2. El veneno del «Bis Cobra»

Disparaban los sikaris fríamente, como viejos cazadores, lanzando sus balas cónicas en todas direcciones, pues el ataque se había hecho envolvente. Pero los terribles animales, poseídos por el demonio de la venganza, no habían interrumpido su espantosa embestida.

Tres veces pasaron en desenfrenada carrera alrededor del carro, dejándose siempre detrás muertos o moribundos, pues Yáñez y Kammamuri, que eran viejos cazadores, no erraban jamás un tiro.

Aún quedaban cuarenta, y quizá más, y todos de mucha corpulencia. El choque fue tan formidable, que el carro, a pesar de su mole y de tener las altas ruedas hundidas en el blando suelo de la selva, retrocedió con un crujido espantoso.

Diez o doce búfalos yacían ya por el suelo, unos muertos y otros gravemente heridos por aquellas balas revestidas de ramas, cuando de súbito sonó un bramido formidable en los límites del claro.

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—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, matando de un pistoletazo a un viejo toro que había encajado sus cuernos en las maderas tan profundamente que no podía desasirse—. ¿Se ha vuelto loco ese animal? ¿O es que le pesa tener sus tripas dentro del vientre? ¿Qué hace el cornac? ¡Por júpiter!… No sé qué vamos a hacer, si también el elefante se deja despanzurrar. ¿Quién arrastrará este castillo hasta nuestra capital?

Así hablaba, pero disparando a un tiempo, ya con las gruesas carabinas de caza, ya con las pistolas, y maldiciendo terriblemente a aquellas testarudas bestias del bosque.

—No, señor Yáñez —dijo Kammamuri, levantando la carabina humeante con que acababa de derribar un búfalo—. Por segunda vez acude Sahur en vuestro auxilio. ¡Oh! ¡Qué inteligencia tienen nuestros elefantes! Mirad; el cornac lo guía como si fuese un corderillo.

En aquel momento salía Sahur de la espesura, pero no parecía ciertamente un corderillo. También él se lanzaba a la lucha con la trompa enhiesta, amenazadores los colmillos, haciendo resonar un verdadero clarín de guerra.

El cornac lo excitaba siempre diciéndole:

—¡Adelante, hijo de Visnú! ¡Animo, terror de los bosques! ¡Mata, destruye y extermina para salvar a tus dueños!

Y el elefante respondía con otros ataques a los ataques de los búfalos, lanzándolos siempre por los aires, para patearlos después rabiosamente bajo sus grandes patas, haciendo crujir los huesos.

—¡Rayos de Júpiter! —exclamó Yáñez, que apenas había tenido que disparar ahora dos tiros de pistola—. ¡Este elefante es realmente maravilloso! ¡Bien por Sahur!

El elefante, como si hubiese conocido la voz de su señor, se arrojó en medio de los búfalos agrupados inútilmente alrededor del carro, y esgrimió su trompa con vigor extremado.

Rompía costillas, despanzurraba gibas, aplastaba cabezas, sirviéndose también, de cuando en cuando, de sus larguísimos y bien afilados colmillos para clavar contra el suelo a algún adversario que amenazaba hundirle los cuernos en el vientre.

—¡Animo, Sahur! —gritaba el cornac, sosteniéndose detrás de las enormes orejas del coloso—. ¡Mata, destruye como Brahma, Sivah y Visnú! Pero guárdate de los cuernos, corderito mío.

El elefante, enardecido también por los gritos de los sikaris, que conocía muy bien, y un poco borracho por el olor de la pólvora, pues los disparos continuaban desde el carro haciendo gran estrago entre los búfalos, aumentaba más y más en cólera, Embestía y volvía a embestir a la desesperada, esgrimiendo siempre su trompa, que caía sobre los robustos lomos de los búfalos con fragor de tiros de espingarda.

