A la mañana siguiente, Corazón de Fuego esperó a que partiera la patrulla del alba antes de liberar a Nimbo Blanco de su vigilancia nocturna. Aún se notaba agarrotada la pata herida, pero la hemorragia había cesado.
—¿Todo en calma? —maulló—. ¿Quieres dormir, o estás en condiciones de salir a cazar? Podríamos ir al pinar para ver a Princesa.
Nimbo Blanco abrió la boca en un bostezo enorme, pero un segundo después se levantó de un salto.
—¡Vamos a cazar!
—De acuerdo. Nos llevaremos también a Tormenta de Arena. Ella ya conoce a Princesa.
Era consciente de que su estrecha amistad con Tormenta de Arena se había ido debilitando desde que él evitó el ataque al Clan del Viento. Deseaba restaurar su antiguo vínculo, e invitarla a cazar podría ser una buena manera de hacerlo.
Al mirar alrededor para ver si la gata ya había salido del dormitorio, reparó en que Manto Polvoroso iba hacia él, seguido de Frondina. Cuando estuvieron más cerca, el lugarteniente se dio cuenta de que el guerrero marrón parecía preocupado.
—Hay algo que deberías saber —anunció Manto Polvoroso—. Frondina, cuéntale a Corazón de Fuego lo que acabas de explicarme.
La aprendiza estaba cabizbaja y amasaba el suelo con las zarpas delanteras. Su indecisión dio tiempo al lugarteniente para preguntarse qué angustiaría a la joven y por qué había decidido confiar en Manto Polvoroso antes que en su mentor, Cebrado.
La segunda cuestión quedó respondida cuando el gato marrón inclinó la cabeza para dar un par de lametazos en la oreja de la aprendiza. Corazón de Fuego jamás había visto tan tierno al huraño guerrero.
—Tranquila —maulló Manto Polvoroso—, no hay nada que temer; Corazón de Fuego no se enfadará contigo. —La mirada fulminante que dedicó al lugarteniente, y que Frondina no vio, decía: «¡Más le vale no enfadarse!».
Los ojos verdes de la aprendiza lo miraron brevemente y se desviaron de nuevo.
—Se trata de Zarpa Rauda —maulló—. Él… —Vaciló para lanzar una mirada a Nimbo Blanco, y continuó—: Estaba furioso porque Estrella Azul no lo hubiera nombrado guerrero. Anoche nos reunió a todos los aprendices en nuestra guarida. Dijo que jamás seríamos guerreros, a menos que hiciéramos algo tan valiente que Estrella Azul no pudiera seguir ninguneándonos.
Enmudeció de nuevo, y Manto Polvoroso murmuró:
—Continúa.
—Dijo que debíamos averiguar quién estaba matando presas en el bosque —maulló Frondina con voz temblorosa—. Dijo que tú no parecías preocupado por encontrar a nuestro enemigo. Quería que fuéramos a las Rocas de las Serpientes, porque allí es donde se han encontrado más restos de presas. Zarpa Rauda pensaba que podríamos hallar alguna pista.
—¡Qué idea de ratón descerebrado! —exclamó Nimbo Blanco.
—¿Y qué pensaban de eso el resto de los aprendices? —preguntó Corazón de Fuego, lanzándole una mirada de advertencia a Nimbo Blanco e intentando pasar por alto el frío nudo de aprensión que empezaba a sentir en el estómago.
—No lo sé. Todos queremos ser guerreros, pero también sabemos que no deberíamos hacer algo así sin órdenes y sin ir acompañados de al menos un guerrero. Al final, sólo se fueron Zarpa Rauda y Centellina.
—¿Tú los has visto irse durante tu vigilia? —preguntó Corazón de Fuego volviéndose hacia Nimbo Blanco.
Con semblante cada vez más preocupado, el joven guerrero negó con la cabeza.
—Zarpa Rauda dijo que Nimbo Blanco no repararía ni en un monstruo de Dos Patas irrumpiendo en el campamento —masculló Frondina—. Él y Centellina se escabulleron por los helechos que hay detrás de la guarida de los veteranos.
—¿Cuándo fue eso? —quiso saber Corazón de Fuego.
—No estoy segura… antes del amanecer. —Frondina elevó la voz como si fuera a gimotear como una cachorrita—. Yo no sabía qué hacer. Sabía que estaba mal, pero no quería delatarlos. Al final me sentía cada vez peor, y cuando vi a Manto Polvoroso, fui a contárselo todo. —Miró agradecida al guerrero marrón, que restregó el hocico contra su pelaje gris moteado.
—Tendremos que ir en su busca —decidió Corazón de Fuego.
—Yo también voy —maulló Nimbo Blanco; al lugarteniente lo asombró el fulgor de sus ojos azules—. Centellina está ahí fuera. Si algo le ha hecho daño, yo… ¡yo lo haré pedazos!
