3. El cazador de ratas

Un momento después, entraba en el saloncillo el famoso cazador de la Selva Negra y exterminador de los thugs del Sunderbund.

Era un bizarrísimo tipo de indio de Bengala, que contaba ya más de cuarenta y cinco años, de cuerpo esbelto y flexible, sin ser flaco, de piernas finas y enérgicas y con la piel levemente bronceada, como los hindúes de las altas castas, no contaminadas por la impureza de los parias.

Vestía como los indígenas modernizados de la Nueva India inglesa, los cuales han abandonado el dootèe[25] y la dugbah[26] por el traje angloindio, mucho más cómodo: de tela blanca, con alamares de seda rosa, faja recamada y muy ancha, sosteniendo dos largas pistolas, calzones ajustados de tela blanca, y en la cabeza un pequeño turbante adornado de varias maneras.

—¿De dónde vienes? —preguntó Yáñez, tendiéndole la mano, mientras hacía lo mismo Surama—. Creí que también a ti te habían envenenado.

Por la frente del indostano pasó como una nube y un destello lució en sus ojos negrísimos.

—Como veis, amigos míos, aún estoy vivo y en perfecta salud —respondió el cazador—. Me he guardado muy bien de detenerme en ningún mesón para apurar una botella de cerveza inglesa. ¡Por Sivah! La cosa es grave.

—¿Y me lo dices a mí? —respondió Yáñez—. Digamos mejor, gravísima. ¿Dónde has estado?

—Dando caza, en compañía de Timul, al envenenador de tu primer ministro. Ese Timul sabe hallar un rastro entre mil, de un modo perfectamente asombroso.

—¿Y lo has descubierto? —preguntaron a un tiempo la princesa y el portugués.

—Os digo que aquí, en vuestra capital, que parece tan tranquila, se conspira para arrebataros probablemente la corona.

—¿Pero dónde están los conspiradores? —gritó Yáñez. Dímelo y los haré prender inmediatamente.

—Será una empresa algo difícil —respondió el indostano, tomando asiento en una butaca—. ¿Conoces tú el subsuelo de tu capital? Apostaría mil rupias contra una a que no lo conoces.

—Yo sé que el terreno que sostiene nuestros palacios, pagodas y monumentos está compuesto de buena tierra mezclada con sillares de piedra.

—¿Y no has oído nunca hablar de inmensas cloacas que se cruzan y extienden bajo esta ciudad?

—Sí; pero me he guardado bien de meterme en esos intestinos llenos de peligrosos microbios. ¡Oh, los cuidados del Gobierno!… ¡No me dejan jamás un momento de tregua!

—¡Ya! —dijo el cazador—. ¡Tú diriges el carro del Gobierno cazando y matando casi todos los días búfalos, tigres, osos y elefantes!

—Un príncipe debe distraerse —respondió con gran seriedad el portugués—. Y además limpio mis bosques de animales peligrosos que devoran o despanzurran a mis súbditos. Surama firma los decretos en mi nombre, y yo hago retumbar mi carabina. Pero tú me hablabas de las cloacas.

—Sí, amigo. La pista que Timul ha seguido se ha detenido ante un gigantesco albañal, construido quizá por los mogoles hace doscientos o trescientos años.

—¿Y no podrá haberse engañado? —preguntó Surama, que se había puesto muy pálida.

—Cuando ese diablo de Timul se pone sobre un rastro, lo sigue siempre, sin engañarse jamás: él ha estudiado atentamente las huellas del brahman que huyó después de envenenar al ministro.

—¿Será, pues, algún brahman? —preguntó Yáñez—. ¿No será más bien un dacoita?

—Ahí está el misterio, pero no desconfío en descifrarlo. ¿Te acuerdas, Yáñez, cuando junto con Sandokán y sus guerreros dimos caza a los últimos thugs, que se ocultaban en los subterráneos del Raimangal?

—Como si hubiese sido ayer. Recuerdo muy bien que estuvieron a punto de ahogarse como ratas, sorprendidos en su agujero por un repentino huracán. ¡Cuántas veces pasó y repasó la muerte ante nosotros y!…

Interrumpióse, alzándose bruscamente.

—¿Quién es?

—Yo, señor. He llamado ya tres veces, y sólo me habéis oído a la tercera.

