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24

Salió de la guarida de los guerreros y se detuvo. Miró al otro lado del claro: Tormenta de Arena estaba junto a la mata de ortigas, engullendo una pieza de carne fresca. Ya había elegido a algunos de los guerreros que quería que lo acompañaran a las Rocas de las Serpientes, pero todavía no había hablado con Tormenta de Arena. Se sentía reacio a arriesgar la vida de la guerrera en aquella peligrosa misión, y temía que ella se negara a ir si eso implicaba seguir sus órdenes. Sin embargo, no se imaginaba ir sin ella.

Tras respirar hondo, se acercó a la mata de ortigas y se sentó junto a la gata.

Tormenta de Arena se tragó el último bocado de ardilla.

—¿Corazón de Fuego? ¿Qué ocurre?

En voz baja, él le contó lo que Rabo Largo había descubierto en las Rocas de las Serpientes.

—Quiero que vengas con nosotros —concluyó—. Eres rápida y valiente, y el clan te necesita.

La gata clavó en él sus ojos verdes, pero Corazón de Fuego no pudo descifrar su expresión.

—Te necesito —se apresuró a precisar, temiendo que ella fuera a rechazarlo—. Por el bien de Estrella Azul y por el bien del clan. Sé que las cosas no han ido bien entre nosotros desde que impedí la batalla con el Clan del Viento. Pero confío en ti. Pienses lo que pienses de mí, hazlo por el clan.

Tormenta de Arena asintió lentamente. Parecía pensativa, y en el corazón del lugarteniente empezó a crecer una semilla de esperanza.

—Sé por qué no querías pelear contra el Clan del Viento —empezó la guerrera—. En cierto modo, pensaba que tenías razón. Pero fue muy duro saber que habías actuado a espaldas de Estrella Azul y sin contárnoslo a los demás.

—Lo sé, pero…

—Pero tú eres el lugarteniente —lo interrumpió Tormenta de Arena, levantando una pata para pedirle silencio—. Tú tienes responsabilidades que el resto de nosotros no puede entender. E imagino lo dividido que te habrás sentido: entre tu lealtad a Estrella Azul y tu lealtad al clan. —Vacilando, añadió, mirándose las patas—: Yo también estaba dividida. Quería ser leal al código guerrero y quería serte leal a ti, Corazón de Fuego.

Él se sintió demasiado embargado por la emoción para responder. Alargó el cuello para apretar la cabeza contra su costado, y, para su alegría, ella no se apartó. En vez de eso, levantó la vista para mirarlo, y él sintió como si se ahogara en las profundidades de sus ojos verdes.

—Lo lamento, Tormenta de Arena —murmuró—. Nunca pretendí hacerte daño. —Con una voz que era apenas un susurro, añadió—: Te quiero.

Los ojos de la guerrera destellaron.

—Yo también te quiero, Corazón de Fuego —susurró—. Por eso me dolió tanto que le preguntaras a Estrella Azul si Fronde Dorado podía ser el mentor de Zarpa Trigueña. Pensé que no me respetabas.

—Cometí un error. —Al joven le tembló la voz—. No sé cómo he podido ser tan idiota.

Tormenta de Arena ronroneó y le tocó la nariz con la suya.

—Te quiero siempre a mi lado —dijo Corazón de Fuego, aspirando su aroma y disfrutando de la calidez de su cuerpo. De pronto sintió que siempre sería feliz si pudiera quedarse así eternamente. Pero sabía que no podía—. Tormenta de Arena —maulló, levantando la cabeza—. Sé a qué vamos a enfrentarnos ahí fuera. Es más peligroso de lo que me habría imaginado jamás. No te estoy ordenando que vengas, pero, aun así, te quiero conmigo.

El ronroneo de la guerrera se tornó más intenso, una vibración que recorrió todo su cuerpo.

—Por supuesto que iré, estúpida bola de pelo —maulló.

Esa noche, Corazón de Fuego puso doble vigilancia en el campamento, y él mismo pasó la noche en vela en el centro del claro. Lo invadió una creciente sensación de horror al oír el viento susurrando entre los árboles desnudos. Parecía llevarle la voz de Jaspeada, murmurando sobre el enemigo que nunca dormía: Estrella de Tigre, los perros… o ambos. El enemigo estaba a punto de desatar su furia, y ningún gato estaba a salvo. Corazón de Fuego sabía que al día siguiente podía ver la destrucción final de su clan.

Mientras observaba la luna en lo alto, Carbonilla salió de su guarida y fue a sentarse junto a él.

—Si vas a encabezar la patrulla de mañana, deberías dormir un poco —le aconsejó la curandera—. Necesitarás todas tus fuerzas.

