En el interior de «la caseta que se mueve» estaba muy oscuro. El líder de la manada oía el sonido de zarpas arañando y sentía el lustroso pelaje del perro que tenía al lado, pero no veía nada. El olor a perro le colmaba las fosas nasales, y más allá percibía también olor a bosque quemado.
Permaneció sentado incómodamente en el vibrante suelo hasta que «la caseta que se mueve» se detuvo de golpe. Oyó voces de hombres fuera. Entendió algunas palabras: «Fuego… ojos bien abiertos… perros guardianes».
Captó el olor a miedo de los hombres, junto con el agridulce de la madera cortada. Recordó haber ido a ese mismo sitio la noche anterior, y la anterior, muchas más noches de las que valía la pena. Había patrullado el recinto con el resto de la manada, inspeccionando los olores en busca de intrusos, listo para expulsarlos.
El perro gruñó bajito, dejando al descubierto sus afilados colmillos. La manada era fuerte. Podían correr y matar. Ansiaban sangre caliente, el olor a terror de las presas antes de morir. Pero en cambio permanecían encerrados, alimentándose con la comida que les lanzaban los hombres, obedeciendo sus órdenes.
El perro se alzó sobre sus potentes patas traseras y sacudió las puertas golpeándolas con su enorme cabeza negra y marrón. Levantó la voz en un ladrido que retumbó en aquel espacio cerrado:
—¡Fuera! ¡Fuera, manada! ¡Fuera ya!
El resto de los perros unieron su voz a la suya:
—¡Fuera, manada! ¡Corre, manada!
Como en respuesta, las puertas de «la caseta que se mueve» se abrieron de par en par. A la luz del anochecer, el líder de la manada vio al hombre plantado allí, bramando una orden.
El líder fue el primero en saltar al suelo, cerca de un montón de troncos apilados en el centro del recinto. Sus patas levantaron pequeñas nubes de ceniza y hollín. El resto de los perros lo siguieron, formando un torrente de cuerpos negros y marrones.
—¡Adelante, manada! ¡Adelante, manada! —ladraban.
El líder se paseó con impaciencia a lo largo de la valla que los separaba del bosque. Al otro lado de la valla, árboles con el tronco carbonizado se apoyaban unos contra otros o reposaban en el suelo. Más lejos, una barrera de árboles intactos susurraban movidos por la brisa.
De las sombras vegetales manaban aromas tentadores. Los músculos del líder se tensaron. Ahí fuera, en el bosque repleto de presas, la manada podría correr en libertad. No habría hombres que los encadenaran ni les dieran órdenes. Se alimentarían siempre que quisieran, porque ellos serían los más fuertes.
—¡Libres! —ladraba el líder—. ¡Manada libre! ¡Libre pronto!
Se acercó a la verja y pegó el hocico a la malla metálica, aspirando profundamente los aromas del bosque. Muchos olores eran nuevos para él, pero había uno que conocía bien, más intenso que los demás: el olor de su enemigo y su presa.
¡Gatos!
Había caído la noche; las ramas peladas de los árboles ennegrecidos se recortaban contra el claro de luna. En la penumbra, los perros se movían de un lado a otro, como sombras oscuras en la noche. Las patas pisaban silenciosamente entre hollín y serrín. Los músculos se tensaban bajo sus relucientes pelajes. Los ojos centelleaban. Las mandíbulas abiertas mostraban dientes afilados y lenguas colgando.
El líder olfateaba a lo largo de la valla, buscando un lugar concreto situado en el extremo opuesto de donde el hombre pasaba las noches. Tres días atrás, el perro había descubierto un estrecho agujero que llevaba al otro lado de la verja. Al instante supo que aquélla sería la ruta hacia la libertad.
—Agujero. ¿Dónde agujero?
Entonces encontró el sitio en que la tierra del recinto se hundía formando un hueco. Arañó el suelo con una de sus grandes zarpas y luego levantó la cabeza para ladrar a sus seguidores:
—Aquí. Agujero, agujero. Aquí.
Notaba la ansiedad de sus compañeros, una ansiedad tan afilada como las espinas y tan acre como la carroña. Todos se acercaron entonces deprisa a su líder, respondiendo a su ladrido:
—Agujero. Agujero.
—Más grande, agujero más grande —prometió el líder—. Pronto huir.
Empezó a arañar de nuevo el suelo con toda la fuerza de su musculoso cuerpo. La tierra volaba por los aires a medida que el agujero debajo de la valla metálica se volvía más ancho y profundo. Los demás perros daban vueltas alrededor, olisqueando el aire nocturno que arrastraba los aromas del bosque. Babeaban ante la idea de hincar los colmillos en presas vivas.
El líder se detuvo e irguió las orejas, por si el hombre iba a ver qué hacían. Pero no había peligro: su olor llegaba de muy lejos.
El perro pegó la barriga al suelo y se retorció a través del agujero. La valla le arañó el lomo. Hizo fuerza con las patas traseras, impulsándose, hasta que logró salir al bosque, fuera del recinto.
—Libres ya —ladró—. ¡Vamos! ¡Vamos!
El agujero se hacía más grande con cada perro que se abría paso para llegar junto a su líder, entre los árboles quemados. Se paseaban arriba y abajo, metiendo el hocico en los huecos que formaban las raíces de los árboles, escudriñando la oscuridad con ojos que brillaban con un fuego frío.
Cuando el último perro se arrastró por debajo de la valla, el líder de la manada levantó la cabeza y soltó un ladrido triunfal.
—Correr. Manada libre. ¡Correr ya!
Y se volvió hacia los árboles para alejarse dando saltos; sus potentes músculos se movían con un ritmo fluido. La manada fue tras él; sus oscuras formas destellaban a través de la noche forestal. «Manada, manada —pensaban—. Correr, manada».
El bosque entero era de ellos, y en sus pensamientos había un único instinto: «Matar, matar».