—Para ti, Kammamuri, está siempre franca la entrada a nuestras habitaciones privadas. Pasa, que aquí está también tu amo.

—Lo sé ya, señor; lo he visto antes que vos.

La puerta quedó franqueada y el maharato entró, seguido de cuatro criados que llevaban sobre inmensos platos de oro, maravillosamente cincelados, dos enormes lenguas humeantes de búfalo.

—¿Te has convertido ahora en cocinero? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí, mientras no hayamos descubierto y colgado o fusilado a los envenenadores —respondió el maharato—. En la cocina mando yo ahora, y no perderé de vista a los cocineros. Vos, señor Yáñez, os habíais olvidado de la cena.

—Casi, casi —respondió el portugués—. Pero con todo eso, la saludo con gusto, tanto mayor cuanto que no correré peligro de sorberme yo también algunas gotas de veneno del bis cobra[27].

—Estas lenguas, señor, y aun la salsa que las rodea, están preparadas por mí solo, pues no he querido que nadie me ayudase, para que así estéis más seguro.

Entretanto habían entrado otros cuatro cocineros, llevando platillos de plata, cubiertos, botellas, servilletas y manteles.

Una mesa redonda, de ébano incrustado de madreperla, y con artísticos dibujos de oro, fue puesta en medio de la estampida.

Los criados prepararon todo rápidamente, y después, a una señal de Yáñez, se retiraron, andando sobre la punta de los pies, sin haber pronunciado una palabra.

—¿Continúan los ministros velando siempre al muerto? —preguntó el portugués a Kammamuri.

—Sí, señor, y también bebiendo de firme.

—Déjalos. Aquí no ha de entrar ninguno, fuera de Timul, que será llamado oportunamente.

Cerró la puerta con llave, y se sentó a la mesa, al lado de la bellísima princesa, y Tremal-Naik enfrente.

Kammamuri se convirtió de cocinero en servidor, o mejor dicho, en camarero, y cortaba las lenguas con gran habilidad, cubriendo las grandes tajadas con una salsa rojiza, que exhalaba un fuerte aroma a pimentón, la especia preferida por los indostánicos.

A pesar de sus preocupaciones, los dos hombres y la princesa hicieron honor a la cena, no habiéndose atrevido a probar bocado desde la muerte del ministro.

Antes de abrir las botellas de cerveza, Yáñez examinó con atención si estaban perfectamente selladas, y, satisfecho de su examen, llenó los altos y estrechos vasos de cristal azulado.

—Ahora podemos reanudar nuestra plática —dijo, ofreciendo cigarrillos a Tremal-Naik—. Me decías que las huellas del envenenador se detenían delante de la cloaca.

—Se detenían hasta cierto punto; porque ni Timul ni yo nos atrevimos a meternos en esas gigantescas alcantarillas, de las que no se sabe cuántos canales tienen, ni dónde comienzan, ni dónde acaban. Y ahora te digo que allí abajo, en medio de aquella atmósfera pestilente, viven cientos y cientos de personas que no tienen otro albergue. ¿Serán parias[28]? ¿Serán conspiradores? Me he informado por un hindú que conoce admirablemente esas cloacas acerca de si en un principio estaban ocupadas por todos esos desesperados, y me ha dicho que no. Sólo hace algunos meses que, al cerrar la noche, se reúnen esos misteriosos individuos en sus fétidos albergues. ¿Qué van a hacer allí abajo en la ciudad subterránea? ¿Cazar ratones? Yo, en verdad, no lo creo.

—Ni yo tampoco —respondió Yáñez envolviéndose en una nube de aromático humo.

—¿Quién era ese hindú, que conoce tan bien las cloacas?

—Un viejo, un soberbio tipo, que parece más bien un baniano[29].

Los banianos han sido siempre demasiado poltrones para conspirar. Será preciso volver a hallar a ese hombre.

—No he dejado que se me escape, Yáñez; y ya está aquí, guardado por Timul.

—Hazle venir al punto. Ese hombre puede sernos muy útil.

—Así lo he pensado también yo, porque es muy fácil extraviarse entre aquellas inmensas cloacas.

Tremal-Naik apuró un vaso de cerveza, tiró el cigarrillo, abrió la puerta y salió, mientras Kammamuri retiraba los platos, dejando, sin embargo, las botellas.

