CÓMO HACER CRECER UN JARDÍN

Ahora ya sabíamos toda la verdad.

Tendríamos que continuar en aquel cuarto hasta que muriera el abuelo. Y se me ocurrió aquella noche, cuando me sentía triste y deprimida, que mamá a lo mejor sabía desde el principio que su padre no era de los que perdonan nunca nada.

—Pero —dijo mi animado y optimista Christopher— se podría morir cualquier día. Así es como ocurre con las enfermedades del corazón. Se le desprende un coágulo y se le mete en el corazón o en un pulmón y lo apaga como a una vela.

Chris y yo nos dijimos muchas cosas crueles e irreverentes, pero nos dolía el corazón, porque sabíamos que estaba mal, y que estábamos siendo irrespetuosos para curarnos el dolor de nuestro sangrante amor propio.

—Fíjate —me dijo Chris—, como vamos a tener que estar aquí algo más de tiempo, podríamos dedicarnos con más precisión a tranquilizar a los gemelos, y también a nosotros mismos, haciendo más cosas entretenidas. Y bien sabe Dios que si nos proponemos podemos imaginarnos cosas la mar de raras y fantásticas.

Teniendo un ático lleno de cosas viejas y grandes armarios llenos de ropa vieja, maloliente, pero de todas formas muy curiosas, se siente uno inspirado a organizar comedias, naturalmente. Y como un día yo me iba a dedicar a las tablas, sería la productora, la directora y la coreógrafa, además de la estrella. Chris, naturalmente, haría todos los papeles de hombre, y los gemelos podrían representar los papeles secundarios.

Pero no querían. Lo que ellos querían era hacer de público.

Era una verdadera lástima que no tuvieran dinero para comprar las entradas.

—Llamaremos a esto el ensayo general —decidió Chris—. Y como tú eres todo el resto y además lo sabes todo sobre el teatro, te encargas de escribir el guión.

¡Vaya!, ¡como si hubiera necesidad de escribir el guión! Ahora se me presentaba la oportunidad de representar el papel de Scarlett O'Hara. Teníamos el armazón que había que ponerse bajo las amplias faldas de volantes y los corsés que le aprietan a una hasta no dejarla respirar, y también la ropa que tenía que vestir Chris, y sombrillas de fantasía con unos pocos agujeros. Los baúles y los armarios nos ofrecían abundante material para seleccionar lo mejor; yo me pondría el mejor vestido, sacado de uno de los armarios, y la ropa interior y las enaguas salieron de uno de los baúles. Me rizaría el pelo con trapos, de manera que cayese en rizos largos y en espiral, y me pondría en la cabeza un viejo sombrero ancho de paja italiana, cubierto de flores de seda ajadas y con una cinta de satén verde que estaba ya volviéndose parda por los bordes. El vestido de volantes, que iría sobre el armazón de alambre, era de una tela muy fina, como espumilla.

Me parecía que, en otros tiempos, pudo haber sido rosa, pero ahora resultaba difícil adivinar de qué color era.

Rhett Butler llevaba su clásico traje de fantasía, de pantalones color crema, y una chaqueta de terciopelo marrón con botones de perla, y debajo un chaleco de satén con rosas de un rojo pálido esparcidas sobre la tela.

—Ven, Scarlett —me decía—, tenemos que escaparnos de Atlanta antes de que llegue Sherman e incendie la ciudad.

Chris había tendido cuerdas sobre las cuales pusimos sábanas, para que sirviesen de telones, y nuestro público de dos personas estaba pateando impaciente, deseoso de ver el incendio de Atlanta. Yo seguí a Rhett a la «escena», y estaba dispuesta a provocar e irritar, flirtear y encantar, y a incendiarle a él antes de fugarme en busca de un Ashley Wilkes de pelo rubio claro, pero precisamente en aquel momento uno de mis sucios volantes quedó cogido debajo de mi zapato, demasiado grande y de aspecto extraño, y me caí aparatosamente, mostrando al público los pantalones sucios, con encajes colgando en cintas astrosas. El público me aplaudió atronadoramente, pensando que aquella caída era parte de la obra.

—¡Se acabó la comedia! —anuncié, mientras me quitaba la ropa vieja y maloliente.

—¡Vamos a comer! —gritó Carrie, que era capaz de cualquier cosa con tal de hacernos bajar a todos de aquel despreciado ático.

Cory hizo pucheros, mirando a su alrededor.

—Ojalá tuviéramos jardín aquí también —dijo, tan ansiosamente que casi dolía—: No me gusta columpiarme cuando no hay flores que se muevan con el viento.

Su pelo color lino había crecido tanto que ya le llegaba hasta el cuello de la camisa, rizándose en bucles, mientras el de Carrie le colgaba hasta mitad de la espalda y se rizaba como las olas de una cascada. Los dos iban de azul, porque era lunes, y teníamos un color para cada día. El amarillo era nuestro color de los domingos, y el rojo tocaba los sábados.

El deseo que Cory había expresado con palabras dejó pensativo a Chris, que se puso a dar despacio la vuelta al enorme ático, abarcándolo con mirada aquilatadora.

—La verdad es que este ático es un lugar triste y sombrío —manifestó como pensando—. Pero, ¿por qué no podríamos nosotros usar nuestro talento de manera constructiva, y transformarlo, convirtiendo esta fea oruga en una brillante mariposa voladora?

Nos sonrió a mí y a los gemelos de manera tan encantadora y convincente que quedé inmediatamente convencida. Sería divertido tratar de embellecer aquel feo lugar, y dar a los gemelos el colorido jardín de pega en que podrían columpiarse y gozar de algo bello. Claro es que nunca podríamos decorar el ático entero, porque era enorme, y un día de éstos se moriría el abuelo y tendríamos que abandonarlo, para no volver nunca más a él.

Ardíamos de impaciencia por ver a mamá aquella tarde, y cuando por fin llegó, Chris y yo le contamos entusiasmados nuestros planes de decorar el ático de manera que quedara convertido en un alegre jardín que no asustara a los gemelos. Por un momento, sus ojos reflejaron la más extraña de las expresiones.

—Bueno, vamos a ver —dijo, animadamente—, si queréis embellecer este ático, lo primero que tenéis que hacer es limpiarlo, y yo os ayudaré lo mejor que pueda.

Mamá nos subió a hurtadillas estropajos, cubos, escobas, cepillos de fregar y cajas de jabón en polvo. Se puso con nosotros, de rodillas, a frotar bien los rincones y las esquinas del ático y también debajo de los enormes muebles. Yo me maravillaba de que nuestra madre supiera fregar y limpiar tan bien. Cuando vivíamos en Gladstone, teníamos una asistenta que venía dos veces a la semana y se encargaba de todo el trabajo duro y fatigoso, que enrojecería las manos de mamá y le rompería las uñas. Y aquí la teníamos, a gatas, con astrosos vaqueros azules y una camisa vieja, y el pelo recogido en la nuca en moño; verdaderamente, la admiraba, porque era un trabajo duro, fatigoso y degradante, y nunca se quejaba, sino que se reía y charlaba y daba la impresión de que todo aquello tenía mucha gracia.