Los testarudos hijos de las húmedas selvas, más que diezmados por el fuego de las carabinas y pistolas, y por los tremendos golpes de la trompa, intentaron un nuevo ataque desesperado, y al cabo volvieron grupas y huyeron, internándose en la espesura.

Quince o dieciséis de ellos habían quedado sobre el terreno. Otros tres o cuatro estaban expirando, mugiendo desesperadamente y tirando coces.

—¡Hemos terminado! —exclamó Yáñez, después de disparar por última vez la carabina sobre la manada fugitiva y ya del todo desorganizada—. ¡Buenas municiones hemos gastado para dar de comer a los tigres y a los chacales!

—¿Cómo, señor? —preguntó Kammamuri—. ¿No haréis por lo menos cortar la lengua a los muertos? Bien sabéis que son exquisitas.

—Tengo prisa por regresar a la capital.

—Al menos algunas lenguas, para demostrar que hemos matado realmente a estos búfalos, ante los cuales tanto pavor sienten aun los más audaces cazadores.

—Te concedo un cuarto de hora, el tiempo necesario para enganchar a Sahur al carro. Sírvete de los sikaris, y hazlo pronto.

Los siete hombres saltaron a tierra, armados de hachas y cuchillos, mientras Yáñez ofrecía al elefante un puñado de terrones de azúcar.

—¿Sabes, cornac —dijo—, que tenemos un elefante maravilloso? No creía yo que estos coomareahs fuesen tan capaces de atacar a los bisontes. Un merghee no se habría, ciertamente, atrevido.

—Así lo creo yo también, alteza —respondió el indostano, acariciando al coloso, al cual continuaba Yáñez dándole azúcar y panecillos con manteca—. Tengo para mí que es este el mejor elefante que poseemos.

—Basta; engancha y regresemos a escape a la capital. Tengo mucha prisa, cornac.

—Sahur estará pronto dispuesto, y correrá como un caballo.

—A tierra, pues, y examina primero las cadenas del tiro, porque el carro es pesadísimo.

—Dentro de cinco minutos estaremos andando, alteza.

Yáñez se apartó del carro y se reunió con Kammamuri y los sikaris. Estos trabajaban con gran vigor, y cortando y destrozando, habían ya puesto aparte quince o dieciséis lenguas de dimensiones extraordinarias y que prometían bocados exquisitos.

—Guardaré una para mí, Kammamuri, para la cena de esta noche; pero sólo tú te has de encargar de aderezarla.

—¡Oh!… ¿Habéis ya renunciado a los huevos, señor Yáñez? —dijo el maharato con acento un tanto burlón.

—Comenzaré mañana —respondió con gran seriedad Yáñez—. Dejad ya a los búfalos.

—Es lástima dejar toda esta carne a los chacales. Esta noche acudirán centenares, y mañana no habrán dejado más que los huesos.

—No tenemos tiempo para más, mi bravo Kammamuri. Partamos en seguida.

Sahur estaba ya enganchado al poderoso carro por medio de robustas cadenas, y comenzaba a dar señales de impaciencia, resoplando ruidosamente y golpeando una y otra vez el suelo con sus enormes patas.

—¿Estamos listos, cornac? —preguntó Yáñez.

—Cuando queráis, alteza.

Los sikaris y Kammamuri subieron al vehículo, llevando las lenguas de los búfalos, que amontonaron en un ángulo, cubriéndolas con un trozo de tela, para preservarlas de las moscas, que en los bosques indostánicos son muy grandes y voracísimas.

Después, y mientras Yáñez encendía su inseparable cigarrillo, el elefante, a un grito de su conductor, recogió todas sus fuerzas y dio un tirón violento que hizo poner en tensión las cadenas.

El enorme carro, que tenía sus cuatro ruedas medio hundidas en la tierra blanda y esponjosa, permaneció inmóvil un momento; pero al tercer empujón del bravo elefante saltó como si hubiese sido arrancado, y se puso en camino a través del espeso bosque, que comenzaba a oscurecerse por la cercana puesta del sol.

