4. La caza de los envenenadores

La tarde siguiente, apenas los batintines instalados en los diversos barrios de la capital dieron la señal de queda, salía misteriosamente del palacio imperial un grupo de diez hombres.

Precedían los dos molosos del Tibet, soberbios animales de cuerpo robusto y vigoroso, y de labios colgantes, cuyos repliegues les dan un aspecto verdaderamente terrible. Son casi tan grandes como terneros, y poseen tal fuerza muscular, que luchan ventajosamente con los osos y los derriban. Y ¡ay si muerden! Despedazan siempre y producen heridas espantosas.

El grupo lo formaban Yáñez, Tremal-Naik, Kammamuri, el baniano y seis sikaris, que conocían a los perros y podían azuzarlos en el momento oportuno.

Todos iban armados de carabinas y pistolas de dos cañones y de largo alcance, y llevaban bajo un medio capote impermeable pequeñas lámparas chinas para encenderlas más tarde.

Los habitantes de la ciudad se habían retirado ya, dejando solitarias las calles, nada preocupados, al parecer, por el nuevo crimen que había conmovido al palacio imperial. Verdad es que había otras tres o cuatro personas dispuestas a sustituir al muerto.

Aquella calma o, mejor, aquella indiferencia había impresionado un poco a Yáñez, a cuya observación nada se escapaba.

—No parece sino que también el pueblo conspira —dijo a Tremal-Naik, que caminaba a su lado.

—Avanzas demasiado, amigo. Ya sabes que el pueblo no acostumbra ocuparse de lo que sucede en los palacios de la princesa. A él le basta con vivir tranquilo.

—¡Hum!… ¡Hum! —murmuró Yáñez, apretando un poco los dientes—. Esta calma no me inspira, en verdad, ninguna confianza.

—¿Te vuelves pesimista?

—¿Qué quieres que te diga? Mientras no esté seguro de que Shindia se halla todavía en Calcuta, en el manicomio donde nosotros le encerramos, no me hallaré un momento tranquilo.

—De ese asunto se ocupará Kammamuri. Bien conoces su valor y su astucia.

—En verdad, es un hombre insustituible —respondió Yáñez—. Demos primero esta batida, y después veremos lo que conviene hacer.

—¿Esperas tú descubrir a ese maldito brahman?

—Sí —contestó el portugués—. El corazón me anuncia que el asesino que maneja la baba venenosa del bis cobra caerá pronto en nuestras manos. El baniano lo ha visto, y nosotros lo sorprenderemos dentro de las cloacas.

—Procuraremos cogerlo vivo.

—Ciertamente —dijo Yáñez—. Le haremos después hablar.

—Kammamuri se encargará de desatarle la lengua. Para esto es famoso el maharato.

—Lo sé —dijo Yáñez, sonriendo—. Hacía hablar hasta a los thugs.

—¡Y qué bien cantaban!

—Pero… ¿Dónde nos hallamos, baniano?

—A poca distancia de la cloaca. ¿Veis aquella vieja mezquita sin cúpula? Pues debajo de ella pasa, o mejor dicho, comienza la alcantarilla mayor.

—¿Se habrán escondido ya esos misteriosos sujetos?

—A esta hora, sí, alteza. Parece que no se atreven a andar por la ciudad después de ponerse el sol.

—¿Dónde se ocultarán de día?

—¿Quién lo sabe? Yo no he osado nunca seguirlos desde aquellos dos tiros de pistola.

—Y aunque eres muy viejo, aún tienes apego a la vida, ¿verdad?

—Pienso, alteza, que siempre hay tiempo para morir.

En esta plática, los dos hombres y su escolta llegaron ante la vieja mezquita, monumento grande y pesado, construido sin duda por los mogoles hacía más de trescientos años, y al cual los indostaneses, que no creen más que en sus dioses, habían dejado arruinarse.

El baniano rodeó la enorme mole, y mostró a Yáñez una gigantesca abertura, que exhalaba miasmas y olores insoportables.

