7. Las iras de los «filosofos»

Apenas habían salido, cuando el baniano sacó de un saco un corderillo muerto y ya algo corrompido, a juzgar por el desagradable olor que exhalaba, y lo colocó junto al colchón ocupado por el paria y a los pies de este.

—Acudirán a millares —dijo el cazador de ratas—. Quiero ver si este hombre es capaz de resistir al temor de ser devorado vivo por las ratas sin poderse defender.

—¡Hum! —exclamó Kammamuri—. Yo tengo más confianza en mis pajarracos.

—Veremos, sahib. Allí hay dos puertas que conducen, sin duda, a otros subterráneos mucho mayores. Abrámoslas, retirémonos y contemplemos la escena. Si los roedores tienen mucha hambre y muerden con demasiado furor las carnes de este tuno, intervendremos.

—¿Debemos apagar las linternas?

—No es necesario. Las ratas hambrientas no tienen miedo a la luz.

Abrieron las dos puertas de bronce que conducían a los grandes subterráneos y en seguida se retiraron hacia la escalera, uniéndose al rajaputos.

Unos escalones más arriba hallábanse los seis arghilahs, o filósofos, como también se les llama, los cuales continuaban alborotando y aguzando sus gigantescos picos sobre las piedras. Parecían furiosos, quizá no habían cenado ni bebido, pero Kammamuri debía de tener sus motivos para dejarlos en ayunas.

—Dentro de pocos minutos, sahib —dijo el cazador de ratas—, veremos llegar a oleadas a esos interesantes animalitos.

—¿Interesantes?

—Tú, sahib, no los has visto nunca trabajar. Son dignos de estudio, y, además, yo debo estar muy reconocido a estas bestiecillas, que durante tantos años me han servido para comer.

—¿Tú has comido ratas?

—Sí, sahib. En las cloacas no había bodegones que pudiesen aderezarme una mísera cena, y así tenía que arreglármelas yo solo.

—Harías tus asados de ratas.

—Tenía siempre conmigo una especie de asador, que me servía divinamente para ello. No me faltaba leña, porque antes que bajasen allí todos aquellos parias, había hecho provisiones de combustible, que después…

El baniano se interrumpió bruscamente y se acercó a la puerta de bronce, que había quedado un poco entreabierta.

—¿Intenta desatarse el paria? —preguntó Kammamuri.

—No; es que oigo a las ratas.

—Yo no oigo nada.

—Tú, sahib, no has vivido en medio de ellas años y años. Te aseguro que ya empiezan a acudir. ¡Mira!…

El maharato aplicó el ojo a la rendija y no pudo contener un gesto de horror.

De las profundidades inmensas de los subterráneos que tenía el palacio del marajá, acudían las ratas a cientos y cientos, atraídas por el olor del cordero, que comenzaba a corromperse.

Eran grandes ratas grises, con largos bigotes y terribles dientes amarillos, y las acompañaban otras más oscuras, de piel un poco más espesa y de formas mucho menos robustas.

Avanzaban saltando, intentando adelantarse unas a otras para llegar antes al banquete, y lanzando agudos chillidos.

El paria, al ver que se aproximaban y comprender con qué enemigos tan despiadados iba a habérselas, levantó la cabeza, arrojando en torno suyo miradas fosforescentes.

Las ratas, cuya hambre debía quizá estar excitada por largos ayunos, pues nada había en aquellos subterráneos que pudiesen roer, se amontonaron furiosamente sobre el cordero, emitiendo agudísimos chillidos.

Cien, doscientas, quizá trescientas mandíbulas, armadas de dientes pequeños, pero muy afilados, se pusieron a trabajar, triturando los huesos como si fuesen terroncillos de azúcar.

Sólo un minuto bastó para que no quedase rastro del cordero.

Pero las ratas, engolosinado su apetito y reparando en que allí había un hombre que descarnar, se agruparon ante el colchón donde yacía el prisionero, formando cinco o seis filas apretadísimas.

—¿Has visto, sahib? —preguntó el baniano a Kammamuri.

—No me he quedado aún ciego, ni espero estarlo nunca —contestó Kammamuri—. ¿Y crees tú que él paria se asustará y os llamará?

—Así lo creo.

—¡Hum!… ¡Hum!…

—Pues las ratas amedrentan a todos, y harto lo sé yo, que en las cloacas he tenido muchas veces que sostener verdaderas batallas.

