No habían recorrido cincuenta o sesenta metros, cuando vieron venir hacia ellos a los dos molosos.
Proyectaron sobre estos la luz de las linternas, y con gran estupor de todos vieron que aquellos perros, tan poderosos y tan feroces, aparecían presa de un verdadero espanto.
Al mismo tiempo, un olor ingratísimo hirió el olfato de los diez hombres, obligándoles a alejarse un poco de los bravos animales, que se habían acurrucado en el suelo con el pelo erizado y agitando rabiosamente la cola.
—¡Eh, baniano! —dijo Yáñez—. Parece que han perfumado a nuestros perros, y con un perfume que no me atrevería a llevar a la princesa.
—¡Ah, bribones! —exclamó el cazador de ratas—. Han arrojado sobre estas bestias unos cuantos cubos de almizcle. Bien sabéis, alteza, que todos los perros sienten grandísimo terror hacia las serpientes boas y cocodrilos.
“—¡Vaya si lo sé, por Júpiter! —exclamó Yáñez, que comenzaba a perder su flema acostumbrada—. Ahora comprendo por qué han huido nuestros perros. Creyeron hallarse frente a esos gigantescos reptiles, que tan terribles son para devorar a los fieles amigos del hombre, cuando sólo tenían delante una turba de canallas.
—Los canallas no son mancos, amigo —dijo Tremal-Naik—. Han sido más astutos que nosotros.
—¿Pero cómo poseen almizcle esos vagabundos? ¿Adónde van a buscarlo?
—¿Sabes tú qué oficio tendrá esa gente? ¿Y si se dedican a la caza del cocodrilo? Todo es posible.
—¿Y tú qué dices, baniano?
—Que los perros no entrarán, ciertamente, en los últimos refugios por miedo a ser presa de los reptiles, pero que dentro de poco entraremos nosotros.
—¿Has notado aquí alguna vez olor a almizcle?
—No, alteza.
—¿Serán estos hombres cazadores de cocodrilos?
—Es posible, señor. Algún oficio tendrán para ganarse por lo menos la vida, pues en estas cloacas no nacen los plátanos.
—¿Insistes en asegurarme que no podrán escapar?
—Os lo aseguro, alteza. Ahora andarán por las rotondas construidas bajo la inmensa bóveda del canal para dar mejor salida al agua durante los grandes huracanes. Están encerrados allí, como en otras tantas trampas de paredes y bóvedas de piedra. No podrán abrirse salida alguna, ni aun con una bomba.
—¡Que el diablo te lleve! —dijo Yáñez—. Ninguno de nosotros pensaba en las bombas, y ahora nos has traído a la memoria ese nuevo espantajo. ¡Buena la hacíamos si alguna de esas máquinas infernales cayese sobre nuestras cabezas!
—No creo que las posean, alteza. A mi parecer, no son más que unos infelices conspiradores mal armados.
—¿Se mueven los perros, Kammamuri?
—No, señor Yáñez.
—¿Estarán realmente asustados?
—Es increíble.
—¿Has visto si tienen heridas de arma blanca o de fuego?
—No tienen herida alguna, señor.
—Pues, entonces, vamos nosotros adelante, o acabaremos con tanto charlar por volvernos papagayos.
Cogieron las linternas y se pusieron de nuevo en marcha, sin apresurarse demasiado, temiendo que los sorprendiese una repentina descarga de pistoletazos.
Los perros se habían quedado acurrucados con las orejas y la cola agachadas, como si estuviesen poseídos de un grande abatimiento. A todas las palabras que les dirigió el maharato permanecieron completamente sordos, como si ya no reconociesen su voz.
Durante otros veinte o treinta minutos continuó el grupo avanzando, recorriendo siempre aquella galería que parecía interminable. Después, comenzaron a detenerse. A un lado y a otro abríanse en las paredes grandes agujeros, que parecían ser la entrada de seguros escondites.
—Hemos llegado al campo de batalla —dijo Yáñez—. Quizá estén observándonos esos bribones.
—Registremos primero todas estas cuevas, donde puede haber gente escondida —dijo Tremal-Naik.
—Miradlo, sikaris; y si os hacen fuego, responded en seguida.
