Señor Yáñez, si no me engaño, sufriremos un ataque formidable, espantoso.
—¡Ah, bribón!… ¿Cuándo te decidirás a llamarme alteza? ¿Cuando te haya hecho cortar la punta de la lengua por el verdugo de mi imperio?
—Vos no haréis eso jamás.
—Estoy muy convencido de ello, mi bravo Kammamuri; para ti soy siempre el señor Yáñez o el Tigre blanco; como también Sandokán es para ti siempre el Tigre de la Malasia.
—¡Dos grandes hombres, señor!…
—El diablo te lleve. Algo hemos hecho, ciertamente, en la Malasia y en la India, pero no más de lo que bastó para no dejar que se enmoheciesen nuestras espléndidas carabinas inglesas.
—Nada de eso, alteza…
—Alto allá, Kammamuri; te prohíbo darme ese título mientras no estemos en la Corte; y me parece que ahora, si no estoy ciego, nos hallamos en mitad de una selva magnífica, sin ministros inoportunos ni grandes mariscales de no sé qué título.
—Es una orden que habéis instituido vos, señor Yáñez.
—¡Bien está! Pero mira: a estos de la India es menester darles grandes cargos y títulos rimbombantes. ¡Mariscales de Assam[1]!… ¡Por Júpiter! Razón tienen para mostrarse soberbios, aunque estoy bien persuadido de que ninguno de esos poltrones que saquean las arcas del Estado se habría atrevido a tomar parte en esta cacería. ¿Conque decías, mi bravo Kammamuri?…
—Que los búfalos se acercan.
—Tienes el oído muy fino.
—Señor, soy de la India y nací cazador.
—Es verdad; mientras que yo soy europeo, hijo de la alegre Portugal y que no tiene…
—Alto ahí, señor. Vos habéis matado más tigres que yo.
—No lo recuerdo —respondió riendo el que se hacía llamar señor Yáñez—. ¿Conque vienen los búfalos?
—Estoy segurísimo.
—¿Y son muchos?
—Bien sabéis, señor Yáñez, que estas fieras, casi tan fuertes como los rinocerontes, van siempre formando grandes manadas.
—Es verdad.
—Nuestro carro es muy pesado, señor Yáñez, y espero que no podrán romperlo o derrocarlo.
—Y yo espero que serán ellos los que se rompan los cuernos contra el carro —respondió el señor Yáñez—. Pero siento inquietud por nuestro elefante, al cual no ha llevado bastante lejos el cornac[2], deseoso de asistir él también a la cacería. ¡Qué bribones son todos esos hindúes!
—¿También yo, alteza?
—¡Por todos los rayos de Júpiter, cállate, Kammamuri! ¿Quieres hacerme montar en cólera, ahora que necesito tener sangre y nervios tranquilos?
—He terminado, alteza.
—Que un thug[3] te estrangule, bribón; sin duda quieres hacerme rabiar.
—Nada de eso, señor Yáñez.
—Ahora estamos aquí y no protesto. ¡Ah, te decía que siento alguna inquietud por Sahur! Si los búfalos le descubren, le despanzurrarán, sin que los detengan los golpes de su trompa.
—Sahur es un coomareah[4] y no un merghee[5], señor Yáñez. Es macizo como un escollo y fuerte como cien cuteras.
—¿Cómo cien gigantes indostanos? ¡Tenían bien poca fuerza esos señores espantapájaros! Nosotros en Europa no hemos tenido más que dos gigantes, que se llamaban Sansón y Hércules, pero con sólo una quijada de asno podían hacer polvo a quinientos gigantes indostaneses y quizá… ¡Oh…, también oigo yo un ruido!… ¡Por Júpiter! Cualquiera diría que esos colosos están arrasando el bosque. Veremos si son capaces de lanzarnos también a nosotros por los aires.
Después, alzando la voz, mandó secamente.