—¡Oh!… Mira, mira qué potencia tienen los ojos de ese malvado.

Las ratas, como hemos dicho, habían estrechado sus filas, disponiéndose a lanzarse sobre aquel buen bocado y descarnarlo en pocos minutos.

Ya parecía que se preparaban a embestirle, cuando sucedió una cosa extraordinaria, casi increíble.

El paria había levantado la cabeza cuanto se lo permitían las ligaduras y no parecía sino que había encendido dos hogueras en sus ojos. Una luz extraña y fosforescente, cuyo matiz variaba entre el verde y el amarillo intenso, brotaba a raudales de las pupilas del prisionero.

Las ratas, aunque excitadas en su apetito por la presa, que habían devorado en menos de dos minutos, al verse delante de aquellos grandes ojos, que fulguraban como pequeños faros, habían comenzado a retroceder, en completo desorden.

—¿Qué dices ahora de tus roedores? —preguntó Kammamuri, que continuaba atisbando por la rendija de la puerta.

—Que las ratas de las cloacas son más valientes —respondió el baniano—. Si hubiesen encontrado a un hombre atado e imposibilitado para defenderse, no lo habrían, ciertamente, respetado.

—¡Bah! Tan valientes son estas ratas como aquellas.

—¿Pues por qué retroceden?

—¿No ves cómo brillan los ojos del prisionero?

—Parecen ojos de tigre.

—Ese bandido ha hipnotizado también a las ratas y les ordena que se vayan. Veremos si hace lo mismo con mis filósofos.

—Los hipnotizará también.

—Tienen los nervios demasiado fuertes para rendirse ante una mirada.

—Las ratas se van. No quieren atacarle.

—Deja que se vayan. Supongo que no iremos a detenerlas por el rabo.

Los roedores, ante las miradas cada vez más fosforescentes del paria, continuaban retirándose. De cuando en cuando se detenían e intentaban estrechar sus filas para lanzarse al ataque, pero en seguida volvían a huir, saltando como si alguien las apalease y chillando con todas sus fuerzas.

Llegado que hubieron a las dos puertas, hicieron una postrera tentativa; pero después, como poseídas de un temor invencible, se lanzaron a través de los oscuros subterráneos, desapareciendo en pocos instantes.

—Me he engañado al contar con las ratas, sahib —dijo el baniano—. Jamás he visto cosa parecida.

—Ni yo tampoco.

—¿Y qué vas a hacer con tus filósofos? Todavía no me lo has dicho.

—Impedir al paria que duerma —dijo Kammamuri—. No hay suplicio más espantoso y ningún hombre, por fuerte que sea, lo resiste largo tiempo.

—Vamos, pues, a buscar a tus pájaros, sahib. Tengo curiosidad de ver cómo se portan ante los ojos fosforescentes del paria.

—Se pondrán mucho más furiosos y harán un estruendo capaz de desvelar a un muerto. Ven a ayudarme.

Subieron la escalera y se acercaron a los arghilahs, que, atormentados por el hambre, se picoteaban furiosamente, causándose profundas heridas, de donde salía mucha sangre.

No fue tarea fácil hacerlos bajar al subterráneo, y para ello hubo de ayudar el rajaputo a los guardianes del prisionero.

Los seis animales fueron atados con cadenas de acero a una pesada viga, situada a pocos metros del colchón, y se los separó entre sí lo suficiente para que no se destruyesen unos a otros.

El paria, al ver aquella extraña compañía, se había puesto a reír groseramente.

Sahib —dijo volviéndose hacia Kammamuri, que continuaba atando los pájaros—. ¿Te has creído que soy un cuervo o un gato para hacer que me coman los filósofos?

—Sus picos son bastante agudos para vaciar tus ojos fosforescentes —respondió el maharato.

—¿Quieres acaso dejarme ciego, sahib? —preguntó el prisionero con voz alterada—. ¿Serías capaz de quitarme la vista?

—Eso lo veremos después. Ahora mira a ver si puedes dormir un rato, pero te advierto que estaré siempre alerta para despertarte.

—¡Ah, el suplicio del sueño!

—No sé nada. Como te libraste de las ratas, procura también librarte de estos bichos, hipnotizándolos, si puedes. ¡Ah, querido! Tienen los ojos demasiado fuertes y el cráneo muy duro.

Sacó un viejo reloj de plata y miró la hora.

