6. El magnetizador

Una hora llevaban esperando, pues el escondrijo de los parias se hallaba bastante lejos, cuando vieron volver al baniano y a los sikaris, todos cargados como mulos de viejas alfombras.

—Alteza —dijo el cazador de ratas, que precedía a los sikaris—, he aquí nuestra salvación.

—¿Es este el puente que vas a echar sobre el río?

—Sí, alteza. He observado que las aguas son extremadamente densas, por hallarse impregnadas de lodo y de las inmundicias de todo género que las pequeñas cloacas conducen hasta aquí.

—¿Y qué pretendes?

—Que arrojando delante de mí las alfombras una a una, y corriendo siempre sobre ellas, podré llegar hasta la escala y volverla a echar sobre las dos orillas. Yo peso muy poco, y aunque ya no soy muy joven, conservo todavía una extraordinaria agilidad.

—¿Y si las aguas te absorben?

El baniano se pasó una mano por la frente, como para enjugar algunas gotas de frío sudor; después, levantando los hombros, dijo:

—O intentarlo o morir todos. ¿Saben en palacio que habéis venido aquí?

—Sí —respondió Yáñez—, y tienen orden de mandar soldados en mi socorro si tardo en regresar.

—Podrían extraviarse, alteza. Sin un guía no se puede caminar por aquí con plena seguridad.

—Prueba a echar una alfombra.

El baniano tomó una de las más ligeras, y la arrojó sobre las negras aguas. Como había previsto, hubiera podido servir al menos durante un momento de tabla para pasar, pues la tierra y los detritus de todo género la sostenían como si fuese casi un barquichuelo.

—No se me hubiera ocurrido jamás semejante idea —dijo Yáñez—. Ahora creo que no es imposible que atraviese el canal quien deba tendernos la escala.

—Yo seré ese, alteza, pues soy el que menos pesa de todos y saltaré sobre las alfombras. Será necesario que vuestros hombres me ayuden.

—Echando alfombras delante de ti mientras puedan, ¿verdad?

—Sí, alteza; después las arrojaré yo.

—Eres un valiente y yo te daré el premio.

—¿Queréis hacer de mí un pequeño rajá?

—Es posible, veremos.

Los sikaris, con Kammamuri y Tremal-Naik, se alinearon sobre el dique, dispuestos a ayudar al valeroso viejo, que por salvarlos a todos se exponía a un gravísimo peligro. No era cosa que todos intentasen vadear aquellas aguas; quizá fueran tan profundas como densas.

El cazador de ratas, siempre tranquilo, se echó sobre las espaldas siete u ocho alfombras de las más ligeras para servirse de ellas más adelante, y después se acercó a la orilla y observó nuevamente las aguas.

Sólo en aquel momento la alfombra arrojada medio minuto antes comenzaba a hundirse a pocos metros de distancia.

—¿Te sientes con valor? —le preguntó Yáñez.

—Sí, alteza. Estoy seguro de llegar a la escala y subir a la otra orilla. ¿Están preparados los sikaris?

Tres o cuatro alfombras cayeron delante del baniano, sosteniéndose blandamente sobre las turbias aguas.

—¡Ya! —gritó Yáñez, proponiéndose ayudar a sus hombres.

El cazador de ratas saltó sobre la primera alfombra y se mantuvo perfectamente en equilibrio.

Los sikaris continuaban arrojando nuevos trozos de alfombra con una habilidad realmente prodigiosa. Sabido es que los indostanes son todos más o menos hábiles acróbatas y poseen un tino pasmoso. Los thugs lo demuestran.

El baniano continuaba saltando como una gigantesca rata, procurando caer con la mayor ligereza que le era posible.

Cuando ya no pudieron los sikaris arrojarle nuevas alfombras, empezó a emplear las que había llevado consigo, y que, como habíamos dicho, eran las más ligeras.

La escala, dejada caer por los parias en su precipitada fuga, no distaba ya más que unos tres o cuatro metros, bien poca cosa para aquel saltarín inimitable.

Lanzó, una después de otra, sus alfombras, procurando que cayesen bien extendidas, para que opusiesen breve resistencia a las aguas fangosas, y continuó nuevamente saltando como un verdadero canguro.