No había transcurrido un minuto, cuando el primero volvió a entrar, seguido de un viejo de luenga barba blanca y ojos fulgurantes como los de las serpientes.

Era muy flaco, y se envolvía majestuosamente en un viejo dugbah, que en otro tiempo debió de ser amarillo, pero que a la sazón sólo mostraba grandes manchas blancas y numerosos agujeros.

En la cabeza llevaba un pequeño turbante, también asaz viejo y usado.

Apenas entró hizo tres profundas reverencias a la princesa y otras tantas a Yáñez; y después esperó a ser interrogado, fijando en ellos sus vivísimos ojos, que parecían fosforescentes como las pupilas de las ratas y los tigres.

—¿De qué parte de la India eres? —le preguntó Yáñez, señalándole una silla y haciendo que Kammamuri le llevase un vaso de cerveza.

—Soy baniano, alteza —respondió el viejo.

—Todos tus compatriotas son comerciantes muy hábiles y afortunados. ¿Y qué haces en mi capital? ¿Qué vendes?

—Pieles de rata que envío a Calcuta a una casa inglesa, y que sirven para hacer excelentes guantes.

—¡Cuerpo de Júpiter! ¿Eres cazador de roedores?

—Sí, alteza.

—¿Y ganas mucho?

—Tanto que no puedo comprarme otro dugbah —dijo, suspirando, el viejo.

—De eso me ocuparé yo. ¿Es verdad que conoces todas las alcantarillas de la ciudad?

—Sí, alteza, y puedo recorrerlas todas sin temor a extraviarme.

—¿Hay allí peligro de perderse?

—Mucho; pues allá abajo, entre todos aquellos canales que se cruzan y cortan unos a otros, que suben y bajan, descargando sus aguas fangosas en la gran cloaca, se desorienta uno en seguida —respondió el baniano—. ¡Cuántos desgraciados sin albergue he encontrado allí abajo muertos de hambre y esqueletizados por las ratas! ¡Buen número de esqueletos he visto!

—¿Tan gigantesca es, pues, la alcantarilla? —preguntó la rhani.

—Inmensa, señora; es un trabajo que merece ser visitado. ¡Cuántos estanques, cuántos canales de desagüe, cuántos saltos de agua ocasionados por las lluvias repentinas!

—¿Hasta dónde se extiende? —preguntó Yáñez, haciendo una seña a Kammamuri para que llevase al desgraciado cazador de ratas una enorme tajada de lengua y varios panecillos.

—No la he medido nunca, alteza; pero puedo deciros que abarca muchísimas millas inglesas, y que se prolonga mucho más allá del recinto de la ciudad.

Yáñez le dejó comer cuatro enormes bocados, rociados en seguida por un vaso de cerveza; luego le preguntó:

—¿Serás, pues, capaz de guiarnos a través de la ciudad subterránea?

—Y podré deciros, alteza, cada cien o doscientos metros, qué calle, pagoda o monumento se halla sobre nosotros.

—¿Pero cuánto tiempo has vivido en ese infierno? —interrogó Tremal-Naik.

—Tres años, señor. Mis negocios andaban mal; un inglés me propuso que le proporcionase a millares pieles de ratones, y me fui a cazarlos allí dentro, obrando al principio con grandísimas precauciones, pues hay lugares muy difíciles de atravesar. Esta extraña industria me daba al menos para comer. Pero cuando esos desconocidos invadieron la alcantarilla me hallé en pocos días sin trabajo.

—¿Por qué? —preguntó Yáñez.

—Porque las ratas, o huyeron, o fueron devoradas.

—¿Devoradas? ¿Y por quién?

—Por los intrusos —respondió el baniano.

—¡Oh!… —exclamó la princesa, con un gesto de horror.

—No son las ratas tan repugnantes como se cree, señora.

He comido cientos de ellas asadas, y hasta con salsa picante.

—Y estarían tan sabrosas como la lengua que estás comiendo —dijo riendo Kammamuri.

—¡Oh, no! Las ratas viejas son muy correosas y además despiden un tufillo que no siempre agrada. Pero las crías jóvenes son exquisitas.

—¡Que el diablo te lleve! —dijo Yáñez, soltando una carcajada—. Pero a pesar de tanto asado de ratón te has quedado flaco como un faquir.