—¡Preparad las carabinas!…
Un enorme carro, compuesto de pesadas vigas unidas por arpones de hierro y con ruedas altísimas, todo macizo, hallábase inmóvil, un poco atascado en la tierra gruesa y en medio de un espléndido bosque erizado de gigantescos taras[6], tamarindos, cocoteros y mangos.
Ocho hombres montaban sobre aquella extraña fortaleza, que un vigoroso elefante había arrastrado hasta allí, para correr inmediatamente a emboscarse en medio de un grupo espesísimo de mangos. El personaje que estaba al frente de todos, y que se hacía llamar a su capricho alteza o señor Yáñez, era un hermoso tipo europeo, de unos cincuenta y cinco años, con la espesa barba encanecida y la piel un poco bronceada por haber vivido largo tiempo en aquellas regiones ecuatoriales.
No vestía, en verdad, el traje de los príncipes indostánicos, cubierto de bordados de oro. Llevaba un simple vestido de franela blanca, bastante holgado, para que no le impidiese ningún movimiento, y ceñido solamente a la cintura por una ancha faja de seda azul, sobre la cual se veía resplandecer una de gran tamaño. Dentro de aquella especie de cinturón había dos grandes pistolones indostánicos de largo cañón, armas que equivalían a los modernos revólveres.
El segundo personaje, que se obstinaba en llamar señor Yáñez al anterior, era un purísimo tipo de indostanés que frisaría también en los cincuenta años, pero con los cabellos y la barba negrísimos.
Cualquier indostano que le hubiese visto, no habría dudado un solo momento en exclamar:
—¡He aquí un soberbio maharato[7]!
Los otros seis hombres que estaban detrás del marajá[8] no eran más que sikaris[9], esto es, cazadores, asaz valientes, así en los junglares o bosques, infestados de tigres, enormes serpientes pitón y cocodrilos, como contra los monstruos de la floresta: búfalos, elefantes y rinocerontes.
Llevaban por todo vestido unos calzones de tela rayada, y descubierta la cabeza, que tenían cuidadosamente rapada; pero en su cinturón de piel amarilla conducían un verdadero arsenal, compuesto de pistolones de dos cañones y unos pequeños alfanjes, llamados tarwar[10], que servían para cortar la lengua a los búfalos.
Al recibir la orden dada por el marajá, los sikaris habían cargado precipitadamente sus carabinas y ocupado la parte delantera del carro.
Mostrábanse completamente tranquilos, aunque no ignoraban con qué enemigo tan formidable iban a habérselas.
—¿Se acercan, verdad, mi bravo Kammamuri? —preguntó el señor Yáñez.
—Sí, alteza —respondió el maharato, empuñando rápidamente una gruesa carabina.
—¡Hola, apea el tratamiento, cargante!… ¡Aquí no hay ministros ni grandes mariscales! ¿Quieres quemarme la sangre? Si lo has jurado, haré, como te he dicho, que te corte la punta de la lengua el primer verdugo del imperio.
—No sentiría dar un poco de trabajo a ese bribón. Bien que le pagáis…
—Mil rupias[11] al año para no hacer nada, pues yo soy un príncipe humanitario. Y, además, Surama no querría que se le cortase el cuello a ninguno de sus súbditos.
—¡Hum!… ¡Malos súbditos, señor Yáñez!
—Lo sé mejor que tú, mi bravo Kammamuri —respondió el portugués—. Mientras se pueda ir adelante, sigamos a todo vapor. A última hora, soltaremos a los montañeses de Shindia. Esos son verdaderamente adictos a la rhani[12] y por conservarle el trono, minado por una misteriosa carcoma, serían capaces hasta de arrojarse sobre Bengala.
—¡Si tuviesen a su cabeza a algunos de los tigres de Mompracem!…
—Los tendrán.
—¿Cómo? ¿Todavía volveremos a ver aquí a aquellos terribles guerreros de los bosques?