—Las cuatro y media —dijo—. Es bastante tarde y yo me voy a echar un sueñecito.

—¡Espera! —gritó el paria, que parecía aterrorizado.

—Supongo que no querrás que te hagamos nosotros compañía.

—No; quiero decirte solamente que soy un brahman auténtico.

—¡Ah! —exclamó Kammamuri—. No tienes facha de ello.

—¿Y si lo jurase por Yama, el juez de los muertos?

—No te creeré.

—Ni yo tampoco —dijo el cazador de ratas.

—Os podríais arrepentir demasiado tarde. Sabed que los brahmanes gozamos de la protección de los dioses, porque somos seres puros, y nadie puede tocarnos sin incurrir en penas espantosas.

—¡Y va de cuento! —exclamó Kammamuri, encendiendo un cigarrillo que le había quedado en el fondo de un bolsillo.

—Sabed que no sólo es un crimen tocarnos a nosotros, sino que también a los animales que nos pertenecen. —Prosigue con el cuento. Los filósofos empiezan a enfadarse y a armar barullo.

—Sabed también que si un hombre mata a una ternera perteneciente a uno de nuestra casta, irá cuando muera al infierno, donde será sin cesar mordido por serpientes y atormentado por el hambre y la sed.

—Hará calor allá abajo —dijo Kammamuri, encogiéndose de hombros—. ¡Cuenta, cuenta!

—Tú no puedes figurarte qué penas tan enormes caerán sobre el hombre que haya matado a un brahman, cualquiera que sea la causa, porque es un pecado cuatro veces más grave que matar a una vaca.

—Para ser un paria, estás bastante instruido —dijo el malabar.

—¡No soy paria, sino brahman! —gritó el prisionero, lanzando sobre ellos una inmensa mirada que no obtuvo resultado alguno.

—¿Has terminado? —preguntó Kammamuri bostezando.

—Te advierto que todo el que mate a uno de nosotros, los protegidos por los dioses, será condenado después de muerto a renacer bajo la forma de un insecto que se alimenta de inmundicias. Por medio de nuevos nacimientos, llegará a ser paria, estará ciego durante muchísimos años y será afligido por la lepra. ¿Tendrás tú ahora valor para matar a un brahman?

—Yo no soy torpe del todo —dijo el maharato— y sé que si vosotros matáis a un hombre perteneciente a otra casta, os excusáis rezando una especie de plegaria, que si no me equivoco se llama gaiaky.

—¿Y qué? —preguntó el paria.

—Que yo también rezaré una plegaria parecida, y todo está arreglado.

—Pero tú no eres brahman.

—Soy un hombre como tú.

—Tu alma no es pura.

—¿Qué sabes tú? No has visto lo que hay dentro de mi cuerpo —respondió Kammamuri, volviendo a bostezar.

Entretanto, los seis filósofos intentaban picotearse unos a otros, y proseguían con sus tremendos graznidos.

—Vamos, cazador de ratas —dijo el maharato, arrojando la última bocanada de humo—. Ya estoy harto de esta música. Me ataca terriblemente a los nervios. Dejémosla aquí para que la disfrute a solas el paria.

—¡Paria, no; sino brahman! —protestó el prisionero.

—Como quieras. Si tienes sueño, mira a ver si puedes cerrar los ojos.

—Brahma te maldecirá.

—Nada malo he hecho; ¿y por qué, pues, me va a maldecir?

—Pero estás maltratando a uno de sus sacerdotes.

—Valiente sacerdote… que ha envenenado a tres ministros del marajá. ¿Quién lo ha ordenado? Si hablas te dejaremos descansar y te traeremos comida y cerveza fresquísima.

—Nada tengo que decir.

—Entonces, mira a ver si puedes hipnotizar a los filósofos. Tendrán los sesos algo embotados para sentir los rayos de tus pupilas, Nosotros nos vamos a descansar no muy lejos de aquí, y te advierto que ahí fuera hace guardia un soldado incorruptible que te vigilará.

—Que la lepra caiga sobre ti en la hora de la muerte, antes que alcances el nirvana.

—Yo no iré nunca a ese paraíso, y así no me importa —respondió Kammamuri.

Miró atentamente si las cadenas de acero de los filósofos estaban bien sujetas a las vigas, y se alejó con el cazador de ratas.

Recomendaron al rajaputo que hiciese con cuidado la guardia; subieron otra escalera y se hallaron en un pequeño subterráneo donde se habían hecho llevar previamente dos camas de campaña.