—No todos los días los comía, alteza —respondió el viejo—. Habían conocido al enemigo que los exterminaba a estacazos y huían hacia las bóvedas superiores de la cloaca, que son muy difíciles de recorrer por tener el piso en pendiente, y ¡qué pendiente! Algunas veces es preciso arrastrarse sobre el vientre para avanzar algunos pasos.

—¿Y cuándo invadieron esos desconocidos las alcantarillas?

—Hará cerca de un mes, alteza.

—¿Eran muchos?

—No he podido contarlos, porque una noche, mientras cazaba en una cloaca lateral, me dispararon dos tiros de pistola; y advierto que yo nunca llevo conmigo luz, porque veo como los gatos y los tigres.

—Bien se echa de ver por el brillo fosforescente de tus ojos, que tan pronto son negros como verdes. ¿Y desde entonces no osaste bajar más a las cloacas?

—No, alteza. Si le hieren a uno y cae en alguno de aquellos canales pútridos y fangosos, no se salva nunca y la muerte es horrible.

—¿Has espiado a esos hombres?

—Muchísimas noches.

—¿Qué crees que son?

—Parias.

—¿No has distinguido entre ellos a algún brahman fingido o verdadero?

El baniano soltó bruscamente el vaso de cerveza, que Kammamuri había vuelto a llenarle, y lanzó un grito de estupor.

—Sí —dijo—. Allí, entre ellos, iba un hombre que vestía como un brahman. No sé ni puedo explicar cómo un sacerdote se junta con esa canalla, de cuyo contacto huyen todos.

—¿Era joven o viejo? —intervino preguntando Tremal-Naik.

—Viejo —respondió el cazador de ratas—. Tiene la barba casi blanca.

—Pues no es el envenenador. El que aquí se me presentó era joven aún, como de unos treinta años —dijo Yáñez.

—Así era también el que volvió después —afirmó Tremal-Naik—. ¿No has visto acaso a otro brahman?

El viejo se pasó varias veces la mano por su ancha frente, y luego dijo, aunque con alguna vacilación:

—Sí, ciertamente; una noche me pareció ver a otro bajar a las cloacas.

—¿Sabrías reconocerlo?

—Señor, no lo sé. Pero quizá hallándome ante él podría decíroslo. Creo que no he olvidado completamente su tipo.

—¿Y era también este un brahman? —preguntó Yáñez.

—Por lo menos vestía como tal.

—¿Qué opinión has formado tú de esos hombres que viven entre tinieblas, ratas, miasmas y todo género de fiebres?

—Que no son conciudadanos vuestros —respondió el viejo—. Esa gente me ha arruinado; y ya no puedo volver a bajar a las cloacas para cazar una sola rata. ¡Por Visnú y Brahma! Disparan pistoletazos sin decir siquiera ¡allá va!

—¿Quieres pasar a nuestro servicio? —preguntó Yáñez—. Te daremos cincuenta rupias al mes.

—Me haré demasiado rico, alteza —contestó el baniano—. Yo no gasto más que dos rupias en todo ese tiempo.

—Podrás hacer ahorros. Come, bebe, déjanos tranquilos, y haz como si fueses sordo.

—Si queréis, alteza, me corto las orejas.

—No exijo tanto. Procura solamente olvidar cuanto oigas aquí dentro.

El baniano lo prometió así levantando sus manos y extendiendo la diestra. Después reanudó su harto interrumpido banquete, esgrimiendo bravamente sus dientes, como las ratas que cazaba.

Yáñez arrojó su cigarrillo, bebió un vaso de cerveza y, después, mirando a la princesa, le preguntó:

—¿Qué piensas tú de todo esto, mujercita mía? Tú estás al frente del carro del Estado, y hasta eres su timón, mientras que yo no soy más que uno de sus frenos.

—Digo que la cosa me parece grave —respondió Surama—. Debíamos hacer salir y aprisionar a esos hombres misteriosos.

—Tengo ya formado mi plan —dijo Yáñez, acariciándose la hermosa barba—. Mañana por la tarde, apenas se ponga el sol, yo, Tremal-Naik, Kammamuri y mis seis fidelísimos sikaris, vamos a explorar esas cloacas, pero precedidos por el baniano y por nuestros dos molosos del Tibet.

—¿Y por qué quieres ir tú? ¿No están ahí mis guardias nobles?

