Aunque la cesta debía de ser un poco pesada, sobre todo teniendo dentro las botellas vacías y los cascos de las rotas, sin embargo, Surama, la delicada princesita, como si hubiese adquirido de repente una fuerza extraordinaria, casi igual a la del hercúleo rajaputo, cogió la cesta y tornó a bajar la escalera, con la misma seguridad que antes.
No debía de ver, pues de lo contrario habría descubierto fácilmente a Kammamuri y a sus dos compañeros.
Por tercera vez pasó entre los filósofos, que continuaban alborotando ferozmente, atormentados sobre todo por la sed, ya que no habían sido pocas las ratas que habían injerido en sus pelados buches, y se detuvo nuevamente ante el colchón donde yacía el prisionero, diciéndole:
—Aquí me tienes.
—Demasiado tarde —dijo el paria, con voz ronca—. Sin moverme de aquí, lo he visto todo.
—Bebe; aquí están las botellas.
—Están todas vacías, y las que estaban llenas, han sido rotas. Estoy viendo la cerveza bajar por la escalera del subterráneo, y no puedo bebería.
—¿Tienes, pues, mucha sed?
—Creo que me va a hacer morir de un momento a otro. No puedo ya resistir el suplicio que me ha impuesto ese chacal de maharato.
—Ve a beber la cerveza vertida.
—¿No ves, princesa, que estoy atado con cadenas de acero?
—¿Qué quieres, pues, de mí? Yo estoy cansada; no puedo sostenerme, y me parece que tengo la cabeza vacía y llena de niebla.
—Todo pasará si tú, alteza, continúas obedeciéndome.
—¡Estoy cansada! —gimió Surama, dejando caer los brazos a lo largo del cuerpo—. ¡No tengo ya fuerzas!
—Yo te las daré con una mirada de mis ojos. Abre bien los tuyos, y mírame fijamente.
—¡No; tengo miedo! —gritó Surama, agitando desesperadamente los brazos—. Me estás haciendo daño.
—No; quiero solamente que me obedezcas, alteza. Abre los ojos.
La rhani, por el contrario, se había tapado la cara con sus menudas manos, cubiertas de riquísimos anillos. Jadeaba y sudaba como si la hubiera asaltado una fiebre repentina, o como si brillase sobre su cabeza el sol ardorosísimo de la India.
Parecía que iba a desplomarse de un momento a otro; pero esto no sucedería, pues le infundió nuevas fuerzas el potente fluido magnético que el paria no cesaba de transmitirle.
Pasaron algunos minutos, durante los cuales la rhani continuó vacilando y sudando copiosamente, hasta tal punto que toda su hermosa túnica azul quedó manchada de grandes gotas. Después retiró las manos que le cubrían el semblante.
—¡Abajo! —había dicho simplemente el paria—. Soy yo el más fuerte.
Después ardió en sus ojos un relámpago fosforescente que asestó contra la princesa, incapaz ya de defenderse.
—Aproxímate —dijo el malvado cuando creyó llegado el momento oportuno.
—¿No me harás daño?
—No, alteza. Eres demasiado bella para hacerte sufrir, pero debes obedecerme.
El paria, medio muerto de sed, hablaba con voz ronca, como un rugido: más que un hombre, parecía hablar una fiera.
—Manda —dijo Surama.
—Rompe las cadenas que me tienen sujeto.
—No podré nunca.
—Posees la fuerza de un tigre, alteza. Te lo digo yo, te lo mando. ¿No es verdad que te sientes más fuerte?
—Sí, pero mi cabeza está vacía y mis ojos no ven. Estoy como alucinada.
—No digas locuras, alteza. Acércate más a mí y procura romper estas malditas cadenas.
—Mis dedos son muy pequeños.
—Serán fuertes como tenazas.
Surama se inclinó sobre el prisionero, cogió las cadenas y les dio tal sacudida que, por el momento, el maharato y sus dos compañeros, que continuaban observando, creyeron que se habían roto.
—Más fuerte —dijo el paria.
—No puedo.
—Yo te libraré de la niebla que ensombrece tu pensamiento, y esta noche podrás ir a descansar tranquilamente al lado de tu esposo.
Surama dio una segunda sacudida, más poderosa que la primera, y tan violenta, que levantó al prisionero, pero las cadenas no se quebraron.
Un aullido de furor se escapó de los labios del magnetizador.
—¡Oh!… Yo no puedo infundirte la fuerza de un elefante —gritó—. Sin embargo, me seguirás obedeciendo.