Los seis cazadores, precedidos siempre por el baniano, se abalanzaron a aquellas aberturas, unos por la derecha y otros por la izquierda, arrastrándose sobre el vientre.
Habían dejado las carabinas, que los embarazaban demasiado, y empuñaban las pistolas. Su ausencia fue brevísima.
Yáñez y sus compañeros los vieron salir uno a uno, muy cariacontecidos y lanzando maldiciones. Aquellos valientes estaban ansiosos de luchar.
—¿Nada? —preguntó el portugués, que comenzaba a perder su flema extraordinaria.
—Yo he encontrado ratas desolladas y media cola de cocodrilo-dijo un sikari.
—Yo —dijo otro—, sólo he hallado alfombras viejas y pucheros de hierro colocados sobre las piedras y dispuestos a cocer, pues no les faltaba leña.
—¡Se han escapado! —dijo Yáñez, haciendo un gesto de cólera.
—Nada de eso, alteza —respondió el baniano—. Conozco esos escondrijos y sé que no tienen salida. Pero os puedo asegurar que el enemigo no está lejos.
—Vamos, pues, a él.
—Estoy listo, señor.
—Y nosotros también —afirmaron los sikaris, volviendo a empuñar sus carabinas.
—¡Y que no nos hayan seguido los gandules de los perros! —exclamó Kammamuri, golpeando las paredes con las cadenillas de acero—. No parece sino que los han embrujado.
—Silencio, sahib[31] —dijo el baniano—. Los desconocidos vuelven a silbar, y se les oye muy cerca.
—Allí, enfrente de nosotros, a treinta pasos de distancia, hay una cavidad de abertura tan ancha, que se la puede asaltar en regla.
—¿Cuántas personas puede contener esa caverna? —preguntó Yáñez.
—Casi cincuenta.
—¡Por Júpiter! Ya son bastantes. Pero ahora veremos.
Escupió el cigarrillo apagado, empuñó su carabina y avanzó intrépidamente, diciendo a grandes voces:
—¡Daos presos! Rendíos a mí, que soy el marajá de Assam, o de lo contrario os haré despedazar por mis perros.
Un gran estallido de carcajadas fue la respuesta.
—¡Miserables! —gritó el portugués, que comenzaba a amoscarse—. Tenemos otros perros y, además, tenemos este…
Una fragorosa detonación sacudió la galería, haciéndola temblar como si la hubiese bamboleado un terremoto. Yáñez había ametrallado a los indostaneses que se atrevían a reírse de él.
En seguida dispararon Tremal-Naik y Kammamuri. Los sikaris habían permanecido en guardia, prontos a secundarlos.
Hacia el extremo de la galería se oyeron gritos sofocados, y después algunos disparos de pistola, que hicieron más ruido que daño.
—¿Oís, bandidos? —gritó Yáñez, volviendo a empuñar la carabina que Kammamuri le había otra vez cargado—. Os he dicho quién soy. ¿Quiénes sois vosotros que invadís el subsuelo de mi capital sin mi permiso? No os olvidéis que la rhani conserva todavía en su cargo al verdugo. Deponed las armas y rendíos. Quiero veros la cara.
Siguió un breve silencio. Después, una voz muy próxima respondió:
—Nosotros no somos más que unos pobres parias, que no tienen techo, ni patria, ni sustento.
—Entregad las armas y os daré de comer hasta que reventéis. Y daos prisa, porque se ha acabado mi paciencia y mis soldados están dispuestos a acuchillaros en vuestra guarida.
—Y una vez entregadas las armas, ¿no nos mataréis? —preguntó el paria.
—Te doy mi palabra de príncipe de que no se os hará el menor daño, exceptuando a uno que debe de hallarse en vuestra compañía.
—Decidme cómo se llama ese hombre.
Yáñez soltó una maldición.
—¡Miserable! —exclamó—. Estás perdido, tienes ante ti cincuenta carabinas y una docena de molosos, y todavía osas tratar conmigo de igual a igual. El nombre de ese sujeto lo sabrás cuando yo haya puesto las manos sobre él.
—Esperad que pregunte a mis compañeros, príncipe.
—Sólo te concedo cinco minutos. Después os atacaremos y hablará la metralla. Es inútil que tratéis de huir. Conocemos perfectamente todos los canales y escondrijos de las cloacas, y no adelantaréis nada.
