El elefante, al oír el acostumbrado silbido del conductor, trompeteó alegremente y se lanzó a medio trote por las calles de la capital.
Por ser mediodía, hallábanse muy pocas personas a las puertas de sus casas, y casi ninguna en medio de la calle, por no coger una insolación. Sahur, pues, podía correr cuanto quisiese sin peligro de aplastar bajo sus enormes patas a algún desgraciado.
Tremal-Naik, Kammamuri y el joven rastreador se habían acomodado a su placer dentro del haudah[40] o castillete, encendiendo sus cigarrillos y haciéndose aire con grandes abanicos de hojas de mango artísticamente entrelazadas.
La campiña iba rápidamente apareciendo desierta, pues alrededor de la capital sólo se extendían anchas acequias, alimentadas por un canal desviado del Brahmaputra, y llenas de formidables cocodrilos de corto hocico y mandíbula triangular, que hacen que se les clasifique entre los aligátores, avidísimos de la carne del hombre y del perro.
Al cabo de un rato, el cornac detuvo con un grito estridente a Sahur.
—¿Por qué nos detenemos aquí? —preguntó Tremal-Naik.
—Estoy viendo a los rajaputras, sahib.
—¡Qué piernas tienen esos hombres! Buenos jinetes son, pero también buenos infantes. ¿Dónde están?
—Míralos, sahib: están paseando por la orilla del pantano.
Tremal-Naik, Kammamuri y Timul se pusieron en pie rápidamente. Delante de ellos se extendía una charca fangosa, muy maloliente, llena de hierbas acuáticas, y muy vasta.
Nubes infinitas de aves revoloteaban sobre ella, lanzando largos chillidos. Eran ocas, más grandes que las nuestras, y con el cuello mucho más largo, y ánades silvestres, cuya carne es exquisita.
—Sahib —dijo el cornac—. El dique termina aquí, y deberías bajar. No me atrevo a echar a Sahur a través del pantano, que puede esconder fondos blandos, donde se hunda con nosotros.
—¿Ves hombres ocupados en pescar, Kammamuri? —preguntó Tremal-Naik al maharato.
—Sí, patrón; unas treinta o cuarenta personas están hurgando audazmente las plantas de los jihl, no sé si es en busca de los tubérculos o a la caza de cocodrilos.
—¿No hay aquí un dique que vaya sobre tierra firme?
—Sí, patrón, el que acaba aquí.
—Timul, echa la escala.
El rastreador obedeció prontamente, y todos, menos el cornac, bajaron a la orilla de la laguna.
Habían cogido sus grandes carabinas y sus pistolas de dos cañones, y también algunas botellas de cerveza, pues no podían fiarse de beber en las charcas, envenenadas por cadáveres que los indostaneses abandonaban allí con la vaga esperanza de que vayan a pasar al sagrado Ganges, y desde él, al nirvana o paraíso indostánico.
Cincuenta guerreros o rajaputos, todos bien barbudos y de formas atléticas, armados, aunque iban a pie, de lanza y de muchas armas de fuego, habían cercado poco a poco el pantano, cortando completamente la retirada a los misteriosos individuos que habitaban las cloacas y cazaban cocodrilos.
—Están cogidos en la ratonera —dijo Kammamuri a Tremal-Naik—. O habrán de quedarse a dormir en pie sobre las aguas fangosas y con los caimanes al hombro, o no tendrán más remedio que rendirse.
—Ya ves que he hecho bien en dar esta batida.
—Sí, patrón; pero yo no dejo de pensar en el prisionero. Es mi pesadilla, te lo aseguro. No parece sino que ha logrado magnetizarme a mí también.
—¿A un maharato?
—Tengo miedo de sus ojos.
—Ya no tiene más que uno.
—Y quizá sea ahora más terrible.
—Tampoco te diré, Kammamuri, que yo esté tranquilo. Me parece que andamos sobre una mina de pólvora pronto a estallar.