—No te sorprenda esto, Kammamuri. Hace un rato que lo estoy pensando. Nombré primer ministro mío a un buen hombre, y me lo envenenaron misteriosamente; nombré a otro, y se encontró en su lecho una serpiente diminuta que, a la primera picadura, le quitó la vida en cincuenta y cinco minutos justos. Mañana introducirán una cobra capelo[13] entre las ropas de mi cama, o entre la túnica de seda de mi esposa Surama o de mi pequeño Soárez… ¡Ira de Dios!… ¡Si matasen a mi mujer o a mi hijo!…
Interrumpióse bruscamente y gritó por segunda vez:
—¡Preparad las carabinas!
Aunque reinaba una calma completa, el bosque que se extendía delante del gigantesco carro empezábase a agitar, como si lo azotasen bruscos ramalazos de viento.
Todas las plantas, excepto los gruesos taras, incapaces de ser movidos ni aun por los más poderosos elefantes, se agitaban con violencia, sacudiendo sus inmensas copas y haciendo caer una verdadera granizada de frutos.
Si hay algún animal terrible, es, indudablemente, el búfalo indostánico. Mientras los bisontes americanos huyen casi siempre y se dejan matar a centenares, estos indostánicos, cuya vista es muy defectuosa, pero cuyo oído y olfato son agudísimos, venden ferozmente su vida.
El señor Yáñez no hacía por primera vez esta cacería. Conocía a los pollos del bosque, como él los llamaba, y había tomado sus precauciones, haciéndose construir un carro monumental, que no podrían derrocar ni aun los más fuertes elefantes en sus tremendas embestidas.
Tenía, además, consigo al maharato, cazador de nacimiento, y a los seis sikaris, de pulso firme y nada asustadizos.
Los bisontes, olfateando quizá a sus enemigos, continuaban su carrera a través del bosque, destrozando matorrales y haciendo oscilar los árboles.
Mugían furiosamente, como si estuviesen impacientes por trabar batalla.
—¿Estáis preparados? —preguntó Yáñez, que aguzaba la vista y el oído.
—Todos, alteza —respondieron los siete hombres, empuñando las carabinas.
—¡Por Júpiter!… Quiero ver la danza de los bisontes. Hace algún tiempo que no mato ninguno; pero ya que vienen a devastar mis selvas y destripar a mis vasallos, les haré yo también algunas bajas.
—¡Atención, que ya llegan!
La manada irrumpía con la violencia de una tromba. Eran cincuenta o sesenta animales enormes, casi todos machos, que embestían con la cabeza baja y los cuernos amenazadores.
—Verdaderamente, dan miedo —dijo Yáñez con su voz tranquila de costumbre—. Siento que no esté aquí Tremal-Naik.
—Está velando por vuestro hijo, el pequeño Soárez —tuvo apenas tiempo de responder el maharato.
Y de súbito resonó una descarga seca, terrible. Los bisontes, sorprendidos por el fragor de las armas, se habían detenido repentinamente ante dos de sus compañeros, que no daban señales de vida, mientras un tercero se retorcía desesperado en las últimas convulsiones de la agonía, lanzando mugidos formidables.
—¡Las carabinas de recambio! —gritó prontamente Yáñez.
Todos se habían vuelto a armar con presteza, y colocándose en posición de disparar.
Los búfalos tuvieron un momento de vacilación, pero presto se reveló su extraordinaria fiereza, y se lanzaron en derechura contra el carro con la esperanza de romperlo a los golpes de sus cuernos, o por lo menos de volcarlo.
—¡Fuego! —ordenó por segunda vez Yáñez.
Y retumbaron otros ocho disparos, formando casi una sola detonación y rompiendo violentamente los ecos de la selva.
Tres animales cayeron muertos o heridos, mientras los demás continuaban la endemoniada carga, mugiendo espantosamente y precipitándose al ataque.
Estaban casi a punto de embestir al carro, cuando de un espeso matorral salió corriendo y bramando un gigantesco elefante, montado por un cornac o conductor indostanés, casi desnudo.