—No creí que íbamos a detenernos tanto —dijo Yáñez, que continuaba fumando sentado sobre una caja llena de víveres y botellas—. Y, sin embargo, salimos muy de mañana. ¿No es verdad, Kammamuri?

—Apenas se veía, alteza.

—¡Que el diablo se lleve en sus infernales alforjas a ti y a todas las altezas que reinan en la India!

—No soy aún muy viejo, señor Yáñez —dijo, riendo, el maharato—. Antes de irme al otro mundo quisiera volver a ver los bosques de Sunderbund y la isla de Mompracem.

—¿Y qué vas a buscar en el Sunderbund? A los thugs los hemos exterminado.

—¡Hum! —exclamó el maharato—. Muchos hemos cogido en las galerías subterráneas, que no habrán vuelto a cobijar a ninguno. Pero que los hayamos destruido a todos, no lo aseguraré.

—¡Cuerpo de Júpiter! —exclamó el portugués, arrojando el cigarrillo para encender en seguida otro—. Me estás metiendo el corazón en un puño.

—Explicaos.

—¿Quieres, acaso, decir que Shindia ha ido a buscar apoyo en los estranguladores?

—Todo es posible en este país, señor Yáñez —dijo Kammamuri, que se mostraba asaz preocupado.

El príncipe permaneció un momento en silencio, fumando con mayor furia; después dijo:

—No lo creo. Aquí se trata de envenenamientos y no de estrangulaciones. Los thugs no deben de intervenir para nada en este asunto; y, además, están ahora dispersos, y los persigue la policía inglesa como a perros rabiosos, fusilándolos sin proceso. Los que aquí intervienen son los dacoitas, estoy seguro. Tú, que eres de la India, dime algo acerca de quiénes son estos personajes.

—Parecidos a los thugs, señor Yáñez —respondió Kammamuri—. Y quizá sean aún más peligrosos.

—Serán una canalla…

—¡Y qué canalla! Constituyen verdaderas bandas de ladrones y bandidos, astutos, audacísimos y más listos que el cobra capelo en envenenar a sus víctimas. Operan principalmente en el Bundelkund[1]; pero no me sorprendería que un grupo de esos bandidos se hubiese puesto a sueldo de Shindia.

—¡Shindia! —exclamó Yáñez, tirando el segundo cigarrillo y arrugando la frente—. Tú, pues, ¿crees que ha huido del manicomio de Calcuta, donde Surama le había instalado con un lujo más que principesco? ¿Querrá reconquistar su imperio? ¡Ah! No soy hombre para dejar caer la corona que brilla en la hermosa frente de mi esposa.

—¡Por la muerte de Visnú!… ¿No hemos recobrado a Mompracem, a pesar de todos los cruceros ingleses? Por eso debíais llamar, señor Yáñez, a nuestra corte una cincuentena de aquellos tremendos e incorruptibles malayos.

—¿Y por qué no los hemos de traer? —dijo Yáñez, que se había quedado pensativo—. Entre Calcuta y Labuán hay hoy un buen cable submarino. Un despacho tardará lo más una hora; los malayos apenas tardarán en llegar aquí quince días, pues ahora Sandokán, aunque conserve sus paraos, ha dado la preferencia al vapor. ¡Por Júpiter! Estoy más inquieto de lo que tú imaginas. ¡Los dacoitas en mi imperio! ¡A todos los que coja los haré fusilar! ¿Fusilarlos?… ¡Tampoco! Los haré poner a la boca de los cañones y lanzaré por los aires los pedazos de su carne mezclados con sus huesos.

—¡Señor Yáñez, os volvéis feroz, como el Tigre de la Malasia!…

—Debo defender a mi mujer y a mi hijo —respondió el portugués con voz grave—. No escatimaré castigo alguno contra los envenenadores. ¡Tres ministros en un mes!… ¡Rayos de Júpiter, son demasiados! ¿Cómo estoy yo aún vivo?