—Yo no sé, patrón; pero desde hace algún tiempo se me antoja que los habitantes de la capital no guardan el mismo respeto que antes hacia el marajá y la princesa.
—Yo también lo he advertido —contestó Tremal-Naik, cuya frente se había arrugado—. En todo esto anda la mano de Shindia. ¿Qué quieres? Los indostanos preferimos un tirano a un príncipe bueno y leal. Sentimos la fuerza de los rajás.
Habíanse adelantado por el último trazo del dique, y reunido a los rajaputos, los cuales, como si fuesen verdaderas salamandras, desafiaban intrépidos la lluvia de fuego, fumando cigarrillos e impregnándose de los miasmas que exhalaban las aguas muertas, y que debían de estar cargados de fiebres, y aun tal vez de gérmenes del cólera.
Tremal-Naik se acercó al comandante de la media compañía y le dijo:
—Tú y tus hombres recibiréis doble paga con tal que no me dejéis escapar a los cazadores de cocodrilos.
—Ninguno pasará entre nuestras filas, sahib —respondió el guerrero—. Tenemos tomados todos los pasos, y si quieren volver a la ciudad, los prenderemos.
—¿Crees que se defenderán?
—Sólo tienen arpones, sahib; las armas más a propósito para cazar a los reptiles.
—¿Han cogido algunos?
—Me parece que esos sujetos vienen aquí a tomar un baño y a cazar bien pocos cocodrilos —respondió el rajaputo—. Se me hacen personas muy sospechosas, te lo digo francamente, sahib.
—Son los mismos individuos que encontramos en las cloacas de la ciudad —dijo Tremal-Naik.
—¿Y qué debemos hacer? ¿Abrir fuego sobre esa gente?
—Vas muy de prisa, querido; aquí no estamos en la guerra. Primero, invitémosles a presentarse ante mí. Si se niegan, emplearemos otro procedimiento.
—Si quieres, mandaré que algunos hombres penetren entre las hierbas acuáticas.
—Debe de haber aquí muchos cocodrilos dispuestos a zamparse una pierna. Verás cómo los parias, pues tales son sin duda, se deciden a venir a la orilla. Haz callar a tus hombres.
En seguida hizo con ambas manos una especie de portavoz, y dirigiéndose a los cazadores y quizá también pescadores, pues además de los arpones tenían pequeñas redes, les gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—Venid en seguida a tierra; es orden de la rhani y del marajá.
Los parias, que hasta entonces habían fingido no advertir la presencia de los soldados, y continuaban hurgando las altas hierbas acuáticas, al oír aquella orden se echaron a la espalda redes y arpones, y se reunieron alrededor de un viejo, flaco como un esqueleto, y vestido con un simple andrajo todo roto y mugriento.
—Responded, o mando a mis hombres abrir fuego.
A aquella amenaza, el viejo se destacó rápidamente de sus compañeros, subió a una lengua de tierra que conducía a la ribera, y acercándose lo suficiente para alcanzar con la voz de sus estropeados pulmones, dijo:
—¿Qué quieres de nosotros, sahib?
—Prenderos a todos —contestó Tremal-Naik, resueltamente.
—No somos más que unos pobres pescadores que no han hecho mal a nadie —respondió el viejo.
—Sois los mismos que nosotros hemos perseguido en las cloacas. ¿Te atreverás a negarlo?
El viejo permaneció silencioso mirando a sus pescadores, los cuales, aterrados ante la amenaza de sufrir una descarga, se iban acercando poco a poco a la lengua de tierra.
—Vamos, espero tu respuesta —gritó Tremal-Naik, haciendo con la carabina un movimiento amenazador.
—No te has engañado, sahib —respondió por fin el viejo—. Nosotros no sabíamos adónde ir a dormir, y durante la noche, por miedo a los tigres, nos refugiábamos en las cloacas, llevando los productos de nuestra caza y nuestra pesca.
—Acércate con tus hombres antes que mande hacer fuego. El marajá está resuelto a saber quiénes sois y de dónde venís.
