10. En busca de la princesa

El incendio habíase enseñoreado por completo del imponente y magnífico palacio de los rajás del Assam; y mal combatido por aquellas diez bombas destrozadas (que a cada paso se entorpecían por tener todos los tubos acribillados sin duda por los dientes de las ratas, plaga de la India), crecía más y más en fuerza, favorecido por el viento que bajaba de las vecinas montañas.

Aunque los robustos muros de piedra y los dos pisos inferiores resistían, las techumbres, las galerías, hechas todas de madera de palosanto, y los pisos superiores construidos con palorrosa, ardían completamente, lanzando hasta el cielo llamas espantosas.

Ya los soldados, la policía y el vecindario habían renunciado a luchar con ellas, abatidos por la inutilidad de sus esfuerzos y atemorizados por los continuos turbiones de chispas que salían por las ventanas y caían sobre la calle, abrasando las carnes desnudas de los indostaneses.

Solamente hacia una esquina del palacio, donde se hallaban las habitaciones de la rhani, seguían aún funcionando como podían las bombas, y los rajaputos, colocados en largas filas, continuaban pasándose unos a otros grandes cubos de agua, que eran después vaciados en la gigantesca hoguera.

Tremal-Naik y Kammamuri encontraron al portugués entre las bombas, con su inseparable cigarrillo en los labios.

Ni aun la destrucción de su palacio le había impedido mezclar algunas bocanadas de humo perfumado con el negro y hediondo que vomitaban sin cesar las ventanas.

Mostrábase, sin embargo, extremadamente nervioso. Iba y venía dando órdenes, pero después se detenía como si se hubiese derrumbado toda su extraordinaria energía.

—¡Hola, Yáñez, amigo mío! —le dijo Tremal-Naik—. Nunca te había visto tan agitado, ni siquiera cuando luchabas en tremendas batallas con la muerte ante los ojos.

El portugués tiró rabiosamente el cigarrillo y dijo:

—Ya sabrás que se trata de mi mujer.

—¿No quedó dentro del palacio?

—Ya te he dicho que no; la han visto salir pocos minutos antes de estallar el incendio.

—¿Pero no cuidabas tú de ella?

—Me habían llamado los ministros para importantes asuntos de Estado. ¡Que el diablo se lleve todos los Estados con todos sus organismos, que ya no funcionarán nunca como quieren los pueblos!

—¿Habrá sido robada, señor Yáñez? —preguntó Kammamuri, mientras se derrumbaba con inmenso estruendo un soberbio salón, levantando nubes de chispas.

—No; yo creo que ha obedecido a alguna orden del hombre que la tenía hipnotizada.

—Nosotros sabremos encontrar sus huellas, señor Yáñez.

—Ya lo sé, y por eso no desmayo —respondió el portugués—. Es inútil ya que permanezcamos aquí. Dejemos que el fuego devore todo lo que quiera, y vámonos al palacete de Rampur, donde ya se ha refugiado el ama con el niño, defendidos por una buena escolta para impedir cualquier sorpresa desagradable. Parece, amigos, que navegamos entre mil escollos traidores.

—Lo sabemos mejor que tú —dijo Tremal-Naik—. Hemos capturado al jefe de los parias que habitaban las cloacas, y este ha empezado ya a hacer revelaciones.

—¿Y el brahman? ¿Ha muerto abrasado?

—¡Oh, no, señor Yáñez! —dijo Kammamuri—. Hemos conseguido salvarlo. Sólo han muerto los filósofos.

—¿Todavía vive? ¿Dónde está ese canalla? Necesito matarlo.

—Ahora menos que antes, si es que quieres saber quiénes son los que envenenan a tus ministros y se preparan a arrebatar el trono a la rhani —Kammamuri, conduce a los dos prisioneros al palacio de Rampur. Vamos a asistir a un careo interesante.

—Según veo, se ha salvado un ratt con sus cebús, y no tardaremos en reunimos.

—Bien, patrón —respondió el valiente maharato, alejándose a la carrera para encontrar a Sahur.