—El trabajo ha sido un poco pesado —dijo Kammamuri—. Tomémonos un par de horas de sueño.

—He pasado muchas noches en las alcantarillas sin pegar los ojos —dijo el baniano—. Prefiero estar en vela.

—¿Temes que el paria huya?

—Quiero ver lo que sucede.

—Que los filósofos continuarán su música ensordecedora, y nada más.

—Preveo una gran batalla.

—¿Entre quiénes?

—Entre tus pájaros y las ratas.

—¿Crees que volverán los roedores?

—Sin duda alguna. Si no se atrevieron a atacar al hombre, atacarán ahora a los filósofos.

—Si eso sucede, despiértame, y sobre todo, procura que no baje la princesa.

—Puedes confiar en mi vigilancia, sahib —respondió el baniano.

Kammamuri bostezó tres o cuatro veces como un oso que acaba de pasar el invierno bajo la nieve, y se echó sobre uno de los lechos, poniendo junto a sí sus largas pistolas de dos cañones.

El baniano a su vez encendió una vieja y podrida pipa, y sentándose sobre el borde del otro lecho, se puso a fumar, escuchando los graznidos de los filósofos.

Aquella música no podía en manera alguna dejar dormir al paria, pues las bóvedas del subterráneo eran tan sonoras como las de las cloacas.

Era un estruendo verdaderamente infernal el que subía por la escalera. Había momentos en que los gigantescos pajarracos mugían como si se hubiesen convertido en elefantes marinos, y al punto volvían a repetir sus enojosos graznidos.

Habían transcurrido un par de horas, cuando el baniano se levantó de su cama de campaña, diciendo:

—Las siento venir. ¿A quién atacarán, al paria o a los filósofos? Tienen el pico muy duro estos pajarracos, y un estómago… ¡Se tragan las ratas vivas a centenares!

Dirigió una mirada a Kammamuri, que dormía tranquilamente, aunque siempre con los puños apretados, y bajó en silencio la escalera.

El rajaputo, firme como una estatua de bronce, continuaba haciendo guardia junto a la maciza puerta, apoyado sobre su larga lanza.

—¿Sigue en su sitio el prisionero? —le preguntó el baniano.

—Sí, sahib.

—¿Qué hace?

—Encender y apagar sus ojos, con la esperanza quizá de aterrar a los arghilahs y hacerlos callar, pero me parece que pierde inútilmente el tiempo. Cada vez gritan más fuerte.

—¿No ha tratado de desatarse?

—Nada de eso; ha permanecido siempre inmóvil. Sólo sus ojos han trabajado, y, como te dije, no han conseguido sino poner más furiosos que nunca a los volátiles. Si pudiesen romper sus cadenillas de acero, estoy seguro de que se lanzarían sobre él para comérselo vivo. Deben de tener mucha hambre.

—Y también mucha sed —dijo el baniano—. Pero comida no les faltará dentro de muy poco, aunque yo procuraré impedirlo.

—¿Y quién se la traerá? —preguntó el soldado, mirando en torno suyo.

—Las ratas, que vendrán a echar a perder nuestro trabajo, ahora que ya no nos son necesarias, después de lo mal que se han conducido.

—No tienen la resistencia de los filósofos. No hay más que cerrar las dos puertas de bronce que conducen a los grandes subterráneos.

—A estas horas deben de haber venido ya los roedores.

—Nosotros los echaremos.

—Necesitamos para ello dos garrotes. Las pistolas no sirven contra esos animales.

El rajaputo apoyó la lanza contra un escalón, y después, saltando sobre ella con todas sus fuerzas, la partió en dos pedazos.

—He aquí dos buenas armas para atacar a las ratas, sahib —dijo—. Escoge la que más te convenga.

—Quédate tú con la punta; sabrás emplearla mejor que yo.

Empuñó cada uno su trozo de bambú ligero y de una solidez a toda prueba y entraron en el subterráneo, donde resonaban extraños clamores.

Los batallones de ratas grises o negras se habían vuelto con la secreta esperanza de conseguir tal vez devorar al prisionero, pero viendo luego los arghilahs, se lanzaron a embestir a los gigantescos volátiles, intentando morderles en las patas y hacerles caer al suelo.

Pero habían hallado adversarios dignos de ellas. Aunque los seis filósofos estaban atados, combatían, sin embargo, con furor extremado, lanzando gritos espantosos.