—¡Sahur!… —gritó Kammamuri, empuñando otra carabina de recambio—. ¿A qué vendrá aquí ese estúpido? ¿A hacerse destripar?
—Aquí estamos nosotros preparados a protegerle —dijo Yáñez—. Esperemos un poco a ver lo que sucede. No me importa por el elefante, pues demasiados me quedan en mis cuadras, sino por ese pobre diablo de cornac, que corre peligro, si no acierta a domar a Sahur, de ver sus tripas colgando de la punta de algún cuerno. No hagáis fuego por ahora. Que uno de vosotros vuelva a cargar las armas.
El elefante, excitado por los mugidos, verdaderamente espantosos, de los búfalos, había abandonado su escondite, lanzándose aturdidamente en medio de aquel bosque de cuernos.
Es verdad que se trataba de un poderoso coomareah, inconmovible como una roca, dotado de una fuerza más que prodigiosa, y armado de una trompa que debía de hacer verdaderos milagros en el caso de un ataque directo.
El cornac, armado de la aguijada, se esforzaba en vano por conducirlo de nuevo a la espesura. Pero él se obstinaba en hacer sonar su grito de guerra y se preparaba también a la lucha.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. ¡Qué valor tiene esa bestia! ¿Vendrá solamente a protegemos?
—No me sorprendería —respondió Kammamuri—. Sahur tiene una inteligencia maravillosa.
—Estad siempre prontos a hacer fuego.
Los búfalos se habían detenido por segunda vez, pateando rabiosamente el suelo y sacudiendo desatinadamente sus grandes testuces. Parecía que dudaban si embestirían al carro o al elefante, el cual avanzaba siempre bramando a pleno pulmón.
Por fin parecieron decidirse. Debían de haberse convencido de que era más fácil derribar al proboscidio que al gigantesco carro, el cual ofrecía la resistencia de un pequeño baluarte.
Se extendieron, formando un semicírculo de cerca de cien metros, y después tornaron a moverse en dirección al elefante.
Iban a atacarle a fondo, cuando súbitamente sonó un relincho a algunos centenares de pasos del carro.
—¡Un caballo! —exclamó Yáñez, poniéndose ligeramente pálido—. ¿Habrá estallado la revolución en mi capital? ¿Están cargadas todas las carabinas?
—Sí, alteza —respondió Kammamuri—; tenemos treinta y cuatro balas para regalar a los búfalos.
—Bien pocas son.
—Las municiones abundan.
—Pero no sé, mi bravo maharato, si nos darán siempre tiempo para volver a cargar las armas. ¡Pronto!… ¡Por todos los rayos de Júpiter!… ¡Bindar!…
Un hermosísimo caballo negro había desembocado de la espesura, corriendo en dirección al carro. Un indostano, delgado como un faquir, pero joven aún, lo montaba, llevando bien sujetas las bridas y las puntas de los pies dentro de los estribos, que no eran como los largos y de bordes cortantes usados por los musulmanes de la India.
El caballo, al ver a los búfalos, había vuelto grupas como un rayo, preparándose a escapar con todas sus fuerzas. Por instinto, conocía demasiado el poder de aquellas bestias.
—¡Bindar! —gritó Yáñez—. ¿A qué vienes aquí?
—¡Señor —respondió el jinete a grandes voces—, han envenenado a vuestro tercer ministro! Acaba de morir hace un par de horas.
—¡Cuerpo de Júpiter! ¿Qué es lo que me cuentas?
—La verdad, alteza.
—¿Y Surama, y mi hijo, mi pequeño Soárez?
—Todos vivos. Volved pronto. Tremal-Naik os espera.
—Huye tú entre tanto. Nos van a dar mucho que hacer estos animales. ¡Escapa, escapa! ¡Saluda de mi parte a mi mujer! ¡Vela por mi hijo!
—¡Sí, marajá! Que Visnú te proteja.