Con un postrero y más impetuoso salto, cayó sobre la escala, uno de cuyos extremos había quedado apoyado sobre el dique, respiró libremente, contempló los trozos de alfombras que comenzaban a hundirse y salió de allí con la agilidad de un mono.

—¡Bravo! —gritaron Yáñez y Tremal-Naik. Los sikaris y Kammamuri, no menos entusiasmados que sus patronos, lanzaron gritos de júbilo, haciendo retumbar las bóvedas de la cloaca, y hasta los perros, por hacer también algo, gruñían contra el prisionero, vigilándole para que no se alejase.

El baniano, apenas alcanzó la orilla, retiró la escala, la izó toda, cosa facilísima, por ser de ligero bambú, y la colocó de través sobre el río de inmundicias.

El puente quedaba lanzado en el momento mismo que la última alfombra desaparecía en aquel cieno pestilente, arrollándose sobre sí misma.

También esta vez fueron los molosos los que pasaron primero.

—Kammamuri, ten cuidado del brahman —gritó Yáñez—. No lo dejes caer.

—Estamos aquí siete hombres preparados para sostenerlo —respondió el maharato.

El primero tuvo un movimiento de rebeldía al sentirse empujado hacia delante, y sujeto fuertemente por la cadenilla de acero.

—¡Vosotros queréis que me ahogue dentro de ese canal hediondo! —gritó, tratando de retroceder.

—Nada de eso, querido; queremos llevarte al palacio real —respondió el portugués—. Eres un hombre demasiado útil para dejarte morir. ¡Pasa o disparo!

—Prefiero un tiro de pistola.

—Te digo que no. Los muertos ya no pueden hablar y tú tienes que contarnos muchas cosas más o menos interesantes.

—¡Mátame! —aulló el paria, rechinando los dientes—. Deseo morir.

—Pues entonces, arrójate a ese canal de lodo.

—¡Oh, no, alteza!… Creo que nadie tendría valor para eso.

—Y, sin embargo, ya has visto cómo ese simple cazador de ratas ha desafiado la corriente.

—Yo no soy un baniano.

—Eres peor, eres un paria —gritó Yáñez impaciente, sujetándole por la faja de seda que ceñía su larga túnica.

—No. ¡Soy un brahman! —protestó el prisionero.

—Sí, como yo. Sígueme o hago que te lleven mis sikaris.

El miserable, viéndose perdido, avanzó sobre la escala, precedido del portugués y seguido de Kammamuri, que llevaba bien sujeta la cadena.

Cuando se hallaban en medio del río pestilente, el paria, aunque tenía los brazos bien atados por detrás de la espalda, intentó soltarse para llegar el primero a la otra orilla, sin pensar que allí estaban ya el baniano y los perros.

Un tremendo puñetazo, que por poco le hace perder el equilibrio y que le propinó el maharato en mitad de la espalda, le persuadió de la inutilidad de sus esfuerzos.

Púsose, pues, a saltar los travesaños, mirando bien dónde sentaba los pies, por miedo a seguir el mismo camino que las alfombras, y cayó por fin entre los brazos del cazador de ratas, bien alargados para cogerlo.

—He aquí un hombre que nos dará mucho que hacer si queremos que hable —dijo Yáñez a Kammamuri.

—No lo creáis, señor. Yo lo pondré más dócil que un corderillo, os lo aseguro.

—¡Hum!…

—Ya lo veréis. Lo enterraré medio cuerpo en un agujero y buscadme dos arghilah. Con eso me basta.

—¿Y hablará este tunante?

—Más que un lorito amaestrado, señor Yáñez. Ya sabéis que nosotros, los maharatos, somos famosos por torturar a los prisioneros de guerra.

—Quizá sois demasiado feroces.

—No; si hablan, se les deja en libertad. ¿Qué más pueden desear?…

Los sikaris habían llegado, guiados por Tremal-Naik. Arrojaron la escala al inmundo río, cogieron en medio al paria y emprendieron el camino que debía conducirlos a la luz y al aire puro.

Habían andado durante cinco o seis minutos, empujando sin cesar al prisionero, que trataba de oponer continua resistencia, cuando vieron que avanzaban hacia ellos otras linternas.

Eran veinte o veinticinco hombres ordenados en dos filas.

—¿Quién va allá? —gritó Yáñez con su voz sonora.