—¿Qué quieres? Dilo pronto…, déjame ir…, estoy cansada…, cansada, y dentro de poco regresará mi esposo.
—Aprovecha el tiempo que te queda antes que él vuelva, ¿me oyes?
—Sí; tu voz retumba como un trueno en mis oídos.
—Sube a tu habitación. Coge cerveza y tráeme una botella. Después coge a tu hijo y dáselo a comer a los arghilahs. Cuando hayan comido, me dejarán dormir.
—¿A mi hijo? —dijo Surama, como si no hubiese comprendido.
—Sí, a tu Soárez; creo que así se llama.
—¿Y quieres hacerlo morir?
—Quiero dormir; ve, ¡te lo mando!
Surama atravesó el subterráneo, andando como una sonámbula; se detuvo un momento a contemplar los terribles picos de los arghilahs, a través de los cuales debían pasar los tiernos miembros de su hijito, y subió la escalera.
—Síguela —dijo Kammamuri al baniano— y da la voz de alarma. Después cierra en seguida las puertas de bronce, para que la princesa no pueda bajar aquí otra vez.
Esto dicho, penetró en el segundo subterráneo como una fiera rabiosa, y cayó sobre el paria, cubriéndole de tremendos puñetazos.
El rajaputo iba esgrimiendo su media lanza, cuya punta aún llevaba ensartadas las ratas, y se preparaba a descuartizar al miserable.
—No me lo mates —dijo rápidamente el maharato, que seguía golpeando con furor y arrancando al prisionero aullidos agudísimos—. La muerte será demasiado dulce para este canalla, y, además, debe hablar y juro por mi vida que acabará por confesar.
—Bien lo estás tú aporreando, sahib —observó el rajaputos.
—Tienes razón. Si continúo más tiempo dándole, acabaré por romperle las costillas. Mira qué hinchada tiene la cara.
—Robustos son tus puños, sahib.
—Aún son más los tuyos. No te dejaría yo aporrearle.
—Ha habido vez que de un solo puñetazo he derribado a un buey.
—Lo creo.
Después, volviéndose al paria, cuyo rostro estaba cubierto de cardenales, le dijo:
—¿Tienes bastante o vuelvo a empezar?
—¡Que Brahma te maldiga! —aulló el miserable, recogiendo todas sus fuerzas para ver si rompía las cadenillas.
—No conozco a ese dios —respondió Kammamuri—, y el que yo adoro, no es de temer que maldiga.
—También te maldecirá.
—¿Por qué?
—Porque te has atrevido a maltratar a un brahman.
—Fuera farsas, bandido. ¿O habré de repetirte cada cinco minutos que no eres más que un paria? Ya va esto pasando de la raya.
—¡Todos estáis engañados!…
—¡Oh! Los hombres de tu raza se conocen en seguida. ¿Te decidirás por fin a hablar? Si esperas a la princesa, estás divertido; hemos hecho cerrar todas las puertas de bronce.
—No me importa. Ya sabes lo que debe hacerse si quiere descansar.
—¿Quieres aún más puñetazos, canalla? —gritó el maharato, levantando sus brazos y dispuesto a comenzar de nuevo.
—Sí; de ese modo acabarás de matarme.
—No, no. Ya reventarás, si quieres, cuando lo hayas confesado todo. ¡Miserable! ¿Conque has mandado a la princesa que traiga a su hijo y se lo arroje a los arghilahs para calmar su hambre y hacerlos callar? Tienes un corazón más feroz que los tigres rojos y que los mismos antropófagos.
—Tengo sueño.
—Duerme.
—Llévate fuera a los filósofos; acabaré por volverme loco.
—Esos buenos avechuchos estarán aquí hasta que tú no puedas resistir el hambre, la sed y el sueño, y te decidas a confesar.
—Tú quieres asesinarme.
—Y tú has envenenado a tres ministros. No lo niegues, porque es inútil.
Y diciendo esto, le volvió la espalda, pasó por delante de los arghilahs, que cada vez armaban más espantoso estruendo, intentando herirle con sus poderosos picos, y subió al subterráneo superior.
—Quédate aquí vigilando al paria —le dijo el rajaputo—. No te molestará el estruendo de los filósofos.
—Tengo los oídos a prueba de cañonazos, sahib —respondió el guerrero—. No sentiré molestia alguna.
—Pase lo que pase, no matéis a ese hombre. Recordad que el marajá no quiere, al menos por ahora, que muera.
—Entonces pondré a un lado mi lanza, no sea que me entre tentación de envainársela toda en el cuerpo.