—De acuerdo —accedió Corazón de Fuego, sorprendido al ver que el joven guerrero mostraba claramente cuánto le importaba su antigua compañera de guarida—. Ve en busca de dos gatos más.
Mientras Nimbo Blanco salía disparado, Manto Polvoroso maulló:
—Nosotros también iremos.
—No quiero que los aprendices se vean implicados en esto. Frondina ya está demasiado alterada. ¿Por qué no te la llevas a cazar? Que os acompañen Ceniciento y Cebrado. El clan necesita carne fresca.
Manto Polvoroso lo miró largamente. Finalmente, asintió con la cabeza.
—De acuerdo.
Corazón de Fuego se preguntó si antes de partir debía informar a Estrella Azul, pero no deseaba darle otra excusa para no nombrar guerrero a Zarpa Rauda. «Si conseguimos traerlos de vuelta, Estrella Azul no tendría por qué saberlo», pensó.
Además, no quería perder ni un instante. Nimbo Blanco ya estaba de regreso, con Tormenta de Arena y Látigo Gris a la zaga. «Justo los gatos que yo habría escogido», se dijo Corazón de Fuego, y lo invadió una cálida sensación ante la idea de que su amigo estaba en casa de nuevo y que juntos podrían cazar y pelear como antes. Los ojos del guerrero gris brillaban cuando se situó al lado de Corazón de Fuego, donde solía hacerlo antes. El lugarteniente deseó poder contar también con Tormenta Blanca —era el mentor de Centellina—, pero el viejo guerrero había salido con la patrulla del alba.
Tormenta de Arena parecía la misma de siempre, alerta y centrada en su misión.
—Nimbo Blanco nos lo ha contado —maulló enérgicamente—. Vámonos.
Corazón de Fuego lideró al grupo fuera del campamento y hasta lo alto del barranco. Casi al instante captaron el olor de Zarpa Rauda y Centellina, apuntando directamente a las Rocas de las Serpientes. No había necesidad de perder tiempo intentando seguir su rastro: lo único que tenían que hacer era llegar a las Rocas de las Serpientes lo antes posible.
«Pero será demasiado tarde —pensó Corazón de Fuego— si se han tropezado con lo que sea que está allí…».
Atravesó el bosque a la carrera, esparciendo hojas caídas. La rigidez de su pata herida había quedado olvidada. Látigo Gris corría cerca de él, y Corazón de Fuego se sintió reconfortado por encararse al peligro con su amigo al lado de nuevo, aunque hubieran cambiado muchas cosas.
Al acercarse a las Rocas de las Serpientes aminoró el paso e indicó con la cola a sus compañeros que hicieran lo mismo. Si aparecían precipitadamente sin saber a qué tenían que enfrentarse, no serían de ayuda para los aprendices. Debían tratar a aquella amenaza, fuera lo que fuese, como a cualquier otro enemigo. Pero algo en su interior gritaba que aquello era impredecible, más allá de cualquier código de clan, y que él se hallaba más en peligro de lo que había estado jamás. ¿Era así como se sentían los ratones y los conejos, sabiendo que la muerte podía estar acechando en el sotobosque?
Todo estaba en silencio. El lugarteniente no quería arriesgarse a llamar a los aprendices, no fuera a alertar a lo que se escondía allí. Se dijo que Zarpa Rauda debía de tener razón: aquél era el núcleo de la oscuridad que había envenenado el bosque. Pero empezó a dudar de sus propias hipótesis sobre cuál sería la amenaza. ¿De verdad podía un solo perro causar tanta muerte y destrucción?
Tan sigilosamente como si estuviera acechando una presa, se deslizó a través de la maleza hasta tener a la vista las Rocas de las Serpientes, lisas y de color arena. Se detuvo unos segundos a olfatear el aire. Captó una mezcla de olores: los de Zarpa Rauda y Centellina, todavía frescos; el olor más antiguo de otros gatos del Clan del Trueno; a perro, como se esperaba; pero sobre todos ellos dominaba el hedor a sangre recién vertida.
Tormenta de Arena se volvió a mirarlo con los ojos dilatados de temor.
—Algo espantoso ha sucedido.
A Corazón de Fuego lo invadió el horror. Estaba a punto de enfrentarse al origen del miedo que lo había acosado durante lunas, el enemigo sin rostro que había invadido su bosque. Casi era incapaz de moverse.
Con una sacudida de la cola, indicó a sus compañeros que siguieran adelante. Avanzaron con la barriga pegada al suelo, con el propósito de ver sin ser vistos, hasta que las rocas estuvieron a sólo unos zorros de distancia.
Un árbol caído se interponía en su camino. Tras saltar a lo alto del tronco, Corazón de Fuego se encontró ante un espacio abierto y alfombrado de hojarasca. Le subió una bilis repugnante a la garganta al asimilar la escena que tenía delante. Las hojas estaban aplastadas por unas zarpas enormes, y en las ramas del árbol había terrones de tierra esparcida. En mitad del claro yacía el cuerpo blanco y negro de Zarpa Rauda, inmóvil, y un poco más allá el de Centellina.