—Ese hombre que buscáis, ¿es un paria? —preguntó el desconocido, que se guardaba muy bien de acercarse a las linternas colocadas en el suelo en forma de semicírculo.
—Te lo diré después, señor curioso —respondió Yáñez—. Entretanto, te advierto que han transcurrido ya veinte segundos, y que cinco minutos pasan muy pronto Conque aprisa.
Dentro del escondrijo se oyeron rápidos diálogos. No levantaban ciertamente la voz, pero las bóvedas eran siempre muy sonoras y devolvían los más leves rumores.
—¿Tú crees que se rendirán? —preguntó el portugués al cazador de ratas, que estaba a su vera, apoyado en la carabina.
—Sí, alteza; porque no tienen ningún canal o galería por donde escapar.
—¿Y serán muchos?
—De fijo, muchos más que nosotros. Pero los parias no han tenido jamás un adarme de valor.
—Sin embargo, estemos alerta —dijo Tremal-Naik.
—Los haremos desfilar uno a uno ante nosotros, y si entre ellos encuentro, como espero, al envenenador de tus ministros, lo agarraré por el cuello y no habrá miedo de que escape.
—¿Sabrías reconocer a ese misterioso brahman?
—Sin vacilación alguna.
—Y yo también —dijo Yáñez—. Ese bandido no se escapará.
Como aún debía esperar cuatro minutos, encendió un cigarro, y habiendo hallado una gran piedra, caída probablemente de la bóveda, se sentó sobre ella, aunque dando señales de impaciencia.
Los sikaris, Tremal-Naik y Kammamuri conservaban, como verdaderos indostanos, una tranquilidad absoluta. No tenían prisa alguna, y mucho menos el cazador de ratas, habituado a esperar a estos animales de las cloacas durante largas horas y sumido en oscuridad profundísima.
Yáñez había sacado desde un principio su cronómetro de oro, y observaba las manecillas, contando los segundos y minutos.
Maldecía el bravo portugués y arrojaba humo de su cigarro, como si fuese una locomotora, llegando casi a oscurecer la luz de las linternas.
A punto estaban de cumplirse los cinco minutos, cuando la voz del desconocido volvió a interrumpir el silencio de la galería.
—Mis hombres han decidido.
—¡Gracias a Dios! —exclamó el portugués, arrojando precipitadamente el cigarro y empuñando su inseparable carabina—. ¿Y qué han resuelto?
—Rendirse al marajá, si les promete no fusilarlos, ni arrojarlos a las aguas de las cloacas.
—¿Cuántos sois entre todos?
—Treinta y cinco.
—¿Todos parias?
—Sí, príncipe.
—Os prometo respetaros la vida. Pero desfilaréis uno a uno por delante de nosotros, y en medio de la luz de las linternas. No penséis en huir por medio de nosotros, porque somos muchos y tenemos armas suficientes para exterminaros a todos. Ahora quiero saber qué oficio tenéis.
—Me parece haberos dicho que somos unos pobres cazadores de cocodrilos. Vamos a pescarlos a la laguna de Monor, que está siempre llena de ellos.
—Está bien. Ahora id pasando uno a uno, llevando las armas en alto.
Y volviéndose rápidamente hacia Tremal-Naik y Kammamuri, les dijo:
—Contadlos cuidadosamente. Deben ser treinta y cinco, pero creo que serán más bien treinta y seis. Que se pongan tres soldados a la derecha y otros tres a la izquierda, levantando las linternas y con las carabinas preparadas. Por ahora, dejad en paz las carabinas.
—Y observemos atentamente a estos sinvergüenzas —dijo el maharato.
En aquel momento se oyó una voz que gritaba:
—No hagáis fuego. Soy el primero.
No tardó en divisarse una sombra, que tomó bien pronto consistencia, y se manifestó del todo a la luz de las diez linternas.
Era un joven indostano, muy raquítico y flaco, que tenía las caderas cubiertas por un andrajo de color indefinible, y que hedía horrorosamente a almizcle.
Llevaba bien levantado el brazo derecho, y en la mano un cuchillejo de hoja cuadrada, arma muy usada por los cazadores de cocodrilos y gaviales[32], el cual dejó caer con gran estruendo a los pies de Yáñez, haciendo rebotar dos o tres ve ces la hoja, que debía de ser de purísimo acero.