—No os han envenenado, porque les inspiráis mucho terror; y, además, sabéis que Tremal-Naik vigila cuidadosamente.

—Un poco de veneno de cobra capelo dejado caer en una botella o heladora, sería más que suficiente para quitarme para siempre el vicio de fumar. ¡Por Júpiter! Quiero descubrir por completo este misterio. Si son los dacoitas, que obran por cuenta de Shindia, no tendrán cuartel. Gastaremos la pólvora en destrozar cuerpos humanos indignos de vivir. Primero, los thugs; ahora, los dacoitas. ¡No es mala guerra! Esto me divertirá más que la caza de búfalos y tigres. Cornac, si puedes, apresura el paso.

—Bien, alteza. Ya aguijoneo a Sahur. Pero la selva es muy espesa y el carro demasiado grande. El primer camino se ha perdido; mejor dicho, lo han borrado los jungli-kudgias.

—Los bisontes, querrás decir.

—Sí, alteza.

—Llegaremos a la ciudad ya de noche.

—Apenas salgamos del bosque, haré lo posible para llevar a Sahur, si no a la carrera, por lo menos a buen paso —respondió el cornac.

El enorme carro avanzaba crujiendo y oscilando como una nave embestida por fuertes olas. Al violento empuje del elefante, constreñido a abrirse un nuevo camino a través de la espesa vegetación, los maderos, aunque bien clavados, amenazaban desunirse y dar al traste con todo aquel castillo rodante.

Anochecía rápidamente bajo el boscaje, y hasta allá arriba, en la inmensa cúpula de hojas, la luz iba extinguiéndose.

Los vampiros, tan numerosos en la India y especialmente en el Estado de Assam, salían a bandadas de los huecos troncos que les servían de asilo durante el día, y volaban alrededor del carro, desplegando sus grandes alas, que medían más de un metro.

Al bosque de taras y platanares sucedió bien pronto otro bosque magnífico, por donde el elefante parecía avanzar sin grandes esfuerzos. Estaba formado todo de palash[17], plantas que no crecen, superpuestas las unas a las otras, aunque sus tallos nudosos, coronados por una especie de pabellón de aterciopeladas hojas, estén siempre unidos entre sí por madejas de bejucos, que pueden fácilmente desbaratar un golpe de trompa.

Sahur se lanzó en una carrera desenfrenada, amenazando destrozar el carro, de manera que el cornac se vio obligado a moderar su ímpetu para que no sucediese alguna desgracia al príncipe y a sus cazadores, que saltaban botando sobre sus blandos colchones.

Dejada también atrás la selva de palash, apareció una vasta llanura, donde se erguían gigantescos kalam[18], de más de quince pies de altura, y en medio de la cual volaban bandadas de magníficos pavones, aves que todos respetaban por representar para los indostanos a la diosa Sarasvati, que preside los nacimientos y matrimonios.

Al final de aquella llanura, cubierta casi toda de maleza, y con poquísimas huertas y plantaciones de senapa[19], apareció, a la luz del crepúsculo, Gahuati, capital del Estado de Assam, que encerraba dentro de sus viejas murallas más de trescientas mil almas.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Yáñez, respirando con fuerza—. Ahora, cornac, puedes aguijonear al elefante, que, aunque pase por terrenos cultivados, ya pagaré los daños a los pobres agricultores.

—Puede romperse el carro, alteza —respondió el conductor.

—No te preocupes por eso. Caeremos en los colchones.

Carro y elefante partieron con un fragor infernal, abriendo un inmenso surco entre las altísimas hierbas; y al cabo de media hora, y sin haber causado grandes daños en ningún terreno cultivado, penetraron en la capital por una de sus veinte puertas.

Un destacamento de soldados, vestidos con el pintoresco traje de los cipayos[20], todo resplandeciente de plata, presentó armas a Yáñez, que respondió afablemente con un «buenas noches, muchachos».