—Oh, no —susurró Tormenta de Arena, que acababa de trepar al tronco junto a Corazón de Fuego.
—¡Centellina! —aulló Nimbo Blanco.
Sin esperar una orden de su lugarteniente, se lanzó al claro en dirección a la aprendiza.
Corazón de Fuego se puso tenso, temiendo que lo que había atacado a los aprendices apareciera entre los árboles, pero nada se movió. Sintiendo como si sus patas no le pertenecieran, saltó del tronco y se encaminó penosamente hacia Zarpa Rauda.
El aprendiz yacía de costado, las patas extendidas. Su pelaje blanco y negro estaba desgarrado y su cuerpo cubierto de heridas espantosas, hechas por colmillos mucho más grandes que los de cualquier gato. Seguía mostrando los dientes como si gruñera y exhibiendo una mirada rabiosa. Estaba muerto, y Corazón de Fuego vio que había caído luchando.
—Por el Clan Estelar, ¿quién ha hecho esto? —susurró el lugarteniente.
Durante lunas había tenido miedo, y ahora era mucho peor de lo que jamás habría imaginado. A Zarpa Rauda lo habían matado como si fuera una presa. Los cazadores del bosque se habían convertido en cazados. Algo había ocurrido en el bosque, el equilibrio de la vida había cambiado, y durante un momento sintió que el suelo se movía bajo sus patas.
Látigo Gris y Tormenta de Arena se quedaron mirando el cadáver de Zarpa Rauda, demasiado impactados para hablar. Corazón de Fuego sabía que Látigo Gris estaba recordando otro cuerpo cubierto de sangre, reviviendo todo el dolor por la muerte de Corriente Plateada.
—Qué pérdida tan inútil —murmuró el lugarteniente con tristeza—. Ojalá Estrella Azul lo hubiera nombrado guerrero. Ojalá yo le hubiera permitido pelear, en vez de mandarlo a…
Lo interrumpió un chillido de Nimbo Blanco.
—¡Corazón de Fuego! ¡Ven a ver esto! ¡Centellina no está muerta!
El lugarteniente cruzó el claro corriendo hasta Centellina. Su pelaje blanco y canela, que ella tenía siempre tan pulcramente aseado, estaba apelmazado con sangre seca. En un lado del rostro la piel estaba desgarrada, y había sangre donde debería estar el ojo. Tenía una oreja destrozada, y marcas de enormes garras en el hocico.
Corazón de Fuego oyó un gemido ahogado cuando Tormenta de Arena llegó tras él.
—No… —susurró la guerrera melada—. ¡Oh, por el Clan Estelar, no!
El lugarteniente pensó que Nimbo Blanco estaba equivocado y que Centellina estaba muerta, hasta que vio el leve movimiento de su respiración y la sangre que burbujeaba en sus fosas nasales.
—Ve en busca de Carbonilla —ordenó a la guerrera.
Tormenta de Arena salió disparada mientras Látigo Gris se quedaba al lado de Zarpa Rauda, con todos los sentidos alerta por si regresaba el temible enemigo. Corazón de Fuego siguió observando a la malherida Centellina. De algún modo, su miedo había desaparecido. No sentía otra cosa que una calma helada y una determinación feroz de vengar a los jóvenes aprendices. Le pidió al Clan Estelar que estuviera con él y que le diera la fuerza para desatar toda la furia de sus antepasados guerreros sobre aquello que había cometido tal tropelía.
Nimbo Blanco se ovilló junto a la inconsciente aprendiza y empezó a lamerle la cara y las orejas.
—No te mueras, Centellina —suplicó—. Ahora estoy contigo. Carbonilla está de camino. Debes aguantar un poco más.
Corazón de Fuego jamás lo había visto tan destrozado. Deseó que el gato blanco no tuviera que sufrir el mismo dolor que él cuando murió Jaspeada, o el mismo que Látigo Gris cuando perdió a Corriente Plateada.
Una oreja de Centellina se sacudió bajo la tierna lengua de Nimbo Blanco. El ojo que le quedaba se entreabrió y volvió a cerrarse.
—Centellina. —Corazón de Fuego se le acercó más y habló con urgencia—: Centellina, ¿puedes decirnos quién os ha hecho esto?
La aprendiza abrió más el ojo y le clavó una mirada vidriosa.
—¿Qué ha ocurrido? —repitió el joven lugarteniente—. Habla.
Un fino gemido brotó de Centellina, un gemido que poco a poco se transformó en palabras. Corazón de Fuego se quedó mirándola horrorizado cuando comprendió lo que estaba diciendo.
—Manada, manada… —musitó la gata—. Matar, matar…