—Procura también tener quietos los puños; pesan como mazas de fragua.
—Así lo haré, sahib —dijo el soldado, sonriendo.
—Atiende sólo a que no huya y procura no dejarte magnetizar.
—Yo no soy la princesa, y perdería inútilmente el tiempo.
—Estamos de acuerdo. Yo voy a ver si ha vuelto el marajá de los funerales y a velar también por su mujer, para que no obedezca la orden infame que le ha dado el paria. Abre los ojos y procura taparte las orejas.
Cerró con doble llave la puerta de bronce, abrió fácilmente la que el cazador de ratas había cerrado para impedir que bajase de nuevo la princesa, y subió a las habitaciones superiores en el momento mismo en que volvían las tropas, los ministros y otros muchísimos personajes.
Kammamuri se dirigió al saloncito de Yáñez, y encontró al portugués, que estaba hablando con Tremal-Naik y con e) cazador de ratas.
Debía haber acabado de llegar, precediendo al cortejo, en la magnífica ratt o carroza tirada por seis cebús blancos, con los cuernos dorados y adornados de lazos de seda multicolores.
—Lo sé todo —dijo Yáñez, avanzando hacia el maharato—. Voy a acabar por hacer atar a ese hombre a la boca de un cañón y esparcir por el aire sus miembros sanguinolentos.
—Vos no haréis eso, señor —respondió Kammamuri—. Ese hombre debe hablar y os aseguro que hablará. Ya no puede resistir.
—Y continúa hipnotizando a mi mujer hasta desde allá abajo, en el subterráneo.
—No; debió de ser magnetizada la primera vez que la vio —dijo Tremal-Naik—. El malvado comprendió que encontraba un sujeto muy a propósito, impotente para reaccionar contra el poder magnético de sus ojos, y se aprovechó en seguida.
—¿Qué hace ahora la princesa? —preguntó Kammamuri.
—Yace sobre su lecho completamente desfallecida. Empiezo a sentir verdadero terror.
—¿No ha intentado coger al niño para dárselo a comer a los filósofos, como quería el paria?
—El baniano y yo la detuvimos a tiempo, cuando ya tenía en brazos a mi hijo, y se desplomó de pronto ante mí, como presa de un desmayo repentino. ¡Dar de comer a mi hijo a los arghilahs! ¡Oh, qué alma tan negra tiene ese bandido!
—El alma de la diosa Kali, señor Yáñez.
—Empiezo también a sospecharlo. ¿Y no ha confesado nada hasta ahora?
—No, y continúa obstinado en hacerse pasar por un brahman.
—¿Qué hacer? —preguntó el portugués, paseando furiosamente por la estancia, con las manos metidas en los bolsillos y los ojos relampagueantes de ira.
—¿Queréis oírme un consejo? —dijo Tremal-Naik.
—Habla, dime lo que quieras, si no, voy a bajar al subterráneo y a degollar a ese miserable.
—Yo también creo, como Kammamuri, que no debemos matarlo por ahora. Ese bandido trabaja en favor de alguien, quizá de Shindia, y es tu trono el que peligra. Además, llevemos abajo a la princesa y obliguemos al paria a que la libre del hipnotismo.
—¿Y si no obedece?
—Esperaremos. Lo único que tu mujer sufrirá es una gran debilidad y nada más.
—Quisiera ver si obedece aún a la orden del paria.
—¿Qué intentas hacer?
—Procurar despertarla y dejarla obrar. Tengo curiosidad por saber cómo acabará toda esta historia.
—La despertaré yo —dijo Tremal-Naik—. No tengo en manera alguna el poder magnético del paria, y la princesa continuará sujeta a él; pero, con todo eso, estoy seguro de despertarla. Hubo un tiempo en que yo también me dediqué un poco al magnetismo.
—Pero querías hipnotizar a los tigres de la Selva Negra —dijo Kammamuri.
—Alguno hubo que se detuvo ante mi mirada y me dio tiempo para matarle.
—Seguidme —dijo Yáñez, bruscamente—. Procurad no hacer ruido.
Atravesaron tres salas, todas maravillosamente decoradas y adornadas con riquísimos muebles, y entraron en otra un poco más vasta que las demás, y que tenía las paredes cubiertas de seda azul, de ese azul que los chinos, tan expertos en distinguir los colores, aunque tan poco diestros en pintura, han llamado «azul del cielo después de la lluvia».
Alrededor del salón había divanes de seda también azul, con grandes almohadones recamados de oro, y preciosos muebles de palo de rosa[39] artísticamente trabajados.
