Corazón de Fuego resollaba intentando recuperar el aliento, y le dolía la mejilla por el zarpazo que había recibido. Mientras se levantaba tambaleante, Centellina retrocedió un par de pasos.
—No te he hecho daño, ¿verdad? —preguntó nerviosa la aprendiza canela y blanca.
—No; estoy bien —contestó Corazón de Fuego con voz ahogada—. ¿Tormenta Blanca te ha enseñado ese movimiento? No lo he visto venir. Bien hecho.
Intentando no cojear, cruzó la hondonada de entrenamiento hacia Zarpa Rauda, Espino y Nimbo, que presenciaban la escena. Había estado evaluando las técnicas de lucha de los aprendices, y todos habían resistido bien frente a él.
—Me alegro de que estéis en mi bando —maulló—. No me gustaría enfrentarme a vosotros en una batalla. He hablado con vuestros mentores, y creen que estáis preparados, así que voy a preguntarle a Estrella Azul si podéis convertiros en guerreros.
Tres aprendices intercambiaron miradas de emoción. Nimbo procuró aparentar indiferencia, pero en sus ojos también había un brillo de expectación.
—De acuerdo —continuó Corazón de Fuego—. Cazad en el camino de vuelta al campamento y encargaos de que coman los veteranos y las reinas. Después podéis comer vosotros.
—Si es que queda algo —maulló Zarpa Rauda.
El lugarteniente lo miró. En ocasiones, Zarpa Rauda imitaba las muestras de descontento de su mentor Rabo Largo, que había sido íntimo aliado de Garra de Tigre, pero esta vez el aprendiz parecía bromear. Los cuatro jóvenes se levantaron de un salto y salieron disparados de la hondonada de entrenamiento. Corazón de Fuego oyó cómo Centellina le gritaba a Nimbo:
—¡Te apuesto lo que sea a que cazo más presas que tú!
Mientras los seguía más despacio, pensó que había pasado una eternidad desde los días en que él se sentía así de despreocupado. Bajo el peso de sus responsabilidades como lugarteniente, en ocasiones se sentía más viejo que los veteranos. El clan estaba sobreviviendo, consiguiendo encontrar comida y reconstruir el campamento arrasado, pero todos los guerreros estaban trabajando al límite de sus fuerzas. Corazón de Fuego estaba atareado desde el alba hasta la noche, y todos los días se iba a dormir con tareas pendientes. «¿Cuánto tiempo podremos seguir así? —se preguntó—. Y no será más fácil cuando llegue la estación sin hojas, sino más difícil». Las pocas hojas que el incendio había dejado en los árboles ya estaban volviéndose rojas y doradas. Al detenerse en lo alto de la hondonada, notó que una brisa fría le alborotaba el pelo, aunque el sol brillaba con intensidad.
Regresó silenciosamente al campamento y se quedó un momento en la entrada, mirando alrededor. Cebrado, que estaba al mando de la reconstrucción, había empezado a rellenar los huecos entre las ramas de la guarida de los guerreros. Con él estaban trabajando Manto Polvoroso y los dos aprendices más jóvenes, Frondina y Ceniciento.
En el otro extremo del campamento, vio a Carbonilla de camino a la guarida de los veteranos, cargada con unas hierbas.
En el centro del claro, los dos cachorros de Flor Dorada estaban jugando con el de Cola Pintada. Las dos reinas los observaban cerca de la entrada de la maternidad. Sauce también estaba allí, protegiendo a su camada, casi recién nacida, de los rudos juegos de los mayores.
Los ojos de Corazón de Fuego se posaron en Pequeño Zarzo, el hijo mayor de Flor Dorada. Su cuerpo fuerte y musculoso y su pelaje marrón oscuro resultaban perturbadoramente familiares; ningún gato que lo viera dudaría de que Estrella de Tigre era su padre. Esa idea siempre incomodaba a Corazón de Fuego, así que trató de apartarla. Lógicamente, debería sentir el mismo recelo hacia la hermana del cachorro, Pequeña Trigueña, pero, aunque eran del mismo padre, la gata no compartía la desgracia de parecerse a él como dos gotas de agua. El lugarteniente sabía que era injusto culpar a Pequeño Zarzo por los crímenes de su padre.