Una carroza con cupulilla de oro, tirada por cuatro bueyes de carrera, había sido puesta a salvo, con un gran número de elefantes que ocupaban el parque, y cuyos conductores habíanse apresurado a retirarlos al ver las primeras chispas.

Tratábase de veinte proboscidios, entre coomareahs y merghees, amaestrados para la caza y aun para la guerra, cada uno de los cuales, una vez lanzado a la batalla, valía más por sí solo que un regimiento de rajaputos.

Yáñez miró por última vez aquel palacio que continuaba ardiendo, y donde tan felices días había pasado con la princesa, y subió a la carroza en compañía de Tremal-Naik.

—¡Al palacete de Rampur! —gritó al conductor.

—¡Al galope!…

Nunca era menester decírselo. Los cebús, pinchados hasta brotar sangre por la larga aguijada, emprendieron una carrera infernal, tratando de alcanzar a Sahur, el cual, con sus inmensas zancas, había tomado tal portante, que ya no se le descubría. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos sus barritos, que se iban debilitando rápidamente.

La muchedumbre, que llenaba todavía las calles, abría prontamente paso a la rica carroza del marajá, saludando a este con respeto; pero estos saludos ya no le parecían a Tremal-Naik los mismos de otro tiempo. La población, que había saludado con grandes fiestas la coronación de la rhani, y la prisión de aquel loco alcoholizado de Shindia, debía de haber sido soliviantada quién sabe por qué traidores, salidos de las cloacas o de otros escondites lejanos.

Sin duda había conjurados que tramaban la destrucción del Imperio assamés, como Yáñez quiso llamarlo para infundir más respeto a las naciones vecinas, siempre dispuestas a rebelarse.

En menos de un cuarto de hora recorrió el carruaje su camino y se detuvo ante la quinta o palacete de Rampur, donde ya se hallaba Sahur devorando un buen pienso de cañas de azúcar y hojas de ficus religiosa[42].

Rampur era más que otra cosa un bungalow, no muy elegante, pero acomodado a las exigencias del clima, con alta techumbre en forma de pirámide y muchas oangas riparate cubiertas de día por bellísimas persianas de variados matices para mantener cierta frescura.

A los dos lados de la construcción principal se extendían varios cobertizos, donde se hallaban ya a salvo los elefantes sustraídos al fuego. Alrededor había por todas partes bellísimos jardines, con árboles muy altos y frondosos.

Kammamuri, que había llegado el primero, esperaba a Yáñez y a Tremal-Naik, junto al rastreador y al cazador de ratas.

—¿Están en lugar seguro esos bribones? —preguntó el cazador de serpientes de la Selva Negra.

—Ya lo creo, patrón —respondió el maharato—. Está con ellos el rajaputo, que vigila a su lado, y este hombre mete demasiado miedo con sus puños, semejantes a martillos.

—¿Están juntos?

—Sí, patrón.

—Pues vamos a ver a esos canallas. Como no me llegue a decir en dónde está la rhani, los voy a hacer atar a la boca de un cañón. El brahman ha vivido ya demasiado —dijo Yáñez, que parecía haber perdido su flema acostumbrada.

Saltaron a tierra, y entraron en el bungalow precedidos de Kammamuri, penetrando en un saloncito al nivel del suelo, con el pavimento de piedra, y amueblado según el gusto inglés, con una gran mesa de caoba, un piano, muebles ligeros conteniendo vasos y licores, y sillones enormes de alto respaldo, de más de dos metros de ancho y construidos con madera de rotang.

Sobre dos de aquellos sillones se hallaban tendidos y bien atados el viejo paria, preso en la laguna de los cocodrilos, y el famoso brahman, ya medio muerto, pues parecía estar agonizando.

—¿Es este hombre el que ha hablado? —preguntó el portugués señalando al viejo.

—Sí, amigo —respondió Tremal-Naik—. Por él sabremos mucho más que por ese perro, que se obstina en venderse por brahman.

—Pero nuestro primer prisionero está casi moribundo. Hazle beber algo, Kammamuri.

—No será cerveza, señor. Se alegraría mucho el pobrecillo, pero no yo, que he velado tanto tiempo por él.

Aproximóse a un elegante mueble de diversos compartimientos, llenos todos de botellas polvorientas y de vasos, y se puso a leer los rótulos.