—Soldados del marajá —respondieron varias voces—. ¡No hagáis fuego!

—Yo soy el marajá en persona.

Un grito de alegría resonó entre aquellos hombres que se aproximaban y que debían de haber sido enviados, sin duda alguna, por la princesa para que le llevasen a su esposo.

Estos salvadores, ya inútiles, eran veinticinco rajaputos[37] o guardias nobles, guiados por un oficial, magníficos tipos de soldados, de facciones fieras y muy características, y con los rostros muy barbudos.

Aseméjanse a los cosacos de Rusia y, como ellos, son habilísimos jinetes, sin que nadie les aventaje en el manejo de la lanza.

—Alteza —dijo el oficial, saludando con su cimitarra—. La rhani está inquieta y nos ha mandado a buscaros. Temía que os hubiese sucedido alguna desgracia.

—Nadie ha querido el trabajo de llevarse mi pellejo —dijo Yáñez—. ¿Ha ocurrido algún nuevo envenenamiento? Espero que no.

—El palacio está muy bien custodiado y nadie osará acercarse a intentar nada malo.

—Vamos, pues, a cenar. Todos tenemos un hambre terrible después de tantas marchas y contramarchas.

—Junto a la salida de la cloaca hay cuatro ratts[37a], tirados por cebús[37b], que os llevarán en un momento al palacio real.

—No esperábamos tanto. En marcha y ojo siempre con el brahman.

Recorrieron velozmente el último trozo de alcantarilla y desembocaron junto a la vieja mezquita arruinada.

Cuatro ricas carrozas, llamadas ratt por los indostanes, elegantísimas, cubiertas por ligeras cúpulas doradas, forradas por dentro de seda azul y tiradas cada una por cuatro pequeños bueyes de carrera, todos blancos, gibosos y con los cuernos dorados, esperaban a Yáñez y a sus compañeros.

Eran las dos de la mañana y la ciudad dormía profundamente. Los faroles de aceite, un gran lujo para los habitantes de Assam, que hasta entonces nunca habían podido apreciar las ventajas del alumbrado nocturno, estaban a punto de apagarse.

Yáñez y Tremal-Naik saltaron a la primera carroza; los otros se acomodaron en las que venían detrás, y en seguida partieron los cebús a carrera desenfrenada, sin necesitar que los aguijoneasen sus conductores.

La travesía por la populosa ciudad se hizo en cortísimo espacio de tiempo, y hacia las dos y media de la madrugada deteníanse los cuatro carruajes ante el imponente palacio del marajá de Assam.

Yáñez dejó a los sikaris en el cuerpo de guardia, y entró en su gabinete en compañía de Tremal-Naik, Kammamuri, el cazador de ratas y el prisionero.

Allí estaba ya Surama, cubierta con una larga bata de seda blanca con delicados bordados de plata.

—¡Oh, dueño mío! —gritó, saliendo solícitamente al encuentro del portugués—. Tú has jurado tenerme siempre temblando.

—Querida mía —respondió Yáñez—, esta vez no se trataba de una partida de caza, sino de negocios de Estado. ¿Sabes que hemos ido a prender al envenenador de nuestros ministros? Aquí lo tienes, fíjate un poco en este avechucho que se quiere hacer pasar por un brahman, aunque, a mi juicio, no debe ser más que un paria.

—¿Es el criminal, Yáñez?

—Le hemos reconocido. Ahora nos dirá por cuenta de quién obraba. Aquí hay un misterio que debemos esclarecer.

Surama fijó los ojos en los del brahman y se sintió de improviso presa de un extraño malestar.

Bajó los párpados; pero le pareció que aún seguía viendo los ojos fosforescentes del prisionero, cargados sin duda alguna de un potente fluido magnético.

Entonces se levantó, y acercándose a Yáñez, le dijo:

—Permíteme que me retire, señor. Este hombre me da mucho miedo.

—¿Miedo de qué, si estás con nosotros, princesita mía?

—De sus ojos.

El portugués miró al miserable y vio que sus miradas, siempre fosforescentes, como las de un tigre, seguían obstinadamente a Surama.

—¡Alto allá, bandido! —gritó precipitándose hacia él con los puños crispados—. Respeta a mi mujer o te rompo los huesos.