Por otro lado, no podía olvidar la imagen del cachorro aferrado a la rama de un árbol en llamas, aullando de terror mientras él intentaba alcanzarlo. Y tampoco podía olvidar que, mientras estaba rescatando a Pequeño Zarzo, el fuego atrapó a Fauces Amarillas en el campamento. ¿Había sacrificado a Fauces Amarillas por salvar al hijo de Garra de Tigre?
De pronto, un chillido agudo sonó en el grupo de cachorros. Pequeño Zarzo se había abalanzado sobre Copito de Nieve y lo tenía clavado al suelo con sus garras. El chillido procedía del robusto cachorro blanco, que ni siquiera parecía estar defendiéndose.
Corazón de Fuego se acercó como un rayo y embistió a Pequeño Zarzo para separarlo de su víctima.
—¡Ya basta! —gruñó—. ¿Qué pretendes?
El pequeño atigrado oscuro se levantó; sus ojos ámbar llameaban de asombro e indignación.
—¿Y bien? —quiso saber el lugarteniente.
Pequeño Zarzo se sacudió la tierra de encima.
—No pasa nada, Corazón de Fuego. Sólo estábamos jugando.
—¿Sólo jugando? Entonces, ¿por qué ha chillado así el hijo de Cola Pintada?
La ira desapareció de los ojos de Pequeño Zarzo y se encogió de hombros.
—Y yo qué sé. No sabe jugar.
—¡Pequeño Zarzo! —Flor Dorada se acercó a su hijo—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Si alguien chilla, suéltalo. Y no seas grosero con Corazón de Fuego. Recuerda que es nuestro lugarteniente.
Pequeño Zarzo miró a Corazón de Fuego y luego apartó la vista.
—Lo siento —masculló.
—Bien, pues que no vuelva a pasar —le espetó Corazón de Fuego.
Pequeño Zarzo fue hasta Copito de Nieve, todavía encogido en el suelo. Cola Pintada estaba lamiendo briosamente su pelaje blanco.
—Vamos, levántate —maulló la reina—. No estás herido.
—Sí, vamos, Copito de Nieve —dijo Pequeño Zarzo, pasando la lengua por la oreja del cachorro—. No lo he hecho aposta. Vamos a jugar, y esta vez tú puedes ser el líder de clan.
Pequeña Trigueña estaba sentada a unas colas de distancia, con el rabo enroscado en las patas.
—Copito de Nieve no es nada divertido —intervino—. Nunca se le ocurren buenos juegos.
—¡Pequeña Trigueña! —Flor Dorada le dio una leve colleja—. No seas tan desagradable. No sé qué os pasa hoy a vosotros dos.
Copito de Nieve seguía echado en el suelo, y se levantó sólo cuando su madre lo puso en pie a empujones.
—Quizá deberíais ir a que lo examinara Carbonilla —le sugirió Corazón de Fuego a la reina atigrada.
Cola Pintada se volvió hacia él, fulminándolo con la mirada.
—¡A mi cachorro no le pasa nada malo! —gruñó—. ¿Acaso estás diciendo que no sé cuidar de él?
Luego le dio la espalda y guió a Copito de Nieve de vuelta a la maternidad.
—Es muy protectora con su hijo —explicó Flor Dorada—. Seguramente porque sólo tiene uno. —Miró afectuosamente a sus dos cachorros, que ahora correteaban juntos.
Corazón de Fuego fue a sentarse a su lado, incómodo por la dureza con que había hablado a Pequeño Zarzo.
—¿Les has contado que su padre es ahora el líder del Clan de la Sombra? —le preguntó en voz baja.
La reina lo miró de soslayo.
—No, todavía no —admitió—. Se pondrían a alardear, y entonces alguien les contaría el resto de la historia.
—Acabarán enterándose antes o después.
Durante unos momentos, la reina rojiza se limpió el pecho vigorosamente.