—¡Por Júpiter! —dijo Yáñez—. Debíamos haber traído también algunas botellas de esencia de rosas. ¿No es verdad, Tremal-Naik?

—Nos perfumaremos más tarde.

—Encended las linternas —apuntó el baniano—. Que nadie, por ningún motivo, se me adelante, porque podría hallar una muerte horrenda.

—¡Hermosa perspectiva! —exclamó Yáñez.

Encendiéronse las lámparas, y en seguida los diez hombres penetraron en aquel inmenso albañal, donde debían desaguar todas las demás cloacas.

Por el centro corría un agua corrompida y fétida, deslizándose silenciosamente entre dos largos bancos de piedra, todavía bien conservados. Nadie habría podido decir adónde iba a parar.

—Lo que es si uno se cae en esa papilla formada por todas las basuras de la ciudad, no saldrá ciertamente vivo —dijo Yáñez.

—Lo creo —afirmó Tremal-Naik, que se mantenía arrimado prudentemente a la pared, donde se sostenía la gran bóveda del túnel.

—Lo que no sé es cómo se arreglarán esos conspiradores, llamémoslos así, para resistir esta atmósfera sofocante, impregnada de olores tan nauseabundos. ¿Será que no tienen narices?

—Eso lo veremos cuando los hayamos capturado.

—¡Eh, baniano!

—¿Qué mandáis, alteza?

—¿Hay que caminar mucho?

—Tenemos que llegar a los conductos de enlace —respondió el cazador de ratas.

—¿A otros canales?

—Sí, alteza; pero redondos y estrechísimos, con pendientes vertiginosas, que habremos de salvar arrastrándonos sobre el vientre y con la espalda en la pared, y que terminan en un vasto nicho prolongado bajo las bóvedas de la gran alcantarilla. Para llegar a este refugio nos veremos obligados a hacer una gimnasia terrible y siempre peligrosa, porque si cae una de las piedras salientes que sirven para el escalo, iremos rodando sin parar hasta el fondo del fango.

—Tenemos músculos de acero, mi buen cazador de ratas, y hemos nacido gimnastas. Mira más bien por ti mismo.

—¡Oh, no hay cuidado, alteza! —respondió el viejo—. Estoy muy práctico en estas cloacas, y mis brazos todavía son bastante elásticos.

—Te preguntaba hace poco si esos refugios están todavía muy lejos.

—A algunas millas, alteza.

—Si sé esto, traigo aquí a mi elefante favorito —dijo Yáñez—. Otra vez será. Habríamos podido avanzar tranquilamente por aquí.

En efecto, la margen de aquel hediondo río continuaba siendo siempre de seis o siete metros de ancha, y ofrecía lugar hasta para un paquidermo.

Además, la bóveda del canal era tan alta que no había miedo de que estos animales pudiesen chocar en ella con su robusto cráneo, y ni siquiera hubieran podido alcanzar a ella con su trompa.

—Los mogoles sabían construir mejor que los indostanos de hoy —dijo Yáñez, que se aburría de estar callado—. Jamás hubiera sospechado que por debajo de mi capital se extendiesen estas grandiosas construcciones. ¡Lástima que carezca de aire y luz!

En aquel momento, Kammamuri, que llevaba atraillados a los dos perros del Tibet, de los que era guardián, se detuvo bruscamente, levantando la linterna china.

También el baniano había hecho un movimiento, poniendo al punto su mano en una larga pistola de dos cañones.

—¿Qué sucede? —preguntó Yáñez, empuñando su enorme carabina, cargada de metralla, hasta la mitad del cañón, y poniéndose en guardia.

—Los perros, señor —respondió el maharato—, comienzan a dar señales de inquietud. Sin embargo, no se ve nada.

—Es que no tenemos ni la vista ni el olfato de estos animales.