En medio, y bajo una de aquellas grandes lámparas doradas que usaban los mogoles, hallábase el lecho de la princesa, muy poco elevado del suelo, y con ricos almohadones, pero sin pabellón ni cortinas.
El ama de Soárez, una indostana de las altas montañas, todavía joven y muy bella, velaba a la señora, meciendo en sus brazos al niño.
—¿No se ha despertado aún? —preguntó Yáñez.
—No, alteza; pero mira cómo suda. No parece sino que un fuego interno la devora.
—No durará mucho, mi buena Mitana. El hombre que la hace padecer está en nuestras manos y podemos matarlo cuando se nos antoje.
Surama se había echado sobre el lecho sin desnudarse, y sus cabellos se hallaban esparcidos alrededor de su cabeza. Sudaba como si un verdadero río de fuego corriese por sus venas, y se estremecía, haciendo de cuando en cuando, con las manos, movimiento como para alejar algo de sí.
—Surama —dijo Yáñez, con voz imperiosa—. ¿Me oyes?
La hermosa princesa, al oír aquella voz que le era tan conocida, experimentó una especie de sobresalto, pero sus ojos continuaron obstinadamente cerrados.
—Déjame probar a mí —dijo Tremal-Naik—. No desconfío de despertarla.
Se inclinó sobre la linda indostana, y primero comprimió sus sienes, después pasó rápidamente sobre ella los dedos como si trazase signos misteriosos.
Yáñez profirió un grito.
Surama había abierto sus ojos negros y profundos y lanzaba en torno suyo miradas extrañas.
—¿Me ves a mí, Surama? —preguntó el portugués.
La rhani, en vez de responderle, dijo, con voz debilísima:
—¿Por qué quieres que lleve a mi hijo a los arghilahs para que lo devoren? Ya lo sé… Tú me lo has mandado y debo obedecerte.
El portugués descargó en el aire un puñetazo, que si hubiese caído sobre el rostro del infame paria habría resonado como un disparo de carabina.
—¿Qué dices tú a esto, Tremal-Naik? Es inútil que vaya a pedir consejo a mis ministros, ocupados siempre en vaciar mis bodegas.
—Te lo he dicho antes. Déjala obrar. ¿No estamos aquí nosotros?
—¡El muy perro!… ¡Querer que el cuerpo de mi hijito vaya a parar a los buches roñosos de los filósofos! Ese hombre es un demonio.
Surama, como si en aquel momento hubiese percibido una orden lejana, bajó del lecho, se recogió los cabellos, y en seguida se dirigió en derechura hacia el ama, que la miraba aterrada, y le arrancó de los brazos al niño.
—¡Por todos los rayos de Júpiter! —exclamó Yáñez, rompiendo de un puñetazo una antigua vasija china que valía tanto oro como pesaba—. Jamás he visto una cosa semejante. Ese hombre debe morir, pero antes le haré arrancar los ojos.
—Esperemos un poco, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Una revelación de ese hombre puede ponemos sobre la pista de alguna vasta conspiración que nosotros ni siquiera sospechamos. Se trata de vuestra corona y de la corona de la princesa.
—¡Bien está! Esperaré. Sigámosla.
La rhani había cogido entre sus brazos al niño, que dormía con la boquita entreabierta y los dedos muy apretados, como si empuñase ya las armas de su valeroso padre; lo cubrió con un ligero velo de seda amarilla y en seguida echó a andar, sin dudas, sin vacilaciones, con los ojos siempre dilatados, hacia el subterráneo.
Todos la siguieron, andando sobre las puntas de los pies, aunque estaban bien seguros que no lograrían despertarla del todo.
Surama obedecía a una voluntad extraña que la dominaba por completo. Abría las puertas de bronce, sin esfuerzo aparente, y bajaba los escalones con absoluta seguridad, sin detenerse nunca, sin vacilar jamás.
Sentía el avasallador influjo del paria.
Al llegar ante la última puerta, que conducía al subterráneo del prisionero, pareció como que hacía o intentaba un esfuerzo supremo para retroceder; pero la orden se imponía, cada vez más imperiosa.
Estrechó entre sus brazos al niño, que continuaba durmiendo, acariciado sin duda por el intenso calor que despedía su madre, y en seguida entró resueltamente, pasando junto al rajaputo sin tropezar con él.
—¡Por vida de Júpiter, de Neptuno, de Urano, de Marte y de todos los planetas! ¡Esto es espantoso! ¡No sentiría más terror delante de diez tigres!
—Todo acabará, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. El paria tiene mucho miedo a los puñetazos, sobre todo si son fuertes y seguidos.
