11. Noche de angustia

El huracán seguía rugiendo sobre la ciudad en un crescendo espantoso. La India sufre a veces largas sequías, pero en ella, como en todas las regiones ecuatoriales, se desencadenan de cuando en cuando, y sin que nadie los anuncie, ciclones espantosos, que nada tienen que envidiar en violencia a los tan tristemente famosos de las Antillas.

—Más hubiera valido que esta tormenta estallase antes, y habría extinguido con su gran masa de agua el incendio que devoraba el palacio del marajá —murmuraba Kammamuri, mientras seguía saltando sobre torrentes amarillentos que brotaban de todas partes, cayendo con estruendo infernal sobre el río de inmundicias, convertido ya en rápida corriente.

Bajo las bóvedas se esparcían olores pestilentes, a causa de haberse removido el fondo del conducto central, en cuyas aguas se corrompían las basuras de toda la ciudad. Allí estaba el peligro de coger el cólera.

—¡Infelices de aquellos tres hombres, si no hubieran sido indostanos! No habrían podido ir muy lejos entre aquellos miasmas asfixiantes.

Entretanto, sobre la superficie de la tierra continuaban estallando los truenos, que retumbaban en las cloacas con tal intensidad, que los tres hombres no podían oírse unos a otros.

—¡La última! —gritó de allí a poco, con voz altísima, el cazador de ratas, recogiéndose sobre sí mismo como un tigre para saltar sobre un furioso torrente, que salía rugiendo siniestramente por una gran abertura.

—¿La última qué? —preguntó Kammamuri, preparándose también al gran salto.

—Ya no hay más corrientes de agua a nuestro paso, sahib.

—Pues el canal está anegado, y esta agua parece venir de un lugar mucho más alto. ¿Estará inundado el refugio de los parias?

El cazador de ratas, en vez de responder, saltó por encima del torrente con la misma agilidad que si tuviese veinte años, y cayó sano y salvo a la otra parte.

Kammamuri y el rastreador, mucho más jóvenes, le siguieron al punto, pero se hallaron con el agua hasta las rodillas, y aquella agua salía del último escondrijo de los parias y del famoso brahman.

—Tú me has dicho que en la rotonda desemboca un conducto, ¿verdad? —preguntó Kammamuri, cuyo corazón latía fuertemente.

—Sí —dijo el cazador de ratas.

—¿Pero esta agua no viene del refugio? Mira cómo baja.

—No te asustes, sahib. La rotonda está en cuesta y se bajará en seguida.

—El huracán no aparenta ceder. Ha sido un verdadero ciclón.

—Quizá es más el estruendo que la fuerza —respondió el cazador de ratas.

—¡Pobre señor Yáñez! ¡Qué noche tan terrible para él!

Habíanse cogido de la mano para resistir mejor las aguas que venían cada vez con más furia de la rotonda, distante apenas unos centenares de pasos.

Evitaron con gran fatiga otra corriente de agua que bajaba de una tenebrosa galería, y avanzaron rápidamente, llevando bien altas las linternas, para que las salpicaduras no apagasen las luces.

—¡Hemos llegado! —gritó el cazador de ratas—. Otro esfuerzo y, si el rastreador no se ha engañado, encontraremos a la princesa.

Empujándose recíprocamente, luchando furiosos con las aguas, que amenazaban siempre arrastrarlos y hundirlos en el río fangoso, entraron por fin en la vasta rotonda.

Del pecho de Timul brotó de repente un grito.

—¡La princesa!… ¡No me equivoqué!

—¿Vive aún? —preguntó Kammamuri, saltando hacia delante.

—Pero… ¿dónde descansa? Sobre una enorme tortuga terrestre, semejante a las que viven en las cavernas de las altas montañas del Himalaya.

—¿De dónde ha salido ese animal?

—¡Oh, yo he cazado muchos! —dijo el cazador de ratas.

Todos se habían precipitado hacia delante, sin cuidarse de las aguas que les rodeaban y que producían dentro de la rotonda un ruido ensordecedor; y habían descubierto a la princesa, encaramada sobre una tortuga tan grande como un barquichuelo y que pesaba varios quintales[44].