—¿Estás bien seguro? —preguntó riendo el portugués—. Yo he olfateado, cuando no he visto, a mis enemigos, y desde muy lejos.

—¡Oh! Lo mismo nos sucedía a nosotros cuando habitábamos en la Selva Negra. ¿No es verdad, patrón? Con tantos enemigos que amenazaban día y noche nuestra vida dispuestos siempre a estrangularnos con un buen lazo o con un simple cordoncillo de seda diestramente lanzado, llegamos a adquirir una vista que desafiaba a los anteojos de marina, y un oído capaz de rivalizar con el de los tigres.

—Os creo —respondió Yáñez—. Pero observemos un poco.

Acercóse a los dos terribles perros, que reconocieron en él a su amo, y los observó atentamente proyectando sobre ellos la luz azulada de su lámpara, que en lugar de vidrios tenía papel aceitoso, y en él dibujadas ligeramente dos medias lunas.

Los perros parecían realmente inquietos, y fruncían el hocico y sacudían sus largas orejas, aunque sin emitir ningún sonido.

—¿Tú crees que estamos cerca de esos dificultosos refugios? —preguntó al cazador de ratas, que seguía empuñando su pistolón.

—No, alteza.

—Y, sin embargo, ya ves que los perros están inquietos.

—¿Creéis que esos hombres misteriosos no tendrán centinelas? Alguno de estos habrá atravesado el canal, y los perros le habrán olfateado.

—¿Atravesando la corriente de fango? ¿Y de qué manera? ¿Con qué medios? Sería curioso saberlo.

—Con una simple escala de bambú tendida sobre ambas márgenes.

—Y nosotros, ¿cómo pasaremos? Retirarán todas las escalas para impedirnos avanzar.

—No os preocupéis por eso, alteza. Yo también tengo aquí mi nido o, mejor dicho, lo tenía antes que llegasen esos intrusos, ninguno de los cuales debe haberlo descubierto. En él encontraremos escalas de todas las medidas, de las cuales me servía para atravesar los canales y aproximarme a las ratas.

—Nido será ese que más bien deberías llamar tu cueva de tigre —dijo Yáñez.

—Como queráis, alteza.

—¿No te lo habrán saqueado?

—No; está muy bien escondido mi albergue y, además, la salida es muy difícil.

—¡Kammamuri, suelta los perros! —gritó en aquel momento Tremal-Naik.

Los dos animales, libres de las cadenas de acero, delgadas pero fortísimas, dieron dos saltos hacia delante, rugiendo como panteras, y emprendieron carrera desenfrenada a lo largo de la orilla del hediondo río. Detrás de ellos se lanzó a su vez el grupo de hombres preparando rápidamente sus carabinas.

El dique era siempre ancho, y todos podían correr por él cómodamente, favorecidos por lo bien nivelado de las piedras.

Apenas habían transcurrido dos minutos, cuando se oyó a los perros rugir ferozmente, y poco después resonaron dos disparos.

—¡Adelante! ¡Listos! —gritó el portugués—. ¡Esos bandidos asesinan a nuestros perros!

Los dos hombres precipitaron la carrera, manteniéndose siempre algo alejados del corrompido arroyo, que les inspiraba un espanto invencible, y al cabo se juntaron a los perros, que se habían detenido a unos trescientos metros de distancia.

Clavados sobre sus robustas garras, los poderosos animales continuaban rechinando sordamente los dientes, mientras agitaban sus grandes colas y mostraban viva irritación.

Miraban hacia el otro lado del canal, olfateando ruidosamente el aire y contrayendo los pliegues de sus mandíbulas hasta poner al descubierto sus dos filas de dientes, dignos de hallarse en la boca de un oso del Himalaya.

Tremal-Naik, exponiéndose a recibir un tiro de pistola, pues ya era evidente que aquellos misteriosos habitantes del subsuelo poseían armas de fuego, avanzó hacia la orilla, levantó la linterna y proyectó su luz lo más lejos que pudo.