—Obedecemos, sahib.
Los parias se pusieron en columna, conduciendo un enorme cocodrilo, de más de siete metros de largo, que había sido muerto a arponazos.
El viejo fue el que llegó antes a la orilla, y lo primero que hizo fue ofrecer a Tremal-Naik su red, que estaba llena de una especie de peces realmente muy singulares, con la piel negra y viscosa, la cabeza cuadrada, casi como la de un sapo, y con dos largas membranas que corren a ambas partes del cuerpo.
Estos peces extraños, muy parecidos por su aspecto a los llamados ascolott, que pueblan los lagos mejicanos, son muy numerosos en las aguas estancadas de la India, y se les busca con gran codicia por su carne sabrosa y delicadísima.
—Quédate con ellos, anciano —dijo Tremal-Naik—. No quiero despojarte del producto de tus fatigas.
—Eres demasiado generoso, sahib. Otro cualquiera en tu lugar nos habría cogido también el cocodrilo y las cebollas de jihl, que a nosotros nos sirven de pan, por no tener medios para comprarlo.
—Que guarden también tus hombres los productos de la caza y de la pesca; pero deben venir con nosotros, en medio de los soldados, al palacio del marajá.
—¿Todos presos?
—Por ahora, sí.
El viejo hizo un gesto de terror y miró con fijeza a Tremal-Naik.
—¿No nos llevaréis a la muerte? —preguntó después.
—El marajá no ha mandado aún dar muerte a ninguno.
—¿Y el brahman? No le hemos visto volver entre nosotros, y, por tanto, no nos faltan buenas razones para creer en su muerte.
—Te engañas, viejo. Ese hombre está aún vivo.
—¿Y no ha hablado?
Las palabras se le habían escapado de la boca y todos las oyeron distintamente.
Tremal-Naik le puso una mano sobre el hombro, y sacudiéndole con rudeza, le preguntó:
—¿Y por qué debe haber hablado?
—No lo sé —contestó el paria, mordiéndose los labios—. Pensé si tendría algo que revelar al marajá; mas, por lo visto, me he engañado.
—No, querido —intervino Kammamuri, echándosele encima—. Tú te has vendido, y nosotros, por esta vez, vamos a lograr saber algo acerca de ese famoso brahman que se divierte en envenenar a los ministros del marajá.
—¿Qué quieres decir, sahib? —preguntó el viejo, con voz trémula y angustiosa.
—Que los rajaputos van a levantar un cocodrilo, y a hacerlo venir hacia aquí con sus lanzas y vuestros arpones; y que nosotros vamos a ver si les gusta a esos reptiles la carne del paria.
—¿Quieres hacerme devorar vivo? Yo soy un pobre viejo que sólo tiene la piel sobre los huesos.
—Los cocodrilos se contentan con menos cuando tienen hambre, lo cual les sucede todos los días del año.
Después, volviéndose hacia Tremal-Naik, añadió:
—Patrón, haz que me echen hacia aquí a uno de esos reptiles, pero vivo y bien grande.
—Mandaré a estos parias a buscártelo. Tienen más práctica que los rajaputos en estas cosas.
—¿Pero irán?
Tremal-Naik hizo alinear la media Compañía ante los pescadores, y dijo, en voz alta:
—Si dentro de diez minutos no nos traen estos miserables un caimán vivo, os autorizo para fusilarlos como a personas peligrosas.
El viejo hizo un gesto.
—Es inútil —dijo—. En estas aguas no hay más cocodrilos. Nosotros los hemos destruido todos, y al último, que era el más grande y el más peligroso, no le hemos cogido hasta esta mañana, cuando aún estaba dormido. Además, si quieres saber algo de mí, estoy dispuesto a hablar, aunque yo estimo en bien poco mi flaco esqueleto.
—Ven, pues, con nosotros sobre nuestro elefante, y manda a tus hombres que no intenten huir. Ya sabes que los rajaputos son muy buenos tiradores.