En una semana de trabajar de firme, dejamos el ático todo lo limpio que cabía esperar. Luego mamá nos trajo insecticida para acabar con los bichos que se nos habían escapado mientras limpiábamos. Barrimos arañas y otros insectos muertos casi a toneladas. Los tiramos por una de las ventanas de atrás, de donde caían a una parte inferior del tejado. Luego las lluvias se lo llevaron todo a la cuneta, donde los pájaros los encontraron y se dieron un tétrico banquete, mientras nosotros cuatro, sentados en el alféizar de una ventana, mirábamos. Nunca llegamos a ver un ratón o una rata, pero sí sus excrementos. Nos imaginamos que estarían escondidos, esperando que terminase toda aquella actividad para volver a salir de sus guaridas oscuras y secretas.

Una vez limpio el ático, mamá nos trajo plantas verdes y una amarilis espinosa que, al parecer, florecería en Navidad. Yo torcí el gesto cuando la oí decir esto, porque para Navidad ya no estaríamos allí.

—Nos la llevaremos con nosotros —dijo mamá, acariciándome la mejilla—. Cuando nos vayamos de aquí, nos llevaremos con nosotros todas nuestras plantas, de manera que no pongas esa cara ni te deprimas. No es cosa de dejar nada que esté vivo y necesite la luz del sol en este ático.

Pusimos las plantas en la clase del ático, porque en aquel cuarto las ventanas daban al Este. Felices y contentos, bajamos todos las estrechas escaleras y mamá se lavó en nuestro cuarto de baño, cayendo luego, exhausta en su silla especial. Los gemelos se subieron a su regazo, mientras yo ponía la mesa para comer. Fue un buen día, porque se quedó con nosotros hasta la hora de cenar, y luego suspiró y dijo que se tenía que marchar. Su padre exigía todo su tiempo y quería saber lo que hacía todos los sábados y por qué tardaba tanto en volver.

—¿No puedes subir un momento a vernos a la hora de acostarnos? —preguntó Chris.

—Es que esta noche voy al cine —contestó ella, con voz suave y uniforme—. Pero, así y todo, antes de salir subiré a veros de nuevo. Tengo unas cajitas de pasas para que piquéis algo entre comidas, se me olvidó traéroslas esta vez.

A los gemelos les volvían locos las uvas pasas, y yo me alegré por ellos.

—¿Vas sola al cine? —le pregunté.

—No, hay una chica que conozco desde niña y que solía ser mi mejor amiga; ahora está casada. Voy al cine con ella y su marido. Viven a poca distancia de aquí —se levantó y se acercó a las ventanas, y cuando Chris hubo apagado las luces, apartó un poco las cortinas y señaló en dirección a la casa donde vivía su mejor amiga—. Elena tiene dos hermanos solteros. Uno está estudiando para abogado y va a la Facultad de Derecho de Harvard; el otro es jugador profesional de tenis.

—¡Mamá! —grité—. ¿Estás saliendo con uno de esos hermanos?

Ella rió y dejó caer las cortinas.

—Anda, Chris, enciende la luz. No, Cathy, no estoy saliendo con nadie. Si quieres que te diga la verdad, preferiría acostarme ahora mismo, de lo cansada que estoy. Y, además, nunca me gustaron las comedias musicales, pero Elena no hace más que insistir en que tengo que salir con ella, y yo siempre le digo que no, aunque ella no deja de insistir. No quiero que la gente se pregunte qué hago metida en casa todos los fines de semana, y por eso, de vez en cuando, tengo que salir en barco, o ir al cine.

Transformar el ático en un lugar que fuese siquiera bonito parecía cosa difícil, pero convertirlo en un bello jardín era algo que sobrepasaba todas las posibilidades. Iba a costarnos un tremendo esfuerzo y toda nuestra capacidad creativa, pero aquel dichoso hermano mío estaba convencido de que nos saldríamos con la nuestra en un momento. No tardó en convencer de tal manera a nuestra madre que todos los días que iba a la academia a dar clases de secretariado volvía trayéndonos libros de estampas para colorear de los que podíamos recortar flores ya dibujadas. Nos trajo también pinturas de acuarela, muchos pinceles, cajas de lápices de colores, grandes cantidades de papel de colores, tarros de pasta blanca y cuatro pares de tijeras especiales para recortar.

—Enseñad a los gemelos a colorear y recortar flores __nos aconsejó—, y dejadlos que os ayuden en todo lo que hagáis vosotros dos. Os nombro profesores de guardería.

Llegó de aquella ciudad a una hora de distancia en tren, rebosante de salud, con la piel fresca y sonrosada por el aire fresco, y tan bien vestida que me quedé sin aliento. Traía zapatos de todos los colores, y poco a poco iba acumulando más y más joyas que ella llamaba «baratijas», pero lo cierto era que aquellos diamantes de imitación me parecían a mí de verdad por la manera de relucir. Se dejó caer exhausta en «su» silla, pero contenta, y nos contó lo que había hecho aquel día.

—¡La verdad es que me gustaría que las máquinas de escribir tuvieran letras en las teclas! No consigo recordar más que una fila, y no tengo más remedio que mirar al letrero que hay en la pared constantemente, y eso me obliga a ir más despacio, y tampoco se me da bien eso de recordar la última fila de teclas. Pero lo que sí sé es dónde están las vocales. Esas teclas se usan con más frecuencia que las otras. Hasta ahora escribo veinte palabras por minuto, y eso no es mucho. Aparte de que cometo alrededor de cuatro errores por cada veinte palabras. Y luego, los jeroglíficos esos de la taquigrafía… —suspiró, como si también éstos la tuvieran desconcertada—. Bueno, me figuro que tarde o temprano acabaré aprendiendo; después de todo, otras mujeres lo aprenden, y si ellas pueden, también tengo que poder yo.

—¿Te gustan tus profesores, mamá? —preguntó Chris.

Ella rió como una niña, antes de contestar.

—Primero te hablaré de mi profesora de mecanografía. Se llama Helen Brady, y tiene más o menos la misma forma que vuestra abuela, es enorme. ¡Sólo que con el pecho mucho más grande! La verdad es que tiene el pecho más notable que he visto en mi vida, y las tiras del sostén se le caen constantemente del hombro, y cuando no son las tiras del sostén, son las de las enaguas, y se pasa la vida metiéndose la mano por el cuello del vestido para cogerlas y ponerlas en su sitio, y entonces todos los chicos de la clase se ríen.

—¿Van hombres a las clases de mecanografía? —pregunté, muy sorprendida.