—Pasa —le dijo el portugués, después de haberlo examinado atentamente—, y no te detengas en las cloacas, si estimas tu vida.
El paria se inclinó casi hasta el suelo y se alejó arrastrando los pies.
Siguióle al momento otro, y en seguida una larga procesión de ellos, unos armados de viejas pistolas, que descargaban al aire antes de entregarlas, y otros de armas blancas, de todas formas y dimensiones.
Eran casi todos jóvenes, sin patria ni techo, y asaz flacos, a pesar de darse grandes hartazgos, como sus vecinos los birmanos y arracaneses, con las colas de los reptiles de las lagunas.
—Yo soy el último —dijo por fin un hombre que parecía ser el jefe de aquella pequeña tribu, y que ostentaba una gran barba—. Detrás de mí ya no queda ninguno.
Yáñez se apresuró a detenerle.
—¿Dices la verdad? —le preguntó, apuntándole con su pistola.
—Sí, príncipe; lo juro por todos los gigantes de mi patria.
—Deja ahora en paz a esos gigantes, que probablemente sólo han existido en vuestra fantasía, y dime cuántos erais.
—Ya os he dicho el número.
—Entonces, alguno de vosotros ha quedado en el escondrijo.
—Es imposible, príncipe. Yo he sido el último en salir.
Y, sin embargo, no han pasado más que treinta y cuatro personas, y debían de ser treinta y cinco.
—Quizá hayáis contado mal, príncipe —dijo el paria, con voz completamente tranquila.
—Sólo han salido treinta y cuatro —dijo Tremal-Naik, interviniendo—. Yo los he contado cuidadosamente, y lo mismo dicen los sikaris.
—Nada sé. Debéis estar todos confundidos.
—Kammamuri —dijo Yáñez—, sujeta a este hombre, mientras Tremal-Naik y yo vamos a registrar la cueva. Estos perros tratan de engañarnos, pero nosotros no somos tontos. Mantén reunidos a los cazadores, y si hay allí algún peligro, no economicéis el plomo. Guíame, baniano.
—Estoy a vuestras órdenes, alteza —respondió el cazador de ratas—. Veréis cómo descubrimos al paria que ha quedado escondido en algún rincón.
—Cuando no se ha atrevido a salir, debe de tener la conciencia muy sucia —dijo Tremal-Naik.
—Una conciencia cargada de veneno —afirmó Yáñez—. Pero no se escapará por esta vez el bandido.
Esperaron a que Kammamuri atase al paria, que por su parte no opuso la menor resistencia, y en seguida avanzaron decididos, llevando bien levantadas las linternas y desconfiando de aquella oscuridad, muy propicia a las celadas.
Apenas habían caminado durante un minuto, cuando los tres hombres se hallaron ante una vasta abertura semicircular, tan alta que podía dar paso a un elefante.
—¿Es este el último escondrijo de la alcantarilla que hemos recorrido? —preguntó Yáñez.
—Sí, alteza.
—Pues vamos a ver si se ha olvidado alguien de salir.
Pasó bajo la arcada, y se encontró dentro de una especie de sala circular, cuyas paredes tenían numerosos agujeros, y cuyo piso estaba cubierto de abundante arena.
Allí dentro habrían podido refugiarse cómodamente más de cincuenta personas, y estar muy a su gusto, pues no se advertía humedad alguna.
—¡Hermosa bodega, que ni yo mismo poseo! —dijo Yáñez—. Entre esta arena finísima se conservaría admirablemente la cerveza durante muchos meses, sin echarse a perder por el calor.
—Y estaría atrozmente perfumada, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. Aquí huele todo a caimán.
—Ahora estoy ya casi habituado a ese desagradable olor. ¡Hola! Allí veo un montón de alfombras viejas, donde podría esconderse algún pillo.
—Y también dos, amigo. La verdad es que los parias no se contentan con la arena por colchón.
El baniano, después de haber lanzado alrededor de sí una rápida ojeada, y de haberse puesto a escuchar, abandonó la linterna y comenzó a arrojar a un lado todas aquellas alfombras impregnadas de almizcle, mugrientas y llenas de agujeros.