—¿Pero tú, sahib, me prometes no hacer matar a los míos en algún patio del palacio?
—Te doy mi palabra.
Introdújose entre sus hombres, que fueron estrechamente rodeados por los barbudos guerreros, les dijo algunas palabras, y en seguida se unió a Tremal-Naik, a Kammamuri y al rastreador, que estaban impacientes por volver a montar sobre Sahur y regresar a la capital. No parecía sino que presentían algún desastre.
El cornac había ya dado de comer abundantemente al gigantesco animal, echándole delante muchos haces de ramas de bar y de pipal[41], mezclados con ciertas hierbas lacustres, del tamaño de una hoja de sable, y llamados por los botánicos typha elephantina.
—¿Estamos dispuestos? —preguntó Tremal-Naik.
—Mi elefante sólo desea marchar, sahib —respondió el cornac, echando la escala.
Kammamuri hizo pasar delante al viejo paria, después de haberle desarmado de un viejo pistolón lleno de herrumbre, que difícilmente habría podido disparar un tiro, y le hizo sentarse a su lado, sujetándole de una mano.
Tremal-Naik y Timul se sentaron frente al prisionero.
Los rajaputos comenzaron a andar a paso gimnástico, rodeando estrechamente a los pescadores; mas, según era la distancia, no llegarían a la capital hasta muy entrada la noche.
Sahur aspiró fuertemente el aire, que comenzaba a refrescar, introdujo todo el que pudo en sus gigantescos pulmones, y lanzando su acostumbrado barrito, partió a medio trote, desandando con exactitud el camino anterior.
—Ahora que estamos solos, amigo —dijo Tremal-Naik al viejo, ofreciéndole un vaso de cerveza para que moviese mejor la lengua—, espero que dirás algo sobre ese misterioso brahman. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Por qué se ha puesto al frente de vosotros? ¿Qué órdenes os ha dado? ¿La de preparar otro veneno para dárselo a la princesa?
—Te has engañado, sahib —dijo el viejo—. Ese hombre es un paria, como yo.
—¡Acabáramos! —exclamaron a la vez Tremal-Naik y Kammamuri.
—Nosotros venimos de Bengala, y no somos más que unos pobres vendidos.
—Explícate mejor —dijo Tremal-Naik, mientras botaba en su asiento.
—Un hombre pagó sin regatear al falso brahman para que nos guiase hasta la capital del Assam.
—No querrás decirme que os mandó a exterminar ratas de las cloacas y cocodrilos de los pantanos.
Por la frente arrugada del paria pasó como una nube; después, dijo:
—Guardaos de ese hombre; es el magnetizador más potente que yo he conocido. Sus ojos poseen una fuerza increíble, espantosa.
—¿Quién lo ha mandado aquí?
—Sólo él lo sabe. Nosotros no vimos al hombre que nos ajustó.
—¿No sería Shindia, el exrajá del Assam, que se hallaba recluido en un manicomio de Calcuta, a expensas de la rhani?
—Una noche oí este nombre escaparse de los labios del brahman, o mejor dicho, de nuestro jefe. Había bebido mucho vino de palma y charlaba como un loro.
—¿Y decía?…
—Que dentro de poco la princesa y el marajá habrían perdido la corona.
—¡Pero si no sois más que cuarenta, mientras la rhani puede lanzar contra vosotros mil guerreros!
—¿Y sabes tú, sahib, los que hay detrás de nosotros, que vienen en pequeños grupos hacia este país, y se mantienen siempre escondidos en los bosques, viviendo quizá solamente de cebada cruda y plátanos? Yo no sé, pero temo que la rhani habrá de pasar por una situación muy crítica.
—¡Con tal que la población le sea fiel!
Una sonrisa enigmática apareció en los labios del viejo.
—¿Y quién puede asegurarlo? —dijo después.
—¡Por Júpiter, como dice Yáñez! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Es acaso una insurrección lo que prepara Shindia bajo cuerda?
—Yo no lo sé, porque no he hablado nunca con el exrajá.
