habíanse reunido ante el bungalow, ofreciendo un espectáculo extraordinario, especialmente porque todos los houdahs[47] o castilletes estaban llenos de rajaputos formidablemente armados y escogidos entre los montañeses de Sadhia, todos antiguos vasallos del padre de la princesa.
El vecindario, que había reparado lo mejor que pudo los daños producidos en sus casas por el ciclón de la noche anterior, había acudido en masa a recrearse con aquel espectáculo; pero Yáñez advirtió, no sin cierta amargura, que ya no le tributaban los entusiastas aplausos de otro tiempo.
—¿Lo ves? —dijo a Tremal-Naik, que se sentaba delante—. Parece que ya no reconocen en mí al marido de la princesa. ¡Oh, qué ingratos son estos indostaneses!
—Sin embargo, no todos —dijo el famoso cazador de tigres y serpientes de la Selva Negra—. Ya te convencerás, mi querido príncipe.
—Sólo me quedan dos con los cuales puedo en absoluto contar, y se llaman Tremal-Naik y Kammamuri.
—Nosotros somos amigos antiguos, y, además, yo soy ya más europeo que indostano.
—La Nueva India te ha prendido un tanto entre sus anillos.
—Es posible, Yáñez. Ya es tiempo de que también los indostanos hagamos una buena poda en nuestras tradiciones y sacrifiquemos un buen número de dioses completamente inútiles. La insurrección vendrá, te lo aseguro, y entonces los indostanos, conscientes de su propia fuerza, arrojarán al Océano Indico a todos esos vampiros que se llaman ingleses y que nos explotan chupando a nuestro pueblo hasta la última gota de su sangre.
—Espantosa insurrección será esa, que nosotros acaso no veamos, porque estaremos ya bajo tierra. Tal vez mi hijo, si vuelve.
—¿Por qué has dicho, Yáñez, si vuelve aquí? —preguntó Tremal-Naik, conmovido por aquellas palabras que había pronunciado el portugués con melancólico acento.
—¿Qué quieres que te diga, amigo? Presiento que la corona del Assam, un día u otro, me la arrancarán de las sienes.
—¡Qué tristes ideas tienes!
—No muy alegres, en verdad —respondió Yáñez—. Pero mi corona costará muy cara, y chorreará sangre. Perderé, quizá, el Imperio, pues veo que la traición nos rodea por todas partes, pero la lucha será terrible.
—Yo estoy presto para luchar.
—Espera a que llegue Sandokán con sus tigres y a que suelte yo a mis montañeses de Sadhia, y después veremos lo que hace Shindia con sus bandidos y sus parias.
—Empleará los venenos —dijo Tremal-Naik, mientras se ensombrecía su semblante.
—Y pondré a la boca de mis cañones a cuantos envenenadores encuentre. ¡Basta ya de excesivas generosidades! —dijo Yáñez con un gesto de ira—. Con este pueblo debía ser cruel como el exrajá. Sin duda sólo estará contento cuando lo recobre, y se dejará matar por las calles para divertirlo y hacerle pasar las borracheras. ¿No es verdad, Tremal-Naik?
—Tienes razón, amigo; ciertos pueblos deben ser gobernados por tiranos sanguinarios y sin escrúpulos, y uno de estos es nuestro Shindia. Pero como te decía, la insurrección vendrá; quizá algo tarde, pero vendrá, y ese día no quisiera encontrarme en la piel de uno de esos príncipes, como tampoco querría encontrarme en la piel de un inglés. Algo tardío, pero espantoso, sucederá, que hará palidecer a la insurrección de Delhi.
—¡Bah! Al fin y al cabo, como te he dicho siempre, yo no he nacido para guiar un Imperio, sobre todo cuando el carro tiene demasiadas ruedas, que de cuando en cuando rechinan las malditas, como si les faltase aceite. Esperemos a Sandokán, y veremos después lo que debemos hacer.
—¿Crees que partirá al momento?
—No tardará una hora. Siempre ha gozado ese diablo de hombre en batirse en la India. Figúrate si no correrá al saber que estamos en peligro.
—Pero no podrá estar aquí antes de veinte o veinticinco días; quizá nosotros hayamos tardado un poco en avisarle de cuanto aquí sucede.