—¡Ah, los bribones! —exclamó.

—¿Han derribado algún trozo de galería? —preguntó Yáñez, que se acercaba, empuñando su enorme carabina y dispuesto a lanzar un huracán de metralla.

—Han escapado por la otra orilla, sirviéndose de una escala de bambú que no han podido retirar del todo. ¿La veis?

—Sí —contestó Yáñez—. Han sido más listos que nuestros perros.

Una escala, de unos diez metros de largo y de una solidez realmente a toda prueba, hallábase apoyada por un extremo en la orilla opuesta, mientras el otro permanecía hundido en el fétido río.

—¿Qué dices tú a esto, baniano? —preguntó Yáñez.

—Que aquí detrás de nosotros se encuentra mi albergue, donde hallaremos escalas para atravesar el río —respondió el cazador—. Ahora esos bandidos se han refugiado en la orilla opuesta, retirando la escala.

—¿Se habrán escapado o estarán espiándonos? Merced a nuestras lámparas, ofrecemos nosotros magníficos blancos, mientras que ellos están protegidos por la oscuridad. ¡Lástima que no poseamos los ojos de los gatos o de los tigres!

—¿Tú ves algo, baniano?

—La luz de las linternas me ha quitado la vista. Me bastaría un cuarto de hora de oscuridad para recobrarla de nuevo.

—¿Disparo? Hemos sido ya descubiertos, y es inútil tomar precauciones. La sorpresa ha fracasado.

—Por culpa de las linternas, alteza.

—¡Bien lo sé, por Júpiter! Pero nosotros no somos cazadores de ratas y sin un poco de luz no habríamos acertado a dar un paso aquí dentro.

—Y a estas horas estaríamos probablemente dentro de este fragante río, pescando, quizá, sabe Dios qué peces o crustáceos —dijo Tremal-Naik.

—¡Puf! —exclamó el portugués.

Después, levantando su enorme carabina, dijo:

—Voy a disparar y a barrer con un turbión de metralla la orilla opuesta. Así verán esos misteriosos sujetos que poseemos armas formidables. Poneos todos en posición de hacer fuego, y si esos canallas tiran, responded en seguida sin un momento de vacilación si queréis cogerlos. Apuntad hacia el extremo de la escala que se apoya en la orilla y oprimid el gatillo.

Más que un disparo de carabina, pareció aquel un verdadero cañonazo. La detonación, centuplicada por los ecos de todas las cloacas, se extendía retumbando continuamente.

Cuando parecía haberse apagado, algún eco lejano respondía todavía, aunque muy débilmente.

—Esto ha sido un verdadero cañonazo —dijo Tremal-Naik—. Si vuelves a hacer ladrar a esa enorme bestia, se nos van a caer encima las bóvedas de la cloaca, que deben ser algo viejas.

—Callad, señores —dijo el baniano.

Ningún grito había resonado en la orilla opuesta, señal evidente de que los bandidos se habían puesto por el momento a salvo, por lo menos, arrojándose simplemente a tierra.

Pero apenas hubo cesado todo aquel estruendo, el oído agudísimo del cazador de ratas percibió una serie de silbidos estridentes, que sin duda debían ser señales.

—Tocan a retirada —dijo Kammamuri, que había vuelto a cargar la carabina del portugués, y también había oído.

—Ahora deben de estar lejos —añadió el cazador de ratas—. No han aceptado la lucha a cara descubierta, y procurarán tendernos alguna celada.

—La descubrirán al punto nuestros perros —dijo Yáñez, volviendo a empuñar su arma—. Ve a buscar una escala bastante larga para atravesar el canal.

—En seguida, alteza.

—¿Necesitas que te ayuden?

—El bambú pesa poco y, además, mi cueva está situada en un lugar adonde es muy difícil que llegue quien no esté práctico en estas cloacas.

—Yo te escoltaré hasta la entrada con un perro —dijo Kammamuri—. Nunca se sabe lo que puede suceder con la oscuridad que nos rodea, y que en vano intentan las lámparas romper.