En seguida fueron sacados de una casamata ocho caballos enjaezados a la turca, con los estribos cortos y las gualdrapas flamantes.

Yáñez y sus hombres abandonaron el carro, montaron a caballo y partieron a todo galope, gritando a sus cabalgaduras: «¡Vivo, vivo!».

Las calles estaban aún iluminadas, pues la rhani o princesa de Assam había regalado a sus súbditos una especie de alumbrado nocturno formado por melancólicos y pintorescos farolillos chinos.

Al paso del príncipe, todos se hacían a un lado, saludándole respetuosamente, de manera que en menos de cinco minutos llegó el grupo de jinetes ante el palacio real, un edificio todo de mármol, de dimensiones gigantescas, y con cúpulas, terrazas y vastísimos parques.

Yáñez saltó ágilmente a tierra y subió a toda prisa la escalinata, seguido de Kammamuri.

Al primero que vio fue a Bindar, el valeroso jinete, que con sus evoluciones divirtió la atención de los búfalos y los alejó por un momento del carro.

Sin duda se había salvado milagrosamente de aquel grave peligro, pues no presentaba herida alguna.

Detrás de él aparecieron al punto tres indostaneses de larguísimas barbas blancas, con gigantescos turbantes y anchas túnicas de seda, que llegaban hasta sus botas de punta retorcida.

Todos iban armados de un tarwar, cuya empuñadura de oro estaba maravillosamente cincelada.

Eran los tres ministros que empuñaban las riendas del Gobierno. Yáñez, sin responder a sus cortesías, se acercó al más anciano, preguntándole de pronto con voz un poco alterada:

—Veamos, Bharawi. ¿Conque se ha cometido un nuevo crimen?

—Sí, alteza; tu primer ministro ha sido envenenado.

—¿Dónde se esconden esos envenenadores? ¡Por Júpiter!, un día u otro nos envenenarán también a nosotros. ¿Y mi mujer y mi hijo?

—Están perfectamente, alteza.

—He temblado por ellos. ¿Dónde está el muerto? Veamos si se puede descubrir de qué modo lo han envenenado.

—El muerto está en la sala de las esmeraldas.

—Vamos, pues, allá, y no dejéis entrar a ninguno fuera de Kammamuri y Bindar, que son fieles a toda prueba.

Atravesaron un inmenso patio, circundado de arcos moriscos, y entraron en un vasto salón, cuyas paredes de mármol verde resplandecían como enormes esmeraldas.

En medio y sobre un lecho bajo, cubierto por una fina colcha de seda azul, yacía un hombre muy viejo.

Su semblante estaba espantosamente alterado. Sus ojos grises, como los de un viejo tigre, parecía que iban a saltar de un momento a otro de las órbitas.

La boca, torcida por el último espasmo, dejaba ver los dientes ennegrecidos por el largo uso del betel[21].

—Basta mirar a este hombre para comprender que ha sido envenenado —dijo Yáñez enjugándose con un pañuelillo de seda las gotas de frío sudor que corrían por su frente.

—¿Qué ha bebido?

Bharawi se acercó a un pequeño mueble de forma semejante a un pavón, y, cogiendo una botella y un vaso de cristal limpísimo, alargó una y otro al príncipe.

En la botella, que olía fuertemente a naranja, quedaban aún como tres dedos de agua enrojecida por un tinte viscoso.

Yáñez la olió desde lejos; después, sacudiendo la cabeza, murmuró para sí: «Manejan muy hábilmente los venenos estos indostanos para descubrir en seguida este negocio». Tomó una silla, encendió el cigarrillo que había dejado apagar, y dijo a Bharawi:

—Ahora cuéntamelo todo.

—Tú sabes, alteza, que hace tres días se presentó aquí un brahman[22] a solicitar una gracia.

—¡Vaya si me acuerdo, por Júpiter! —respondió Yáñez—. Quería que se le adjudicase una mina de diamantes sin pagarme una rupia; esa era la gracia. Era un descarado ladrón, y le mandé en hora buena a hacer oración a su pagoda. Ahora, prosigue.