—Sí, hay unos cuantos chicos en la nuestra. Unos son periodistas, escritores, o tienen alguna razón de peso para aprender a escribir a máquina. Y la señora Brady está divorciada, de modo que se fija mucho en uno de esos muchachos, y flirtea con él, y él trata de hacer como que no lo nota. Ella tiene unos diez años más que él, por lo menos, y él no hace más que mirarme a mí. Pero no vayas ahora a pensar mal, Cathy. Es demasiado bajo para mí, y no podría casarme con un hombre incapaz de cogerme en brazos y llevarme bajo el umbral de la puerta. Soy yo quien podría cogerle a él en brazos, no mide más de un metro cincuenta de estatura.

Todos nos reímos mucho oyendo esto, porque papá medía por lo menos un metro ochenta, y le resultaba fácil coger a nuestra madre en volandas. Le habíamos visto hacerlo muchas veces, sobre todo los viernes por la noche, cuando volvía a casa, y los dos se miraban de una forma muy graciosa.

—Mamá, no estarás pensando en volverte a casar, ¿eh? —preguntó Chris con la voz muy tensa.

Mamá le echó los brazos en torno a la cintura inmediatamente.

—No, queridito, claro que no, yo quería muchísimo a tu padre, y te aseguro que haría falta un hombre muy especial para ponerse sus zapatos, y hasta ahora no he dado con ninguno capaz siquiera de probarse sus calcetines —contestó con sinceridad.

Representar el papel de profesores de guardería era muy divertido, o podría haberlo sido si nuestros estudiantes hubiesen puesto algo de su parte. Pero, en cuanto terminábamos de desayunar, lavábamos los platos y los guardábamos en su sitio, y poníamos la comida en el lugar más fresco de la habitación y cuando daban las diez y se iban los criados del segundo piso, Chris y yo cogíamos cada uno a un gemelo y nos lo llevábamos, berreando, a la clase del ático, y allí nos sentábamos en los pupitres y creábamos un gran desorden, recortando flores del papel de colores, y usábamos los lápices de colores para animar la superficie coloreada con listas y puntos. Chris y yo hacíamos las mejores flores, pues las que hacían los gemelos parecían más bien manchones de colores.

«Arte moderno» llamaba Chris a las flores de los gemelos.

Pegábamos en las paredes grises y monótonas de madera nuestras enormes flores. Chris se subía a la vieja escalera a la que faltaban peldaños y colgaba largas cuerdas de las vigas del techo, para sujetar luego las flores de colores, que se mecían constantemente en las corrientes del ático.

Mamá subió a ver nuestros trabajos, y nos miró a todos, sonriendo complacida.

—Sí, os está saliendo estupendo. Estáis dejando esto muy bonito. Y, pensativa, se acercó a las margaritas, como reflexionando sobre alguna otra cosa que pudiera traernos. Al día siguiente llegó con una gran caja plana que contenía cuentas y lentejuelas de cristal, para que pudiéramos dar con ellas vida y alegría y atractivo al jardín. ¡Dios mío, cuánto nos esforzamos en hacer aquellas flores!, porque cualquier cosa que se nos metiera en la cabeza hacer, la llevábamos a cabo con celo diligente y lleno de fervor. A los gemelos se les pegó algo de nuestro entusiasmo, y dejaron de gritar y de patalear y de morder en cuanto pronunciábamos la palabra ático, porque, después de todo, el ático, lenta, pero seguramente estaba convirtiéndose en un agradable jardín, y cuanto más cambiaba, tanto más decididos estábamos a cubrir de flores de papel hasta el último centímetro de aquel ático interminable.

Todos los días, naturalmente, cuando mamá volvía de dar sus clases, tenía que subir a inspeccionar los trabajos de la jornada.

—Mamá —gritaba Carrie, con sus gorjeos jadeantes de pájaro—, no hacemos otra cosa en todo el día, recortar flores, ¡y, a veces, Cathy ni siquiera nos deja bajar a comer!

—Cathy, no debes dedicarte a la decoración hasta el punto de olvidarte de comer.

—Pero, mamá, si es por ellos por lo que lo estamos haciendo, para que no tengan tanto miedo allí arriba.

Ella rió y me dio un abrazo.

—La verdad es que eres tú la que insiste, tú y tu hermano mayor, los dos tenéis que haber heredado eso de vuestro padre; desde luego, de mí no, porque yo todo lo abandono en seguida.

—Mamá —grité, sintiéndome inquieta—, ¿sigues yendo a la academia? Ya sabes escribir mejor a máquina, ¿verdad?

—Sí, claro que sí —volvió a sonreír, y entonces se retrepó en su silla, levantando la cabeza y pareciendo admirar la pulsera que llevaba puesta.

Yo iba a preguntarle por qué tenía que llevar tantas joyas para ir a la academia de secretarias, pero se me adelantó ella, y dijo:

—Ahora lo que tenéis que hacer es animales para vuestro jardín.

—Pero, mamá, si nos resulta casi imposible hacer rosas, ¿cómo vamos a dibujar animales? —repliqué.

Me dirigió una sonrisita perversa, y me pasó un dedo frío por la nariz.

—¡Oh, Cathy, qué recelosa eres! Todo lo pones en duda, dudas de todo, cuando ya debías haberte dado cuenta de que eres capaz de hacer todo lo que te propones, si dedicas a ello suficiente interés. Y voy a contarte un secreto que sé desde hace bastante tiempo, y es que, en este mundo, donde todo es complicado, hay también un libro que te enseña lo sencillo que puede resultar todo.

Eso ya lo descubriría yo.

Mamá nos trajo libros de arte por docenas. El primero de estos libros nos enseñaba a reducir dibujos complicados a sus ingredientes básicos: esferas, cilindros, conos, rectángulos y cubos.

Una silla no era más que un cubo, y eso yo no lo sabía. Un árbol de Navidad no era otra cosa que un cono, como los helados, vuelto del revés, y también lo ignoraba. La gente son combinaciones de todas las formas básicas: esferas para la cabeza; brazos, cuello, piernas, torsos, en sus partes superior e inferior, no eran más que cubos, rectángulos o cilindros y triángulos para los pies Y, la pura verdad, usando este método básico, con unos pocos añadidos muy sencillos, no tardamos en aprender a dibujar conejos, ardillas, pájaros y otros animalitos domésticos, y los hicimos nosotros mismos, con nuestras propias manos.

También es verdad que presentaban un aspecto algo raro. Creía que esas rarezas les hacían, en todo caso, más monos. Chris coloreaba todos sus animales realísticamente. Yo decoraba los míos con lunares, y cuadrados, como de tartán, y ponía bolsillos con bordes de encaje a las gallinas ponedoras. Como nuestra madre había estado de compras en una tienda de cosas de coser, teníamos abundancia de encaje, cordoncillo de todos los colores, botones, lentejuelas, fieltro, piedrecitas de adorno y toda clase de material decorativo. Las posibilidades eran infinitas.