Después, volviéndose a Surama, que parecía como poseída de un vago espanto, le dijo:

—Ve a descansar, paloma mía, y déjanos a mí y a mis hombres despachar este oscuro asunto.

Apenas se retiró Surama, se hizo traer por dos pajes carne fría, caza asada, frutas y un pudding de dimensiones gigantescas y se sentó a la mesa.

Kammamuri, entretanto, había atado perfectamente al prisionero a la butaca sobre la cual se le obligó a dejarse casi caer, y para mayor precaución le había puesto a los lados a los perros del Tibet, que no cesaban de gruñir con pésimo humor.

El cazador de ratas, que no osaba cenar con el marajá, se sentó sobre otra butaca situada detrás de la del brahman.

Los cuatro hombres, pues tampoco se olvidó al valiente baniano, comieron aprisa unos cuantos bocados, guardando un profundo silencio y poseídos de muchas precauciones. Después el portugués, que no ofreció al prisionero ni un vaso de cerveza, encendió un cigarro, se acomodó en su butaca, cruzó una pierna sobre otra y dijo:

—Ahora vamos a jugar a cartas vistas, señor sacerdote de no sé qué divinidad. Advierte que ya no estamos en las cloacas y no te podrán ayudar tus compañeros, esos cazadores de cocodrilos tan sospechosos, que quizá mañana serán todos presos por mis soldados en la laguna.

El rostro del prisionero permaneció completamente impasible, y solamente pareció más intensa la extraña hoguera magnética que fosforescía en sus ojos.

—Así, pues —prosiguió Yáñez, que soportaba tranquilamente aquellas miradas, causa de tanto espanto para la rhani—, ¿te obstinarás todavía en querernos persuadir de que eres un brahman y no un miserable paria?

—Mi padre poseía una pagoda —respondió el prisionero.

—¿Dónde?

—A orillas del terrible lago de Jeupore, siempre infestado de cocodrilos.

—¿Y por qué has venido a mi capital?

—Quería visitar toda la India, sahib.

—¿Y para eso te metiste entre treinta o cuarenta hombres impuros, a los cuales ningún brahman osaría acercarse ni aun en peligro de muerte?

—Quizá os engañéis sobre la verdadera condición de esos hombres, sahib. A un paria se le conoce a una legua de distancia y además tienen unas caras que no se parecen a las de ningún indostano aunque sea de casta inferior, como el sudra.

—No intentes jugar conmigo. Gobierno un buen trozo de la India y conozco muy bien sus distintos pueblos, y te repito que un brahman jamás hubiera osado comer en compañía de un paria. Antes se dejaría morir de hambre. ¿Qué tienes que responder?

—Que los hombres escondidos en las cloacas no eran parias, eso es todo —respondió el prisionero, insistiendo en lanzar sobre Yáñez miradas cada vez más cargadas de magnetismo.

—Cierra esos ojos, y si quieres mirar, mira al suelo o a lo alto —dijo el portugués, que comenzaba a alarmarse—. Si piensas hipnotizarme para ordenarme después que te haga desatar y abrir las puertas, te engañas, envenenador de mis ministros.

El brahman encogió los hombros y miró a otro lado, mordiéndose fuertemente los labios, quizá contrariado por la inutilidad de sus terribles miradas.

—Continúa, Yáñez —dijo Tremal-Naik, que había encendido una gran pipa de narguilé—. Veamos hasta dónde quiere llevar la farsa este hombre.

—Nada le haremos decir si no empleamos los grandes medios de Kammamuri —respondió el portugués—. Hagamos la prueba. Desátalo y condúcelo a la sala donde aún yace su víctima.

—¿Qué víctima? —preguntó el brahman, con una sonrisa casi insolente.

—¿Lo mato de un botellazo? —gritó el maharato.

—¿Y después? Adiós su secreto, mi buen Kammamuri. No; este hombre debe vivir y confesar, y de esto debes encargarte tú.

—Era yo muy joven, señor Yáñez, y, sin embargo, todavía recuerdo cómo trataban sus compatriotas a los espías de los ingleses. Ninguno podía resistirse, y ya veréis cómo tampoco está mucho tiempo callado este tuno, venido quién sabe de donde. Con una bodega y dos arghilahs, estaremos al cabo de la calle.