—Lo sé, pero no creo que pueda dormir. —Volvió a alzar la vista hacia la luna y las resplandecientes estrellas del Manto Plateado—. Todo parece muy pacífico ahí arriba. Pero aquí abajo…

—Sí —murmuró Carbonilla—. Aquí abajo puedo notar cómo crece el mal. El bosque está oscuro por él, y el Clan Estelar no puede ayudarnos. Es cosa nuestra.

—Entonces, ¿tú no crees que el Clan Estelar nos haya enviado esa manada para castigarnos?

Ella lo miró; sus ojos relucían con el reflejo de la luz de la luna.

—No, no lo creo. —Se inclinó hacia él y restregó el hocico contra su cara—. No estás solo —aseguró—. Yo estoy contigo. Y también lo está el resto del clan.

Él deseó que la curandera estuviera en lo cierto. El clan sobreviviría sólo si estaba unido y se enfrentaba al peligro hecho una piña. Los gatos del clan lo habían apoyado en la batalla que no se entabló contra el Clan del Viento, pero ¿se unirían a él para enfrentarse a la manada?

Al cabo de un momento, Carbonilla preguntó:

—¿Qué vas a decirle a Estrella Azul?

—Nada. Por lo menos, hasta que echemos un vistazo a las Rocas de las Serpientes. No sirve de nada angustiarla. Ahora mismo no… no tiene la fuerza necesaria para sobrellevar esto.

Ella estuvo de acuerdo y siguió montando guardia con él hasta que la luna empezó a descender. Entonces maulló:

—Corazón de Fuego, como curandera, te digo que debes descansar. Lo que pase mañana puede determinar el futuro de este clan, y necesitamos que todos nuestros guerreros estén en plena forma.

A su pesar, el lugarteniente debía admitir que Carbonilla tenía razón. Tras darle un lametón de despedida, se encaminó a la guarida de los guerreros y se ovilló sobre el musgo al lado de Tormenta de Arena. Pero su descanso fue intermitente, y sus sueños, oscuros. Una vez creyó ver a Jaspeada saltando hacia él, y el corazón se le llenaba de alegría, pero antes de que ella lo alcanzara se convertía en un perro enorme, de grandes mandíbulas y ojos como llamas. Corazón de Fuego se despertó temblando y vio que la primera luz del alba empezaba a teñir el cielo. «Ésta puede ser la última aurora que vea en mi vida —pensó—. La muerte nos está esperando ahí fuera».

Al levantar la cabeza, descubrió que Tormenta de Arena estaba sentada a su lado, observándolo mientras dormía. Al ver el amor que reflejaban sus ojos, Corazón de Fuego sintió una nueva energía por todo su cuerpo. Se incorporó y le dio un tierno lametón en la oreja.

—Ya es la hora —maulló.

Preparándose para lo que lo esperaba, despertó a los gatos que había escogido para la patrulla hasta las Rocas de las Serpientes. Nimbo Blanco se levantó prácticamente de un salto, sacudiendo la cola ferozmente al pensar en enfrentarse a las criaturas que habían herido a Cara Perdida.

Pecas, que estaba durmiendo cerca del joven, se despertó con él y lo siguió hasta un extremo de la guarida.

—Que el Clan Estelar os acompañe —maulló, quitándole del pelo restos de musgo.

Nimbo Blanco restregó el hocico contra el de ella.

—No te preocupes —tranquilizó a su madre adoptiva—. Te lo contaré todo cuando volvamos.

Corazón de Fuego despertó a Tormenta Blanca, y luego fue a donde dormía Látigo Gris, sobre un montón de brezo. Empujándolo con una pata, murmuró:

—Vamos.

Látigo Gris parpadeó y se incorporó.

—Igual que en los viejos tiempos —maulló, en un vano intento de sonar animado—. Tú y yo, cargando contra el peligro de nuevo. —Tocó con la frente el omóplato de su amigo—. Gracias por elegirme, Corazón de Fuego. Estoy muerto de miedo, pero demostraré que soy leal al Clan del Trueno, te lo prometo.

Corazón de Fuego se restregó brevemente contra él y lo dejó limpiándose a toda prisa mientras iba a despertar a Rabo Largo. El atigrado claro se estremeció al abandonar su lecho, pero su mirada era decidida.

—Te demostraré que puedes confiar en mí —prometió en voz baja a Corazón de Fuego.

El lugarteniente asintió, todavía medio avergonzado por no haber escuchado a Rabo Largo el día anterior.

—El clan te necesita, Rabo Largo —maulló—. Mucho más de lo que te necesitan Estrella de Tigre y Cebrado; créeme.

Al guerrero se le iluminó la mirada al oír eso, y siguió a Corazón de Fuego, junto con los demás, hasta la mata de ortigas. Todos comieron algo mientras el lugarteniente les recordaba lo que Rabo Largo había contado el día anterior.