El caballo había ya emprendido una carrera desenfrenada, desapareciendo casi de pronto bajo la espesa vegetación.
Los búfalos, siempre malignos y muy inteligentes, habían dejado en paz al carro y aun al elefante, de cuya trompa y colmillos tenían mucho que temer, y se habían lanzado en derechura sobre el jinete, como más débil para resistir a un ataque poderoso.
Bajo la inmensa bóveda de verdura retumbaron dos disparos que parecían de pistola; después, la feroz manada lanzóse a gran velocidad sobre las huellas del jinete.
—¿Has oído, Kammamuri? —preguntó Yáñez con voz alterada—. ¡También envenenaron a mi tercer ministro! Mi corte, pues, está llena de traidores. Mañana me envenenarán a mí; después, a la rhani, mi mujer; luego, a mi hijo, y aun a todos vosotros, mis fieles amigos. ¡Ira de Dios! ¡Estoy ya harto de esta corona, que pesa como si fuese de plomo! Este imperio, como lo llaman pomposamente, no vale todo él lo que mi pequeña isla de Mompracem, ¡por cien mil cuernos de todos los diablos conocidos y por conocer!
—La noticia que os ha traído Bindar es realmente inquietante, señor. No parece sino que en vuestra corte se han establecido algunos de aquellos dacoitas[14] que envenenaron a media población del Bundelkund[15].
—Otra es mi opinión —dijo Yáñez, apretando el gatillo de su carabina—. Y no es hoy sólo cuando me persigue este terrible pensamiento.
—Decid, señor Yáñez.
—¿Se habrá escapado Shindia de la casa de locos de Calcuta?
—¡Ca! Ese borrachín sempiterno no sabrá nunca hacer nada aunque esté libre, señor Yáñez.
—No comparto del todo tu confianza, mi bravo Kammamuri —respondió el príncipe—. Alrededor de nosotros reina la traición, y la traición indostánica es la más terrible.
—Señor, regresemos inmediatamente.
—Esto será si los búfalos nos dejan libre el paso. Volverán, ya lo verás, y todavía nos han de dar muy mal rato.
Después, alzando la voz, gritó al cornac, que montaba al elefante y había logrado dominar a la enorme bestia:
—¡Pon a salvo a Sahur!… Lo necesitamos para volver a la capital. Aprovecha este momento de tregua.
—Ahora, marajá, domino ya a mi bestia —respondió el cornac—. Voy a conducirlo a lugar seguro, y si quiere hacer de nuevo su capricho, esgrimiré mi aguijada sin mirar dónde le hiero.
—Llévatelo, pues.
—Bien, señor.
El elefante, no viendo ya a los búfalos, se había calmado, y obedecía a su conductor con bastante docilidad.
Primero intentó aproximarse al carro, quizá con la idea fija de defender a los cazadores o de ponerse bajo su protección; después, habiendo sacudido muchas veces el dorso gigantesco y las enormes orejas, volvió a trote corto a introducirse en la espesura.
—Regresar inmediatamente —dijo Yáñez—, eso se dice muy pronto, pero querría yo ver en nuestra situación a otros cazadores. Mientras no hayamos destruido buena parte de esos perversos animales, estaremos forzados a permanecer aquí.
—¿Habrán alcanzado a Bindar? —preguntó Kammamuri.
—No; es muy hábil jinete y, además, montaba uno de mis caballos más veloces. Los búfalos embisten con ímpetu, pero a los pocos minutos comienzan a cansarse y a aflojar en la carrera.
—¿Volverán?
—¿Y aún me lo preguntas? Ya me parece vérmelos delante. Esas bestias no abandonan nunca el campo de batalla sin intentar desquites que pondrían siempre pavor no sólo en los cazadores de Asia, sino en los que de Europa vienen alguna vez entre nosotros a probar sus carabinas… ¡Envenenado! ¡Y es el tercero!… ¡Esto es para volverse loco!
—Por lo menos para inquietarse, señor Yáñez.