—Debajo de mi palacio hay muchos subterráneos. No tienes más que escoger.

El brahman se había dejado quitar la cadena, pero por vez primera pareció un poco amedrentado y un temblor extraño recorrió su siniestro semblante.

Cogiéronle por las muñecas y le arrastraron hasta el salón donde dormía el sueño eterno el primer ministro, custodiado por medía compañía de arrogantísimos soldados.

El veneno comenzaba a producir sus efectos.

Los ojos del desgraciado, horriblemente torcidos e inyectados de sangre, parecían querer saltarse de un momento a otro de sus órbitas.

Las facciones estaban espantosamente alteradas, aunque las carnes conservaban todavía una relativa frescura.

—He aquí al hombre que tú has envenenado —dijo Yáñez, cogiendo por el cuello al brahman y obligándole a inclinarse sobre el cadáver—. He aquí los efectos del bis cobra. ¡Qué terrible veneno encierran esos asquerosos lagartos! Jamás lo hubiese creído.

—¿Y quién es el que ha propinado a este hombre el veneno? Es preciso buscarlo antes de acusarme a mí. Y, además, ¿quién es el que dice que el veneno del bis cobra es mortal?

—Aquí tienes la prueba.

Tremal-Naik se acercó al pequeño y elegante mueble sobre el cual se hallaba todavía la botella de limonada, la cogió y volvió hacia el brahman, que conservaba una calma extraordinaria e increíble.

—¿Beberías tú ese veneno? —le preguntó—. Advierte que es baba de bis cobra.

—¿Y la he vertido yo ahí dentro?

—Sí —afirmó Yáñez—. Te han visto vaciar un frasquito.

—¿Quiénes?

—Lo sabemos nosotros y basta.

—¿Y esto es veneno?

—Ha matado al hombre que tienes ante los ojos.

—¿Quién lo ha dicho, sahib?

—Mis ministros.

—Se han engañado, esto no es veneno.

Y al decir esto, arrebató con insolencia la botella de manos de Tremal-Naik, e intentó beber el líquido rojizo para sustraerse a las torturas que le esperaban, pero Yáñez y Kammamuri se lo impidieron con rapidez.

—Déjate de bromas —dijo el primero, estrellando la botella contra el muro—. Por ahora, basta con un muerto en mi palacio; no quiero tener dos.

—Yo os habría demostrado que eso no era veneno —dijo el brahman—, y que mañana estaría tan vivo como ahora.

—Luego tú eres encantador de serpientes, un sapwallah, y no un brahman —dijo Yáñez—. Es sabido que estos sujetos pueden desafiar impunemente las mordeduras de los cobras, y hasta beber veneno sin morir. ¿Por ventura no llevabas escondida en el pecho una serpiente diminuta, una de las más peligrosas que existen, y que no perdona a nadie?

—Yo no la puse —respondió el testarudo.

—Estás perdiendo inútilmente el tiempo, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. Este hombre es más fuerte de lo que creíamos, y si ha sido Shindia quien lo ha escogido, no se ha equivocado ese loco borracho. Este tuno vale tanto como aquel griego que tanto nos dio que hacer aquí y después en Borneo, y que era su mano derecha. ¿Te acuerdas de Teotokris?

—¡Pardiez! Todavía me parece verlo reventar como una rana henchida de tabaco. Ese Shindia tiene suerte para buscarse sus agentes.

—Bueno, pero ¿qué hacemos aquí delante de este cadáver?

—Ordena; nosotros estamos dispuestos a obedecer.

—Que Kammamuri y el baniano vayan a escoger un subterráneo y se lleven consigo al prisionero. Para mayor seguridad los acompañarán un par de sikaris y un moloso. Y que procedan a arrancar alguna confesión preciosa a este brahman que jamás ha sido sacerdote.

—Dejadme hacer a mí, señor Yáñez —dijo Kammamuri.

—Y también a mí, que tengo muy buenas relaciones con las ratas, alteza —dijo el baniano.

El portugués lo miró con un poco de recelo.

—No quiero que muera —dijo—. No lo olvidéis.

—Os aseguro que todavía vivirá más de cuarenta años —dijo el maharato—. Os prometo no hacerle mucho daño.

—Os mandaré dos sikaris.