Whisky —dijo de allí a poco, apoderándose rápidamente de una botella de cuello larguísimo—. He aquí lo más a propósito para resucitar a un moribundo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Tremal-Naik—. ¿Quieres matar a ese hombre? Para eso lo mismo daba que lo hubieses dejado abrasarse en el subterráneo con los filósofos.

—Nada de eso, patrón —respondió el maharato, destapando una botella—. Este chacal debe de tener intestinos de cocodrilo. Verás qué pronto se despierta.

—Quizá para dormirse después para siempre —dijo Yáñez—. Dale una botella de cerveza, que aunque no esté fresca, la beberá como si fuese el más delicioso refresco.

El maharato sacudió la cabeza.

—No, no —dijo después—. Nada de agua ni cerveza, sino fuego. Dejadme a mí, señor Yáñez, y os aseguro que este hombre, aunque esté casi ciego de vuestro terrible puñetazo, no morirá.

—¡Oh, los parias tienen la piel muy dura; son los más resistentes de todos los indostanos!

Diciendo esto, llenó un largo y finísimo vaso de cristal amarillo y se lo acercó al paria, que se obstinaba en tener cerrado el único ojo que le quedaba.

—Bebe, amigo —le dijo—. Debes de tener mucha sed.

—¡Agua…, agua…, cerveza! —rugió el miserable, abriendo la boca.

—¡Toma, bébete esto!

El brahman, devorado por la sed, apuró de un trago el contenido del vaso, tomándolo por otra cosa.

De pronto, y a pesar de que las cuerdas le tenían bien sujeto a los brazos del sillón, dio un salto, acompañado de un gesto espantoso.

—¡Me abraso! —exclamó con voz ahogada—. ¡Agua!

—Sí, en seguida, un cubo entero, con tal que te decidas por fin a hablar.

—Nada sé… Nada…

—Entonces toma otro vaso de este licor delicioso —dijo el implacable maharato, tratando de acercárselo a los labios.

El prisionero lanzó un aullido espantoso, un verdadero aullido de fiera, y se echó violentamente hacia atrás, forzando las cuerdas hasta hacerlas penetrar en sus muñecas.

—¡No…, no! —rugió el desgraciado.

—Ahora, miserable, me dirás dónde se halla la rhani —gritó Yáñez, acercándose amenazador—. Sin duda ha obedecido a alguna orden tuya, pues debe de estar aún sujeta a tu influencia.

—La rhani…, la rhani… ¿Quién es?… ¿Dónde está?…

¡Ah!… ¡Me parece estar viéndola!

—Apura este otro vaso y la verás mejor —le dijo Kammamuri, acercándole la ligera copa a los labios. El prisionero la cogió con los dientes y la hizo pedazos, derramándose encima todo el contenido.

—No parece sino que este hombre tiene realmente alma de brahman —dijo Tremal-Naik—. Semejante resistencia asombra.

Y hace ya dos días y dos noches que no ha bebido nada, con el calor tan intenso que hace.

—¿Qué hacer? —se preguntó Yáñez, mesándose los cabellos—. Yo quiero que este miserable me diga dónde ha enviado a la rhani.

—Este hombre se dejará morir antes que decir nada, alteza.

—¿Pero tú crees que la habrá mandado pegar fuego al palacio, y después marcharse?

—Tal creo, señor; porque vuestra mujer continúa siempre bajo la influencia del magnetismo.

—¿Adónde la habrá mandado ir? ¿Adónde?

—Nosotros lo sabremos muy pronto, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Quedaos aquí con mi patrón y el rajaputo, e interrogad entretanto al viejo paria de la barba blanca. El os revelará, sin duda, muchas cosas interesantes.

—¿Y tú, adónde vas?

—Me vuelvo con Timul y el cazador de ratas al palacio para seguir las huellas de la rhani. Antes del alba tendréis alguna noticia o habréis recobrado quizá a vuestra mujer. Vigilad a estos hombres y velad por vuestro hijo. Tengo mucho miedo a las traiciones.