Sus picos descomunales se abrían sin cesar y en ellos caían las ratas, vivas aún, para ir a parar al inmenso saco de su estómago, dotado de tales jugos gástricos, que deshacen hasta los huesos.

El baniano, no queriendo que los pájaros comiesen demasiado, cayó en medio de la multitud de roedores, repartiendo furiosos garrotazos.

El soldado ensartaba media docena de ratas en la punta de su lanza y las estrellaba después contra las paredes de piedra, donde quedaban grandes manchas de sangre.

La batalla fue breve. Los pequeños habitantes de las tinieblas y subsuelos desistieron por completo de su ataque, y escaparon por las dos puertas de bronce de los grandes subterráneos, las cuales fueron sólidamente cerradas.

—Podían haberse quedado en sus madrigueras —dijo el baniano, agitando el trozo de bambú que goteaba sangre—. Algunas veces son terribles.

El prisionero levantó en aquel momento su cabeza y dirigió sobre los dos hombres una de sus extrañas miradas fosforescentes.

—Es inútil que me mires así —dijo el viejo cazador de las cloacas—. No soy una rata ni una mujer.

—Y, sin embargo, tú también caerás —dijo el paria, rechinando los dientes.

—¿En el infierno destinado a los enemigos de los brahmanes?

—Te digo que caerás como han caído las ratas y vendrás a libertarme.

—¿Para qué? ¿Para que después me haga cortar la cabeza el marajá? Aunque ya es algo vieja, sin embargo, procuraré tenerla sobre los hombros el mayor tiempo posible.

—¿Luego tampoco tú tienes respeto a los brahmanes?

—¡Pero si tú eres un paria!

—¿Qué dice tu compañero?

—Que ha ensartado lo menos seis docenas de ratas —respondió el baniano—. Vuélvete a acostar.

—¿Me dejaréis dormir? Cuando me sorprendisteis en las cloacas, llevaba dos noches sin pegar los ojos.

—Nadie te lo impide ahora.

—Llévate de aquí a esos arghilahs. Arman demasiado estruendo.

—Así lo haré, si te decides a confesar.

—¿El qué? —aulló el paria.

—El marajá vendrá a decírtelo.

—Yo no sé nada. He sido siempre un desgraciado, maldito por los dioses.

—Eres, pues, un miserable paria —dijo el baniano—. Si fueses realmente un brahman, no hubiera dejado el dios más poderoso de protegerte.

—También los dioses se olvidan algunas veces de sus fieles adoradores.

—Quédate, pues, aquí a oír día y noche la música deliciosa de los filósofos.

—Vosotros no sabéis todavía quién soy yo —aulló el prisionero.

—Ya te lo he dicho: un paria.

Esto dicho, le volvió la espalda, y seguido del soldado que llevaba todavía ensartada en su media lanza siete u ocho ratas con las tripas fuera, salió del subterráneo, mientras los filósofos, algo satisfecha su hambre, pero faltos de una gota de agua, volvían a emprender su música infernal, haciendo sonar cada vez más las cadenas de acero.

Kammamuri acababa de despertarse, y se hallaba sentado ante una enorme cesta que contenía carne fría, legumbres, pan y cerveza: era la tiffine o almuerzo matutino, al cual estaba metiendo mano.

—Aquí hay también para vosotros —dijo al baniano y al rajaputo—. El gran cocinero del marajá está acostumbrado a cortar en grande y a tener abundancia de todo.

—¿Quién se habrá cuidado de mandamos este regalo?

—Me figuro que habrá sido mi patrón. Aunque estaba ocupado con el marajá en los funerales del ministro, no se ha olvidado de nosotros.

—¿Queréis que vayamos a almorzar al otro subterráneo?

—Para hacer rabiar al prisionero, ¿verdad? Lo peor es que tendremos que sufrir también un concierto nada agradable.

—Nuestros oídos son fuertes, sahib, y, además, no nos detendremos mucho junto al paria.

El soldado, que era de formas hercúleas, cogió el enorme cesto, se lo puso sobre la cabeza y volvió a bajar al segundo subterráneo, donde había batallado con los ratas.

Kammamuri y el baniano, que tenían apetito, se apresuraron a seguirle.

Los tres hombres se sentaron a corta distancia del paria sobre trozos de vigas, y se pusieron a esgrimir sus mandíbulas. Los filósofos, que estaban siempre hambrientos, al percibir el olor de la carne, empezaron a alborotar más que nunca y a agitar sus alas con tal rabia que hacían caer numerosas plumas.