—Son inútiles; este pillo está en nuestras manos y no se escapará, os lo aseguro. ¿No es verdad, cazador de ratas?

—Sí, nosotros bastamos —respondió el baniano.

—Debo advertiros una cosa.

—Decid, señor Yáñez —contestó Kammamuri.

—Guardaos de sus ojos.

—Nosotros estaremos en lo oscuro, y él será el alumbrado. Ya he advertido la potencia magnética de sus ojos; pero si cree adormecernos, se engaña. Además, estará bien atado con las cadenas de acero de los perros.

Mandó a los soldados que custodiaban al muerto que le diesen dos linternas y se alejó con el baniano y el prisionero, el cual no opuso ninguna resistencia, comprendiendo que sería inútil.

Iba a buscar el subterráneo destinado para dar tormento en silencio, y sin ser interrumpido, al envenenador.

Yáñez y Tremal-Naik se habían levantado precipitadamente, contemplando con viva sorpresa la presencia de Surama.

—Calla —dijo en seguida el primero al indostano—. No parece sino que es presa de alguna pesadilla. ¿Ves? Ni siquiera ha reparado en nuestra presencia. Dejémosla hacer.

—Aquí interviene la mirada magnética del brahman —dijo Tremal-Naik.

—Eso es lo que temo. Veamos.

Retiráronse a un lado del saloncillo y se sentaron sobre un diván.

Surama permaneció inmóvil, con los ojos fijos en el vacío y cargados de extraños resplandores, y las manos caídas a lo largo del cuerpo.

Un temblor vivísimo agitaba sus miembros y hasta descomponía su soberbia cabellera.

Avanzaba como un autómata, hollando ligeramente y sin producir el más leve rumor las alfombras espesísimas que cubrían el pavimento.

Detúvose un instante, haciendo un gesto vago, como de indecisión; después se acercó rápidamente a la butaca en la cual había estado el brahman. Sus manos palparon detenidamente los brazos del asiento y en seguida exhaló un grito:

—¡Me has llamado y no estás aquí!

Yáñez se había levantado bruscamente, presa de una agitación vivísima.

—¡Ese perro me la ha hipnotizado!

Se acercó a la princesa sin hacer ruido y se detuvo a un paso de distancia, con los brazos extendidos, dispuestos a recibirla en ellos si caía.

Tremal-Naik se había levantado también, uniéndose a su fiel amigo. Surama continuaba pasando una y otra vez sus pequeñas manos por los brazos del asiento, y parecía como si quisiese deshacer algunos nudos. Quizá buscaba las cadenas de acero que sujetaban las muñecas del brahman.

—Empiezo a tener miedo de ese hombre —dijo Yáñez en voz alta a Tremal-Naik—. Ese malvado es más terrible que el griego y va a traer la ruina a mi corona.

—Hazlo fusilar al salir el sol.

—No; antes debe hablar. No estoy todavía seguro de si es que Shindia intenta reconquistar su corona, y…

Interrumpióse bruscamente y cogió entre sus brazos a Surama, que había perdido de pronto el equilibrio.

La estrechó con pasión contra su pecho, besando sus cabellos espesísimos; pero ella le rechazó.

—No eres tú quien me ha llamado —dijo la princesa con voz ronca—. No he encontrado las cadenas…, no sé hallar el camino para ver otra vez tu fatal mirada.

—No la despiertes —dijo Tremal-Naik—. Llévala al lecho y confíala al cuidado del ama de Soárez.

Yáñez levantó a la rhani en sus robustos brazos y la condujo a su cuarto. El indostano se quedó en el saloncillo, paseando nerviosamente. Su ancha frente aparecía surcada de profundas arrugas y sus ojos lanzaban intensos relámpagos.

La ausencia del portugués duró solamente dos o tres minutos.

—¿Qué hay? —preguntó el indostano con cierta ansiedad.

—Se ha dormido tranquilamente oyendo mi voz, que le mandaba cerrar los ojos.

—¿Será ese hombre un demonio?

—No sé qué decirte, mas espero que lo sabremos bien pronto. Cuento con Kammamuri.

—Será implacable, te lo aseguro. ¡Ay de ese infame si no confiesa! Puede decirse que todos los máharatos nacen verdugos, y bien lo han comprendido los ingleses al conquistar la India, más que por las armas, a fuerza de engaños.