—He aquí una jornada provechosa, patrón —dijo Kammamuri.
—Así lo creo. Si esperamos a que hablase el paria, habríamos perdido la paciencia sin ningún fruto.
—Poco a poco, patrón. Yo cuento siempre con ese hombre y te aseguro que por él sabremos mucho más.
—Antes se dejará morir de hambre, de sed y de sueño —dijo Tremal-Naik—. Estos hombres, sumidos siempre en la miseria y despreciados por todos, no tienen empeño alguno en prolongar su existencia, porque esperan que después de muertos experimentarán una nueva y mejor transformación.
—Te digo que cederá.
—Veremos; pero si quieres, apuesto dos mohr (monedas de oro, cada una de las cuales vale cuarenta liras, o sea dieciséis rupias) nuevecitas.
—¿A que no hablará?
—A que no sabremos nada por él.
—Acepto, patrón y perderás.
—Poco me importa —dijo Tremal-Naik, sonriendo—. Perdería con gusto quinientas con tal de saber qué clase de volcán es el que está a punto de abrirse bajo nuestros pies.
El sol había traspuesto el horizonte en medio de una gran nube resplandeciente, y las tinieblas caían sobre el paisaje con la rapidez del rayo, como una bandada de cuervos. La luna comenzaba a mostrarse entre las altísimas plantas, preparándose a iluminar la campiña, con gran regocijo de los grillos, ranas y perros.
Un fresco viento empezaba a soplar desde las altas montañas del Septentrión, arrastrando rápidamente la intensa calina acumulada por el astro diurno.
Sahur corría lanzando de cuando en cuando un largo barrito y moviendo de un lado a otro su gigantesca testa.
Aspiraba el aire con fragor de trueno y lo proyectaba después sobre el conductor para refrescarlo.
Hacía tiempo que habían desaparecido los rajaputos y sus prisioneros. Por mucho que corriesen, no podían en manera alguna competir con la rapidez de un elefante.
Ya la capital, iluminada por los primeros rayos de la luna, comenzaba a descubrirse, cuando sobre uno de los baluartes retumbó de pronto un cañonazo.
Levantáronse a un tiempo Tremal-Naik y Kammamuri, mirándose el uno al otro con viva inquietud.
—¿Habrá estallado ya la revolución? —se preguntó el primero.
—Es muy pronto, patrón. Yo no creo que los mercenarios de Shindia estén ya reunidos.
—Muy mala policía tenemos; mas con todo eso, no hubiera dejado de advertirse la llegada de tanta gente, venida no se sabe de dónde, y probablemente armada sólo de redes y arpones.
—¿Oyes? ¡Otro cañonazo!
—Sin embargo, no oigo ningún fragor de fusilería ni de…
Interrumpióse bruscamente, y en seguida lanzó un gran grito.
—¡Está ardiendo algún palacio o pagoda en la ciudad! Son señales en demanda de auxilio.
—¿Dónde? —preguntó Tremal-Naik, herido de un siniestro pensamiento.
—Creo que cerca del palacio de la rhani. ¡Mira, patrón, mira!…
Hacia el centro mismo de la capital, donde se alzaban los grandiosos palacios de los dignatarios y las magníficas pagodas, había surgido una inmensa nube de humo, surcada por haces inmensos de chispas que el viento de la noche desparramaba por el cielo como si fuesen estrellas.
—¡Cornac! —gritó Tremal-Naik—. ¡Lanza a todo galope a Sahur! Ha ocurrido un desastre en la ciudad, y queremos tomar parte, al menos, en la salvación de las víctimas.
—Ya lo he visto, sahib —dijo el conductor, con voz algo alterada—. Y yo bien sé lo que arde. Mis ojos no me engañan.
—¿Qué arde? Responde pronto.
—El palacio del marajá.
—¿No te equivocarás?
—No, sahib. El cornac no se engaña —dijo el joven rastreador Timul, que se había también puesto en pie y miraba con extrema atención.