—Vamos a ir a investigar —maulló—. No podemos decidir cómo deshacernos de esos perros hasta que sepamos exactamente a qué nos enfrentamos. No vamos a atacarlos, todavía no… ¿entendido, Nimbo Blanco?

Éste lo miró con ojos llameantes y no contestó.

—No vendrás con nosotros, Nimbo Blanco, a menos que prometas hacer lo que te digo sin rechistar.

—Oh, vale. —La punta de su cola se agitaba con irritación—. Quiero hacer picadillo hasta el último perro, pero lo haré a tu manera, Corazón de Fuego.

—Bien. —Paseó la mirada por el resto de la patrulla—. ¿Alguna pregunta?

—¿Y si nos tropezamos con Estrella de Tigre? —quiso saber Tormenta de Arena.

—¿Con un gato de otro clan en nuestro territorio? —Corazón de Fuego enseñó los dientes—. Sí, podéis atacarlo.

Nimbo Blanco soltó un gruñido de satisfacción.

Tras engullir el último bocado de su pieza, Corazón de Fuego condujo al grupo fuera del campamento. Aunque el sol ya casi había salido, el cielo estaba cubierto de nubes, y las sombras seguían siendo densas entre los árboles. Había un intenso olor a conejo no muy lejos del campamento, pero Corazón de Fuego no le prestó atención. No había tiempo para cazar.

Los guerreros avanzaron cautelosamente en fila india, con Corazón de Fuego a la cabeza y Tormenta Blanca vigilando en la retaguardia. Después de lo que les había contado Rabo Largo, el lugarteniente sintió con más fuerza que nunca que el bosque familiar se había convertido en un sitio lleno de peligro, y notó un hormigueo ante un posible ataque.

Todo estaba tranquilo hasta que llegaron cerca de las Rocas de las Serpientes. Corazón de Fuego estaba considerando la mejor manera de aproximarse a las rocas cuando Látigo Gris maulló:

—¿Qué es eso?

Se internó en una mata de helechos secos. Al cabo de un momento, Corazón de Fuego oyó su voz, tensa y ronca:

—Ven a ver esto.

El lugarteniente siguió el sonido y encontró a Látigo Gris agachado junto a un conejo muerto. Lo habían degollado, y tenía el pelo rígido con la sangre seca.

—La manada ha estado matando de nuevo —maulló Rabo Largo muy serio.

—Entonces, ¿por qué no se han comido la presa? —preguntó Tormenta de Arena, acercándose a olfatear el cuerpo marrón grisáceo. De pronto se puso tensa—. ¡Corazón de Fuego, aquí huele al Clan de la Sombra!

El lugarteniente abrió la boca para llevar la brisa del bosque hasta las glándulas del paladar. Tormenta de Arena tenía razón. El olor era débil pero inconfundible.

—Estrella de Tigre mató a este conejo —murmuró— y luego, lo dejó aquí. Me pregunto para qué.

Recordó que Rabo Largo lo había visto alimentando a la manada con conejo, y recordó también el intenso olor a conejo que los había seguido durante todo el camino desde el campamento del Clan del Trueno. Apartándose de la presa muerta, llamó a Nimbo Blanco con un movimiento de la cola.

—Vuelve sobre nuestros pasos por donde hemos venido —ordenó—. Vas a buscar conejos muertos. Si encuentras alguno, mira si hay algún otro olor, y regresa a contármelo. Tormenta Blanca, ve con él.

Observó cómo los dos guerreros se retiraban, y entonces se volvió hacia Látigo Gris.

—Quédate aquí a vigilar esta presa. Tormenta de Arena y Rabo Largo, acompañadme.

Más cautelosamente todavía y deteniéndose a olfatear el aire cada pocos pasos, Corazón de Fuego fue acercándose a las Rocas de las Serpientes. No tardaron mucho en descubrir otro conejo muerto, expuesto sobre una roca, con el mismo olor delator de Estrella de Tigre a su alrededor. Para entonces, ya tenían a la vista la entrada de la cueva. Logró distinguir la forma de otro conejo tendido al borde del espacio abierto que había delante de la caverna. No había ni rastro de la manada.

—¿Dónde están los perros? —masculló.

—En esa cueva —respondió Rabo Largo—. Ahí es donde vi que Estrella de Tigre dejaba el conejo ayer.

—Cuando salgan, verán el conejo justo ahí y olerán a este otro… —Corazón de Fuego estaba pensando en voz alta—. Y luego está el que ha descubierto Látigo Gris… —De pronto lo entendió todo, y fue como el impacto de una roca. Apenas podía respirar de miedo—. Ya sé lo que van a encontrar Tormenta Blanca y Nimbo Blanco. Estrella de Tigre ha dejado un rastro de conejos directo hasta el campamento.

Rabo Largo se encogió y los ojos de Tormenta de Arena se desorbitaron de pavor.

—¿Quieres decir que pretende guiar la manada hasta nosotros?