Imagen

—Parecen tigres —dijo el rajaputo, que comía por dos y bebía por cuatro—. Si llegasen a romper las cadenas, se arrojarían sobre el prisionero y lo harían pedazos en pocos instantes.

—Para beberle quizá la sangre —dijo el baniano—, porque todavía no están vacíos sus buches pelados y roñosos. Aún les quedan ratas de reserva.

—Yo creo que lo que quieren es nuestra carne —dijo el maharato—. No es para vosotros, queridos; y aunque os volváis hidrófobos, no os daremos más de comer, y menos una gota de agua.

—Eso es lo que más desean, sahib.

—Quizá tengas razón; porque yo he advertido que siempre que estos pajarracos limpian una calle de inmundicias, se van en seguida a inflarse de agua a las orillas de los ríos.

—¡Agua! —exclamó en aquel momento una voz.

El prisionero había levantado la cabeza y dirigía miradas terribles a los tres hombres, aunque sin lograr interrumpir su banquete.

—¡Agua! —repitió una voz ronca.

—¿Quieres tomar un baño? —preguntó Kammamuri con ironía.

—¡Quiero beber! No me importa el sueño, y lo resistiré mucho tiempo; pero me estoy muriendo de sed. Dadme un sorbo de agua.

—Sólo tenemos excelente cerveza inglesa.

—¡Dádmela!

—En cuanto hables.

El rostro del paria se contrajo espantosamente y sus ojos adquirieron mayor fulgor.

—¡Vosotros no sois nada más que unos asesinos, que os habéis empeñado en que yo soy un envenenador!

—¿Ahora sales con eso? Amigo, olvidas que te han reconocido varias personas, incluso yo.

—Quizá se parecía a mí el brahman que envenenó a los ministros del marajá.

—Tienes una cara que no se olvida fácilmente ni puede semejarse a otra alguna; y hasta tienes en la frente una cicatriz como la tenía el envenenador.

—Es una herida que me causó un tigre una noche, cuando me dirigía a asistir a un moribundo de mi casta.

—Nosotros no somos arghilahs —dijo el maharato—. Esas historias ve a contárselas a ellos. A ver si con ellas los apaciguas.

—¡Dadme de beber! —rugió el paria.

—Un tonel de cerveza te traeremos si quieres; pero, querido, antes es preciso que hables. Es inútil que insistas en negar: hay demasiadas pruebas contra ti. Cuando hayas dicho por cuenta de quién obrabas, entonces podrás comer y beber hasta reventar.

—¡Maldito sea el dios que te hizo nacer!

—Está Sivah muy ocupado para hacer caso de tus insolencias. También él tiene sus negocios como Brahma y Visnú.

—¡Dadme, pues, la muerte!

—Nada de eso. Los muertos se quedan mudos para siempre, y resultaría estéril nuestra peligrosa expedición a las cloacas.

En aquel punto pareció temblar el palacio entero. Oyéronse alaridos de trompetas, tañidos de campanas, redobles de tambores y millares infinitas de voces que, con una unión maravillosa, invocaban la protección de los dioses.

—¿Qué sucede? —preguntó el paria, sorprendido.

—Se están celebrando los funerales de tu víctima —respondió Kammamuri.

—¿De día? Siempre se hacen al ponerse el sol.

—El marajá lo habrá dispuesto así. Le importan poco nuestros usos, aunque respeta todas las religiones.

—¿Y en dónde van a enterrar al muerto?

—En alguna pagoda. Ya ves que se trata de un gran personaje.

El estruendo entretanto había llegado a ser tan extraordinario, que nuestros hombres no podían oírse entre sí.

Especialmente los hank, enormes tambores que no pueden hacerse sonar sin permiso del príncipe, y los tumburá, todavía más grandes y llenos de dorados y pinturas, al ser golpeados con furia, retumbaban terriblemente, ahogando los agudos sonidos de los demás instrumentos, tales como los bannk, los bansi y los ramsinga.

El cortejo, compuesto de varios millares de personas, debía de haberse puesto ya en marcha escoltado por las tropas y seguido de danzarinas y sacerdotes.

El maharato esperó a que se fuese alejando todo aquel estruendo; y después, volviéndose al paria, con una botella de cerveza en la mano, le dijo:

—Aquí hay de beber; pero, como te he dicho, primero es preciso que hables.