—Esta mañana —continuó el viejo ministro—, tres horas después de que tú partieras, volvió a presentarse insistiendo en hablar con tu primer ministro, que estaba a la sazón reposando en este lecho.

—¿También venía por el negocio de la mina?

—No se sabe, porque el ministro y el brahman se quedaron completamente solos.

—Eso ha sido una grande imprudencia, señores míos.

—Es verdad, alteza; una imprudencia que le ha costado la vida.

Yáñez se levantó, arrojando con un movimiento rabioso el cigarrillo, y se puso a pasear por la ancha sala con las manos metidas en los bolsillos.

Mostrábase asaz preocupado y aun abatido, pero tenía valor y sangre fría para repartir entre todos sus súbditos.

Se acercó a la botella, volvió a olería y no percibió más que un ligero olor acre muy atenuado por el de naranja.

—¿Qué veneno crees tú que es este, Bharawi? Tú eres de la India, más viejo que yo, y sabrás más.

—Yo creo, señor, que dentro de esta botella han dejado caer algunas gotas del veneno del bis cobra.

—¿Ningún hombre podría resistirlo?

—Ninguno, alteza. El veneno destilado del bis es veinte veces más activo que el del cobra capelo.

—¿Es verdad, Kammamuri? —preguntó Yáñez al maharato—. Tú fuiste hace tiempo un famoso cazador de reptiles de la terrible Selva Negra, infestada por los thugs de Raimangal.

—Es certísimo, señor. Ese gran lagarto es mucho más venenoso que las serpientes y que todas las cobras. No se ha podido descubrir remedio alguno contra su veneno.

—¿Mataste tú alguno de estos lagartos?

—A centenares, señor. Mi patrón y yo hacíamos en ellos verdaderos estragos.

—¿Crees que de sus dientes se puede extraer el veneno?

—Fácilmente, señor.

—¿De qué color es ese veneno?

—Es de color diáfano, parecido al de la madreperla.

—¿Probaste alguna vez a mezclarlo con un poco de agua?

—Nunca, señor. Teníamos entonces demasiadas ocupaciones en la Selva Negra para entretenernos con tales experimentos.

—¡Cuerpo de todos los rayos de Júpiter! —exclamó Yáñez, reanudando sus paseos con más furor que antes, para no detenerse sino algún momento bajo las cuatro gigantescas lámparas chinas que proyectaban una luz dulcísima semejante a la de la luna.

Ardía en cólera el valiente portugués, y no teniendo con quién desfogarse, la emprendía con su centésimo cigarrillo.

Al cabo de un rato, se volvió hacia el viejo ministro y le preguntó:

—¿Y crees tú que ese sujeto era realmente un sacerdote brahman?

—Yo no lo sé, pero tengo mis dudas, alteza —respondió Bharawi—. Su rostro no me pareció el de un hombre perteneciente a la alta casta de la India.

—¿Dónde está Tremal-Naik?

—Salió media hora después de descubrirse el crimen, en compañía de Timul, el famoso rastreador.

—¿Han encontrado, pues, alguna pista?

—Así parece. El Tigrecillo de Borneo no habría abandonado el palacio, a no haber tenido gravísimos motivos.

—¡Quién sabe!… Si lleva consigo a Timul, podemos tener alguna esperanza. Ese jovencillo, cuando encuentra una pista, no la pierde jamás, y sabe volver a hallarla aun en medio de un camino polvoriento y de la espesa selva. ¿Qué pensáis vosotros de este nuevo crimen?

—Poco bueno —respondió Bharawi por todos.

—Mañana o dentro de ocho días podría sucedemos a nosotros también lo mismo.

—Vuestros misteriosos enemigos han emprendido una lucha a muerte con vuestros ministros.

—¿Quiénes son esos enemigos? Querría saberlo.

—Hemos lanzado toda nuestra policía por las calles de la ciudad.