No debían de proceder ciertamente de las célebres fábricas de Penjab o Cachemira.
—Busca, busca sin miedo —decía Yáñez—. Tenemos la pistola en la mano, y aquí se ve bastante bien.
El cazador de ratas continuaba apartando esteras mezcladas con andrajos, sudando y resollando, y saltando frecuentemente hacia atrás como si temiese que le atacase de pronto alguna gigantesca serpiente pitón, o alguna venenosísima cobra.
Había ya casi desembarazado el suelo, cuando bajo las tres o cuatro últimas alfombras se descubrió un bulto sospechoso.
—Alteza —dijo, saltando de través para no llevarse algún pistoletazo—. El hombre que faltaba está ahí debajo; le oigo respirar.
—Déjame a mí, Yáñez —dijo Tremal-Naik, separando rápidamente al portugués—; yo no tengo mujer.
—Pero tienes a tu hija Damna.
—Está muy lejos.
El valeroso indostano hizo volar al punto por los aires las tres últimas alfombras, y puso al descubierto a un hombre que se hallaba encogido, y que vestía, ¡gravísima coincidencia!, la larga túnica amarilla de los brahmanes.
Yáñez observó cuidadosamente si aparecía entre ella alguna pistola; después, viendo que el desconocido continuaba inmóvil, le dijo:
—¿Esperas que venga Visnú a echarte una mano?
El hombre no se movió, antes se mantuvo más encogido que nunca.
—¿Te has vuelto sordo? No será porque haya caído aquí dentro ningún rayo —continuó Yáñez, con su voz burlona de costumbre.
—Te engañas, amigo —dijo Tremal-Naik—. Lo que ese espera para levantarse es un buen puntapié.
—Pues voy a dárselo, y ¡pardiez!, que no será flojo. No querría yo recibirlo.
A punto estaba de alargar la pierna, cuando el brahman saltó en pie con la agilidad de un tigre, hincando sobre los tres hombres sus miradas fosforescentes, A juzgar por su aspecto, no debía de tener más de treinta años. Sus facciones eran marcadamente angulosas, y su estrecha frente, como la de todos los parias de la India, la raza maldita sin culpa ni pecado por todas las divinidades indostánicas.
Yáñez lanzó súbitamente un grito.
—¡Te reconozco, querido! ¡Ah, tú querías que te cediese unas minas no sé si de rubíes o de esmeraldas, y entretanto envenenabas a mis ministros! ¿Verdad?
El brahman o, mejor dicho, el falso brahman, puesto que todos los sacerdotes indostánicos presentan las facciones puras de las altas castas, apretó los dientes y los labios, sin emitir sonido alguno.
—¡Cuerpo de Júpiter! —exclamó Yáñez—. Ahora debe de ser Sivah quien te ha paralizado de repente la lengua. Pero nosotros estamos en muy buenas relaciones con todos los dioses del Indostán, y te la haremos desatar muy pronto.
El paria arrugó la frente; de sus ojos negrísimos saltaron como flechas dos relámpagos de odio, pero continuó silencioso.
—Aquí hace falta Kammamuri —dijo Tremal-Naik—. Se pinta solo para hacer hablar a los prisioneros.
—Llamémosle, pues iba a aproximarse al paria, que aparentaba una calma absoluta, cuando se sintió retirar violentamente hacia atrás, mientras Tremal-Naik gritaba: —¡Cuidado! ¡Una serpiente diminuta!
La túnica del falso brahman se había abierto de improviso, y una pequeña serpiente, que hasta entonces debía de haber tenido escondida en el pecho, no más larga de veinte centímetros, delgada como un mimbre, y con la piel negra jaspeada de manchas amarillas muy brillantes, se había lanzado sobre el portugués, emitiendo un agudo silbido.
Pero Tremal-Naik, el viejo cazador de serpientes de la Selva Negra, se había interpuesto en su embestida.
Resonó un disparo, y el terrible y pequeño reptil, que en noventa segundos hace morir hasta a los toros, cayó al suelo hecho un guiñapo.
Sólo la pólvora, al inflamarse sobre él, lo había matado. Sin embargo, el baniano, para mayor seguridad, se apresuró a romperle la espina dorsal con un fuerte taconazo.