—¡Otra traición! —gritó Tremal-Naik, palideciendo.
—¡Aprisa, aprisa!…
—No quiera Sivah que arda también el prisionero —dijo Kammamuri—. Me lanzaré dentro del fuego, y vivo o moribundo lo sacaré fuera. ¡Pronto, cornac, pronto!
Sahur, herido repetidas veces y demasiado brutalmente por la aguijada de acero, se había lanzado en carrera desenfrenada, zarandeando horriblemente a los hombres que ocupaban el castillete.
Corría más que un caballo a todo galope, alargando sus enormes zancas para abarcar más terreno, y respirando fragorosamente.
Ya no distaba más que algunos kilómetros del baluarte meridional donde se hallaba el gran puente levadizo.
Tremal-Naik, Kammamuri y aun Timul, poseídos de verdadera angustia, tenían los ojos fijos en la gran nube de humo, que empezaba a teñirse de rojo.
La brisa nocturna, bastante fuerte, la alargaba y encogía bruscamente, como si fuese una inmensa vela, haciendo subir a lo alto continuos surtidores de chispas.
Una luz siniestra iluminaba ya el cielo, disipando las tinieblas. La luna, ante aquella claridad intensa, parecía haberse escondido como si tuviese miedo de abrasarse sus famosos ojos, su no menos famosa nariz y su vasta boca.
En pocos minutos Sahur, que aceleraba cada vez más su carrera, obediente a las excitaciones del conductor, llegó al puente levadizo y lo atravesó de un vuelo, a riesgo de arrollar a los soldados que custodiaban el baluarte.
Del centro de la ciudad se levantaba un griterío ensordecedor, mezclado con redobles de tambores y rebato de campanas.
La gente pasaba a la carrera junto al elefante, moviendo desesperadamente los brazos e invocando a grandes voces las tres supremas divinidades de la India.
—¿Qué es lo que arde? —preguntaron Tremal-Naik y Kammamuri.
—El palacio de la rhani —respondieron aquellos hombres, quedándose al punto rezagados.
—Una horrible traición se ha cometido durante nuestra ausencia. No debimos en estos momentos abandonar a Yáñez.
—Y quizá anda en esto también la mano del brahman —dijo Kammamuri, rechinando los dientes.
—¡Si está atado allá abajo en el subterráneo!
—Yo sé lo que quiero decir, patrón.
El incendio entretanto parecía aumentar espantosamente. Ya no era humo lo que subía hasta el cielo, sino terribles lenguas de fuego de muchos metros de altura, que se retorcían con salvajes contracciones de serpientes enfurecidas.
Sahur corría cada vez más de prisa, obligando a la gente agolpada en las calles a apretarse contra los muros de las casas, y a refugiarse en los portales.
—¡Paso! —gritaba sin cesar el cornac—. ¡Servicio de la rhani!
Y todos obedecían prontamente, dejando paso libre al gigantesco proboscidio lanzado a un galope aterrador.
Había ya llegado al centro de la ciudad y amenazaba hacer un verdadero estrago entre la gente, pues todas las anchas vías que conducían al palacio real estaban henchidas de soldados, guardias de policía y vecinos que acudían al salvamento.
El palacio de la princesa ardía, pero como estaba construido enteramente de piedra, las llamas sólo hallaban pasto en los muebles, que devoraban con rapidez espantosa.
Por todas las ventanas salían columnas de humo y chispas, y resplandores cada vez más intensos. Los pisos altos, que eran de madera, y contenían las provisiones de la Corte, debían de haber empezado a arder, amenazando a la techumbre.
De cuando en cuando se oían estampidos causados sin duda por las vasijas llenas de licores que el fuego hacía estallar como si fuesen bombas.
Sahur se había detenido ante el palacio llameante, en torno del cual trabajaban ya febrilmente, aunque con escaso éxito por la imperfección de las viejas bombas de hacía veinte años, bomberos, soldados de la guardia del marajá y vecinos de la capital.