—Mátame, ya que no puedo defenderme —tomó a decir el paria.

—Amigos, nuestro almuerzo ha terminado; podemos, pues, volvemos a nuestros puestos de guardia en el subterráneo de arriba.

—¿Me dejáis otra vez solo? —preguntó el prisionero, que parecía un poco trastornado.

—Nada tenemos que hacer aquí —dijo Kammamuri—. Hemos comido y bebido, y ahora nos vamos a encender nuestras pipas.

—¿Y si vuelven las ratas?

—Compóntelas como puedas.

—¿Y dejaréis que me devoren vivo?

—Allá veremos. Nos contentaremos por ahora con dejar que te roan la nariz y las orejas. Si puedes dormir, cierra los ojos. Te concedemos cinco minutos.

—Haz que saquen fuera a los arghilahs. ¿Cómo quieres que pueda yo dormir con el estruendo que hacen? Dales al menos de comer y beber.

—Se dormirían tranquilamente sobre una sola pata y con la cabeza escondida bajo un ala, y no volverían a chillar, y esto no es lo que yo quiero.

—¿Tanto te agrada, pues, la música de estas bestias asquerosas?

—No seré yo quien la oiga, ni tampoco mis compañeros. ¡Ea! Por última vez: ¿quieres decirme por qué envenenaste a los tres ministros del marajá?

—¡Ah! Ya son tres los que yo he envenenado —dijo el paria con acento feroz—. Mañana serán diez, para tener un pretexto cualquiera para arrancarme el pellejo.

—Así como envenenaste, y no puedes negarlo, al que están ahora enterrando, así también debiste de ser tú quien asesinó a los otros dos ministros.

—Tú estás loco.

—Lo veremos —dijo Kammamuri, haciendo señal a sus compañeros de que le siguiesen al subterráneo superior, donde el furioso graznido de los filósofos llegaba muy apagado, merced a las dos espesas puertas de bronce, una de las cuales se hallaba a mitad de la escalera.

—Esperemos —dijo el maharato, abriendo un paquete de cigarrillos de hoja de palma y tabaco rojo—. Acabará por ceder, por muy fuertes que tenga los nervios.

A punto estaba de echarse sobre uno de los lechos, cuando percibió hacia la tercera puerta de bronce que conducía a las habitaciones reales un sordo aullido, acompañado de cierto tintineo, como de una cadena de metal.

Miró al anciano y al rajaputo, que habían amartillado al punto sus pistolas, y les interrogó con la mirada.

—Quizá sea uno de los molosos, que viene a hacemos compañía —dijo el cazador de ratas—. Esos pobres animales deben de estar aturdidos con tanta música funeraria.

—Sí —confirmó el soldado—; es uno de nuestros molosos.

En aquel momento, la puerta de bronce, que estaba sólo entornada, se abrió con violencia, y los tres hombres vieron con inmenso estupor aparecer a Surama, envuelta toda en una graciosa túnica de seda azul con pantalones de seda blanca que caían sobre menudas babuchas de terciopelo rojo y punta retorcida.

Seguíala un moloso, gruñendo sordamente y arrastrando sobre las losas del pavimento su larga cadenilla de acero.

—¡Quietos todos! —dijo al punto el maharato—. No debemos despertarla: es la orden del marajá.

—La princesa está aún hipnotizada —dijo el baniano—. ¿Por qué no han cuidado de ella?

—El palacio estará casi desierto —respondió Kammamuri—. Todos, incluso el señor Yáñez y Tremal-Naik, se hallarán en los funerales del ministro. Sigámosla y dejémosla obrar.

—¡Perro del paria! —murmuró el baniano—. ¿Qué maldito fluido magnético tendrá acumulado en sus ojos? Espanta a las ratas e hipnotiza a las personas.

Surama, una vez abierta la puerta, se había detenido, agitando los brazos y haciendo con los dedos rápidos movimientos. Sus ojos estaban dilatados, y casi con tanto brillo fosforescente como los del paria, aunque no parecía haber descubierto a los tres hombres.

El moloso, llevado de su instinto, había intentado detenerla asiéndola de la ropa; pero Surama, sin volver en sí, se puso a bajar la escalera que conducía al segundo subterráneo.

Hablaba como si fuese presa de una pesadilla, con voz débil y cansada.