—¡Ah, bandido! —gritó el portugués, que se había puesto muy pálido—. ¿También llevas encima serpientes? ¿Eres algún encantador?
El paria se limitó a levantar los hombros.
—¡Canalla! —continuó el portugués, apuntándole con la pistola—. Merecías que te rompiese el cráneo; y ya no estarías vivo si no esperase arrancarte noticias que me interesan. ¡Quítate la túnica y queda desnudo!
—No tengo serpiente encima —dijo el paria—. No sé cómo se hallaba escondida esa y no me mordió.
—¡Fuera, fuera esas ropas, perro! ¡Basta de traiciones!
El paria, viendo a los tres hombres avanzar amenazadores, empuñando las pistolas, tuvo una breve vacilación, pero en seguida abrió con ira su larga túnica, haciendo saltar no pocos botones, y se mostró desnudo.
—¿Cómo tenías esa serpiente? —preguntó Yáñez, haciéndale señas para que se vistiese de nuevo—. ¿Eres un sapwallah[33]?
—No; soy un brahman —respondió el prisionero.
—¿Qué ha recibido el encargo de envenenar a mis ministros, y quizá también a mí? ¿Por cuenta de qué secta secreta obras?
—Yo no he recibido ningún encargo de nadie, alteza.
—¿Has querido acaso vengarte porque no te he concedido las minas de piedras preciosas?
—No sé lo que queréis decir, alteza. Un brahman no posee minas.
—Tan brahman eres tú como yo —dijo Tremal-Naik—. Llevas en tu rostro las señales indelebles de los parias.
—Os engañáis todos —contestó el prisionero—. Me habéis confundido con algún otro.
—¿Cómo, bandido? ¿Negarás que te has presentado ante mí en mi palacio hace dos días? —preguntó Yáñez.
—Yo no he osado nunca traspasar los umbrales del palacio real.
—Te hemos reconocido perfectamente, avechucho, y ahí hay otra persona que te reconocerá dentro de poco. ¿Has terminado con tus botones?
—Sí, alteza.
El baniano y Tremal-Naik lo agarraron de improviso fuertemente por las muñecas y lo arrastraron hacia la galería.
—¿Qué queréis hacer conmigo? —gritaba el paria, intentando resistirse—. Advertir que soy un brahman, y que por tanto nadie, ni siquiera un rey, puede tocarme.
—Yo no soy indostano, y me importa muy poco de todas las espantosas penas que vuestros dioses han inventado en vuestro exclusivo beneficio. Bien está; pasaré después de muerto al cuerpo de un escarabajo, para convertirme después en algún bicho asqueroso, como una pulga o un piojo. ¡Ah, querido! Me río yo de Brahma, de Sivah, de Visnú, de Parvali, la negra diosa de la muerte, y aun de la sanguinaria Kali[34]. Yo no adoro más que a un solo Dios, que no tiene nada que ver con los vuestros.
—Navegaréis durante diez mil años por un mar de leche antes de convertiros en mono u otra cosa peor. Nosotros, los brahmanes, podemos condenar y absolver.
—Condena como quieras y echa los siglos que se te antojen —dijo Yáñez, al ver que intentaba hacer resistencia—. Nosotros seremos, bandido, los que te condenaremos a ti.
—Nadie se atreverá; soy un brahman.
—Lo que eres tú es un bandido que debes de formar parte de alguna banda de bribones o conspiradores organizados por ese insensato de Shindia.
Al oír aquel nombre, el paria se detuvo bruscamente, volviéndose hacia el portugués, que trataba de empujarlo.
—¿Quién es ese Shindia? —dijo.
—¡Pedazo de asno! —contestó Tremal-Naik—. Shindia fue el marajá que reinó antes en el Estado de Assam. Lo saben hasta los troncos, y tú, hombre instruido, ¿finges ignorarlo? ¿No aprenden los brahmanes la historia de su patria?
—Tienen mucho que rezar —respondió secamente el prisionero—. Nosotros sólo tenemos que ver con los dioses, y no con los reyes, que nada pueden sobre nosotros.
—Espera un poco, y verás si puedo yo algo —dijo Yáñez—. Marcha aprisa, o te rompo las costillas con la culata de la carabina; y que vengan después todos tus dioses a curarte.