Cuando me dio la caja que contenía toda estas cosas, me di cuenta de que mis ojos estaban expresando el amor que sentía por ella en aquel momento. Porque esto demostraba que pensaba en nosotros cuando salía por ahí, y no solamente en vestidos nuevos y en nuevas joyas y cosméticos. Estaba tratando de hacer nuestras vidas encerradas lo más agradable que le era posible.

Una tarde de lluvia, Cory vino corriendo a mí, con un papel color naranja con el que había estado trabajando toda la mañana y media tarde. Había comido sólo un poco de su manjar favorito: bocadillos de pasta de cacahuetes tostados y jalea; estaba impaciente por volver a su «trabajo», y hacer las «cosas que salen de la cabeza».

Orgulloso de su obra, dio un paso atrás, con las piernecitas abiertas lo máximo posible, observando los menores matices de mi expresión. Lo que había hecho parecía más que otra cosa, una pelota torcida con antenas temblorosas.

—¿Parece un buen caracol? —preguntó, frunciendo el ceño, preocupado en vista de que a mí no se me ocurría nada que decir.

—Sí —contesté en seguida—, es un caracol precioso maravilloso.

—¿No dirías que más bien parece una naranja?

—No, claro que no, las naranjas no tienen esa forma picuda del caracol, ni tampoco tentáculos torcidos.

Chris se acercó también para observar el lamentable bicho que tenía yo en las manos.

—A esas cosas no se les llama tentáculos —corrigió—, el caracol es un miembro de la familia de los moluscos, que tienen el cuerpo blando, sin espina dorsal, y esas cosas se llaman antenas, y están conectadas con su cerebro; el caracol tiene el intestino tubular, que termina en la boca, y se mueve con un pie que tiene al borde como una rueda dentada.

—Christopher —le dije fríamente—, cuando Cory y yo queramos saber cómo son los intestinos tubulares de los caracoles te mandaremos un telegrama; así que haz el favor de ir a sentarte en una tachuela y esperar a que lo recibas.

—¿Queréis pasaros la vida siendo unos ignorantes?

—¡Sí! —repliqué—. ¡Por lo que a caracoles se refiere, prefiero no saber nada!

Cory y yo nos fuimos a ver a Carrie, que estaba pegando pedazos de papel color púrpura. Su método de trabajo era un poco chapucero, al contrario de Cory, que trabajaba cuidadosa y machaconamente. Carrie usaba sus tijeras, ante todo, para abrir un agujero a fuerza de golpes implacables en su… cosa purpúrea… Detrás del agujero había pegado un pedazo de papel rojo. Y, cuando tenía esta… cosa… pegada, lo llamaba gusano. Ondulaba como una boa, mirándonos con un solo ojo rojo bordeado de pestañas negras semejantes a patas de araña.

—Se llama Charlie —explicó Carrie, pasándome su «gusano» de más de un metro de largo. (Cuando nos veíamos ante alguna cosa sin nombre adecuado, le poníamos nombres que empezasen por la letra C, para que se parecieran a los nuestros.)

En las paredes del ático, en nuestro bello jardín de flores de papel, pegamos el caracol epiléptico junto al gusano fiero y amenazador. Y la verdad era que formaban una buena pareja.

Chris se sentó y preparó un gran letrero rojo: ¡¡¡animales, cuidado con el gusano de tierra!!!

Yo preparé mi propio letrero también, pensando que el caracolito de Cory era el único que corría peligro. ¿hay un médico en esta casa? (Cory había puesto a su caracol el nombre de Cindy Lou.)

Mamá pasó revista a la obra del día riéndose mucho, toda llena de sonrisas, porque lo habíamos estado pasando bien.

—Sí, claro que hay un médico en la casa —dijo, y se inclinó para besar a Chris en la mejilla—. ¡Cory, qué animal más bonito…, parece… tan… sensible!

—¿Te gusta mi Charlie? —preguntó Carrie inquieta—. Lo hice bien, usé toda la púrpura para hacerlo grande, y ahora ya no me queda más púrpura.

—Es un gusano precioso, verdaderamente, un maravilloso gusano —alabó mamá, subiéndose los gemelos al regazo y dándoles a los dos los abrazos y besos que a veces se olvidaba de darles—. Lo que más me gusta son las pestañas negras que le has puesto en torno al ojo rojo, causan mucho efecto.

Era una escena grata, hogareña, los tres en su silla, con Chris subido en el brazo y su rostro junto al de mamá. Y entonces tuve que ser yo quien lo echase todo a perder, con mi usual mala intención.

—¿Cuántas palabras escribes ya a máquina por minuto, mamá?

—Ya me sale mucho mejor.

—¿Cuánto mejor? —insistí.

—Lo hago lo mejor que puedo, Cathy, de verdad, ya te dije que el teclado no tiene letras.

—¿Y qué tal la taquigrafía? ¿A qué velocidad sabes ya escribir el dictado?

—Hago lo que puedo. Tienes que tener paciencia. Esas cosas no se aprenden de un día para otro.

Paciencia. Yo pintaba la paciencia de color verde, colgando de nubes negras. A la esperanza la pintaba de amarillo, igual que el sol que veíamos durante unas pocas horas por la mañana. El sol se levantaba demasiado pronto en el cielo y desaparecía de nuestra vista, dejándonos abandonados, mirando al cielo azul.

Cuando uno crece y tiene un millón de cosas de persona mayor que hacer, se olvida lo largo que puede ser el día para los niños. Nos pareció vivir cuatro años en sólo siete semanas. Luego llegó otro terrible viernes en que tuvimos que levantarnos al amanecer y trabajar como locos para desterrar del dormitorio y del cuarto de baño todo indicio de que existíamos. Yo quité las sábanas de la cama y las enrollé, haciendo un balón con ellas junto con las almohadas y las mantas, y puse las colchas encima de los cubrecolchones, justo como la abuela nos había mandado hacer. La noche anterior, Chris había desmontado los raíles del tren. Trabajamos como locos para que el cuarto quedase limpio, inmaculado, y luego, encima, el cuarto de baño, y entonces la abuela llegó con el cesto de la comida y nos mandó subirlo al ático, para que desayunásemos allí. Yo había borrado cuidadosamente todas nuestras huellas digitales, y la superficie de caoba de los muebles relucía. La abuela puso cara de pocos amigos cuando vio esto, y cogió un poco de polvo del saco de una aspiradora para dar de nuevo a los muebles una superficie mate.

A las siete estábamos de nuevo en la clase del ático, comiendo cereal con leche fría y uvas pasas. Abajo se oía lejanamente a las doncellas que limpiaban nuestro cuarto. Nosotros fuimos de puntillas a la escalera y allí nos acurrucamos sobre el primer peldaño, escuchando lo que pasaba abajo, aunque con miedo de ser descubiertos en cualquier momento.