—He visto cómo los miras —dijo entonces—. Sobre todo a Pequeño Zarzo. No es culpa suya si parece una copia de Garra de Tigre. Pero otros gatos también lo miran así. Quiero que mis hijos crezcan felices, sin sentirse culpables por algo que sucedió cuando ellos eran apenas unos recién nacidos. Quizá sea más fácil ahora, si Estrella de Tigre se convierte en un gran líder. Puede que al final incluso se sientan orgullosos de él.
Corazón de Fuego agitó las orejas, incómodo, incapaz de compartir el optimismo de la gata.
—Los dos te respetan, ¿sabes? —continuó ella—. Y más desde que salvaste a Pequeño Zarzo del fuego.
El lugarteniente no sabía qué decir. Se sentía culpable por su hostilidad hacia Pequeño Zarzo, porque, por mucho que lo intentara, no podía evitar ver en el cachorro a su asesino padre.
—A mí me parece que eres tú quien debería contarles lo de Garra de Tigre —maulló Flor Dorada, mirándolo con vehemencia—. Después de todo, eres el lugarteniente. Viniendo de ti, se lo tomarían bien… y yo sé que les dirías la verdad.
—¿Crees… crees que debería contárselo ahora? —balbuceó Corazón de Fuego. Flor Dorada hablaba de un modo que sonaba a desafío.
—No, ahora no —contestó la gata con calma—. Solamente cuando te sientas preparado. Y cuando consideres que ellos lo están —añadió—. Pero no dejes pasar demasiado tiempo.
Corazón de Fuego inclinó la cabeza.
—Lo haré —prometió—. E intentaré que les resulte lo más fácil posible.
Antes de que la reina pudiera contestar, Pequeño Zarzo llegó patinando hasta ellos con su hermana a la zaga.
—¿Podemos ir a ver a los veteranos? —preguntó con ojos centelleantes—. ¡Tuerta nos prometió contarnos grandes historias!
Flor Dorada ronroneó con indulgencia.
—Sí, por supuesto. Llevadle algo del montón de carne fresca… hay que ser educados. Y volved antes de que se ponga el sol.
—¡Volveremos! —exclamó Pequeña Trigueña, y echó a correr por el claro, gritando por encima del hombro—: ¡Voy a escoger un ratón para Tuerta!
—¡No, de eso nada; lo haré yo! —chilló Pequeño Zarzo, corriendo tras ella.
—Bueno —dijo Flor Dorada, volviéndose hacia Corazón de Fuego—, si ves algo malo en esos cachorros, dímelo, porque yo no lo veo.
Se levantó y sacudió una pata tras otra antes de entrar en la maternidad. Corazón de Fuego la observó marcharse. De algún modo, había conseguido enfadar a Cola Pintada y Flor Dorada a la vez. Aunque ésta confiaba en él, era evidente que le costaba perdonarle sus sentimientos encontrados hacia Pequeño Zarzo… sentimientos que él no estaba cerca de lograr superar.
Suspirando, se levantó y se dio cuenta de que era hora de organizar la patrulla del atardecer. Al alejarse de la maternidad, reparó en Fronde Dorado, que estaba rondando como si quisiera hablar con él.
—¿Algún problema? —le preguntó al joven guerrero.
—No lo sé. Es sólo que he visto lo sucedido con el hijo de Cola Pintada y…
—No irás a decirme que he sido demasiado duro con Pequeño Zarzo, ¿verdad?
—No, Corazón de Fuego, por supuesto que no. Pero… creo que podría haber algún problema con Copito de Nieve.
Corazón de Fuego sabía que el guerrero marrón dorado no se lo diría por una nimiedad.
—Sigue —lo animó.
—He estado observándolo. —Arañó el suelo con expresión de apuro—. Yo… bueno, tenía la esperanza de que Estrella Azul me escogiera para ser su mentor, así que quise conocerlo. Y creo que a Copito de Nieve le ocurre algo. No juega como los demás. No parece reaccionar cuando algún gato le habla. Ya conoces a los cachorros, fisgonean en todo… pero Copito de Nieve no es así. Creo que Carbonilla debería examinarlo.
—Yo le he sugerido eso mismo a Cola Pintada y casi me arranca las orejas.
Fronde Dorado se encogió de hombros.