—Tú lo quieres… y yo siento que debo obedecerte…, porque has lanzado dentro de mí no sé qué hechizo… ¿Y seré yo capaz de libertarte? ¿Qué dirá después el marajá, mi esposo adorado?

Volvióse a detener, tratando de resistir a la atracción misteriosa del paria; retorcióse las manos, sacudió desesperadamente su hermosa cabeza haciendo ondear sus larguísimos cabellos, y después continuó bajando, diciendo con voz desgarradora:

—Es inútil…, debo obedecer…, debo libertarlo.

El maharato hizo señal al perro de retroceder; después, con sus dos compañeros, se puso a seguir en silencio a la princesa, que avanzaba sin vacilar ni equivocar un solo escalón.

Abrió la segunda puerta de la escalera, se detuvo todavía un instante como para recobrar fuerzas, y en seguida descendió rápidamente y abrió la última puerta, que cerraba el subterráneo del prisionero.

—Quedemos aquí fuera y atisbemos —dijo Kammamuri a sus compañeros—. Siempre estaremos prontos a intervenir para impedir la fuga del envenenador.

La rhani se había detenido en el último escalón, y sus ojos se fijaron de improviso en los del paria.

Hubo como un cambio de fosfóricos relámpagos entre la princesa, que no podía resistirlos, y el envenenador, el cual, habiéndola de súbito descubierto, había levantado la cabeza, y la miraba cada vez con mayor fijeza.

Los seis filósofos, nuevamente hambrientos, y, sobre todo, irritados por la sed, hacían en aquel momento un estruendo imposible de describir. Había ocasiones en que mugían, como si se hubiesen convertido en toros.

Poseídos de un increíble furor, tiraban rabiosamente de las cadenillas, y las golpeaban con sus robustos picos; pero el acero indostánico resistía a todos sus esfuerzos.

Surama pasó entre los rabiosos animales, manteniéndose a prudente distancia para no perder un ojo, y se dirigió solícita hacia el paria, deteniéndose junto al colchón.

—Me has llamado, ¿verdad? —le preguntó con voz temblorosa.

—Sí, alteza, y te esperaba —respondió el paria.

—¿Qué quieres de mí?

—¿Dónde está el marajá?

—En los funerales del ministro.

—¿Estás, pues, sola?

—Así lo creo. ¿Qué quieres de mí?

—¿Quién te ha seguido?

—Un perro.

—No lo veo.

—Se habrá vuelto. ¿Qué quieres?

—Tengo sed. Sube al subterráneo superior, y encontrarás una cesta donde hay tres botellas de cerveza. Tráeme una, y esta noche te dejaré dormir tranquila.

—¿Cómo sabes tú todo eso?

—Lo veo.

—¿A través de los muros?

—Sí, princesa —respondió el bribón.

—¿Debo ir?

—¡Lo quiero! —ordenó el prisionero, con voz imperiosa.

Surama bajó la cabeza y pareció reflexionar un momento; después giró sobre sí misma, y volvió a pasar, con precisión matemática, entre los filósofos, cada vez más enfurecidos, esquivando sus picos monstruosos.

Kammamuri había escuchado la orden dada a la princesa.

—Esperadme aquí —dijo a sus dos compañeros.

Subió apresuradamente, llegóse a la cesta y rompió con rapidez las tres botellas de cerveza, arrojando los pedazos en pequeños compartimientos de mimbre.

Habiendo hallado también un poco de carne y algunos panecillos, se lo arrojó todo al perro, que había vuelto a presentarse y tendíase ante la tercera puerta de bronce, como si se obstinase en velar por la princesa.

—Ahora veremos lo que sucede —dijo Kammamuri, mientras la cerveza corría espumosa por los escalones—. Debíamos despertar a la rhani; y el envenenador, o confiesa, o muere de hambre y sed, o de sueño.

Miró a sus compañeros. Habíanse arrimado a la pared para no estorbar el paso, y se mantenían inmóviles como estatuas.

En aquel momento se abrió la puerta y volvió a aparecer la princesa de Assam, con sus ojos siempre dilatados, mirando fijos hacia delante y como perdidos en una lontananza infinita. Dirigióse sin vacilar hacia la enorme cesta y la cogió en seguida con sus manos.

Había obedecido a la orden del paria, pero el maharato había sido más listo que este.

—Vamos a ver —dijo a sus compañeros—. No hagáis ruido ni pronunciéis una palabra.