Oyendo a las doncellas que se movían por el cuarto, reían y charlaban, mientras la abuela las vigilaba cerca de la puerta del cuartito de las maletas, dándoles orden de limpiar los espejos, de dar cera, de airear los colchones, yo me sentía rarísima. ¿Cómo era que aquellas muchachas no notaban algo distinto? ¿Es que no dejábamos ningún olor de nuestro paso, para indicarles, por ejemplo, que Cory se hacía pis en la cama? Era como si realmente no existiéramos, no estuviéramos vivos; y sólo dejásemos olores imaginarios de nuestro paso.

Nos abrazamos unos a otros y nos apretamos muy fuerte, muy fuerte.

Las muchachas no entraban en el cuartito; no abrían la puerta alta y estrecha. No nos veían, ni nos oían, ni parecían encontrar raro que la abuela no abandonara el cuarto ni un solo segundo mientras ellas estaban allí, lavando la bañera, limpiando el retrete, fregando el suelo de azulejos.

Aquel viernes nos causó una impresión extraña. Pienso que nos redujo en nuestra estimación de nosotros mismos, porque después no se nos ocurría nada que decir. No nos divirtieron los juegos de siempre, ni los libros, y, finalmente, nos pusimos en silencio a recortar tulipanes y amapolas y a esperar a que viniera mamá a vernos y a traernos de nuevo esperanza.

A pesar de todo, éramos jóvenes, y la esperanza echa hondas raíces en los jóvenes, tanto que les llegan hasta los dedos del pie, y cuando entrábamos en el ático y veíamos nuestro jardín cada vez mayor, podíamos reír y fingir. Después de todo, estábamos dejando nuestra huella en el mundo, estábamos transformando en algo bello una cosa que hasta entonces había sido gris y fea.

Ahora los gemelos revoloteaban como mariposas por entre las flores móviles. Les empujábamos lo más alto posible en los columpios y hacíamos huracanes para que las flores se agitasen como locas. Nos escondíamos detrás de árboles de cartón que no serían más altos que Chris, y nos sentábamos sobre setas de cartón piedra, con cojines de gomaespuma de colores encima, que, la verdad, eran mejores que las de verdad, a menos que le gustara a uno comer setas.

—¡Es bonito! —gritaba Carrie, dando vueltas y más vueltas, y levantando con la mano su falda corta plisada para que le viéramos la punta de las braguitas nuevas de volantes y encajes que le había traído mamá el día antes. Toda la ropa nueva tenía que pasar primero una noche en la cama con Carrie y Cory. (Es terrible despertarse en plena noche con la mejilla descansando sobre la suela de un zapato de hacer gimnasia.)

—Yo voy a ser bailarina también —decía ella, llena de alegría, dando vueltas y más vueltas, hasta que acabó cayéndose. Cory fue corriendo a ver si se había hecho daño. Al ver que estaba sangrando por la rodilla se puso a gritar:

—¡No quiero ser bailarina, si hace daño!

No quise decirle que sí que dolía, ¡y tanto que dolía!

Muchos ayeres antes había paseado por jardines de verdad, y por bosques de verdad, y siempre había sentido su aura mística, como si algo mágico y maravilloso estuviese esperando justo a la vuelta de la esquina. Para transformar nuestro jardín del ático en un jardín encantado, igualmente, Chris y yo nos arrastramos y dibujamos amapolas de tiza en el suelo, juntándolas en un anillo. Dentro del anillo mágico de flores blancas no podía entrar nada que fuera malo, y allí nos sentamos nosotros, cruzando las piernas en el suelo mismo y a la luz de una sola vela, Chris y yo nos pusimos a inventar cuentos largos, muy largos, de hadas buenas que cuidaban de niños pequeños y de brujas malas que siempre acababan siendo derrotadas.

Y entonces Cory alzó la voz. Como siempre, sus preguntas eran las más difíciles de contestar.

—¿Adónde ha ido la hierba?

—Dios se la ha llevado al cielo. —Y, de esta manera, Carrie me ahorró el tener que responder.

—¿Por qué?

—para papá; a papá le gusta cortar la hierba.

Chris y yo nos miramos, ¡y nosotros, que pensábamos que se habían olvidado de papá!

Cory frunció el entrecejo, mirando los pequeños árboles de cartón que había hecho Chris:

—¿Dónde se han metido los árboles grandes? —preguntó.

—En el mismo sitio —replicó Carrie—. A papá le gustan los árboles grandes.

Esta vez, mi mirada se alejó de ellos sobresaltada. No me gustaba nada mentirles, decirles que aquello no era más que un juego, un juego interminable que ellos parecían resistir con más paciencia que Chris o que yo. Y nunca preguntaron una sola vez siquiera por qué teníamos que hacer aquel juego.

Ni siquiera una vez subió la abuela al ático a preguntar lo que hacíamos, aunque con mucha frecuencia abrió la puerta del dormitorio con todo el silencio de que era capaz, esperando que no nos diésemos cuenta de que la llave estaba girando en la cerradura. Y entonces solía asomar la cabeza por la abertura, para ver si nos sorprendía haciendo algo «impío» o «malo».

En el ático estábamos en libertad de hacer cuanto nos viniese en gana, sin miedo a represalias, a menos que Dios mismo tuviese un látigo en la mano. Ni una sola vez salió la abuela de nuestra habitación sin recordarnos que Dios estaba sobre nosotros, viéndonos, incluso cuando ella no estaba allí. Como nunca fue al cuartito cuya puerta daba a la escalera del ático, llegué a sentir curiosidad y recordé que tenía que preguntar a mamá la causa en cuanto viniese, y así no se me olvidaría.

—¿Por qué no sube la abuela al ático para ver lo que hacemos allí? ¿Por qué no hace más que preguntarnos y piensa que lo que le decimos es la verdad?

Con aire fatigado y deprimido, mamá parecía marchitarse en su silla especial. Su vestido nuevo de lana verde parecía muy caro. Había ido al peluquero, y había cambiado de peinado.

Respondió a mis preguntas de manera descuidada, como si sus pensamientos estuviesen en otras cosas más interesantes.

—¡Ah! ¿Es que no os lo dije antes? Vuestra abuela sufre de claustrofobia, que es una enfermedad psicológica que le dificulta la respiración en lugares pequeños y cerrados, y esto es porque cuando era una niña sus padres solían encerrarla en un cuarto pequeño a modo de castigo.

