El sol se elevaba sobre los árboles cuando Corazón de Fuego salió de la guarida de los guerreros. Tras sacudirse un trozo de hoja del pelo, inspiró el aire frío y estiró las patas delanteras.
Después de la Asamblea de la noche anterior, casi se sorprendió al ver que la vida del campamento se desarrollaba como de costumbre. Ceniciento y Nimbo estaban atareados rellenando con palitos el muro exterior. Flor Dorada y Sauce observaban a sus cachorros desde la entrada de la maternidad, donde Centellina se había detenido a jugar con ellos. Y Tormenta Blanca estaba entrando en el claro con la boca llena de carne fresca. Corazón de Fuego podía notar la tensión en el aire, pero de momento sus temores a un ataque parecían haber quedado en nada.
Miró alrededor buscando a Tormenta de Arena, que había encabezado la patrulla del alba, pero por lo visto aún no había regresado. La guerrera no había formado parte de los asistentes a la Asamblea, y Corazón de Fuego anhelaba contarle lo que había sucedido.
—¡Corazón de Fuego! —Era Estrella Azul, que estaba cruzando el claro desde su guarida.
—¿Qué ocurre?
La gata hizo un gesto con la cabeza.
—Vamos a mi guarida. Tenemos que hablar.
Mientras la seguía, el joven reparó en sus nerviosos pasos y en las sacudidas de su cola. Daba la impresión de que estuviera a punto de librar una batalla, aunque no había ningún enemigo a la vista.
Al llegar a la cueva, la gata gris se dirigió a su lecho y se sentó allí frente a Corazón de Fuego.
—Anoche oíste al hipócrita de Estrella Alta —bufó—. Se negó a admitir que sus gatos han estado robando nuestras presas, de modo que sólo hay una cosa que el Clan del Trueno pueda hacer. ¡Debemos atacar!
El joven gato se quedó boquiabierto.
—Pe… pero, Estrella Azul —tartamudeó—, ¡no podemos hacer eso! Nuestro clan no está lo bastante fuerte. —Recordó que podrían tener cuatro guerreros más si la líder hubiera accedido a ascender a los aprendices, pero no se atrevió a mencionarlo—. No podemos permitirnos tener guerreros heridos, o incluso muertos.
La gata clavó sus ojos en él con fiera hostilidad.
—¿Estás diciendo que el Clan del Trueno es demasiado débil para defenderse?
—Defenderse es muy distinto de lanzar un ataque. Además, no hay auténticas pruebas de que el Clan del Viento haya robado…
Estrella Azul enseñó los colmillos. Se le erizó el pelo al levantarse y dar un paso amenazador hacia el lugarteniente.
—¿Me estás cuestionando? —gruñó.
Corazón de Fuego aguantó el tipo con esfuerzo.
—No quiero un derramamiento de sangre innecesario —dijo quedamente—. Todos los indicios nos dicen que hay un perro suelto en el bosque y que es él quien ha estado cazando conejos.
—¡Y yo te digo que los perros no se pasean por ahí solos! Vienen y se van con sus Dos Patas.
—Entonces, ¿de dónde procede el olor a perro?
—¡Silencio! —Estrella Azul blandió una zarpa, y no hirió a Corazón de Fuego en la nariz por los pelos. El joven intentó no moverse—. Viajaremos esta noche y atacaremos al Clan del Viento al amanecer.
Al lugarteniente le dio un vuelco el corazón. Para un guerrero era un honor luchar por su clan, pero nunca se había visto ante una batalla tan injusta como la que proponía su líder. No quería que se derramara sangre de ningún clan sin una buena razón.
—¿Me has oído, Corazón de Fuego? Escoge a los guerreros y dales las órdenes necesarias. Deben estar preparados para cuando se ponga la luna.
Sus ojos eran llamas azules, y el joven casi temió que pudieran convertirlo en un montón de cenizas, al igual que el incendio que había destruido el bosque.
—Sí, Estrella Azul, pero… —empezó.
—¿Acaso tienes miedo del Clan del Viento? —le espetó la vieja líder—. ¿O es que estás tan acostumbrado a achicarte ante el Clan Estelar que no deseas desafiarlo para luchar por los derechos de tu clan? —Se encaminó a un extremo de la guarida, dio media vuelta y retrocedió de nuevo para acercar la cara a su lugarteniente—. Me decepcionas, tú, precisamente. ¿Cómo voy a creer que combatirás con todas tus fuerzas si cuestionas mis órdenes de esta manera? —bufó—. No me dejas opción, Corazón de Fuego. Yo misma dirigiré el ataque.