—Le romperé, una a una, las costillas.
—Entonces me lo mataréis.
—Le daré los puñetazos en los ojos y se los haré cerrar para siempre.
—Eso ya es otra cosa, señor Yáñez. Sólo os aconsejo que no me lo matéis.
—Te lo prometo.
La princesa había entretanto penetrado en el subterráneo donde los filósofos alborotaban terriblemente. ¡Quién sabe la disputa que sostenían entre sí! Quizá pensaban o se preguntaban unos a otros cómo era que los ríos se habían quedado tan secos que les dejaban a ellos morir de sed.
—Voy a cortar el cuello a todos estos repugnantes avechuchos —dijo Yáñez, desenvainando rápidamente un afiladísimo tarwar con empuñadura de oro.
—No hagáis eso, señor; no vayáis a destruir mi obra —dijo Kammamuri, sujetándole en seguida el brazo—. Estos volátiles harán maravillas.
—¿Pero, cómo?
—Después lo sabréis; mirad a la princesa.
Surama bajaba lentamente los últimos escalones, llevando siempre muy apretado contra su pecho al niño, que todavía no se había despertado, a pesar de todo aquel estruendo.
Yáñez le cortó rápidamente el paso casi delante de los filósofos, los cuales, como si obedeciesen a la poderosa voluntad del paria, volvían las cabezas y abrían sus hediondos y gigantescos picos como si reclamasen la tierna presa.
En aquel momento despertóse el niño, mientras la rhani se hallaba detenida bruscamente ante Yáñez, que le impedía seguir adelante.
Al ver el pequeño a aquellos furiosos pajarracos, y oír sus horribles graznidos, se enlazó al cuello de su madre gritando:
—¡Mamá!… ¡Mamá!… ¿Dónde me traes?
Después, habiendo visto a Yáñez, le dijo:
—¡Oh! ¡Papá! ¡Llévame fuera de aquí, o dame al menos mi pistola!
El marajá lo cogió dulcemente de brazos de su mujer, y se lo entregó a Tremal-Naik, su futuro maestro.
Al oír Surama los gritos del niño, pareció recobrar de pronto su voluntad, pero esto sólo duró un instante. La orden del paria la dominaba, cada vez con mayor imperio.
Como ya no tenía al niño para poder ofrecerlo a los animales, y no pudiendo acaso descubrirlo, tomó la cubierta de seda amarilla y se la arrojó a los volátiles.
Uno de ellos, más listo que los otros, la arrebató, y tragándosela como si fuese algo vivo, cayó de repente como ahogado.
Los demás hicieron esfuerzos terribles para lanzarse sobre la joven y hacerla pedazos. Pero Kammamuri y Yáñez vigilaban, y los rechazaron a puntapiés, arrancándoles espantosos graznidos.
Surama se había detenido, y desistía de seguir adelante. Sin duda el paria, temiendo por su propia vida, le había ordenado que no se aproximase.
—¡Tremal-Naik! —ordenó Yáñez, que parecía poseído de una vivísima excitación—. Entrega el niño al rajaputo y atiende a mi mujer.
Y al punto se precipitó, con el ímpetu de un tigre, sobre el colchón donde yacía el prisionero. Kammamuri echó a correr detrás de él, gritándole:
—¡No me lo matéis! ¡Que no ha hablado todavía!
El paria, al ver que el portugués se le echaba encima con los puños levantados, clavó sobre él sus ojos, intentando quizá, con un supremo esfuerzo, hipnotizarlo.
—¡Ah, perro! —gritó Yáñez, sobre el cual no hizo mella alguna la terrible y misteriosa mirada—. ¿Conque querías que los arghilahs devorasen a mi hijo? ¡Te voy a matar, vil chacal!
—¡Yo no temo a la muerte!
—¿Pero qué hombre eres tú?
—Nada más que un brahman.
—¡Paria!… ¡Paria!… ¡Paria! —le gritó por tres veces Yáñez, con voz terrible—. Y ahora me toca a mí. Tú has hipnotizado a mi mujer, que sólo obedece a tu voluntad y a tus imperiosos mandatos.
—No, alteza. Mis ojos son iguales a los de los demás.
—¡Ah, insolente! —gritó Kammamuri, adelantándose con los puños alzados, dispuesto a golpearle de nuevo—. ¿Conque no son tus ojos los que han hecho retroceder a las ratas, a pesar de que estaban hambrientas y te habrían despedazado en pocos instantes?
—No; han huido por el ruido de mis cadenas.