¡Vaya! La verdad era que resultaba difícil imaginarse que una mujer vieja y grandota hubiera sido en otros tiempos lo bastante pequeña como para poder ser castigada. Casi conseguí sentir pena por la niña que fuera en otros tiempos, pero sabía que ahora se sentía contenta de poder encerrarnos a nosotros. Todas las veces que nos miraba se veía en sus ojos su complacida satisfacción de tenernos allí, tan bien cogidos. Y, sin embargo, era algo curioso que el destino le hubiese dado a ella aquel temor, y, al mismo tiempo, a Chris y a mí sentido común suficiente para besar las dulces, queridas y angostas paredes de ese corredor estrecho. Con frecuencia, Chris y yo nos preguntábamos cómo habrían podido ser llevados al ático todos aquellos muebles tan grandes y macizos. Ciertamente, no habrían podido pasar por el cuartito, ni subirlos por la escalera, que apenas tendría más de cuarenta centímetros de ancho. Y, aunque buscamos con gran diligencia por si había alguna otra entrada más grande en el ático, nunca dimos con ninguna. A lo mejor era que estaba escondida detrás de alguno de aquellos armarios gigantescos, demasiado pesados para poder moverlos nosotros. Chris pensaba que los muebles más grandes podrían haberlos subido hasta el tejado levantándolos con poleas, y luego introducidos por alguna de las ventanas grandes.

Todos los días venía la bruja de nuestra abuela a apuñalarnos con sus ojos de pedernal y a guiñarnos con sus labios finos y torcidos. Todos los días nos hacía las mismas preguntas de siempre:

«¿Qué habéis estado haciendo? ¿Qué hacéis en el ático? ¿Habéis bendecido hoy la mesa antes de las comidas?

¿Os arrodillasteis anoche para pedir a Dios que perdonase a vuestros padres por el pecado que cometieron? ¿Enseñáis a los dos pequeños las palabras del Señor? ¿Usáis el cuarto de baño juntos, niños y niñas?» La verdad, ¡qué brillo malévolo tenían sus ojos al decirnos esto. «¿Sois siempre decentes? ¿Mantenéis las partes privadas de vuestros cuerpos ocultas a los ojos de los demás? ¿Os tocáis los cuerpos cuando os estáis lavando?»

¡Dios mío! Todo aquello nos hacía pensar que la piel era algo muy sucio. Chris se echaba a reír en cuanto se había ido la abuela.

—Yo pienso que se da cola en sus paños menores —bromeaba.

—¡No, cola no, se los clava! —replicaba yo.

—¿Os habéis fijado en lo que le gusta el color gris?

—¿Que si me di cuenta? ¿Y quién no se la daría? Siempre va de gris.

Siempre de gris con listas finas de rojo o azul, o un diseño escocés sencillo listado a cuadros, pero elegante y muy suave, o bien otros parecidos, pero la tela era siempre la misma, tafetán, con el pasador de diamantes en la garganta, que era de línea alta y severa, suavizada un poco por collares de ganchillo hechos a mano. Mamá ya nos había hablado de una señora viuda que vivía en el pueblo más cercano y hacía a la medida esos uniformes que más bien parecían armaduras.

—Esa señora es una vieja amiga de mi madre, y viste siempre de gris porque es más barato comprar la tela por piezas que por metros, y vuestro abuelo tiene una fábrica de tejidos que hace telas muy buenas en algún lugar del Estado de Georgia.

Santo cielo, y lo tacaños que son hasta los ricos.

Una tarde de septiembre bajé corriendo del ático, con una prisa terrible de ir al cuarto de baño, cuando, de pronto, choqué con la abuela. Me cogió por los hombros y me miró severamente a los ojos.

—¡Mira por dónde vas, niña! —me riñó—. ¿Por qué tienes tanta prisa?

Sus dedos parecían de acero a través de la tela fina de mi blusa azul. Como me había hablado ella primero, podía contestarle.

—Chris ha pintado un paisaje precioso —expliqué sin aliento—. Y tengo que subirle corriendo más agua antes de que se le seque la pintura, es importante que los colores estén limpios.

—¿Y por qué no baja él mismo a por agua? ¿Por qué tienes tú que llevársela?

—Es que él está pintando, y me pidió si no me importaba llevarle más agua, y en aquel momento no estaba haciendo nada, sólo mirando y los gemelos tirarían el agua. —¡Tonta! ¡Nunca hagas de criada a un hombre! ¡Que sea él quien haga sus cosas! Ahora, dime la verdad, ¿qué es lo que estás haciendo de verdad allí arriba?

—La verdad es ésta, que estamos haciendo todo lo posible por que el ático quede bonito, para que los gemelos no tengan miedo de subir allá arriba, y Chris es un gran pintor.

Ella sonrió burlona y me miró con desprecio. —¿Y cómo sabes tú eso?

—Abuela, tiene talento para el arte, todos sus maestros lo dicen.

—¿Te ha pedido que poses para él, sin ropa? Me escandalicé: —¡No! ¡Claro que no! —repliqué furiosa. —¿Y entonces por qué estás temblando? —Es que tengo miedo… de… de usted —tartamudeé—. Siempre que viene a vernos nos pregunta qué cosas pecaminosas e impías hemos hecho, y la verdad es que no sé qué es lo que piensa usted que podemos haber estado haciendo. Si no nos lo explica exactamente, no sé cómo podremos evitar hacer algo malo, si no sabemos que lo es.

Me miró de arriba abajo, hasta los pies descalzos, y sonrió, sarcástica:

—Pregunta a tu hermano mayor, él sabrá lo que quiero decir. El macho de la especie nace sabiendo todo lo que es malo.

¡La cara que puse! Chris no era malo, ni perverso. Había ocasiones en que era irritante, pero no impío. Traté de explicarle esto, pero no me quiso oír.

Más tarde, el mismo día, entró la abuela en nuestro cuarto con un tiesto de crisantemos amarillos. Avanzó directamente hacia mí y me puso el tiesto en las manos.

—Aquí tenéis flores de verdad para vuestro jardín de pega —dijo, sin calor alguno.

Era aquélla una cosa tan poco propia de una bruja, que me quedé sin aliento. ¿Iría a cambiar, a mirarnos con ojos distintos? ¿Podría llegar a tomarnos simpatía? Le di las gracias efusivamente por las flores, quizá con demasiada efusión, porque dio media vuelta y se fue a grandes zancadas, como apurada.

Carrie llegó corriendo a poner su bonita cara entre todos aquellos pétalos amarillos.

—Bonito —dijo—. Cathy, ¿me los das?

Claro que se los di. Aquel tiesto de flores fue colocado con reverencia en uno de los alféizares del ático que daban al Este, para que pudiera recibir el sol matinal. Desde allí no se veía otra cosa que colinas y montañas lejanas, y los árboles que había entre ellas y por encima de todo se cernía una neblina azul. Las flores verdaderas pasaban las noches con nosotros, para que los gemelos pudieran despertarse por la mañana y ver algo bello y vivo creciendo junto a ellos.

Siempre que pienso en mi niñez vuelvo a ver esas montañas y colinas envueltas en neblina azul, y los árboles, que aparecían como desfilando, firmes, laderas arriba y laderas abajo. Y vuelvo a oler el aire seco y polvoriento que respirábamos nosotros todos los días. Veo de nuevo las sombras del ático, que se fundían también con las sombras que había en mi mente, y oigo de nuevo las preguntas, ni dichas ni contestadas, de ¿por qué?, ¿cuándo?, ¿cuánto tiempo más?