—El palacete está cercado por un escuadrón de rajaputos —dijo Tremal-Naik, que se había acercado a una ventana—. Nadie osará acercarse, al menos por ahora.

—Si se trata de Shindia, no puede haber reunido ya las tropas suficientes para atacar la capital.

—Id —dijo Yáñez, que se mesaba la barba y paseaba furiosamente por el saloncillo, lanzando de vez en cuando miradas terribles al brahman, el cual parecía haberse aletargado—. ¡Devolvedme a la rhani! ¡Traedme a mi mujer!

—Yo seguiré sus huellas, alteza —dijo Timul—. Ya sabéis que jamás me he equivocado.

Los tres hombres se proveyeron de lámparas, y en seguida abandonaron rápidamente el bungalow, montando sobre el ratt y no sobre el elefante.

Cincuenta o sesenta rajaputos y varios guardias de policía rodeaban por fuera el edificio, armados de carabinas y pistolas.

El marajá podía estar allí tranquilo, pues nadie, fuera de sus ministros, atravesaría la vigilante guardia que le cercaba.

Los cebús partieron en seguida a buen trote hacia el palacio real, que se hallaba ya en tinieblas por haberse estrellado el incendio contra los macizos muros de piedra.

El vecindario se retiraba rápidamente comentando la grave desgracia acaecida al marajá y a la rhani; así, pues, los bueyes de carrera podían avanzar con rapidez, sin peligro de arrollar a nadie.

—¿Qué piensas tú, sahib? —preguntó el cazador de ratas a Kammamuri—. ¿Conseguiremos encontrar a la princesa?

—Yendo con Timul, sí —contestó el maharato—. Este muchacho posee acaso un sentido que a nosotros nos falta, y ya verás cómo nos conduce a buen término.

—Algo difícil me parece encontrar una huella en medio de las calles polvorientas holladas largo tiempo por centenares de personas.

—Timul ha seguido el rastro de muchos malhechores peligrosos, sin perderlo nunca, y a veces por centenares de millas, logrando siempre encontrarlos y hacerlos prender. Cómo lo hace, no lo sé; como tampoco sé explicarme por qué ciertas personas privilegiadas perciben desde muy lejos el ruido de las aguas que corren bajo la corteza terrestre. ¿Sabrías descubrir tú esas abundantes corrientes subterráneas, que más tarde suministran agua abundante a los pozos?

—Yo, no —respondió el baniano.

—Ni yo tampoco.

—¿Tienes, pues, confianza, sahib?

—Mucha, y hasta abrigo una sospecha —dijo Kammamuri.

—¿Cuál?

—Que la princesa no ha salido de la ciudad, sino que se halla más próxima a nosotros de lo que imaginamos. Tengo una idea fija, que, por ahora, quiero reservarme.

—¿Qué increíble poder tienen los ojos de ese hombre?

—Ya viste que hasta hizo retroceder a las ratas hambrientas.

—Bien me acuerdo, sahib.

—Hemos llegado —dijo en aquel momento el joven rastreador.

El ratt se había detenido ante la gigantesca fachada del palacio real, toda ennegrecida por el humo, pero siempre sólida sobre sus numerosas y magníficas columnas.

El incendio se había extinguido, no ya por los esfuerzos de los bomberos, sino por la falta de materias combustibles. Todos los pisos superiores, las galerías y las techumbres habían sido destruidos, pero el piso bajo se salvó del fuego, merced a sus paredes y pavimentos de piedra.

Numerosos guardias y rajaputos rodeaban el palacio alejando a los últimos curiosos, entre los cuales podían hallarse famosos ladrones dispuestos a aprovecharse del siniestro.

Kammamuri hizo llamar a un jefe de policía, y después de sostener con él un breve y rapidísimo diálogo, entró con Timul en el vasto vestíbulo inundado de agua por los últimos chorros de las bombas.

—Sólo una babucha, sahib —había dicho el rastreador.

—El fuego no ha llegado a la habitación particular de la rhani, donde encontraremos no una, sino cien babuchas.

Atravesaron corriendo dos inmensos salones y llegaron a la puerta del saloncillo de Yáñez.