—Te confieso, sin embargo, Tremal-Naik, que estoy muy trastornado por lo que acabamos de ver.

—No lo estoy yo menos, Yáñez. Ese miserable apenas vio a la princesa y la encontró, sin duda, menos fuerte que nosotros, la hipnotizó, ordenándole desatar las cadenas que le tenían prisionero a la butaca.

—¿Bajará también Surama a la bodega, donde están nuestros hombres?

—Procuraremos impedirlo. El caso no es tan extraordinario como tú crees.

»Entre los hombres de nuestra raza hay hipnotizadores de una fuerza increíble, que imponen fácilmente su voluntad a los que le están sujetos.

»Una vez, y no hace mucho tiempo, un paria hipnotizó a un muchacho de apenas quince años, ordenándole ir a matar a un viejo inglés que habitaba solo en un pequeño bungalow[38].

»El delito se cometió, el blanco fue degollado y, al ser apresado el asesino, declaró no acordarse de nada.

»Pero algunas personas habían visto al paria hipnotizarlo, y aunque el muchacho se libró de la horca, no pudo librarse el otro, que murió maldiciendo a todos los dioses de nuestro país.

—Un canalla menos —dijo Yáñez—. Yo también oí hablar en Malasia de hipnotizadores extraordinarios, sobre todo en la tribu de los dayakis, pero no creí nunca en el poder de su mirada.

—Ya lo estás viendo ahora.

—Demasiado.

Sacó el reloj y miró la hora.

—Dentro de poco amanecerá —dijo—: Son ya las tres y media. Hemos perdido la noche y no vale la pena de acostarse. ¡Oh, los negocios de Estado!…

—¿Te inquietan?

—Antes, no; ahora, sí. Estos envenenamientos no me auguran nada bueno. El carro del Gobierno comienza a caminar de través, como los cangrejos de mar.

—Lo enderezaremos y untaremos bien sus trescientas o cuatrocientas ruedas.

—Demasiadas, Tremal-Naik. ¿Quieres que bajemos a los subterráneos? Deja primero que vaya a ver si Surama duerme tranquila. Tengo que decir dos palabritas al hipnotizador.

—Te espero —respondió el indostanés, encendiendo un cigarrillo que le había dado el portugués.

Apuró otro vaso de cerveza que le llevó un criado y se puso a pasear por el saloncillo.

Hasta el famoso cazador de serpientes de la Selva Negra, el enemigo terrible de los thugs del Raimangal, parecía muy inquieto. Murmuraba y hacía gestos de cólera.

De allí a poco reapareció Yáñez.

—Duerme, pero sueña y pregunta por ese hombre.

—¿Todavía?

—He logrado, sin embargo, tranquilizarla, pasándole varias veces la mano por la frente, como me ha indicado el ama del niño, y ordenándole que duerma.

—¿Y se ha dormido?

—En seguida. Vamos, pues, a buscar a Kammamuri y al cazador de ratas. Tengo curiosidad por saber qué están haciendo con ese gran canalla de brahman.

—No es brahman, sino paria, Yáñez. Yo soy de la India y no puedo engañarme.

—Yo también creo eso —respondió el portugués.

—Pero llamémosle así por ahora.

Cogió dos linternas chicas que había sobre un mueble, las encendió y salió seguido del indostano, que había revisado antes sus armas. Uno de los soldados que velaban al ministro difunto, los guio por los inmensos subterráneos del gigantesco palacio. Bajaron varias escaleras y se detuvieron un tanto asombrados al hallarse delante de ocho grandes y roñosos pajarracos de los llamados pájaros lobos, que tenían los pies atados y gritaban con todas sus fuerzas:

—¡Kra!… ¡Kra!… ¡Kra!…

Eran ocho arghilahs, llamados también, no se sabe por qué, filósofos; extraños volátiles, altos como un hombre, con la cabeza calva, roñosa, perforada por dos ojillos de un negro intenso en una orla rojiza y armados de un pico enorme en forma de embudo, capaz de tragarse medio cordero o media docena de cuervos y de metérselos a la fuerza en una bolsa violácea que sirve de vestíbulo a un poderoso estómago, tan grande como el de los avestruces africanos.