Yáñez, Tremal-Naik y su escolta se sentaron en tierra, poniendo sobre sus rodillas las carabinas. Pero antes tuvieron la precaución de llevar las linternas unos veinte pasos más lejos, a fin de que sólo ellas pudiesen servir de blanco, en el caso de que los habitantes del subsuelo se decidiesen a usar sus armas de fuego.

Mil extraños rumores henchían la gigantesca alcantarilla. Allá, a lo lejos, por otros canales, debían verterse con grande furia en el soñoliento río de inmundicias las aguas que bajaban de la ciudad. Era una extraña música que repercutía bruscamente en la inmensa concavidad del canal, cuyas bóvedas debían ser extremadamente sonoras. Aquellas aguas tan pronto parecían rugir como reír a carcajadas, o aullar como una manada de hambrientos lobos.

Sin embargo, el río no se agitaba. Se deslizaba siempre, poco a poco, con un ruido monótono, empujando fatigosamente hacia delante todas las inmundicias de la ciudad, y exhalando sin cesar miasmas pestilentes y casi sofocantes.

—Buenas fiebres vamos a coger, si nos detenemos mucho aquí abajo —dijo Yáñez—. Esta expedición es quizá más peligrosa que la que emprendimos contra los thugs del Raimangal. Allí al menos las aguas eran limpias y procedían del mar. ¿Te acuerdas, Tremal-Naik?

—Como si fuese ayer —respondió el indostanés.

—Pero aquí espero que no nos aneguemos.

—Eso pregúntaselo al cazador de ratas.

—¡Eh, buen hombre! —dijo Tremal-Naik—. ¿Hay inundaciones en estas cloacas?

—Nunca, señor —respondió el baniano—. Antes al contrario, el nivel de las aguas es tan bajo en esta estación, que ni siquiera cubren los canales pequeños ni los recintos circulares, que siempre están secos.

En aquel momento volvía el baniano llevando, con ayuda de Kammamuri, una larga escala de bambú muy fuerte y ligerísima.

—¿Teméis alguna inundación repentina? —preguntó—. No ha estallado ninguna tormenta. De ser así, los truenos retumbarían aquí como cañonazos. La noche está serena, y por ahora no debemos temer ningún aguacero inesperado.

Ayudado siempre por el maharato, tomó la escala, que medía unos doce metros, y la colocó sobre la fangosa corriente, apoyándose en ambas márgenes.

Los primeros que pasaron, saltando y gruñendo, fueron los perros del Tibet.

No tardaron en seguirlos los diez hombres, segurísimos de la solidez de la escala, y en menos de medio minuto se hallaron todos reunidos en la otra orilla del canal.

—Despacio —dijo Yáñez—. Ahora es cuando empiezan las sorpresas. Cierto que tenemos unos perros capaces de hacer trizas a un hombre como si fuese un lechoncillo, pero, con todo eso, estemos en guardia.

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—Nunca está de más la prudencia —confirmó el baniano—. Aquí se puede matar a traición a una persona y hacerla caer en esas aguas pútridas.

—¿Conoces los últimos refugios?

—Sí, alteza.

—Vamos, pues, a descubrir a esos bandidos. Al que yo quiero encontrar es a ese brahman, fingido o verdadero.

—Lo encontraremos, señor. Los refugios no tienen salida alguna. O esos misteriosos sujetos nos presentarán batalla o se rendirán ante vuestras carabinas cargadas de plomo.

—Si sólo tienen pistolas, aunque sean de cañón largo, bien poco podrán hacer contra nosotros —respondió Yáñez—. ¡Pobrecillos!

—Guardémonos de las sorpresas, Yáñez —dijo Tremal-Naik.