Las bóvedas de piedra no habían cedido ni aun bajo el enorme peso de los pisos superiores, pero los tapices de los muros, las magníficas cortinas y hasta las alfombras se habían ennegrecido, y parecían como carbonizados por un lento fuego.

Kammamuri se precipitó a través de las habitaciones privadas de la rhani y del marajá, en las cuales reinaba todavía una temperatura de horno, y llegó al gabinete blanco.

También allí se habían ennegrecido y estaban a punto de caer todos los tapices, bordados de oro y sedas.

Kammamuri abrió un gran cofre de nogal incrustado de plata y madreperla, hurgó en su interior por algunos instantes, y después alargó al rastreador una linda babucha de terciopelo amarillo y punta retorcida, con bordados de varios colores, y preguntó a su compañero:

—¿Te basta?

—Sí, sahib.

—Ahora vámonos pronto o quedaremos cocidos como tortas. No parece sino que estamos dentro de un horno gigantesco.

Emprendieron la vuelta, pero, al llegar a cierto sitio, detúvose el maharato. Hallábase junto a la escalera que conduce a los subterráneos que habían servido de prisión al brahman.

—Quiero ver lo que les ha sucedido a los arghilahs —dijo—. Todavía podremos resistir medio minuto, ¿verdad, Timul?

—Y aunque sean cinco, sahib —respondió el joven indostano, metiendo en un saquito de cuero el pequeño zapato de la rhani.

Lanzáronse escalera abajo, abriendo a puntapiés las puertas de bronce, que irradiaban un calor intentísimo, aunque no las habían tocado las llamas, y se asomaron al segundo subterráneo.

Timul continuaba entretanto avanzando, siempre a gatas, y sosteniendo en una mano la linterna. Dos o tres veces se detuvo como indeciso, pero después pareció haber descubierto la pista, pues comenzó a avanzar con mayor rapidez.

¿Estaba acaso dotado aquel joven de un sexto sentido que le permitía seguir el rastro aun a través de las calles polvorientas?

Andaba como los perros, oliendo con frecuencia la babucha y el suelo.

—¿Qué piensas tú de este hombre? —preguntó el maharato al cazador de ratas.

—Que no es menos extraordinario que el brahman, sahib.

—Has dicho la verdad.

—¿Y tú crees que ha descubierto ya la pista de la rhani?

—Estoy segurísimo. Escucha: hace algunos meses, un terrible thug, venido sin duda de las montañas del Bundelkund, donde se hallan aún escondidos algunos adoradores de la sanguinaria Kali, apareció aquí cometiendo atroces delitos, estrangulando cada noche buen número de personas y desapareciendo como si fuese un espíritu.

»En vano el marajá puso a precio elevadísimo la cabeza de aquel asesino, y en vano la policía y aun los rajaputos recorrieron un gran número de calles, sobre todo de noche, con la esperanza de sorprenderlo.

»Habían sido ya estrangulados veinticuatro o veinticinco pacíficos vecinos, y entre ellos dos mujeres, cuando el miserable fue sorprendido por dos soldados junto a una pagoda mientras se disponía a acabar con su última víctima, pues debía de ser verdaderamente la última.

»Listo como un tigre, huyó, pero perdió uno de sus zapatos, que fue llevado en seguida a Timul.

»A la mañana siguiente sabíamos ya que el thug había abandonado la capital y se dirigía hacia Goalpara, con la esperanza de continuar también en esta populosa ciudad sus delitos.

»Timul, no sé cómo, había descubierto la pista, y seguía muy de cerca, acompañado por cuatro valerosos sikaris, y al cabo de dos días y dos noches conseguía descubrirlo dentro de un bosque de palas y prenderlo.

—Así lo creo también.

—¿Y el preso era el mismo thug que había cometido tantos crímenes?

—Llevaba tatuada en el pecho una serpiente azul con cabeza de mujer, y, por tanto, no cabía duda de que era un secuaz de la maldita diosa, que sólo ordena crímenes a sus adoradores. Además, llevaba todavía encima un pañuelito de seda negra con una pequeña bola de plomo cosida a una punta, y amén de esto, un verdadero lazo que le servía de cinturón. ¡Oh! No negó sus delitos; antes bien, se jactó de ellos, lamentándose sólo de haber sido perturbado en sus negocios.