—¡Señora, señora! —gritó Kammamuri, sosteniéndola con los brazos para que no se mojase—. ¿Cómo habéis venido aquí?

La princesa le dirigió una mirada todavía incierta, y pareció hacer un esfuerzo supremo para recoger sus ideas.

—Aquel hombre —dijo, por fin— lo ha querido.

—¿El miserable magnetizador?

—Sí, el mismo.

—¿Y ha sido también él quien os ha mandado prender fuego al palacio real?

—Sí, él; siempre él —respondió Surama, con voz débil—. ¡Oh, tengo miedo de ese hombre!

—¿Y no pensasteis, alteza, que podíais abrasar a vuestro hijo, y aun al señor Yáñez, vuestro esposo?

—No sé…, no sé… Yo debía obedecer y obedecí.

—¿Y después el infame os mandó que vinieseis aquí a esconderos?

—Sí.

—¿Cómo habéis llegado sin caer al agua?

—Parecíame que alguien me guiaba y tal vez me sostenía.

—¿Qué maleficio tiene, pues, aquel perro en sus ojos? —aulló Kammamuri, rechinando los dientes—. Pero esto va a acabar, porque el otro ojo se lo sacaré yo con un punzón.

La rhani se había abandonado entre sus brazos como si estuviese sumida en una especie de letargo, pero sus párpados permanecían levantados.

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—¿Podemos irnos? —preguntó Kammamuri, volviéndose hacia el cazador de ratas, que se había sentado tranquilamente, al lado de Timul, sobre el enorme caparazón de la tortuga.

—Es demasiado tarde, sahib —respondió el baniano—. Tenemos que esperar a que toda esta agua halle salida; de lo contrario, seremos arrastrados hacia el río de basura, sin esperanza alguna de salvarnos.

—¡Y el huracán continúa!

—Demasiado, sahib —respondieron los dos hombres, abandonando sus puestos y volviendo a sumergirse en el agua hasta los muslos.

—¿Será un ciclón?

—Es extraño, sahib —dijo el baniano—. Suelen durar poco, pero este no parece acabar.

—Subid sobre la tortuga, y colocad mejor a la princesa. Este buen animal no ha de moverse.

Kammamuri subió sobre el dorso del enorme reptil, y apoyó sobre sus rodillas a la rhani, que continuaba aletargada.

Por el pequeño conducto que apenas tenía medio metro en cuadro, seguían saliendo las aguas amarillentas y comenzaban a no encontrar paso a la salida, por chocar quizá con otros torrentes que se dirigían al conducto central.

El baniano, conocedor de las cloacas, comenzaba a alarmarse al ver que las aguas de la rotonda subían poco a poco, y el ciclón no cesaba. Truenos espantosos resonaban dentro de los canales, sacudiendo las viejas bóvedas, que venían resistiendo desde hacía dos o tres siglos.

A lo largo del canal debían de haber ocurrido enormes derrumbamientos.

Transcurrió una media hora, durante la cual no cesó de retumbar el trueno. Después el nivel de las aguas, tan alto ya que amenazaba ahogar al enorme reptil, descendió bruscamente.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el maharato, que advirtió en seguida el descenso de las aguas.

—Yo creo que el agua que sale de esta rotonda no encuentra ya el torrente que quizá le cortaba el paso —respondió el baniano—. Comienzo a esperar que saldremos pronto de aquí sahib. Ved, también los truenos han cesado.

—Debe de haberse terminado el ciclón —dijo Timul, que cuidaba de que las salpicaduras del agua no apagasen las linternas.

—¿Irá crecido el río de inmundicias? —preguntó Kammamuri.

—Sin duda alguna —respondió el cazador de ratas descabezando a un par de roedores que había intentado saltar sobre el dorso de la tortuga.

—¿Podremos atravesarlo?

—¿No está allí la escala?

—Puede haber sido arrastrada. Debemos pensar en todo.

—No lo creo; las orillas del canal son bastante altas, sahib.

—El agua sigue bajando más y más —gritó entonces Timul.

—Ya casi no sale del conducto.

También la tortuga se había apresurado a huir del peligro de ahogarse, pues afirmando sus robustas patas, procuró dirigirse hacia la salida; pero tuvo muy pronto que ceder. La carga que sostenía era demasiado enorme.