—Nada de engaños. En aquel momento tus ojos fulguraban como los de los tigres, y aun a mí mismo me costaba trabajo resistir a tus miradas o, mejor dicho, a tus mandatos.
—Tú has visto mal, sahib —respondió el paria, con voz humilde.
—¡Ea, terminemos esta infame comedia! —gritó Yáñez, exasperado por la desvergüenza del prisionero—. Te he dicho que libres a mi mujer del fluido magnético que lanzaste sobre ella apenas la viste.
—Yo nada puedo hacer, alteza.
—¿Te niegas?
—¡Pero si yo no tengo la culpa!
—¡A fe que faltan pruebas!… Mándala que retroceda y se vuelva a su estancia.
—Yo no poseo tal poder, alteza.
—¡Mándaselo! —gritó Yáñez, alzando los puños.
—Podéis matarme, pero yo no soy capaz de hacer lo que pedís. La princesa debe de haber sido hipnotizada por algún enemigo vuestro.
—¿Por cuál?
—Quizá por los que han envenenado a los ministros.
Era demasiado. El puño del portugués, tan robusto casi como el del rajaputo, cayó con rapidez, golpeando al miserable en medio del rostro. Cuando la mano se retiró, vióse que el paria había perdido uno de sus ojos.
—¡Me pagaréis ese puñetazo, alteza! —aulló el paria, que vertía abundante sangre por la órbita vacía y siniestramente dilatada—. ¡Alguien me vengará, y quizá más pronto de lo que pensáis!
—¿Quién? ¿Shindia? —gritó Yáñez, a quien había detenido rápidamente Kammamuri, a fin de que no acabase de matar al prisionero.
—No lo he visto nunca. Sólo sé de él que reinó antes que vos.
—Kammamuri —dijo Yáñez—, ocúpate de este miserable.
—En seguida, señor Yáñez. La sangre corre demasiado. ¡Vaya un puñetazo! Este hombre está ya muy quebrantado, y yo no quiero que muera antes de tiempo.
Mientras Yáñez se alejaba empujando con dulzura delante de sí a la princesa, que proseguía hipnotizada, y seguido de Tremal-Naik, que llevaba al niño, Kammamuri desgarró un pañuelo, pidió al soldado su frasco de taifa, bebida alcohólica tan fuerte como el aguardiente español, y empapó abundantemente los pedazos, que introdujo después, sin contemplaciones, en la órbita del paria.
—¡Cállate, tigre! —dijo, oyendo los aullidos de dolor del miserable—. Esto quema, pero cauteriza y detiene la sangre.
—¡Que Brahma os maldiga a ti y al marajá!…
—Nos tienen sin cuidado tus maldiciones —dijo Kammamuri—. Más vale que dejes en paz a ese pobre dios, en quien ni tú mismo crees.
—¡Yo soy brahman! —rugió el prisionero, recogiendo sus últimas fuerzas.
—Continúa, pues, la comedia; nosotros continuaremos propinándote puñetazos cada vez más terribles. Y hasta el ojo que te queda acabará, más tarde o más temprano, por pasar al buche de algún filósofo.
—¡Oh, no; mátame antes!
En el subterráneo no habían quedado más que el soldado y el cazador de ratas, los cuales se habían sentado junto al colchón y miraban tranquilamente al prisionero, que rugía como un león.
Kammamuri encendió un cigarrillo de palma, se sentó también sobre sus talones, y contemplando al paria, que parecía haber concentrado en su único ojo toda su extraña fosforescencia, le dijo:
—Por fin he descubierto tu punto flaco. No quieres perder del todo la vista.
—¡Déjame en paz! Tu pañuelo me está haciendo sufrir atrozmente.
—Pero te curará. Dentro de poco no saldrá ni una gota de sangre de la órbita que te ha vaciado el marajá.
—Aunque me vaciases tú la otra, y arrojases el ojo que me queda a los filósofos, no me importaría. La princesa sabe ya lo que tiene que hacer.
—¡A ver si te explicas, bandido! Son demasiado siniestras tus palabras.
El prisionero, que debía de poseer una fuerza de ánimo más que extraordinaria, lo cual es además común a todos los indostaneses, se apoyó sobre sus espaldas y exclamó, con voz ronca:
—¡El que viva, lo verá!…
Kammamuri, el cazador de ratas y el guerrero se pusieron en pie, como tigres, gritando:
—¡Vas a morir!
—¡Matadme! —rugió el paria, mirándoles con el único ojo que le quedaba y que aún podía ser peligroso.