—Déjalos descansar. Nunca he tenido confianza en esos mercenarios, aunque sean muy valientes guerreros. Se dejan comprar con demasiada facilidad.

—¿Quieres que haga venir doscientos o trescientos montañeses de Shadia? Bien sabes la devoción que me tienen y cuánto es su valor.

—Como que sin ellos no habríamos podido destronar a ese loco de Shindia. Mas por ahora, déjalos también tranquilos: si las cosas se ponen peor, haremos venir a Khampur con dos o tres mil hombres, y al Tigre de la Malasia con sus tremendos piratas. Daremos mucho que hacer al expríncipe, si intenta reconquistar la corona.

—Tú tienes siempre la idea fija de que Shindia ha escapado de Calcuta. ¿No es cierto, señor?

—¿Pero qué hace tu Policía?

—Come, bebe, fuma, masca betel y duerme más de lo que puede, asegurando siempre que el Estado descansa sobre bases de granito, y que nadie lo amenaza.

—Yo me pondré al frente de tus policías y daré caza a esos hombres misteriosos.

—Mis bravos agentes recorrerían treinta o cuarenta metros en las cloacas, y después me vendrían a decir que el baniano ha soñado.

—No; iremos nosotros, sin estruendo, sin fuerte escolta; y verás como obtenemos buen resultado.

—Pero quizá, señor, te expongas a un grave peligro —dijo Surama—. ¿No has oído que dispararon dos tiros de pistola sobre el baniano?

—¿Y qué valen las pistolas contra nosotros? Somos gente habituada a la ronca música de los cañones y a los metrallazos de las espingardas. ¿No es verdad, Tremal-Naik?

—Sí, amigo —respondió el indostano—. Esas niñerías nada pueden contra nosotros.

—Pero también puede matar una bala de pistola si se la dispara en el momento oportuno —insistió Surama con angustia—. Pensadlo bien, señor.

—Lo que pienso es que durante más de veinte años he combatido bajo la roja bandera del Tigre de la Malasia, sin recibir jamás un arañazo. Y no escatimaba la metralla ni los barcos de James Brooke ni los cruceros ingleses. Bien se echa de ver que alguna buena divinidad me protege siempre que me lanzo a la batalla.

—Sin embargo, tengo miedo, señor.

—¿Miedo de esos miserables? Pronto sabremos de ellos, te lo aseguro; sobre todo si nos acompañan los dos molosos.

—Déjame ir ahora contigo.

Yáñez arrugó la frente.

—La soberana de Assam debe dormir en su palacio —dijo después—. Si durante mi ausencia sucediese todavía algo grave, ¿quién mandaría aquí?

—Ahí están los ministros.

—No son gente de guerra; y más les interesa el crecido sueldo que tú les has asignado, que todo lo demás.

—Quizá tengas razón, señor.

—Y, además, aquí está Soárez, nuestro hijo, que de un momento a otro puede correr un grave peligro.

—¿Quieres aterrarme, dueño mío?

—No; creo que nadie tendría osadía para entrar en nuestras habitaciones privadas. Me parece que están bien custodiadas.

—Haz como quieras.

Yáñez bebió otro vaso de cerveza, y volviéndose al cazador de ratas, que ya había terminado su cena, le preguntó:

—¿Conociste tú al rajá Shindia?

—Sí, alteza. Reinó inmediatamente antes que vos y la princesa, poniendo a dura prueba la paciencia de su pueblo con sus locuras.

—¿Y crees tú que ese malvado, que ha asesinado a tanta gente, podrá tener aún partidarios?

—Ha sido demasiado perverso para tenerlos. Si viviese su hermano, el que exterminó a todos sus deudos en un banquete, ¡quién sabe! Las rupias en la India hacen con frecuencia verdaderos milagros. He oído contar que tiene una fortuna fabulosa, puesta a salvo antes que le destronaran.

—También nosotros lo hemos oído —dijo Surama—, pero no lo hemos creído nunca; y yo pagaba al príncipe destronado mil rupias al mes.

—Señora —dijo el cazador de ratas—, yo he presenciado desde lo alto de una terraza la destrucción de todos vuestros parientes, y no sé por qué milagro habéis escapado vos a los tiros de carabina que aquel alcoholizado disparaba.

—¡Tú! —exclamó Surama con viva emoción.

—Sí, señora; porque entonces era criado del rajá.