—Sería ahorcado.

—Se le ató a la boca de un cañón y fue lanzado en pedazos por los aires en presencia de cien mil personas.

—Bien hecho —dijo el cazador de ratas—. Esos miserables no merecen misericordia.

—Si yo fuera el marajá, a estas horas habría yo hecho otro tanto con ese falso brahman.

—¿También tú? ¡No, no! Primero debe hablar y después morir. Si quiere le daremos a escoger entre la horca, el fusilamiento o la boca de un cañón.

—¡Oh, no!

—No me fiaría de la cólera del marajá, sahib.

—Pues tiene muchísima sangre fría… ¿Qué es eso? Timul se ha detenido.

El rastreador, que había ya recorrido más de quinientos metros, apartando siempre el polvo y olfateando como un verdadero podenco, se había levantado, y dejando la linterna, hallábase con las manos en las caderas mirando en derechura hacia delante.

Kammamuri, que precedía andando al ratt, se reunió con aquel, y dándole un leve empujón, le dijo:

—¿Estarás tú también hipnotizado?

—No, sahib —respondió el joven sonriendo—. Aquí no veo los ojos de aquel hombre, y, además, no tiene ya más que uno.

—¿Qué buscas, pues?

—Creo haber descubierto ya la dirección exacta tomada por la princesa; te aseguro, sahib, que ha salido de la ciudad.

—¿Ha dejado la capital? —preguntó Kammamuri, sobresaltado—. Entonces la han robado.

—No; si tal hubiere sucedido, habría descubierto otras huellas sospechosas; mientras que, al contrario, en torno a las de la rhani, sólo he advertido las de los pies vulgares del vecindario.

—¿No te engañarás?

—No, sahib.

—En ese caso, ¿adónde habrá ido? —preguntó el cazador de ratas, no menos inquieto que el maharato—. ¿Le habrá ordenado ese bandido que se esconda en algún bosque?

—No dejaré de encontrar su rastro —respondió Timul—. Seguidme; ahora ya no necesito olfatear el polvo del camino. Estoy orientado.

—¿Tienes alguna brújula en la cabeza? —dijo Kammamuri.

—No conozco ese animal, sahib —respondió el joven rastreador—. Sé bien que es el que guía las naves que surcan el Océano Indico, pero no he visto nunca ninguno. ¿Quién sabe? Es posible que yo tenga dentro del cráneo alguno de esos bichos. Venid; estoy seguro de no equivocarme.

—¡Qué hombre más extraordinario! —exclamó el cazador de ratas—. Vale tanto como el brahman, o paria, o lo que sea.

Timul recogió su linterna y avanzó con bastante velocidad a lo largo de una calle inmensa que conducía hacia los baluartes meridionales de la capital.

El coche tirado por los cebús seguía al pequeño grupo, iluminado solamente por dos grandes lámparas chinas que proyectaban sobre la calle extraños fulgores sanguinolentos.

Durante veinte minutos largos, el rastreador continuó andando sin inclinarse más que alguna vez para remover el polvo, y llegó por fin a los alrededores de la vieja pagoda, junto a la cual desembocaba la gran cloaca.

—¡Mis sospechas se han confirmado! —gritó Kammamuri—. Aunque me hubiese faltado este incomparable rastreador, habría yo logrado encontrar a la princesa.

—No te entiendo, sahib —dijo el cazador de ratas.

—Estoy casi seguro que el brahman ha ordenado a la rhani irse a esconder en algún lugar de las cloacas, desconocido quizá de ti mismo.

—¿Desconocido de mí? ¡Oh, no, sahib! Yo he estado cazando ratas durante diez años y conozco todos los conductos y rotondas que sirven para el desagüe de las cloacas. Si se halla allí dentro, la encontraremos; puedes estar seguro.

—¿Y si el brahman la ha mandado que se arroje dentro del río de inmundicias?

—No me aterréis, señor —dijo el baniano, que se había puesto lívido—. No; no es posible.

—Nosotros no retiramos todas las escalas, ¿verdad?