Alzábanse ya los puños sobre su cabeza, cuando el maharato recordó que no debía acabar de matar, al menos por entonces, al miserable.
—Dejadlo —dijo—. Está ya bastante estropeado. Con otro puñetazo que reciba, acabará de llevárselo Parvali, la diosa de la muerte.
—Este hombre es extraordinario. ¿Quién le habrá vomitado? ¿El infierno?
—Brahma —respondió el prisionero.
—Eso se lo cuentas a la diosa Kali y no a nosotros.
—Dadme de beber. No puedo ya hablar…
—Yo te daré de beber toda el agua que llevan los ríos de la India; pero sólo cuando hayas confesado.
—Dejadme morir… No puedo más… Sacad fuera esos pájaros siniestros, que parecen contemplar mi cadáver para hundir sus picos en mi vientre.
—¿Quieres hablar? ¿Por qué has envenenado a los ministros? ¿Quién te lo ha encargado?
—No… sé, nada… Agua… agua… ¡Me bebería toda el agua del Ganges!
—Esperaremos un poco.
El maharato sacó un viejo reloj de plata, del tamaño casi de una cebolla, contó con alguna torpeza las horas, y dijo:
—Son ya las doce: la hora de comer. Dejémosle descansar tranquilo y vayámonos a apurar un buen número de botellas.
—¡Cerveza!…
—Sí, cerveza; y si queremos vaciaremos también un barril. Las bodegas del marajá están siempre muy bien provistas.
El desgraciado agitó los labios, como si quisiese pronunciar algunas palabras, y en seguida desfalleció, como si le hubiese asaltado un síncope.
—¿Morirá? —preguntó el rajaputos.
—¡Ca!… Pronto le harán volver en sí los gritos horribles de estos malditos pajarracos. ¿Oís? Ahora mugen como si fuesen toros. ¡Ah, qué extraños volátiles!
—Están furiosos, sahib —dijo el cazador de ratas—. Dales de beber y se tranquilizarán.
—¿Agua? Ni para el paria ni para los filósofos —dijo el cruel maharato.
—Acabarán por devorarse unos a otros, para beber al menos su sangre.
—Que rompan, si pueden, las cadenas. Son las de los perros, y ya te puedes imaginar cuán fuertes serán.
Abrió la boca, mostrando dos filas de dientes que envidiarían un cocodrilo, y dijo:
—Siento el estómago vacío. Vamos a llenarlo.
—¿Y este hombre? —preguntó el rajaputo, al ver que el paria volvía a abrir el ojo.
—Déjalo que platique con Brahma, o discuta con los filósofos —respondió, riendo, Kammamuri—. ¡Oh, hablará! Sí, debe hablar, lo quiero, y si no confesase, dejaría de ser yo un maharato. ¡Ea, a comer!
Atravesaron el subterráneo, descargando algunos puñetazos sobre las calvas cabezas de los arghilahs, que intentaban morderlos, y subieron a donde se hallaban los pequeños catres de campo.
Dos criados habían llevado allí dos grandes canastas llenas de aves asadas, carne fría, botellas de cerveza, plátanos y nueces de coco llenas de fresca leche.
—Mandémosle una al paria —dijo el cazador de ratas, con ironía—. Debe de estar muy hambriento y se tragará un coco casi entero.
—Las vaciaremos nosotros —contestó Kammamuri, sentándose junto a los cestos—. Déjalo padecer para que se decida a hablar.
—¿Y tú sigues confiando, sahib, en que de un momento a otro hablará?
—Ya lo verás.
—Un suplicio así no lo resistiría ni yo mismo —dijo el rajaputo—. Esos condenados filósofos me han roto el tímpano, que resistió los estampidos de los grandes cañones ingleses.
—Pues parece que aún oyes —dijo Kammamuri, preparándose a asaltar la comida.
Hallábase trinchando un gran ánade que había descubierto debajo de los panes, cuando se presentó Tremal-Naik, seguido de un joven indostano, que mostraba tener como unos veinte años, robusto como un batelero del Ganges, y de ojos inteligentísimos.
—¡Timul, el rastreador!… —exclamó al punto el maharato.
Miró a Tremal-Naik con algo de ansiedad, preguntándole:
—¿Hay novedades, patrón? ¿Y la rhani?
—Duerme tranquilamente al lado del niño —respondió el viejo cazador de fieras de la Selva Negra—. Pero Yáñez sigue muy alarmado por ese prolongado sueño hipnótico.