—Esta vez quiero descubrir bien el delito, y el perro que lo haya cometido, no escapará a la cuchilla de mi verdugo. Cuento también con Timul. Este hombre es un maravilloso rastreador. Si encuentra la pista del asesino, la seguirá hasta las grandes montañas del Himalaya, y aun más allá, aunque sea en el corazón del Tibet.
»Pero no comprendo el motivo de estos crímenes. Yo soy popularísimo: la rhani, mi mujer, lo es aún más que yo; todos nos aman y… nos envenenan a traición. Desde esta tarde no comeré más que huevos, que abriré y limpiaré yo mismo.
—¡Y haréis bien, señor Yáñez! No hay que fiarse de nadie. Yo amasaré el pan para vos, para la rhani, para el pequeño Soárez y para mi amo.
—¡He aquí a mi viejo cazador convertido en panadero!… —dijo el portugués en chanza.
—Nosotros, los maharatos, lo mismo sabemos matar un tigre o un elefante, que amasar y cocer un panecillo. Yo me pondré al frente de las cocinas reales, y si sorprendo a un cocinero echando polvos venenosos en las viandas, lo mato de un solo golpe de mi tarwar.
—Y después arrojaré yo su cuerpo a los tigres de mi parque.
—Haréis bien, señor. Debemos aterrar profundamente a estos traidores que amenazan enviamos a todos al seno de Parvali, la diosa de la muerte.
—Primero hay que sorprenderlos.
—¡Bah! ¡Quién sabe!
—Veremos qué se debe hacer cuando hayamos regresado a nuestra capital. Entre tanto, y puesto que te has ofrecido como cocinero para mí y para los míos, nos prepararás los huevos.
—Señor, os vais a cansar de comer siempre huevos —dijo, riendo, Kammamuri.
—También comeremos frutas cogidas por nosotros mismos.
—No me fiaría yo de las frutas, señor Yáñez. Es muy fácil envenenar un plátano, inyectando con una sutil jeringuilla debajo de su corteza un poco de baba del cobra capelo.
—Me haces sentir frío, Kammamuri, a pesar de que el termómetro marca cuarenta grados, sin dejar de subir. Estas cosas no sucedían en Mompracem. ¡Qué! ¿Vuelven?
—Me parece que sí —respondió Kammamuri—. Estarán más furiosos que nunca, e intentarán volcar el carro.
—No son elefantes —contestó Yáñez—. ¿Están cargadas todas las carabinas?
—Sí —respondieron a una voz todos los sikaris.
—Daremos otra lección terrible a esas bestias que amenazan tenernos aquí prisioneros, mientras suceden en mi capital cosas tan graves.
—¿Oís, señor? —gritó en aquel momento Kammamuri—. Están invadiendo el bosque y procurando echarse encima de nosotros por otro lado.
—Mira a ver si alguna de estas bestias lleva colgando de los cuernos las tripas del caballo.
—No lo permita Siva[16]; porque eso significaría que también Bindar había sido destrozado.
—Pudiera haberse salvado subiéndose a un árbol. ¡Atención!
—¡Duro con ellos! —dijo Yáñez, que comenzaba a hartarse de la obstinación de aquellos animales.
Salieron ocho disparos, uno tras otro, y una lluvia de balas cónicas, envueltas en ramas, cayó de lleno nuevamente sobre los gigantes de los bosques.
Cayeron tres o cuatro con la espina dorsal rota, pues los cazadores no apuntaban ni a la cabeza ni al pecho; pero los otros, cada vez más enfurecidos, se lanzaron como una tromba, con los cuernos bien asestados y decididos a no retirarse a la espesura sin haber vengado a sus compañeros.
El momento era terrible. El carro era pesadísimo y muy fuerte; pero, así y todo, llegó Yáñez a ponerse un tanto pálido.
—¡No los dejemos acercarse! —gritó—. ¡Fuego!… ¡Fuego!… ¡Fuego!