—No; todavía habrá pasadizos entre las dos orillas.

—¿Y si se ha caído?

—Las personas hipnotizadas caminan como nosotros y sin correr peligro alguno.

Timul se había detenido ante la vieja pagoda, junto a la cual desembocaba el río de fango y basuras.

Sahib —dijo, mirando a Kammamuri con ojos extraños—. Esta inmensa abertura que arroja aguas sucias, ¿adónde conduce?

—A las cloacas.

—¿Las conoces tú?

—Las conoce palmo a palmo el baniano, que ha pasado aquí las noches durante muchos años.

—Pues bien; la princesa ha penetrado bajo esta bóveda tenebrosa.

—Aquí ya no hay polvo. ¿Cómo lo sabes?

—Lo presiento —respondió lacónicamente el joven.

—Hemos sido unos imbéciles —dijo Kammamuri, dando un puñetazo en el aire.

—¿Por qué sahib?

—Debimos haber traído dos perros del Tibet.

—¿Acaso no basto yo? Quizá olfateo mejor que ellos.

Atizaron las linternas y se introdujeron bajo la inmensa bóveda cargada de miasmas, siguiendo la orilla izquierda de la corriente fangosa.

Timul avanzaba ahora con mayor precaución. Inclinábase con más frecuencia sobre la larga margen de piedra y parecía reflexionar con cuidado.

¿Dudaba? Quizá no, pero en medio de aquella intensa oscuridad, sentíase como extraviado.

—Y bien, Timul —preguntó el maharato, viéndole detenerse por décima vez—. ¿Has perdido la pista?

—No, sahib —respondió el joven—. Llevo conmigo el zapato de la rhani.

—¿Y la sigues olfateando?

—Sí, sahib.

—Eres un perro humano completamente extraordinario. Es preciso admirarte.

Habían ya recorrido casi un kilómetro, siempre a lo largo del hediondo río, cuando se hallaron ante la escala que el cazador de ratas había echado sobre ambas orillas después de saltar sobre las alfombras.

Timul se detuvo de nuevo haciendo grandes gestos.

—¿Qué hay, pues, de nuevo? —preguntó Kammamuri, amartillando por precaución sus pistolas de dos cañones larguísimos—. ¿Has perdido acaso el rastro?

—Aquí hay un paso de la escala roto —respondió Timul, que parecía muy preocupado.

—¿En la escala?

—Sí, sahib.

Iba Kammamuri a responder, cuando resonó el estallido de un trueno, que retumbó siniestramente bajo las numerosas galerías.

—Va a estallar una tormenta —dijo el cazador de ratas—. Hay que tener prudencia. Apresurémonos, pues, si la rhani se encuentra aquí, correrá peligro de morir ahogada.

—Pero ¿dónde está? ¿Dónde? —gritó Kammamuri, haciendo un gesto de desesperación—. ¡Oh, pobre marajá, qué noche tan triste! ¡Cuánta razón tenía al suspirar por su Mompracem!

—Pasemos, no perdamos tiempo —dijo el baniano, a punto que estallaba un segundo trueno, seguido de extraños rumores, producidos quizá por el viento al desencadenarse sobre la ciudad.

Timul se puso sobre la escala y la sacudió vigorosamente para ver si cedía. Después, tranquilamente, avanzó hasta el sitio donde el bambú había sido roto o cortado.

Los tres hombres pusiéronse a observarle, poseídos de creciente ansiedad.

—Ha sido cortado —dijo por fin el rastreador.

—¿Y por quién? —preguntó Kammamuri, que sintió correr por su frente gruesas gotas de frío sudor—. ¿Habrá vuelto aquí después de nuestra retirada alguno de aquellos miserables?

—Tal vez se quedase aquí.

—¿Para qué?

—Para tomar quizá provisiones abandonadas por los otros.

—¿Sabes que comienzo a tener miedo?

—Tampoco yo estoy tranquilo, sobre todo porque esta tormenta va a hacer muy difícil nuestra exploración. Cuando caen aguaceros, el río crece, y todos los pequeños conductos, aun los que se encuentran sobre la alcantarilla principal, vomitan agua con furia increíble. ¡Pobre del que no conozca los escondrijos!