—No lo estoy yo menos, patrón, —exclamó Kammamuri—. El miserable paria me ha dicho que ahora la princesa sabe ya lo que debe hacer y que él no necesita más de sus ojos.
—¡Oh, qué malvado es ese traidor, o, mejor dicho, ese envenenador, que está tramando nuestra desgracia!
—¿Queréis, patrón, que arroje el ojo que le queda a un arghilah? Se lo tragaría como si fuese el huevo de un pájaro.
—No; todavía no.
»Yáñez a estas horas le habría ya hecho atar a la boca de un cañón, y saltar bien alto en más de cien pedazos; pero yo no he querido.
»Este paria nos dará la clave de las terribles venganzas que se vienen ejecutando, sin duda alguna, en nombre de Shindia. Este debe de haberse escapado de Calcuta para intentar la reconquista de la corona del Assam, sobre la cual hizo correr no menos sangre que su hermano.
»Mucho me engaño si bajo nuestros pies no hay minas terribles dispuestas a estallar. Nuestra raza no sabrá nunca apreciar los beneficios de la civilización.
»Aquí solamente prosperan el hambre, el cólera y las ejecuciones en masa.
—Ese es nuestro mal —dijo Kammamuri, convidando a su patrón y al rastreador.
—¿Por qué has traído a Timul? —preguntó después de hacer las particiones.
—Tengo un proyecto.
—¿Cuál, patrón?
—El de dirigirme a la laguna de los cocodrilos con media compañía de soldados y hacer una redada de todos aquellos parias que hallamos en las cloacas.
—Esos hombres no sabrán nada, patrón —dijo Kammamuri—. Es el brahman el que los dirigía y el que lo sabe todo.
—Sin embargo, ¿quién sabe? Tal vez logremos algún éxito.
Se habían puesto a comer, servidos por dos pajes, ambos de bellísimas formas y de facciones finas que revelaban su descendencia de las altas castas. Pero los comensales mostraban más afición a las botellas de fresca cerveza y a los plátanos que a todo lo demás.
El clima de la India no es a propósito para los aficionados a comer fuerte; permaneciendo en ella tienen que renunciar muy pronto a las carnes. En cambio, han de beber mucho para resarcir la enorme pérdida que produce el sudor continuo.
—¿Conque decías, patrón —continuó Kammamuri, encendiendo uno de sus acostumbrados cigarrillos de palma de tabaco rojo—, que quieres sorprender a esos misteriosos cazadores de cocodrilos?
—Sí, Kammamuri, y quisiera llevarte en mi compañía. Durante tu ausencia, el rajaputo y el baniano vigilarán al prisionero.
—Es que desconfío muchísimo de ese hombre y no querría apartarme de él ni cinco minutos.
—¡Si está medio muerto! Vamos. El elefante favorito de Yáñez, el bravo Sahur, nos espera a la puerta del palacio. Los soldados han partido ya, y los encontraremos a orillas de la laguna.
—Como quieras, patrón.
—Además, volveremos en seguida.
—¿Al oscurecer?
—Creo que sí.
—Vamos, pues. Realmente, yo también tengo curiosidad por sorprender a esos misteriosos individuos, convertidos en cazadores de cocodrilos quizá para no ser inquietados, pues es un oficio benemérito.
—Ya veremos si realmente lo tienen —dijo Tremal-Naik.
Habíanse levantado, después de vaciar el último vaso de cerveza.
—No perdáis de vista ni un solo instante al prisionero —dijo Kammamuri al cazador de ratas y al rajaputos.
—Confía en nosotros, sahib —respondieron los dos valientes.
—Sobre todo, no le deis en manera alguna comida ni bebida. Y, además, procurad por ahora tener quietos los puños.
Cogió sus pistolas y siguió a Tremal-Naik a través de los inmensos salones del palacio. Timul, el rastreador, les acompañaba.
Ante el gran pórtico, sostenido por doce colosales columnas de piedra verde, el bravo elefante Sahur comenzaba a dar señales de impaciencia, lanzando de cuando en cuando un formidable barrito que resonaba como un trueno en las espaciosas salas del palacio.
El cornac, o conductor del animal, había echado la escala de cuerda, colocándose después en su puesto, entre las orejas del paquidermo.
Los tres hombres subieron al castillete, cubierto por una elegante cúpula dorada, y envuelto entre grandes hojas de plátano para amortiguar el calor, que en aquel momento era intensivo, por ser poco después de mediodía.
—¿Cuándo han partido los soldados? —preguntó Tremal-Naik al cornac.
—Hará cerca de una hora.
—Bien, llegaremos a punto. Aguijonea a Sahur.