—Entretanto, proveeremos nosotros. Apenas se me antoje, bajarán a la llanura todos los montañeses de Sadhia, conducidos por el viejo Khampur, que tanto nos ayudó a echar de aquí a ese borracho de Shindia.
—Yo me encargaré de ese asunto —dijo Tremal-Naik.
—Por ahora, esperemos y procuremos sorprender a los conjurados.
Después, volviéndose hacia el viejo paria, le preguntó:
—¿Cuándo llegaremos a la pagoda de Kalikó?
—Si los elefantes apresuran el paso, hacia las dos o las tres de la mañana —respondió el prisionero.
—Guárdate de engañamos, porque no somos hombres capaces de perdonar un delito, y mucho menos una traición.
—Aunque soy viejo, todavía tengo cariño a mi pelleja, marajá. Además, estoy en vuestras manos y ninguno de vosotros me ayudaría ciertamente a huir. Dejadme ir junto al cornac para mostrarle el camino más breve y mejor que nos conducirá a la pagoda.
—Puedes ir —dijo Yáñez, sacándose de la faja una pistola de dos cañones y poniéndola ante sí sobre un pequeño almohadón—. Te advierto que las balas de estos cañones te entrarán por la espalda en cuanto intentes huir.
—Os prometo, alteza, que os seré fiel. No tendréis queja de mí, para que no os mostréis demasiado riguroso con mis compañeros presos en la laguna de los cocodrilos.
—Ni siquiera pensaba en ellos —respondió el marajá—. Cuando termine la guerra, si la hay, quedarán todos libres.
—Os doy las gracias, alteza, en nombre de mis compañeros, los cuales os aseguro que jamás han sabido la verdadera causa de haberlos contratado.
Habían llegado al baluarte de Batur que miraba hacia la inmensa llanura del Sur, cubierta de maravillosa y policroma vegetación.
Los veinte elefantes, uno a uno, por ser demasiado enorme su peso, atravesaron el largo puente levadizo echado sobre un profundo foso erizado de agudas puntas, y en seguida, aguijados por los cornacs, comenzaron a trotar, llegando muy pronto a los espesos boscajes que habían invadido los arrozales, reduciéndose a estrechos límites.
En la India, las plantas se desarrollan rapidísimamente, aunque falten las lluvias. Quizá sus raíces, al profundizar en la tierra, encuentran corrientes de agua encajonadas entre capas arcillosas.
Los veinte elefantes, guiados siempre por Sahur, que les servía de piloto, atravesaban a trote corto innumerables boscajes, haciendo temblar el suelo bajo sus poderosas piernas y estremecerse el follaje con sus formidables barritos.
Delante de ellos huían, poseídos de loco espanto, grupos de nilgó, bandadas de pavones y millares de bulliciosos papagayos.
Realmente, no había por allí sendero alguno; pero aquellos colosos, dotados de una fuerza terrible, abríanse paso fácilmente, rompiendo, tronchando y derribando plantas parásitas y árboles.
Hacia la caída de la tarde llegó la imponente caravana a las orillas de un pequeño lago infestado de cocodrilos, que se mantenían medio ocultos entre las plantas acuáticas, nada dispuestos a habérselas con aquellos gigantes, cuyas fuerzas debían de tener bien conocidas.
—Alteza —dijo, volviéndose hacia Yáñez el viejo paria, que se mantenía a horcajadas detrás del cornac—. Estamos ya a mitad de camino. Vuestros elefantes han trotado mejor que caballos al galope.
—¿Podemos detenernos aquí a cenar?
—Sí, alteza; de lo contrario, llegaremos demasiado pronto. Es mejor sorprender durmiendo a los mercenarios de Shindia.
—Confío en ti; hagamos, pues, un breve alto —respondió Yáñez, volviéndose a poner la pistola en el cinto para evitar una desagradable sorpresa, pues en el fondo no confiaba del todo en su guía.
—Sahur rodeó primero el lago para ver si había por allí animales peligrosos escondidos entre los altísimos kalams, cuyas copas se levantaban a lo alto y cuyo follaje suele servir de refugio a los tigres.
Sahur, que no tenía miedo alguno a los tigres, aunque muchos elefantes los temen y rehúsan obstinamente atacarlos, acabó de dar la vuelta al lago y se reunió a sus compañeros, que estaban ya cenando grandes tortas amasadas con ghi[48] o azúcar clarificada.