—¡Paso! —gritó por última vez el cornac con voz poderosa—. ¡Servicio de la rhani!
Así pudo abrirse paso entre el gentío que ya comenzaba a retroceder ante los torrentes cada vez mayores de chispas que abrasaban las carnes.
¿Dónde estaba Yáñez? ¿Dónde la princesa y el niño? Imposible era saberlo por entonces entre aquella enorme confusión y aquel oleaje de la muchedumbre.
Kammamuri, sin ocuparse de su patrón, se echó la escala de cuerda, la bajó como un rayo, hendió impetuosamente el gentío, aullando como un condenado, y se metió por el vasto portal del cual salía un huracán de nubes de humo.
—¡El prisionero! ¡Mi prisionero! —gritaba.
Comenzaban a caer las techumbres con fragor inmenso, amenazando arruinar también el piso inferior, pero Kammamuri estaba decidido a todo. Además, estaba seguro de que el fuego no habría llegado aún al subterráneo, aunque acaso sí el humo.
Habíase lanzado a la carrera, tapándose la boca con un pañuelo de seda para no respirar aquel aire inflamado, y estaba ya a punto de bajar la escalera cuando tropezó impetuosamente con dos hombres.
El uno era el cazador de ratas, y el hercúleo rajaputo; el otro, el cual llevaba sobre sus robustas espaldas al paria, ya medio asfixiado por el humo que había llegado hasta los subterráneos.
—Llegas a tiempo, sahib —gritó el baniano—. Si tardamos un cuarto de hora en salir, morimos todos juntos con los filósofos.
—¿Vive aún el prisionero? —preguntó ansiosamente el maharato.
—El, sí; pero tus condenados pajarracos, sahib, han muerto todos.
—¡Ya encontraremos otros a millares! Vamos fuera, antes que el palacio se nos caiga encima.
Las llamas eran ya dueñas del inmenso edificio, y no pudiendo ser combatidas sino con pocos y débiles chorros de agua, comenzaban por fin a calcinar los mármoles. Allá en lo alto se oían caer las paredes sobre los pisos con un estruendo infernal.
Kammamuri, el cazador de ratas y el rajaputo, que seguían llevando al prisionero, teniéndolo bien sujeto por las muñecas, atravesaron en carrera desenfrenada una gran tempestad de chispas, y bajaron la escalinata ante la cual Sahur mugía espantosamente, intentando huir a pesar de las dulces palabras del conductor.
—Lleva a este paria al castillete, junto al viejo vigilado por Timul, y que es otro paria —dijo Kammamuri al soldado.
—Eso no cuesta nada —respondió el hércules encaramándose a la escala, mientras el baniano le empujaba.
—No lo dejéis escapar.
—Antes lo mato de un pistoletazo.
—¿Y qué voy a hacer yo con un muerto? Retiraos a la gran plaza del Mogol, y esperadme allí. Yo debo buscar a mi patrón, y al marajá con la princesa y su hijo.
No tuvo necesidad de gritar para que le abriesen paso, pues el maharato era conocido por todos, y hasta gozaba de una gran popularidad entre los vecinos.
Viendo un gran grupo de soldados que se afanaban en hacer funcionar las estropeadas bombas, se dirigió hacia aquel lado, viniendo a chocar con Tremal-Naik que andaba en busca del elefante.
—¿Y el señor Yáñez, patrón? —le preguntó con voz ahogada el maharato.
—A salvo —respondió Tremal-Naik.
—¿Y su hijo?
—A salvo también con el ama, pero la princesa ha desaparecido misteriosamente.
—¿Quieres aterrarme, patrón?
—No es ocasión de ello.
—¿Habrá sido devorada por el fuego?
—No, no; porque ha sido la primera en abandonar el palacio; muchas personas la han visto.
—¿Y adónde ha ido? ¿Quién la ha raptado?
—Vamos a buscar a Yáñez. Ya es inútil querer salvar el palacio. Dentro de un par de horas, todo habrá acabado.