—¿Qué harán aquí estos pajarracos? —se preguntó Yáñez, mientras los volátiles le ensordecieron con sus graznidos.

—Kammamuri lo sabrá —le respondió Tremal-Naik—. Ese es un zorro, que va a darle que hacer al paria.

—¡Pardiez! ¿Querrá dárselo a comer a estos tremendos tragaldabas?

—No sé nada; se lo preguntaremos a él.

Bajaron la escalera, rechazando a los pájaros, que intentaban esgrimir su pico, y abrieron una pesada puerta de bronce, a través de cuyas rendijas se veía luz.

Un soldado de los llamados rajaputos o guardias nobles, armado de lanza y con la faja llena de pistolas, estaba de guardia en el último escalón.

—¡Eh, Kammamuri! ¿Estás dormido? —gritó Yáñez, abriendo impetuosamente la puerta y penetrando en una especie de bodega muy vasta, que hedía a moho y se hallaba alumbrada por dos linternas chicas.

El maharato corrió al encuentro del marajá, seguido del cazador de ratas.

—¿Qué se hace por aquí? —preguntó el portugués.

—Mirad, ahí tenéis a ese tuno.

El brahman había sido arrojado sobre un viejo colchón enmohecido, con las piernas y los brazos sólidamente atados con cadenillas de acero.

—¿Ha hablado?

—Es mudo como un pez —respondió Kammamuri—. No parece sino que, para no hablar, se ha cortado la lengua con los dientes.

—¿No se la habrá también comido? —dijo Tremal-Naik.

—No sale sangre de su boca y, por tanto, la lengua debe de encontrarse todavía en excelente estado. Es que, por ahora, no quiere moverse.

—Se la habrá paralizado el miedo.

—No lo creo, señor. Este hombre es, quizá, más fuerte y más astuto que aquel famoso griego que fue primer ministro de Shindia.

—¿Y qué intentas hacer? —preguntó Yáñez—. Al bajar por la escalera he visto seis filósofos, que me han parecido demasiado enfurecidos. ¿Qué quieres hacer con esos pajarracos?

—Esos avechuchos serán los que me den la victoria sobre el baniano. Este confía en las ratas, que no deben faltar aquí, ciertamente; pero yo creo que no conseguirán nada… Las miradas de este pillo las ahuyentarán, os lo aseguro.

—A propósito de las miradas de este infame. ¿Sabes que ha hipnotizado a Surama?

—No me sorprendería —respondió Kammamuri—. Soy hombre, y muy fuerte, y, sin embargo, hay momentos en que necesito esquivar sus ojos. Si yo estuviese en vuestro lugar, señor Yáñez, se los mandaría sacar.

—Vas muy de prisa, amigo —respondió riendo el portugués—. ¡Cuidado que son feroces estos maharatos Son terriblemente listos de manos!

—En el fondo continúan siendo un poco salvajes, a pesar de su antigua civilización —observó Tremal-Naik.

—Quizá tengáis razón, patrón —dijo Kammamuri, que no se ofendía fácilmente.

—Como te he dicho —prosiguió Yáñez—, mi mujer ha sido hipnotizada, y no me extrañaría que viniese aquí a libertar al prisionero.

—Aquí estaremos nosotros, señor, y además hay un soldado de guardia a la puerta, y no la dejará entrar.

—Al contrario, debes dejarla hacer lo que quiera, porque puede ser peligroso despertarla de repente, ¿no es verdad, Tremal-Naik?

—Así es —respondió el indostanés—. Si librase al brahman, volveríamos a atarlo más fuertemente que antes.

—Señores —dijo Kammamuri—, ¿queréis dejarnos en nuestras ocupaciones? Si hay alguna novedad, iremos en seguida a avisaros.

—Arréglate como quieras —dijo Yáñez—. Nosotros nos volvemos con la princesa.

—Será lo mejor, porque las ratas no vendrán en manera alguna si oyen hablar a tantas personas.

—¿Pero qué quieres hacer?

—Yo confío en los pájaros y no en los roedores; creo que el baniano se engaña.

Yáñez y Tremal-Naik, que debían dar las últimas disposiciones para el entierro del desgraciado ministro, abandonaron el subterráneo, no sin haber lanzado antes sobre el paria una mirada ahíta de amenazas.