—Pero tú lo conoces:

—Sí, sahib.

—¿Estaremos allí seguros?

—Lo espero.

—Eso es una promesa muy vaga, amigo.

—Yo me he refugiado muchas veces y ya ves que estoy aún vivo, aunque viejo.

Atravesaron la escala y Timul se echó de nuevo a tierra después de oler otra vez la babucha de la rhani.

—Sí —dijo al poco tiempo con resolución—. La princesa ha pasado por aquí.

—¿Adónde se dirigía?

—Pregúntaselo a aquel perro de brahman, paria o lo que quiera que sea —respondió el maharato con voz airada.

—¡Hacerla venir aquí! ¿Querría que se perdiese entre estos canales, para morir de hambre y de sed?

—De seguro. Como él sufría hambre y sed, trató de vengarse en la princesa el malvado. ¡Oh, aún no está muerto y yo le prometo que deplorará amargamente sus maldades y el poder de sus ojos fosforescentes!

Habíanse puesto a caminar sobre la larga margen, poniendo oído a los grandes fragores que resonaban a flor de tierra y que los canales reproducían con mayor intensidad.

Había momentos en que parecía que toda la artillería de la capital disparaba a un tiempo; tan grande era el estruendo.

—Tened cuidado que no os caiga algún peñasco en la cabeza —dijo el cazador de ratas a sus compañeros—. Cuando por fuera truena, las viejas bóvedas ceden en un sitio o en otro, y yo mismo me he librado muchas veces por milagro de una muerte segura.

—¿No están, pues, seguras? —preguntó Kammamuri, que comenzaba ya a mirar a lo alto.

—Son algo viejas, sahib. Pero resistirán todavía muchísimos años. Los mogoles sabían construir.

—¿No te parece que Timul nos guía hacia la rotonda donde sorprendimos a los parias y cogimos preso al brahman? Yo me había figurado que la rhani se encontraría allí.

—¿Nos falta mucho?

—Un cuarto de hora. Ahora el rastreador corre.

—Tendrá miedo también de las peñas que caen de lo alto y de las aguas que de un momento a otro pueden venírsenos encima.

—Eso me preocupa a mí también —dijo el cazador de ratas—. La rotonda será sin duda la última que se inunde, pues se encuentra sobre el canal central, ¿no lo recuerdas, sahib?

—Yo no vi más que tinieblas, y por eso no pude observar nada —respondió el maharato—. Si lo dices tú, que has habitado aquí tantos años, te creo.

Timul, entretanto, continuaba apretando el paso, asustado también por los truenos que retumbaban dentro de las galerías como cañonazos de marina.

En algunas galerías, que bajaban hasta el conducto central, oíase ya el rumor de las aguas.

Recogíanse allí para caer después con violencia en el negro y pestilente río y darle un poco de movimiento.

De las bóvedas caían de cuando en cuando piedras, que se rompían en pedazos, como si fuesen bombas cargadas de pólvora.

Habían transcurrido otros diez minutos y los tres hombres continuaban corriendo, cuando el canal fue inundado de pronto por un torrente de agua amarillenta cargada de arenas arrojadas por los pequeños conductos.

—¡Aprisa! —gritó el cazador de ratas—. Estamos a punto de ser arrastrados al río de inmundicias.

Púsose a la cabeza del grupo. El rastreador era ya inútil, pues las huellas de la rhani habrían sido borradas por las aguas que irrumpían con creciente furia.

Todos corrían como nilgó[43] o antílopes indostánicos, dando tremendos saltos cuando algún torrente venía sobre ellos.

La inmensa ciudad subterránea era un espantoso hervidero. Las aguas, bajando de los conductos y rotondas, buscaban salida en el canal del centro.

—No nos perdamos unos a otros de vista o estamos perdidos —gritó el baniano levantando la linterna cuanto podía—. La rhani no puede hallarse más que en la rotonda. Ahora estoy seguro.

Y corrían, corrían, con el agua unas veces hasta las rodillas, otras hasta la cintura, procurando no dejarse arrastrar hacia la corriente fangosa, de la cual no hubieran ciertamente salido con vida.