No era alimento suficiente para aquellos gigantes, pero el lago estaba circundado por grandes grupos de bar, cuyas hojas son muy apreciadas por ellos.
—¿Hay algo sospechoso? —preguntó Yáñez al viejo paria.
—No, alteza. Estamos aún muy lejos de la pagoda.
—Ya que están cenando los rajaputos y los elefantes, podremos nosotros comer también un bocado. ¿No es verdad, Tremal-Naik?
—A estas horas estará cenando también Kammamuri, sentado cómodamente en un vagón restaurante.
—¡Ah! —exclamó el portugués—. Precisamente estaba pensando ahora en él.
—¿Y qué pensabas?
—¡Qué le pueden envenenar durante el viaje!
—Será imposible; le he recomendado que coma solamente huevos y pan servido en las mesas de los demás viajeros.
—Además, ¿quién quieres que le haya servido, si montaban un elefante?
—¿Qué quieres que te diga? Yo desconfío ahora de todo.
—Verás cómo llega a Calcuta sano y salvo, y mañana recibiremos un parte suyo. ¡Bah! Demos de mano a tristes pensamientos y ocupémonos de la cena.
Los rajaputos, reunidos en grupos, vivaqueaban alegremente, aunque sin encender fuego, no fuese que prendiéndose en los kalams, que estaban demasiado resecos, estallase un espantoso incendio. Pero no tenían necesidad de fuego, pues todos iban provistos de carne fría y otros alimentos que no hacía falta calentar.
Aquellos formidables guerreros, a pesar de que sabían que iban a desafiar a un enemigo acaso peligrosísimo, pues era desconocido, y que podría causar la muerte de muchos, hallábanse tendidos alrededor de los elefantes con las carabinas sobre las rodillas, esgrimiendo animosamente las mandíbulas y bromeando y riendo con estrépito.
Todas las bestias feroces de los contornos, y no debía de haber pocas entre aquellos boscajes, habían callado y se guardaban muy bien de descubrirse. Hasta los cocodrilos del lago, espantados por la presencia de tanta gente y de tan enormes colosos, no hacían oír el más leve ruido.
El marajá y sus hombres descansaron hasta cerca de las diez, en que, por consejo del viejo paria, volvieron a subir sobre los elefantes, ya bien nutridos y dispuestos con placer a hacer una larga carrera.
Volvióse a poner Sahur a la cabeza de la imponente expedición, y la guio a paso velocísimo, sin lanzar ningún barrito, pues su cornac se lo había prohibido.
Los bosques se sucedían unos a otros interrumpidos sólo de cuando en cuando por algunos charcos, donde los elefantes se hundían hasta el pecho.
Nadie hablaba ya, pues en tomo a la pagoda de los conspiradores podía haber centinelas, dispuestos a dar la voz de alarma.
Sería ya la una menos cuarto, cuando el viejo paria dijo a Yáñez, que no le perdía un solo instante de vista:
—Alteza, haz detener aquí a los elefantes.
—¿Hemos llegado?
—La pagoda dista apenas media milla. Si los mercenarios de Shindia oyen a los elefantes, escaparán todos, más listos que antílopes. Además, traéis fuerzas bastantes para caer de improviso sobre ellos.
—¿Y si la pagoda está atrincherada por dentro? —dijo Yáñez—. Las pagodas me han dado con frecuencia muy malas sorpresas. Sin embargo, estoy dispuesto a obedecerte.
—Pero ten cuidado con tu cabeza —dijo Tremal-Naik—, porque cuando el marajá dispara contra un traidor, lo mata siempre.
—Bien lo sé —respondió el viejo—. Además, no tengo armas para rebelarme.
—No te conviene.
—Estoy convencido de ello, sahib.
A una orden de los cornacs, todos los rajaputos abandonaron por segunda vez los elefantes, llevando consigo sus carabinas, sus pistolas y sus tarwars, y se alinearon en dos filas.
Una debía ir mandada por Yáñez; la otra, por Tremal-Naik.
Dióse la señal de avanzar, y las dos pequeñas columnas se pusieron en marcha, disponiéndose a cercar la pagoda y prender a todos los conjurados, o mejor dicho, a los mercenarios de Shindia.
Veinte minutos después habían atravesado un espesísimo bosque y detenídose ante un imponente edificio.
Era la pagoda de Kalikó.
FIN