—A lo mejor no quiere admitir que a su hijo le pasa algo.
Corazón de Fuego se quedó pensando un momento. Copito de Nieve parecía lento y apático comparado con los demás cachorros. Era mucho mayor que los hijos de Flor Dorada, pero no estaba igual de desarrollado.
—Déjamelo a mí —decidió—. Hablaré con Carbonilla. Ella encontrará la manera de examinar al pequeño sin disgustar a Cola Pintada.
—Gracias. —Fronde Dorado parecía aliviado.
—Mientras tanto, ¿puedes encabezar la patrulla del atardecer? Pide a Musaraña y Pecas que vayan contigo.
Fronde Dorado se cuadró.
—Desde luego. Iré a buscarlas de inmediato.
El joven cruzó el claro con la cola erguida. Cuando estaba a unos zorros de distancia, el lugarteniente lo llamó de nuevo.
—¡Por cierto, Fronde Dorado! —maulló, contento de dar buenas noticias por una vez—, cuando Copito de Nieve esté preparado hablaré con Estrella Azul para que te deje ser su mentor.
Antes de ir a ver a Carbonilla visitó a Estrella Azul para informarle del examen a los aprendices. La líder estaba sentada fuera de su guarida, en una zona soleada, y Corazón de Fuego pensó esperanzado que a lo mejor volvía a ser la misma de antes. Pero sus ojos azules parecían cansados cuando lo saludó, y a su lado había una pieza de carne fresca devorada sólo a medias.
—Dime, Corazón de Fuego —maulló cuando él se acercó—, ¿qué puedo hacer por ti?
—Tengo buenas noticias, Estrella Azul. —El lugarteniente intentó sonar alegre—. Hoy he evaluado a los cuatro aprendices mayores. Lo han hecho muy bien. Creo que ha llegado la hora de nombrarlos guerreros.
—¿Los aprendices mayores? —Sus ojos se llenaron de confusión—. ¿Quieres decir Fronde y… y…?
A Corazón de Fuego se le cayó el alma a los pies. ¡La líder ni siquiera recordaba qué gatos eran aprendices!
—No —maulló con paciencia—. Me refiero a Nimbo, Centellina, Zarpa Rauda y Espino.
La gata cambió de postura.
—Eso es lo que pretendía decir —espetó—. ¿Y quieres que sean guerreros? Eh… recuérdame quiénes son sus mentores, por favor.
—El mentor de Nimbo soy yo —empezó, procurando que su voz no reflejara su creciente abatimiento—. Los demás son Rabo Largo…
—Rabo Largo —lo interrumpió—. Ah, sí… uno de los amigos de Garra de Tigre. ¿Por qué le adjudicamos un aprendiz si no podemos fiarnos de él?
—Rabo Largo escogió quedarse en el Clan del Trueno cuando Garra de Tigre se marchó.
Estrella Azul soltó un resoplido.
—Eso no significa que podamos fiarnos de él. No podemos fiarnos de ninguno de ellos. Son traidores, y entrenarán a más traidores. ¡No nombraré guerrero a ninguno de sus aprendices! —Hizo una pausa mientras el lugarteniente la miraba horrorizado, y luego añadió—: Sólo al tuyo, Corazón de Fuego. Únicamente tú me eres fiel. Nimbo puede convertirse en guerrero, pero los demás no.
El joven no sabía qué decir. Aunque el clan parecía contento de tener a Nimbo de vuelta tras su huida con los Dos Patas, Corazón de Fuego preveía problemas si su aprendiz llegaba a ser guerrero y los otros no. Además, a Nimbo no le haría ningún bien recibir un honor que los otros se merecían tanto como él.
Corazón de Fuego reprimió un creciente pánico al comprender que eso significaba que, de momento, ninguno de los aprendices sería guerrero, aunque el clan los necesitaba desesperadamente. Se dio cuenta de que no se podía razonar con la líder en su estado.
—Eh… gracias, Estrella Azul —maulló al cabo, disponiéndose a marcharse—. Creo que podemos esperar un poco. Más entrenamiento no les hará ningún daño.
Y finalmente se fue, dejando a la líder con la misma mirada ausente.