—Después te irás, querida —dijo el baniano—. Ningún mal te haremos, pues te estamos muy agradecidos.

Bajó del caparazón y comprobó con viva alegría que el agua le llegaba ya sólo hasta las rodillas.

—Me parece que ha llegado la hora de que volvamos a la superficie del suelo. ¿Quieres que te ayude, sahib, a conducir a la rhani?

—No es necesario —respondió Kammamuri, bajando a su vez con gran cuidado—. Encargaos solamente de mi linterna, que no puedo llevar yo.

Miraron por última vez al gigantesco reptil, que se había puesto en movimiento y giraba en tomo a la rotonda, y atravesaron el canal de descarga, penetrando en el principal.

Dentro de la cloaca oíase un estruendo enorme de aguas. El río central, extraordinariamente engrosado, había abandonado su pereza y corría agitado, estrellándose una y otra vez rabiosamente contra las márgenes.

Olores pestilentes, casi asfixiantes, se alzaban invadiendo todas las cloacas.

Los tres indostanos apretaron el paso, ansiosos de llegar al sitio donde habían dejado la escala; pero de cuando en cuando tenían que aflojar a causa de pequeñas piedras, caídas de la vieja bóveda, que embarazaban el camino.

Los canales de desagüe continuaban arrojando torrentes de agua fangosa, pero no con el ímpetu furioso que al principio, de manera que podían salvarlos fácilmente los fugitivos, los cuales se mantenían siempre alejados del río central, y uno detrás de otro.

Como de costumbre, el cazador de ratas iba a la cabeza, y antes de avanzar escuchaba el ruido de las aguas, temiendo alguna nueva y más violenta inundación.

Kammamuri venía después con la rhani, que aún no se había despertado.

El último era el rastreador, que ya no tenía nada que rastrear.

Caminaron, descansando a veces, durante una media hora, y llegaron por fin al sitio donde se hallaba la escala.

Las aguas del canal no habían llegado a subir hasta el punto de poderla arrastrar.

—Hemos sido afortunados —dijo el cazador de ratas—. Si nos llega a faltar esta pasarela, estaríamos perdidos.

—Hará falta mucho valor para atravesar esa hedionda corriente que exhala olores tan sofocantes —dijo Kammamuri—. Da miedo ver estas aguas alborotadas.

—¿Quieres darme por un momento a la rhani? Yo estoy más avezado que tú a estas travesías.

—No; yo sólo la llevaré y se la entregaré al marajá.

—Entonces, déjame que te preceda con la linterna. No olvides que falta un paso.

—No lo he olvidado, y eso es lo que me preocupaba.

—Estaré yo pronto a ayudarte.

El cazador de ratas cogió las dos linternas y avanzó intrépidamente sobre la escala, sin preocuparse del terrible estruendo de las aguas lanzadas en carrera desenfrenada.

¡Cuántas inundaciones había visto él en aquellas cloacas, y cuántas veces se había salvado por sólo un milagro!

La peligrosa travesía se hizo en menos de un minuto, y los tres hombres, con la princesa, se hallaron en la otra orilla, que conducía a la salida del gran canal, junto a la vieja mezquita en ruinas.

—Nos hemos salvado por fin —gritó el baniano.

—Escapemos antes de que el río se desborde.

Lanzáronse a toda carrera, saltando algunas veces sobre peñascos enormes caídos de la bóveda a consecuencia de aquel retumbar de truenos, y descubrieron una luz tenue.

Por fuera alboreaba, y el ciclón, con la misma rapidez que había estallado, habíase deshecho, no sin haber causado graves daños en los barrios pobres, cuyas cabañas habían sido arrastradas como si fuesen hacecillos de paja.

—¡El ratt, el ratt! —gritó el baniano.

En efecto, el bravo conductor de los cebús no se había alejado. Habíase refugiado con su coche y sus bueyes bajo un pórtico y esperaba pacientemente a los salvadores de la princesa.

—Os creía muertos —dijo, sacando en seguida fuera su carruaje—. He temido mucho por vosotros.