—Cuéntanos esa escena espantosa —dijo Yáñez—. La conozco, pero prefiero oírla de tus labios.

—Al rajá se le había metido en la cabeza que todos sus parientes se habían coaligado para arrebatarle el trono. Sobre todo, odiaba a su hermano, ese Shindia, que salió tan malo como él, y a un tío suyo, jefe de una tribu de kotteros o guerreros, hombres valientes entre los más valientes y que muchas veces habían defendido las fronteras del Estado contra las correrías de los birmanos, haciendo sufrir tremendas derrotas a estos pueblos semisalvajes. Por esta razón gozaba de una gran popularidad en todo el Assam, y ello molestaba al rajá.

—Se llamaba Mahur, ¿verdad? —dijo la princesa, con triste gemido.

—Sí —respondió el cazador de ratas.

—Era mi padre.

—Ya lo sabía.

—Prosigue —dijo Yáñez.

—Había sobrevenido en Assam una gran escasez a causa de una larga sequía. Durante muchos meses no cayó una sola gota de agua, y el sol lo abrasaba todo en los campos.

»Los brahmanes y los gurús[30] aconsejaron al rajá que celebrase grandes funciones religiosas para aplacar la ira de los dioses.

»El malvado esperaba sólo una ocasión propicia para exterminar a todos sus parientes.

»Celebráronse fiestas magníficas que el pueblo debe de recordar aún, lo mismo que yo. Después, en el patio mayor de este palacio se preparó un gran banquete, al cual habían sido invitados los parientes del rajá que vivían esparcidos por las diversas provincias del reino.

»El primero que llegó fue el héroe de las fronteras birmanas, el cual venía con su esposa, dos hijos varones y una niña.

—Era yo —dijo Surama, por cuyas pupilas pasó un húmedo relámpago.

—Todos los parientes fueron recibidos con grandes honores y agasajos, y alojados aquí. ¿Lo recordáis, señora?

—Sí —respondió Surama.

—A punto estaba de terminar el banquete, cuando el rajá, que había bebido una cantidad enorme de licores, desapareció con sus ministros, para aparecer poco después en una terraza, armado de carabina.

»Hizo un disparo, y el jefe de los kotteros fue el primero en caer, con la cabeza atravesada por un balazo.

»No había cesado aún el estupor producido por este asesinato, que a todos los invitados parecía inexplicable, cuando resonó un segundo disparo, y otro invitado se desplomó sobre la mesa, manchando los manteles con sangre y masa encefálica. El rajá parecía un demonio. Tenía los ojos desorbitados y llameantes como los de una pantera, las facciones espantosamente torcidas, y reía a carcajadas el malvado.

»Alrededor de él, sus ministros se hallaban prontos a renovarle las carabinas, y servirle nuevos licores para excitarle más y más.

»Los infelices invitados, hombres, mujeres y niños, habían echado a correr por el patio buscando en vano una salida, mientras el rajá, aullando como una fiera o como un loco, continuaba sus disparos, haciendo sin cesar nuevas víctimas.

»La matanza duró una media hora; sólo dos escaparon milagrosamente del exterminio: el hermano del rajá y vuestra esposa.

»Treinta y siete eran los parientes del príncipe, y treinta y cinco cayeron para no levantarse más, entre ellos muchos niños y mujeres.

—¡Oh! ¡Cómo recuerdo aquella trágica escena! —dijo Surama—. Aquel día perdí a mi padre, a mi madre y a dos hermanos.

—¿Y después? —preguntó Yáñez.

—Shindia, el joven hermano del rajá, había sido objeto de tres disparos, ninguno de los cuales hizo blanco, porque no había cesado de dar verdaderos saltos de tigre, haciendo casi imposible la puntería, y más para un hombre entonces ya completamente borracho. Preso de un loco terror, le había gritado muchas veces a su hermano: «¡Hazme gracia de la vida, y abandonaré para siempre Assam! ¡Soy hijo de tu padre; no tienes derecho a asesinarme!». El rajá continuaba riendo a carcajadas, y amenazándole con otra carabina; pero después, tocado quizá de un tardío arrepentimiento, gritó al desgraciado, que seguía dando saltos desesperados:

—Si es cierto que abandonarás para siempre mis dominios, te concedo la vida; pero con una condición.

»—Estoy dispuesto a aceptar todas las que quieras —respondió al punto Shindia.