El joven parpadeó desconcertado. Estrella Azul estaba envejeciendo y perdiendo fuerza, se hallaba en su última vida, no pensaba con claridad. Pero frente a su furia fue incapaz de decir nada y se limitó a bajar la cabeza respetuosamente.
—Como prefieras, Estrella Azul.
—Entonces ve a hacer lo que te he ordenado.
La líder mantuvo su fiera mirada clavada en el joven mientras éste salía de la guarida.
—Vendrás con nosotros, pero recuerda que estaré observándote —gruñó a sus espaldas.
Una vez en el claro, Corazón de Fuego se estremeció como si acabara de emerger de aguas heladas. Su obligación era elegir a los guerreros para el ataque al Clan del Viento y explicarles las órdenes de Estrella Azul, para que estuviesen listos para partir en cuanto se escondiera la luna. Sin embargo, todos y cada uno de sus pelos protestaban por aquello. Era un perro el que había robado los conejos, no el Clan del Viento. ¡El Clan Estelar no podía querer que se atacara a un clan inocente! Estrella Azul estaba completamente equivocada.
Sus pasos lo llevaron a la guarida de Carbonilla. A lo mejor ella podía aconsejarlo. Con su sabiduría y su vínculo especial con el Clan Estelar, quizá la curandera podría ver el mejor camino a seguir. Pero cuando llegó al claro de Carbonilla y la llamó no obtuvo respuesta. Se asomó por la grieta de la roca: la guarida estaba vacía, excepto por los pulcros montones de hierbas a lo largo de una pared.
Al salir por el túnel de helechos, no muy seguro de qué hacer a continuación, vio a Espino cargado con musgo para el lecho de los veteranos. El aprendiz dejó su carga en el suelo al verlo y maulló:
—Carbonilla ha salido a recolectar hierbas, Corazón de Fuego.
—¿Adónde? —preguntó él. Si era cerca del campamento, podría ir a buscarla.
Pero Espino se encogió de hombros.
—No lo sé, lo siento. —Y recogió el musgo para seguir su camino.
Corazón de Fuego se quedó allí unos instantes, con la cabeza dándole vueltas de temor y confusión. No podía pedir consejo a ningún otro gato, porque un lugarteniente jamás debía poner en duda las órdenes de su líder. Ni siquiera podía hablar con Tormenta de Arena, por mucho que lo quisiera, porque el código guerrero la obligaba a obedecer a su líder. Sólo quedaba una esperanza.
Se encaminó despacio a la guarida de los guerreros y se encontró con Pecas, que estaba saliendo en ese momento.
—Voy a dormir un poco —explicó Corazón de Fuego al percibir su mirada inquisitiva—. Quiero estar fresco para la patrulla nocturna. —Se sintió incapaz de contarle lo que en realidad estaba planeado para esa noche.
Los ojos de Pecas se dulcificaron, comprensivos.
—Pareces un poco cansado —maulló—. Estás trabajando demasiado, Corazón de Fuego.
La gata le dio un lametazo en la oreja y se dirigió al montón de carne fresca. Para su alivio, no había ningún otro guerrero en la guarida, así que no tuvo que responder a más preguntas mientras se ovillaba sobre musgo y helecho. Si lograba dormir un poco, a lo mejor conseguía contactar con Jaspeada y pedirle que lo guiara.
Entonces recordó su anterior sueño, cuando buscaba a Jaspeada en la oscuridad de un temible bosque sin dar con ella.
—Oh, Jaspeada, ven a mí ahora —murmuró—. Te necesito, tengo que averiguar qué quiere el Clan Estelar que haga.
Se hallaba en la frontera del territorio del Clan del Viento, contemplando la extensión de páramo desierto. Una fría brisa ondulaba la hierba, alborotando el pelo del joven lugarteniente. El páramo estaba limitado por una misteriosa luz que ocultaba el horizonte y las tierras a espaldas de Corazón de Fuego. Éste miraba hacia atrás, esperando ver los robles de los Cuatro Árboles —aunque no recordaba haber atravesado el bosque—, pero no había nada más que aquel débil resplandor amarillo. No se veía ningún gato.
—¿Jaspeada? —maullaba vacilante.