Comenzaban a divisarse las linternas de los sikaris y de Kammamuri, que no había abandonado su puesto, por temor a que los parias volviesen sobre sus pasos e intentasen un ataque.
El brahman, viéndose ya perdido, y confiando muy poco en las tres grandes divinidades de la India, se había puesto a caminar desembarazadamente, con la esperanza quizá de reunirse a sus compañeros.
Yáñez, con no pequeño estupor, halló a los dos molosos echados a los pies de Kammamuri y bastante tranquilos.
—Ya podemos contar otra vez con ellos —dijo el maharato—. Han perdido el temor a los cocodrilos.
—Deja a los perros, y examina atentamente a este hombre —le dijo el portugués, empujándole hacia el prisionero—. Mírale bien.
—¡Por la trinidad indostánica! —exclamó el maharato, que había levantado su linterna—. ¿Me preguntáis si le reconozco, señor Yáñez?
—Ni más ni menos; Tremal-Naik y yo no hemos tenido duda alguna al reconocerlo.
—Este, señor, es el brahman, fingido o verdadero, que se introdujo en el palacio real. Lo recuerdo perfectísimamente. ¡Oh!… No es fácil olvidar esos ojos.
—Ojos de encantador de serpientes; ¿no es verdad, Kammamuri?
—Sí, de sapwallah. Hasta me sorprende no verle encima el tomrill[35].
—Este bribón no lo necesita, te lo aseguro. Maneja a esos terribles reptiles con una facilidad extraordinaria, y nosotros hemos visto la prueba; ¿no es cierto, Tremal-Naik?
—Si llegamos a tener un momento de vacilación, puede ser que a estas horas la hermosa Surama hubiese perdido a su esposo —respondió el indostanés.
—¿Y todavía vive este infame?
—Sí; no tenemos prisa por hacerle emprender el último viaje —respondió Yáñez—. Tú ya sabes por qué.
—Lo he comprendido, señor.
—Te advierto que a este sinvergüenza le gusta poco hablar.
—Ya me ocuparé yo de eso. ¿Por ventura no soy un maharato, y no hay, acaso, arghilahs[36] en los alrededores de la ciudad?
El portugués le miró con cierta sorpresa.
—Ya veréis, patrón, cómo estos roñosos pajarracos me sirven de perlas para hacer cantar a este brahman.
—Veremos. Ea, pues; volvamos a palacio. Surama estará muy inquieta. Siempre estoy temiendo una nueva traición.
Con una de las cadenillas de acero de los perros ataron al prisionero por detrás de su espalda, y después de haberlo colocado para mayor precaución en medio de los sikaris, emprendieron el camino de regreso, para atravesar de nuevo el hediondo río de la cloaca.
Los dos molosos, que habían recobrado ánimo, precedían al grupo, gruñendo y olfateando continuamente el aire.
De los parias, dejados en libertad, no se encontró rastro ninguno; juzgándose muy dichosos con haber salvado la piel a tan poca costa, debían de haberse alejado a la carrera, ansiosos de abandonar las cloacas.
También el grupo de nuestros hombres se puso a caminar rápidamente, sin dejar de observar en todas direcciones, aunque ninguno creía que los fugitivos pudiesen volver sobre ellos, y menos ahora, que no tenían ya armas, y habían sido privados de su jefe.
Al cabo de veinte minutos, llegaron al sitio donde el baniano había colocado la escala a través del río de inmundicias. Un grito de rabia se escapó de todos los pechos.
Los parias, en su huida, habían quitado la escala, arrojándola sobre la margen opuesta.
—¡Rayo de Dios! —exclamó Yáñez—. ¡Nos han cortado la retirada! ¿Quién osará lanzarse en medio de esas aguas traidoras, y envenenadas Dios sabe con qué miasmas? Tú, cazador de ratas, ¿nunca probaste a atravesarlas para ganar la otra orilla?
—Jamás lo intenté, alteza —respondió el baniano—, porque estoy seguro de que no hubiese llegado nunca a conseguirlo. Sin embargo, no os apuréis. Esta orilla tiene también conductos que desembocan cerca de la mezquita.
—Esos canallas nos han hecho una mala pasada —dijo Tremal-Naik—. Casi me recelaba una traición por el estilo.