—Pues, como ves, hemos vuelto con la rhani —respondió Kammamuri, subiendo al lindo vehículo y acomodándose bajo su cúpula—. Vamos.

Los cebús partieron a galope desenfrenado, bufando y mugiendo, mientras las tinieblas comenzaban a disiparse rápidamente.

Fue una carrera fulmínea, pues el conductor, no contento con pinchar a los pobres animales, retorcía cruelmente las colas a los dos más cercanos.

—Hemos llegado —dijo Timul, mientras varios soldados se precipitaron sobre ellos apuntando sus carabinas.

—¡Paso! —gritó Kammamuri—. Os traigo a la rhani. ¿Dónde está el marajá?

—Junto a los prisioneros, sahib —respondió el jefe de la compañía, ordenando a sus hombres que abriesen filas.

—¿Debemos seguirte, sahib? —preguntó el cazador de ratas.

—Por ahora, no; si necesito de vosotros, os mandaré llamar.

Apretó bien entre sus brazos a la rhani y se precipitó en el bungalow, penetrando al punto en la sala baja, donde se hallaban los dos prisioneros, y que estaba aún alumbrada.

Yáñez, que interrogaba, ayudado de Tremal-Naik, al viejo paria, al oír abrirse la puerta con estruendo, se volvió y lanzó un grito intensísimo.

—¡Mi mujer!… ¡Mi Surama!… ¡Oh, gracias, Kammamuri! Ya comenzaba a desesperar.

La cogió entre sus brazos, la apretó contra su pecho y estampó un beso en su frente.

Al contacto de aquellos labios, la princesa abrió los ojos, y los fijó en su esposo.

—¡Surama! ¡Surama mía! —exclamó el marajá, estrechándola contra su corazón—. ¿Dónde has estado? ¿Qué te ha ocurrido, que vienes toda empapada de agua? ¿Has querido desafiar el ciclón?

La rhani no respondió. Miró alrededor, y atraída por una fuerza misteriosa, clavó sus ojos en el lecho donde jadeaba el brahman, sujeto siempre por robustos cordeles.

—¡Por todos los dioses de la India, habla, Surama! —gritó el portugués, con voz casi imperiosa.

La princesa le rodeó el cuello con sus brazos y dijo con voz ronca:

—¡Oh, qué horrible sueño! ¿Verdad que he soñado, dueño mío?

Kammamuri hizo al portugués un signo negativo. No había soñado, por desgracia, la pobre soberana del Assam.

—¡Oh, qué horrible sueño! —repitió Surama, estremeciéndose toda, y estrechando el cuello del portugués—. ¡Cuánta agua he visto correr! Y después pasé por una escala, y encontré un enorme reptil, una tortuga.

—¿Has soñado? —dijo Yáñez.

—Creo que sí, señor. ¿Cómo podría, si no, encontrarme aquí?

—¿Y no has visto en sueños también a Kammamuri? —preguntó Tremal-Naik.

—No…, no…, no lo he visto, pero me parecía oírle de lejos amenazar al reptil para que no me hiciese daño.

—¿Estás cansada, verdad, mi pobre Surama? —preguntó Yáñez.

—Sí, esposo mío, y quisiera descansar un rato junto a mi hijo.

—El ama del niño te cambiará la ropa, pues estás toda mojada, y te dormirá cantándote alguna de tus canciones favoritas. Vamos, princesita mía, nosotros tenemos aún que hacer aquí.

Llevándola siempre muy abrazada, salió por otra puerta que conducía a las habitaciones reales, mientras Kammamuri informaba rápidamente a su patrón de cuanto había acontecido.

Un minuto después volvía el marajá. Su semblante estaba alterado por concentrada cólera, y sus ojos, ordinariamente serenos, despedían relámpagos.

—¿No ha soñado, verdad, Kammamuri? —preguntó.

—No, señor Yáñez. La hemos encontrado en la rotonda que ocupaban los parias, asida a una gigantesca tortuga.

—¿Entonces ese perro de brahman sigue imponiéndole su voluntad?

—Sin duda alguna.

—¿Qué hacer? —preguntó Yáñez, mirando a Tremal-Naik, que parecía muy preocupado.

—Yo, en tu caso, dejaría completamente ciego al miserable —respondió el indostano—. Sácale los ojos, y el fluido misterioso cesará de obrar.