»—Yo tiraré al aire una rupia, y si la agujereas de un balazo, te dejaré partir para Bengala, sin hacerte daño alguno.

»—Acepto.

»—Pero te advierto —aulló el rajá— que si yerras el tiro, sufrirás la misma suerte que los otros.

»—¡Tira la moneda! —gritó Shindia.

»Se le entregó una carabina, y en seguida el rajá arrojó al aire una rupia. Se oyó al punto un disparo; pero no fue agujereada la moneda, sino el pecho del tirano. El joven príncipe había vuelto rápidamente el arma contra su hermano y con su admirable puntería le había metido una bala en el corazón. Inmediatamente, los ministros y oficiales se apresuraron a bajar al patio, enrojecido con tanta sangre, y se postraron ante el príncipe, jurándole fidelidad. ¿Lo recordáis, señora?

—Sí; como también recuerdo que aquel nuevo monstruo, en vez de permitirme regresar a mis montañas, entre mis fieles kotteros, me hizo prender al punto, para venderme después secretamente a una banda de thugs que recorrían el Assam —dijo la princesa—, entre los cuales quizá me hallaría aún a no haber sido por ti, esposo mío.

—Todo concluyó bien —dijo Yáñez—. Te arrebaté a los estranguladores, te traje aquí y emprendí resueltamente la lucha con Shindia, a quien ya empezaba el pueblo a aborrecer por su crueldad, y con la ayuda de los tigres de Mompracem y de tus fieles montañeses, te di la mitad de la corona, pues creo que dejarás otra mitad brillar sobre mi frente.

—¡Toda es tuya, dueño mío! —exclamó Surama, estrechando entre sus brazos las vigorosas espaldas del portugués.

—Es verdad que nunca me he ocupado de los asuntos del Estado. Prefiero irme a cazar tigres y elefantes. ¡Hete aquí a Yáñez gran príncipe supremo! Soy ya marajá y demasiado tengo con ese título, que me obliga, siempre que salgo de aquí, a saludar a cincuenta o sesenta mil personas. La corona entera la recogerá nuestro pequeñín, si es que el diablo no lo impide; pues como te he dicho antes, parece que no anda muy bien el carro del Gobierno. En fin, allá veremos. Tú tienes a tus fidelísimos kotteros; yo tendré de nuevo conmigo a los tigres de Mompracem, dispuestos siempre a acudir a mi primera llamada con su invencible Sandokán; y si es verdad que Shindia se ha escapado, e intenta reconquistar el trono, yo le aseguro que habrá de manejar los dientes y las uñas como una bestia fiera.

Sacó de un bolsillo un reloj y miró la hora.

—¡Por Júpiter! —exclamó—. Ya es la medianoche. ¡Qué pronto se pasa el tiempo conspirando!, porque ahora tenemos algo de conspiradores. Kammamuri, conduce al baniano a un aposento, dale un traje nuevo, pero ponle también dos centinelas.

—¡Alteza! —exclamó el viejo—. ¿Dudáis de mí?

—Nada de eso; no hago sino tomar las precauciones necesarias. Comprende que aquí se envenena demasiado.

—¡Tenéis razón, alteza!

—Después harás que el tesorero de la princesa le dé cincuenta rupias.

—Son demasiadas, señor; ya os lo he dicho.

—Ponías en sitio seguro para cuando ya no puedas cazar ratas.

—¿Hasta mañana por la tarde? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí; apenas se ponga el sol. Lleva linternas y no te olvides de los dos perros del Tibet.

—Mira lo que haces, señor —dijo Surama.

—Espero pasar una gran noche —respondió Yáñez—. ¡Una caza de hombres bajo tierra, entre aguas pútridas y legiones de ratas! Debe de ser muy interesante. Además es absolutamente preciso descubrir a estos envenenadores. Verás cómo nos dejan tranquilos cuando hayamos cortado el cuello a quince o veinte.

Púsose en pie.

Tremal-Naik y Kammamuri salieron en seguida, llevando consigo al viejo baniano, aunque estuviesen bien seguros de su fidelidad.

Yáñez bebió el último vaso de cerveza, y se retiró en compañía de la princesa a sus habitaciones particulares, cuyas puertas estaban atrancadas y custodiadas por guardias nobles armados hasta los dientes.