El amor… yo tenía mucha fe en él.

La verdad… seguí creyendo que siempre sale de los labios de la persona a quien uno más quiere y de quien uno más se fía.

La fe… está unida con el amor y la confianza. ¿Dónde empieza el uno y dónde acaba el otro, y cómo se puede distinguir cuando el amor es el más ciego de todos ellos? Habían pasado más de dos meses, y el abuelo seguía sin morirse.

Nos levantábamos, nos sentábamos, nos echábamos sobre los rebordes anchos de las ventanas del ático. Observábamos melancólicamente las copas de los árboles cambiar, del gris oscuro y viejo del verano, casi en una sola noche, en los colores brillantes del otoño: escarlata, oro, naranja y pardo. Me emocionaba, y pienso que nos emocionaba a todos nosotros, hasta a los gemelos, ver marcharse el verano y ver comenzar el otoño. Y lo único que podíamos hacer era observar, nunca participar.

Mis pensamientos huían frenéticamente, tratando de escapar de la cárcel y buscar el viento para que me abanicase el pelo y me picase la piel, y me hiciera sentirme viva de nuevo.

Anhelaba la compañía de aquellos niños que, allá fuera, corrían como locos, libres, por la hierba pardusca, y arrastraban los pies sobre las hojas secas y crujientes, igual que solía yo hacer en otros tiempos.

Lo que no sé es por qué no me había dado cuenta de todo esto cuando podía correr libremente y sintiéndome feliz, o por qué pensaba entonces que la felicidad estaba siempre delante de mí, en el futuro, en los días en que sería mayor, capaz de tomar mis propias decisiones, ir por donde quisiera, ser yo misma. ¿Por qué no se me había ocurrido nunca pensar que ser niño no era suficiente? ¿Por qué pensaba yo entonces que la felicidad es algo reservado solamente para los mayores?

—Pareces triste —me dijo Chris, que estaba detrás de mí, a mi lado, con Cory junto a él y Carrie al otro lado.

Ahora, Carrie era como mi pequeña sombra, y me seguía a dondequiera que fuese, e imitaba todo lo que hacía y todo lo que ella pensaba que sentía yo, de la misma manera que Chris tenía también su pequeña sombra imitadora en Cory. Sólo unos cuatrillizos siameses podrían ser más íntimos de lo que éramos nosotros cuatro.

—¿No me contestas? —preguntó Chris—. ¿Por qué estás tan triste? Los árboles son preciosos, ¿no es verdad? Cuando es verano, el verano es lo que más me gusta, y, sin embargo, cuando llega el otoño, me gusta el otoño más que las demás estaciones, y cuando estamos en invierno, el invierno es mi estación favorita, y lo mismo me pasa cuando llega la primavera, que me gusta más que las otras.

Sí, así era mi Christopher Dolí. Se contentaba con lo que tenía delante, y siempre le gustaba más que todo lo demás, fueran cuales fuesen las circunstancias.

—Estaba pensando en la vieja señora Bertram, y en su aburrida charla sobre el té de Boston; la historia, contada por ella, era muy aburrida y sus personajes muy irreales, y, sin embargo, me gustaría volver a poder aburrirme así.

—Sí —insistió—; ya sé lo que quieres decir. También yo pensaba que el colegio era muy aburrido, y la Historia, una asignatura muy pesada, sobre todo la historia norteamericana, menos los indios y el Lejano Oeste. Pero por lo menos, cuando estábamos en el colegio hacíamos lo mismo que los demás niños de nuestra edad, y ahora estamos perdiendo el tiempo, sin hacer nada. ¡Venga, Cathy, no perdamos un minuto, preparémonos para el día en que salgamos de aquí! Si aclaramos bien cuáles son nuestros objetivos, y no luchamos siempre por conseguirlos, nunca saldremos adelante. ¡Me convenceré a mí mismo de que puedo llegar a ser médico, y no querré ser otra cosa ni desearé ninguna otra cosa que se pueda comprar con dinero!

Dijo esto con una voz muy intensa. Yo quería llegar a ser primera bailarina, aunque estaría dispuesta a conformarme con algo menos. Chris frunció el ceño, como si estuviera leyendo mis pensamientos, y fijó en mí sus ojos azules como el verano y me riñó porque no había realizado mis ejercicios de ballet ni una sola vez desde que vivíamos en aquel cuarto.

—Cathy, mañana mismo voy a poner una barra en la parte del ático que acabamos de decorar, y todos los días vas a practicar cinco o seis horas, ¡igual que si estuvieras en una clase de ballet!

—¡No pienso hacerlo! ¡Nadie me va a decir lo que tengo que hacer! ¡Además, no se pueden hacer posiciones de ballet sin tener la ropa adecuada! —¡Qué tontería! —exclamó.

—Es porque soy tonta, mientras que tú, Christopher, tienes toda la inteligencia. —Y, diciendo esto, empecé a llorar y me fui corriendo del ático, pasando por entre toda aquella flora y fauna de papel.

Corre, corre, corre a las escaleras. Vuela, vuela, vuela escaleras abajo, por estos peldaños de madera, rómpete una pierna, el cuello, métete, muerta, en el ataúd. Que todo el mundo lo sienta, entonces; hazles llorar por la bailarina que pudiese haber sido.

Me arrojé sobre la cama, sollozando contra la almohada. Aquí no había otra cosa que sueños, esperanzas, pero nada verdadero. Me iría haciendo vieja, fea, nunca volvería a ver gente, mucha gente. Y aquel viejo, en el piso de abajo, podría llegar a cumplir hasta ciento diez años, y sus médicos le mantendrían con vida para siempre, y yo me perdería la fiesta de todos los santos, no habría inocentadas, ni fiestas, ni regalos, ni dulces, la verdad era que me sentía muy triste pensando en mí misma, y me juraba que alguien tendría que pagar todo aquello, ¡alguien, ciertamente lo pagaría!

Todos bajaron a verme, con sus zapatos sucios de gimnasia, mis dos hermanos y mi hermana pequeña, y todos trataron de consolarme regalándome las cosas que más querían: Carrie me regaló sus lápices de colores rojo y púrpura; Cory, su libro de cuentos, Pepito Conejo, pero Chris estuvo allí silencioso, mirándome. Me sentí más pequeña que nunca.

Una noche, ya muy tarde, entró mamá con una gran caja que me dio a mí para que la abriera. Allí, entre hojas de papel blanco y fino, había vestidos de ballet, uno de un rosa brillante; otro, de azul celeste, con sus leotardos y sus zapatitos, haciendo juego con los lazos de tul. De Christopher ponía en la tarjetita que venía con la caja. Y había también discos de música de ballet. Me eché a llorar y abracé muy fuerte a mi madre, y luego también a mi hermano. Esta vez no eran lágrimas de impotencia o desesperación, porque ahora tenía algo que proponerme y hacer.