—Pero yo no quiero que muera ese hombre —dijo Kammamuri.

—Se puede vivir sin ojos —respondió fríamente Tremal-Naik—. Además, el viejo paria nos ha revelado bastante, aunque aún nos falta saber el nombre del desconocido que se dispone a levantar aquí una insurrección.

—Ese nombre lo conocía sólo el brahman, ¿verdad, patrón?

—Sí, Kammamuri.

—Entonces es preciso que viva. En cuanto a la pérdida de la vista, nada me importa. Puede hablar sin ver.

—¡Ah, no! —dijo Yáñez—. Primero tiene que despertar a Surama. Me espanta que mi mujer tenga que estar siempre magnetizada y sujeta a mandatos incomprensibles.

—Tienes razón, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. Primero debe liberarla del fluido magnético.

—Entonces, dejadme obrar a mí —dijo Kammamuri.

Aproximóse al lecho sobre el cual yacía el brahman o paria, como queramos llamarlo. El desgraciado, rendido de sueño, de hambre y sobre todo de sed, se hallaba en un estado deplorable. Pero su único ojo lanzaba todavía destellos misteriosos, intentando fascinar a los tres hombres. Kammamuri cogió de una mesilla una botella de cerveza y un gran vaso, y destapó aquella delante del prisionero, diciéndole:

—Si mandas despertar a la rhani, te daré a beber este vaso de cerveza.

Un ronco silbido salió del pecho del prisionero, y pareció crecer la extraña luz de su mirada.

—¿Me has entendido?

El brahman, que no podía resistir por más tiempo su espantosa sed, hizo un signo afirmativo.

—Ordena, pues, a la rhani que vuelva al estado lúcido.

—Ya… está… hecho —dijo con voz ronca.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri—, id a comprobarlo. No quiero dejarme engañar por este hombre.

El portugués salió casi corriendo, y poco después volvía con alegre semblante.

—El encanto se ha desvanecido —dijo—. Surama está ya en pie y no recuerda nada. Da de beber a este miserable.

Kammamuri acercó a los labios del prisionero, ya negros y agrietados, el vaso de cerveza, y se lo vació en la garganta.

Un verdadero aullido de fiera satisfecha sacudió el pecho del brahman.

—¿Estás mejor ahora? —preguntó Kammamuri.

—¡Más…, más…!

—Bien; pero nos dirás por cuenta de quién obran los parias.

—No… lo… sé…

—Sabemos que tú eres su jefe.

—¿Quién… lo… ha… dicho…?

—Ese viejo cazador de cocodrilos que se halla atado sobre otro lecho, y a quien tú debes conocer muy bien.

—Ese… perro…

—Y nos ha dicho también que tú estás a sueldo de Shindia, el exrajá.

El brahman lanzó un verdadero rugido, y volviéndose hacia el viejo, que presenciaba impasible aquella escena, recogió todas sus fuerzas y dijo bramando:

—¡Traidor!…

—¡Ah, por fin te has rendido! —gritó Yáñez, echándose casi encima del miserable—. Ahora no negarás ya que fuiste tú quien envenenaste a mis ministros. Mójale la garganta para que pueda hablar mejor, mi buen Kammamuri.

El maharato le obedeció prontamente, y el prisionero, devorado por una sed que había llegado a ser casi inextinguible, apuró un nuevo vaso de cerveza.

—¿Confesarás ahora? —le preguntó Yáñez, empuñando una pistola.

—¡Me han… hecho… traición…, los muy perros! —aulló el brahman, con un tono de voz que no tenía nada de humano—. Es ya inútil… que lo niegue… Trabajo en favor de Shindia… y yo fui el que envenené a tus ministros con baba de bis cobra. Ahora mátame, si quieres… No puedo ya resistir…, tengo sueño.

—Apura primero toda la botella —dijo Kammamuri—. Más tarde te daremos de comer cuanto quieras y más cerveza.

—Y después me mataréis…, ¿verdad?