—¿Y no ha regresado todavía nadie?

—No, alteza.

—Haced guardia al cadáver y, si sucede algo, venidme a avisar al punto a mi gabinete. Esta noche yo no dormiré.

—¿Queréis dar caza al asesino, señor? —preguntó Kammamuri.

—Esperemos primero a que regrese Tremal-Naik. Quédate tú también aquí de guardia, y si ese brahman vuelve, agárralo por el cuello y tráemelo de cualquier manera, aunque sea medio estrangulado.

—¡Hum!… Dudo que se deje ver, señor —respondió el maharato moviendo la cabeza.

—Te engañas, amigo. Los asesinos sienten casi siempre una imperiosa necesidad de volver a ver el sitio donde cometieron su crimen.

Yáñez dio a sus tres ministros las buenas noches, y salió de la estancia precedido de dos mussalchi[23] o criados, que llevaban linternas monumentales.

Atravesó varias galerías, todas resplandecientes de armas dispuestas en grandes grupos muy artísticos, después otras salas inmensas, débilmente iluminadas, y se detuvo delante de una puerta, diciendo a los portadores de las linternas:

—Retiraos. No tengo ya necesidad de vosotros.

Los dos mussalchi hicieron una profunda reverencia, tocando casi con sus frentes las brillantes y bien pulidas baldosas, y Yáñez, haciendo girar bruscamente el picaporte, penetró en un elegante saloncito, a lo largo de cuyas paredes, cubiertas de seda azul, había numerosos divanes, e iluminado por una lámpara que esparcía en torno de sí como una luz lunar.

Se acercó a otra puerta, en cuyo umbral se hallaba colgado un gong, especie de instrumento musical usado por los asiáticos, tomó un martíllito de madera e hizo resonar tres veces el instrumento, que produjo un fragor infernal.

Un momento después, se abrió casi violentamente la gruesa puerta, y apareció la rhani, su mujer, presa de vivísima agitación, gritando:

—¡Oh, esposo de mi alma! ¡He temblado por ti!

La princesa de Assam era una espléndida mujer, que apenas contaba veinticinco años, de piel ligeramente bronceada, de facciones dulces y finas, ojos profundos y negrísimos, y cabellos aún más negros, muy abundantes, y entretejidos con rojas flores de mussenda[24], y con sartas de perlas de los bancos de Manahar.

Yáñez abrió sus robustos brazos y estrechó contra su pecho a la hermosísima princesa.

—¡Oh, dueño mío! —exclamó Surama, dejándose casi llevar hasta una otomana de poca altura, toda resplandeciente de oro y con grandes bordados almohadones de varios colores.

—Cuando tú, virgencita mía, me ves coger el fusil, te pones inquieta —dijo Yáñez riendo—. Pero nunca voy solo y, además, bien sabes que los tigres más feroces, aun los solitarios, no han tenido jamás buena suerte conmigo.

—Descuidas, dueño mío, los asuntos de nuestro Estado.

—¿No ves que tenemos ministros que devoran mil rupias al año para dejarse después envenenar estúpidamente? Y además, bien sabes que tengo la sangre ardiente como los tigres de la Malasia. ¿Y Soárez?

—Está durmiendo.

—¿Quién lo vela?

—Su ama. La puerta de su habitación está atrancada, y por fuera hacen centinela dos guardias nobles con dos molosos del Tibet. Nadie osará acercarse.

—Lo creo. Esos perros del Tibet son tan fuertes que espantan hasta a los osos. Vamos a ver a nuestro hijo.

—No hagas ruido; duerme.

—Descuida, que le dejaré dormir tranquilo —respondió Yáñez.

Levantáronse, continuando casi abrazados, y abrieron la puerta, oculta, en parte, por una cortina de pesado brocado.

Halláronse en una estancia apenas iluminada, con las paredes cubiertas de seda blanca y el pavimento de ricos tapices de delicadas tintas, originarios de Cachemira, y con divanes que la rodeaban en todo su ámbito.