—Ya te he dicho que con los perros no son posibles; y, además, aquí no estamos en los canales misteriosos de Raimangal. Allí bastaba agujerear una bóveda para que se precipitase un río en las galerías. Estábamos a veinte metros debajo del mar, y las mareas, que subían con gran furia del Océano Indico, las hacían peligrosísimas.

—Seamos prudentes —respondió Tremal-Naik—. Por eso no pareceremos cobardes. Mostrémonos siempre, sobre todo tú, un poco tigres de Mompracem.

Nadie se había presentado a disputarles el paso. Los misteriosos individuos, juzgándose acaso perseguidos, debían de haberse refugiado en las últimas cuevas, que sólo el cazador de ratas podía descubrir.

—No son muy valientes estos sujetos —dijo el portugués, llevando siempre empuñada su descomunal carabina—. ¡Cuerpo de Júpiter! A ver si logramos prender a ese brahman; suponiendo que sea brahman, sobre lo cual tengo siempre mis dudas.

—Os aseguro, alteza, que le prenderemos —respondió el cazador de ratas—. Nadie más que nosotros podría penetrar en su escondite. Conozco todos los parajes de las cloacas, tanto los secos como los húmedos, donde nadie podría, en estos últimos tiempos, habitar más de una noche. Y menos mal que yo he destruido millares y millares de ratas dispuestas siempre a devorar la nariz o las orejas de los que aquí durmiesen.

Un túnel estrechísimo habíase presentado ante el grupo de los expedicionarios, precedidos siempre por los perros.

—¿Adónde vamos a parar, baniano? —preguntó Yáñez.

—Vamos a sorprender en sus últimos escondites a los misteriosos incógnitos —respondió el cazador de ratas, con su voz tranquila de costumbre.

—¿No nos escarmentarán?

—¿Llevando vos vuestra carabina y vuestros sikaris? Yo creo que no opondrán resistencia alguna.

—¿Qué piensas tú, Tremal-Naik, de la confianza de este hombre?

—Pienso que debe de saberlo mejor que nosotros —respondió el indostano.

—Vamos, pues, adelante, sin miedo —dijo Yáñez—. Una sola cosa me desagrada.

—¿Cuál?

—El no poder fumar un cigarrillo. Llevo las manos ocupadas por la carabina, como si estuviesen sujetas por la cadena de un polizonte. Pero ya me tomaré después un buen desquite.

—Así ganará un poco tu salud —dijo Tremal-Naik sonriendo.

—En efecto, estoy flaco como un faquir que pese la friolera de ochenta y cinco kilos; y todo por culpa de los cigarrillos.

—¡Anda, burlón!

Habíanse detenido ante la entrada del túnel observando entretanto el aspecto de los perros. Los bravos animales no dejaban de mostrarse inquietos, y hacían rechinar sus formidables dientes, como si de un momento a otro fuese a aparecer algún enemigo.

—No están tranquilos —dijo Kammamuri, que refrenaba con la cadena sus poderosos empujes—. Debemos de estar sobre buena pista.

—No hay otro camino que este para llegar a esos escondites —afirmó el baniano—. Os aseguro que por aquí han pasado los fugitivos.

Antes de emprender nuevamente la marcha, pusiéronse a escuchar; pero no oyeron más que un lejano bullir de agua, que corría quizá por alguno de aquellos fétidos canales.

—Calma completa —dijo Yáñez—. Cuando el enemigo duerme, se le busca para sorprenderle.

—¡Hum! —exclamó Tremal-Naik—. Me parece que debe de tener bien abiertos los ojos para interrogar, con más o menos angustia, a las tinieblas.

—También lo creo yo así. ¡Adelante!

Kammamuri recogió con la mano izquierda las cadenas de los dos molosos, y empuñó con la diestra una larga pistola de dos cañones, dejando a los demás al cuidado de alumbrar bien el camino.

Hombre avezado a todo linaje de aventuras y a las más fuertes emociones, aguerrido en la lucha de exterminio contra los thugs o estranguladores de la Selva Negra, no era capaz de quedarse detrás tan fácilmente.