—Ni la princesa ni yo hemos decidido aún tu suerte —dijo Yáñez, con voz grave, volviendo a poner el arma en su ancha faja de seda—. Tú quizá puedas vivir, aunque sólo te quede un ojo, y hasta llegar a ser rico, porque yo sabré pagarte mejor que el rajá, te lo aseguro. Las cajas del Estado están harto colmadas de rupias y de mohrs[45].

—No cumplirás tus promesas, alteza… Además, la vida no me importa.

—Confiesa que eres un paria y no un brahman.

—Sí, soy un paria, pero hijo de un famoso capitán.

—Que debió de ser tan bribón como tú, si no más —dijo Tremal-Naik, que había sujetado al viejo para impedirle hablar, disculpándose de aquella traición que no había cometido.

—Era un gran capitán.

—¡De ladrones! —gritó el viejo, que no pudo guardar por más tiempo silencio.

—Los ladrones constituyen también una casta en la India —dijo Yáñez—, y por eso no se los considera como famosos bribones. Por lo demás, esto no nos interesa. Ahora sabemos ya lo suficiente, y, por el momento, sólo nos falta hacer una visita a la pagoda en Kalikó con un buen golpe de rajaputos.

—¿Kalikó? —preguntó Kammamuri.

—Durante tu ausencia el viejo nos ha revelado datos preciosos, y sabemos dónde podremos sorprender a los capitanes de Shindia.

—¿Ha venido, pues, el rajá?

—Esto lo debes comprobar tú. Antes de que el sol se ponga, partirás, y te dirigirás a aquella ciudad. Necesito también que vayas allí para que le pongas a Sandokán un telegrama cifrado, diciéndole que venga aquí lo más pronto posible con algunos centenares de malayos. Sólo cuando vea a ese hombre me consideraré algo seguro.

—Sin embargo, todo el país parece tranquilo, señor Yáñez.

—Sí, muy tranquilo. Hace dos horas hemos recibido un telegrama de Silkar, avisándonos que los habitantes se habían insurreccionado ayer de repente, con el pretexto de no pagar los impuestos, y habían abatido las banderas de la rhani, aunque sin atreverse hasta ahora a enarbolar las de Shindia.

—¿Y la guarnición?

—Pasada toda a cuchillo. Allí abajo no nos queda ya ni un soldado para hacer respetar nuestro Gobierno.

Yáñez sacó un cigarrillo, lo encendió con su flema acostumbrada y, aspirando rápidamente un par de bocanadas de humo, dijo:

—Shindia quiere medir sus fuerzas conmigo y encender nuevamente la guerra entre estas gentes que yo he tratado, por todos los medios posibles, de civilizar. ¡Bien está! Veremos si me quedo aquí victorioso, junto a mi hijo, o me obligan a volverme a Malasia. En verdad, allí estaba mucho más contento que aquí.

Pasóse una mano por la frente y pareció reflexionar.

—No queda otra cosa que hacer —dijo, después—. Tenemos veinte elefantes y muchos guerreros dispuestos a dejarse matar por nosotros, y, además, vendrán también los montañeses de Sadhia, que con tanto valor me ayudaron a ganar para la rhani la corona que le pertenecía.

Kammamuri le señaló al prisionero, con un gesto amenazador.

—No —dijo Yáñez—, el ojo que le queda puede sernos útil. Creo que este hombre se decidirá, mediante una buena paga, a ponerse a nuestro servicio. Deja, pues, quieto tu tarwar, tigrecillo. ¿Están contigo el cazador de ratas y Timul?

—Sí, señor Yáñez. Creo que se hallan en compañía del rajaputo que nos mandaste.

—Que vengan a cuidar de estos hombres, y tú sube a mi cuarto, donde ya debe de estar preparado el almuerzo. A pesar del ciclón, los cocineros no han estado ociosos. ¡Por Júpiter! Hacía tres meses que no guisaban para mí ni para la rhani.

—Pues bien: ¿quieres un consejo? —dijo Tremal-Naik—. Bebe de botellas que estén selladas y no comas más que huevos. No me fío de todos estos envenenadores.

—Dejaremos entonces que se coman la tiffine[46] los dos perros del Tibet. Había olvidado el peligro. Vamos; ya es de día y la noche ha sido muy larga y penosa. Preparemos entre huevo y huevo nuestro plan de batalla.