Persuadidos de que ninguno de ellos podría ir a recobrar la escala, descansaron un momento, y emprendieron de nuevo la marcha a lo largo del dique, costeando la corrompida corriente.
El cazador de ratas se había vuelto a poner a la cabeza del grupo, y alargaba el paso como si temiese un nuevo peligro.
En efecto, de cuando en cuando se detenía, y después de haber observado los muros y las bóvedas, se le veía hacer gestos de inquietud durante un rato bastante largo.
Sin embargo, los dos perros marchaban tranquilos, sin mostrarse irritados ni aun por la presencia del paria, o brahman, o lo que fuese.
Aquella segunda caminata duró otra media hora, al cabo de la cual el cazador de ratas se detuvo delante de un arco, lanzando un grito de desesperación.
—¡Cuerpo de Júpiter! —exclamó Yáñez—. ¿Todavía sigues asustándome?
—El conducto ha sido derrumbado y por esta orilla no es posible salir, alteza —respondió el baniano.
—¿Derrumbado? ¿Y desde cuándo? Nosotros no hemos oído rumor alguno de tierras que cayesen desde lo alto.
—Quizá desde hace varios días, para impedir a vuestros soldados que intentasen alguna expedición por estos sitios.
—¿Y no existen otros conductos?
—Sí, pero en la otra orilla. Aquí no hay más que uno, estrecho como el cañón de una chimenea, que desemboca a flor de tierra, y que está cerrado por una pesada reja de bronce que ninguno de nosotros podría romper. Un día encontré con la cabeza metida entre las barras a un joven indostano, que debía de haberse extraviado, y al cabo murió de hambre, pues parece que nadie oyó sus gritos de agonía y sus últimos gemidos.
—De manera que estamos enterrados vivos —dijo Tremal-Naik—. Tú conoces estas cloacas; mira a ver si recuerdas haber visto alguna otra salida.
El baniano movió la cabeza con un gesto desolado.
—Si no atravesamos la corriente y volvemos a colocar en su lugar la escala, a saber cuándo saldremos de este infierno.
—¡Diablo! La cosa se agrava extraordinariamente —dijo Yáñez—. No me esperaba esta sorpresa.
Después, dirigiendo una mirada terrible al prisionero, le preguntó:
—¿Y tú no sabes dónde hay otra salida?
—No, sahib; yo conozco muy poco esta ciudad subterránea. Habéis dejado escapar al que guiaba toda la tropa, y a estas horas estará muy lejos.
—De todas maneras, tú tratas de engañarnos.
—¿Con qué fin? Tampoco a mí me complacería morir entre estas hediondas tinieblas.
Yáñez, presa de una sorda cólera, se había puesto a pasear rabiosamente, maldiciendo y agitando los brazos.
Miró al cazador de ratas y lo vio inmóvil sobre la margen del fétido río, todo ocupado en contemplar las lentas aguas, que parecían tan densas como la pez.
—¿Quieres darte un baño, ahí dentro? —le preguntó.
—Un baño, no; pero yo os prometo atravesar este albañal frente a la escala abandonada por los parias.
—¿Te has vuelto loco?
—No, alteza. Dadme cuatro sikaris para que me acompañen a la cueva.
—¿Intentas horadar las paredes? —preguntó Tremal-Naik, que lo había oído todo.
—Perdería el tiempo inútilmente, sahib. Necesitaríamos bombas y no las tenemos.
—Tenemos pólvora y podríamos preparar un buen barreno —dijo el portugués.
El cazador de ratas movió la cabeza. Después dijo:
—Un barreno no bastaría. Dejadme hacer a mí, alteza. Tengo mi proyecto, peligroso quizá para mí, pero no desespero. Las aguas son densas y no ceden al punto.
—¿Qué quieres decir?
—Id a esperarme frente a la escala; volveremos muy pronto.
Tomó cuatro sikaris, y se alejó corriendo, sin dar más explicaciones.
—¿Se habrá vuelto loco? —preguntó Tremal-Naik.
—No lo creo. Dejémosle hacer.
Confiaron a los otros dos sikaris y a Kammamuri la custodia del prisionero, y remontaron de nuevo todos juntos la orilla del albañal, sobre el cual flotaba una ligera niebla cargada de venenosos miasmas.