No había respuesta, pero creía percibir un leve rastro del dulce aroma de la gata que siempre anunciaba su presencia. Se ponía tenso, alzando la cabeza y abriendo la boca para absorber el adorado olor.
—¡Jaspeada! —repetía—. Por favor, ven… te necesito muchísimo.
Lo invadía una súbita calidez, y una delicada voz le susurraba:
—Estoy aquí, Corazón de Fuego.
Sentía que Jaspeada estaba detrás de él y que si giraba la cabeza la vería. Pero no podía moverse. Era como si lo inmovilizaran unas frías mandíbulas, forzándolo a mirar el páramo barrido por el viento.
Mientras permanecía inmóvil, percibía poco a poco que Jaspeada no estaba sola. Hasta su nariz llegaba otro olor, dolorosamente familiar.
—¿Fauces Amarillas? —musitaba—. ¿Eres tú?
Notaba en el pelo un leve suspiro y creía oír el ronco ronroneo de Fauces Amarillas.
—¡Oh, Fauces Amarillas! —exclamaba—. Cuánto te he echado de menos. ¿Te encuentras bien? ¿Has visto lo bien que lo está haciendo Carbonilla?
Las palabras le salían a borbotones de la emoción, contento de reunirse con su vieja amiga, pero no había respuesta, aunque le parecía que el ronroneo se volvía más intenso.
Entonces la voz de Jaspeada le susurraba suavemente al oído:
—Te he traído aquí por una razón, Corazón de Fuego. Mira este lugar; recuérdalo. Aquí es donde no se librará una batalla, donde no se derramará sangre.
—Entonces dime cómo impedirlo —suplicaba él, consciente de que la gata se refería a los planes de Estrella Azul.
Pero no había respuesta, sólo un breve suspiro que se desvanecía en el viento. La parálisis que lo atenazaba comenzaba a desaparecer y Corazón de Fuego se volvía en redondo, pero Jaspeada y Fauces Amarillas se habían marchado. Olisqueaba el aire, ansioso por percibir el último rastro de su aroma, pero no había nada.
—¡Jaspeada! —aullaba—. ¡Fauces Amarillas! ¡No os vayáis!
La luz empezaba a cambiar, para convertirse en la habitual luz diurna de una mañana otoñal; y, en vez del páramo, Corazón de Fuego vio sobre él un desigual entramado de ramas contra el cielo: la cubierta de la guarida de los guerreros dañada por el incendio. Estaba de costado sobre el musgo, resollando.
—¿Corazón de Fuego? —preguntó una voz angustiada a sus espaldas, y al volverse se encontró con Tormenta de Arena.
La gata le lamió las orejas.
—¿Estás bien?
—Sí… sí. Estoy bien. —Se incorporó a duras penas y agitó las orejas para sacudirse los restos de musgo—. Sólo estaba soñando, nada más.
—Te estaba buscando —maulló Tormenta de Arena—. No hemos visto nada sospechoso en la patrulla del alba. Musaraña me ha contado lo que sucedió en la Asamblea. Y el montón de carne fresca está prácticamente vacío. He pensado que podríamos ir a cazar.
—No puedo, ahora mismo no. Tengo cosas que hacer. Pero puedes organizar una partida de caza; sería estupendo.
La guerrera se quedó mirándolo mientras su expresión preocupada se desvanecía.
—Vale, muy bien, si estás demasiado ocupado… —Sonó ofendida, pero Corazón de Fuego no sabía cómo explicarse—. Me llevaré a Pecas y Fronde Dorado.
La gata se levantó y salió de la guarida sin mirarlo de nuevo.
Corazón de Fuego se lamió una pata y se la pasó por la cara, aferrándose al preciado recuerdo de su sueño. «No se librará una batalla, no se derramará sangre», se repitió. ¿Estaría Jaspeada intentando decirle que no se inquietara? ¿Que de algún modo el Clan Estelar impediría el enfrentamiento? ¿O estaba diciéndole que era él quien debía encargarse de que no se derramara sangre?
Se sintió tentado de dejarlo todo en manos del Clan Estelar. ¿Qué podía hacer él, cuando su líder le había dado órdenes concretas? Pero, si obedecía a Estrella Azul, ¿no estaría yendo en contra de la voluntad del Clan Estelar? Y más aún, ¿contra todos sus instintos de lo que era correcto para su clan?
Corazón de Fuego tomó una decisión. Fuera lo que fuese lo que tuviera que hacer, el Clan del Trueno no debía luchar contra el Clan del Viento.