En el medio, en un cama de hilo de plata, de forma parecida a un pez, y cubierto por una levísima muselina, dormía el hijo de los soberanos de Assam.

Yáñez alzó la muselina y contempló al niño, que dormía plácidamente con un brazo extendido como si empuñase algún arma.

No tenía más que dos años, pero estaba ya muy desarrollado para su edad. Su piel era ligeramente traslúcida, con los reflejos de madreperla que suelen hallarse en los semblantes de los criollos americanos de Cuba y Puerto Rico, a causa del cruzamiento de la sangre.

Sus cabellos eran negrísimos, como los de su madre, todos anillados y ya muy largos.

—Diríase que sueña en futuras batallas —dijo Yáñez, dejando caer blandamente la muselina.

Su manecita temblaba como si empuñase una carabina.

—Tu hijo, dueño mío, llegará a ser algún día un gran guerrero —dijo Surama—. Nosotros no sabremos domar los ímpetus de su sangre.

—Se lo mandaremos a Sandokán, si este valiente vive todavía. ¡Hasta los tigres de la Malasia envejecen! —dijo Yáñez con un suspiro.

—Ese vivirá cien años.

—Dios te oiga, Surama.

Ciñó con un brazo su delgado talle y la condujo a su despacho. Habíase tomado muy serio.

—¿Sabes, mujercita mía, que nuestro Estado comienza a caminar mal? Alguna rueda tiene dañada, que es preciso arreglar muy pronto, o moriremos todos envenenados.

—Estoy aterrada, Yáñez; no dejo nunca de temblar por ti y por nuestro hijo.

—Y yo por ti, Surama. Ahora es a nuestros ministros a los que se les manda a pasear por ese paraíso de donde no se vuelve nunca; pero mañana, o dentro de un mes, ¿no nos tocará la vez a nosotros? Estos crímenes me han impresionado hondamente.

—Y, sin embargo, el pueblo nos ama, Yáñez.

—No te digo lo contrario, pero el pueblo nada tiene que ver con esos misteriosos envenenadores.

—Tú tienes una sospecha, señor. Lo leo en tus ojos.

—Sí; sospecho que Shindia ha huido de Calcuta después de haber recobrado la razón, y ahora intenta, a su vez, arrebatamos la corona.

—También ese nombre ha acudido muchas veces a mis labios. Shindia debe de ser tan pérfido como su hermano, el que, por divertirse, fusilaba a sus parientes.

—¿Y qué me aconsejas hacer?

—Manda a Kammamuri a Calcuta a averiguar si Shindia se encuentra allí todavía o si se ha escapado.

—Bien; y demás, le daré otro encargo —dijo Yáñez, que se había levantado bruscamente y comenzado a pasear por la estancia—. Le haré expedir un despacho cifrado a Labuán, para que acudan aquí, cuanto antes, Sandokán y sus invencibles guerreros. Con ellos y con los montañeses de Shadia, que siempre te son fidelísimos, obligaremos a tascar el freno a ese loco sanguinario.

—¿Quieres hacer venir a Sandokán?

—Creo que es necesario, mujercita mía. Nuestro trono se bambolea demasiado. Dentro de veinticinco días los tigres de Mompracem podrán estar aquí con su jefe.

—¿Pero vendrá Sandokán?

—¿Y qué quieres que haga en Mompracem, ahora que allí está todo tranquilo? Debe de aburrirse mortalmente. Bien sabes que ese hombre no vive más que para esgrimir sus brazos y disparar carabinas y pistolas. Zarpará en seguida en un pequeño crucero, que atravesará el océano Indico a todo vapor.

En aquel momento llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Yáñez, sin dejar de poner instintivamente su mano en la pistola que llevaba atravesada en el cinturón.

—Soy yo —exclamó una voz fuerte y sonora.

Surama y el portugués lanzaron dos gritos de alegría:

—¡Tremal-Naik!