A Corazón de Fuego lo asaltaron imágenes de perros enormes y babeantes descendiendo por el barranco e irrumpiendo a través del muro de helechos en el pacífico campamento. Vio mandíbulas cerrándose, cuerpos felinos desmadejados y lanzados al aire, cachorros aullando mientras fauces crueles se abalanzaban sobre ellos… Se estremeció.

—Sí. Vamos, ¡tenemos que neutralizar el rastro!

Ni una orden directa del mismísimo Clan Estelar habría hecho que Corazón de Fuego intentara recuperar el conejo que estaba cerca de la entrada de la cueva, pero sí tomó el que se hallaba sobre la roca, y luego fue a donde aguardaba Látigo Gris. Dejó su carga lo justo para maullar:

—Agarra ese conejo. Tenemos que avisar al clan.

Irguiendo las orejas de asombro, Látigo Gris obedeció. Se encaminaron hacia el campamento, y antes de haber recorrido unos zorros de distancia, Corazón de Fuego reparó en que Tormenta Blanca y Nimbo Blanco iban a su encuentro, deslizándose con sigilo a través del sotobosque.

—Hemos encontrado dos conejos más —informó Nimbo Blanco—. Y los dos apestaban a Estrella de Tigre.

—Entonces id por ellos. —Rápidamente, Corazón de Fuego les explicó cuáles eran sus sospechas—. Los lanzaremos a un arroyo y desharemos el rastro.

—Todo eso está muy bien —maulló Tormenta Blanca—. Podemos llevarnos los conejos, pero ¿qué pasa con el olor?

Corazón de Fuego se quedó de piedra. El miedo estaba volviéndolo idiota. El olor a conejo y la sangre derramada guiarían igualmente a la manada hasta el campamento del Clan del Trueno.

—Trasladaremos los conejos de todos modos —decidió a toda prisa—. Eso podría retrasar un poco a los perros. Pero tenemos que regresar y advertir al clan. Deberán abandonar el campamento.

Atravesaron el bosque a la carrera, con las orejas erguidas por si oían a la manada detrás de ellos, en dirección al campamento. Pronto tuvieron más conejos de los que podían llevar. «Estrella de Tigre debe de haber pasado la noche entera cazando para conseguir tantos», pensó Corazón de Fuego ceñudo.

—Dejémoslos todos aquí —propuso Tormenta de Arena cuando todavía estaban a cierta distancia del barranco. Respiraba pesadamente y tenía una garra rota, pero sus ojos relucían con determinación, y Corazón de Fuego supo que la gata correría sin cesar si él se lo pidiera—. Si los perros encuentran un buen festín, se pararán a comérselo.

—Buena idea —maulló Corazón de Fuego.

—Quizá habría sido mejor dejarlos más cerca de la cueva —señaló Tormenta Blanca con preocupación en los ojos—. Eso podría haber impedido que los perros llegaran hasta el campamento.

—Cierto, pero no hay tiempo. Los perros podrían estar ya de camino. No queremos tropezarnos con ellos.

Tormenta Blanca coincidió asintiendo. Dejaron el montón de conejos bien visibles sobre el rastro y salieron disparados. El lugarteniente notó que el corazón le latía como enloquecido. Debería haber sabido que su viejo enemigo estaría conectado con la fuerza oscura que amenazaba el bosque. Sólo el Clan Estelar sabía cómo Estrella de Tigre había descubierto que los perros estaban en las Rocas de las Serpientes, pero estaba utilizándolos para destruir al clan que odiaba. Mientras corría entre los árboles, Corazón de Fuego temía que fuera demasiado tarde para detener a su enemigo.

Se paró en lo alto del barranco.

—Separaos —ordenó a sus guerreros—. Aseguraos de que no haya carne fresca cerca del campamento.

Descendieron el barranco cubriendo todos los lados. Nimbo Blanco iba adelantado, y Corazón de Fuego vio que frenaba en seco no muy lejos de la entrada del campamento. Se había quedado mirando algo que había en el suelo.

—¡No! ¡No! —La voz del joven guerrero era un aullido ensordecedor, y a Corazón de Fuego se le erizó el pelo de espanto—. ¡No! —aulló Nimbo Blanco de nuevo—. ¡Corazón de Fuego!

El lugarteniente corrió al lado del joven. Nimbo Blanco estaba rígido, con todo el pelo erizado, como estuviese frente a un enemigo. Tenía los ojos clavados en un bulto de pelaje atigrado que yacía a sus pies.

—¿Por qué? —aulló Nimbo Blanco—. ¿Por qué ella?

Corazón de Fuego sabía la respuesta, pero le costó hablar por la rabia y la pena.

—Porque Estrella de Tigre quiere que la manada pruebe el sabor de la sangre de gato —dijo al fin con voz ronca.

La gata muerta que yacía ante ellos era Pecas.