—Quería comprarte sobre todo un vestido blanco __dijo mamá, todavía abrazándome—. Tenían uno precioso, pero era quizá demasiado grande para ti, y con un gorro ceñido de plumas blancas que se pegan a las orejas, para El lago de los cisnes, y lo he encargado para ti, Cathy. Tres vestidos son bastante para darte inspiración, ¿a que sí?

¡Pues claro! Cuando Chris hubo fijado bien la barra a una de las paredes del ático comencé a practicar ballet horas y horas, tocando música. No había un espejo grande detrás de la barra, como en las clases a las que solía asistir, pero en mi mente tenía yo un espejo enorme, y me veía a mí misma como una Paulova, actuando ante diez mil personas embelesadas, que me aplaudían y me pedían repetición tras repetición, y me mandaban docenas de ramos de flores, todos de rosas rojas. Con el tiempo, mamá me fue trayendo todos los ballets de Tchaikovski para que los pusiera en el gramófono, que había sido equipado con una docena de cables empalmados unos a otros, hasta llegar, escaleras abajo, a un enchufe que había en nuestro dormitorio.

Bailar al compás de música tan bella era algo que me sacaba de mí misma, y me hacía olvidar, por un momento, que la vida estaba pasándome de largo. Pero ¿qué importaba si yo estaba bailando? Mejor hacer piruetas y fingir que tenía una pareja que me ayudase cuando tenía que hacer las posturas más difíciles. Si me caía me levantaba, y volvía a bailar hasta quedarme sin aliento, hasta que me dolían todos los músculos y los leotardos se me pegaban a la piel con tanto sudor, y el pelo se me quedaba completamente mojado. Si me caía cuan larga era sobre el santo suelo, para descansar y jadear a mi gusto, pues me volvía a levantar y de nuevo a la barra a practicar. A veces me imaginaba que era la princesa Aurora de La bella durmiente y otras me ponía a bailar el papel del príncipe, además del mío, y saltaba muy alto, en el aire, juntando los pies y batiéndolos.

Una vez levanté la vista en medio de mis espasmos de cisne moribundo y vi a Chris, en pie, en medio de las sombras del ático, observándome con la más extraña expresión. No tardaría en ser su cumpleaños, cumpliría quince y la verdad era que, no sé cómo, parecía ya todo un hombre y no un muchacho. ¿Sería solamente esa expresión vaga de sus ojos, que decía que estaba saliendo rápidamente de la niñez?

Ejecuté una secuencia de ballet de puntillas, con esos pasos muy pequeños e iguales que pasan por dar la impresión de que el bailarín está deslizándose sobre la escena y creando a su paso lo que se llama poéticamente «una ristra de perlas». En esa posición de revoloteo y deslizamiento me fui acercando a Chris, y le tendí los brazos.

—Anda, Chris, sírveme de danseur: deja que te enseñe.

Sonrió, como desconcertado, pero movió negativamente la cabeza, diciendo que era imposible.

—El ballet a mí no me va, pero me gustaría aprender a bailar el vals, si es con música de Strauss.

Me hizo reír. Por aquel entonces, no teníamos más que música de vals, aparte de la de ballet, en viejos discos de Strauss.

Corrí al gramófono, quité los discos de El lago de los cisnes, y puse uno de El Danubio azul.

Chris era torpe. Me cogía sin gracia, como si le diese vergüenza. Me pisaba los zapatitos de ballet. Pero era conmovedor verle poner tanto interés en aprender bien los pasos más sencillos, y yo no podía decirle que todo su talento tenía que estar en la cabeza, y en la habilidad de sus manos de artista, porque, ciertamente, nada de él parecía bajar a sus piernas y sus pies. Y, sin embargo, había algo suave y afectivo en un vals de Strauss, fácil de bailar y romántico al mismo tiempo, y muy distinto de esos atléticos valses de ballet, que te hacían sudar y te dejaban sin aliento.

Cuando mamá entró finalmente en nuestro cuarto con aquel maravilloso vestido blanco de ballet para bailar el lago de los cisnes, un corpiño muy bellamente emplumado gorro ceñido, zapatitos blancos y leotardos también blancos, y tan transparentes que el color rosado de la piel se veía a través de él, me quedé sin aliento.

—Oh, se diría que el amor, la esperanza y la felicidad podían, después de todo, ser transportados a nuestro cuarto en una sola y gigantesca caja de resbaladizo satén blanco, con una cinta violeta y puestos en mis manos porque alguien que realmente me quería, cuando otra persona, que realmente me quería, le había dado la idea!

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«Baila, bailarina, baila, y haz tu pirueta al ritmo de tu corazón dolorido.

Baila, bailarina, baila, no debes olvidar nunca

Que el bailarín tiene que hacer su papel,

Una vez dijiste que su amor tiene que esperar su turno,

Quería fama en su lugar, y yo me digo que eso es asunto tuyo,

Vivimos para aprender… y el amor se ha ido, bailarina, se ha ido».

Finalmente, Chris aprendió a bailar el vals y el foxtrot. Cuando traté de enseñarle también el charlestón, se negó:

—No tengo necesidad de aprender todos los bailes que hay, como tú. No voy a dedicarme al ballet, lo único que quiero es aprender a bailar con una chica en mis brazos sin hacer el ridículo.

Yo siempre había bailado, y no había ningún baile que no supiese hacer, o que no quisiera hacer.

—Chris, tienes que darte cuenta de una cosa: no se puede uno pasar la vida bailando el vals o el foxtrot. Todos los años hay cambios, como en la ropa. Tienes que estar al día y adaptarte.

Anda, vamos a animar esto un poco, y así te ejercitas los huesos; que tienen que estar dormidos de tanto estar sentado leyendo.

Dejé de bailar el vals y puse otro disco: No eres más que un perro.

Levanté los brazos y me puse a mover las caderas.

—Rock and roll, Chris, tienes que aprenderlo también. Fíjate en el ritmo, lánzate y aprende a mover las caderas como Elvis.

Anda, cierra los ojos a medias, pon cara de sueño, excitante, y frunce los labios, porque si no no te va a querer ninguna chica.

—Pues entonces me resignaré a que no me quiera ninguna chica.

Así fue como lo dijo, con voz sin matiz alguno, y completamente en serio. Nunca permitiría que nadie le obligase a hacer algo que no encajaba con la idea que él tenía de sí mismo, y en cierto modo me parecía bien que fuese fuerte, resuelto, decidido a ser él mismo, aun cuando ese tipo de persona ya estuviese pasado de moda. Mi caballero Christopher, bravo y galante.

Como si fuésemos Dios, cambiábamos las estaciones en el ático. Quitábamos las flores y colgábamos hojas otoñales de color pardo, rojizo, escarlata y oro. Si estuviéramos todavía aquí cuando cayesen los copos de nieve, pondríamos en su lugar los dibujos de encaje blanco que estábamos haciendo los cuatro y recortando, por si acaso. Hicimos patos y gansos salvajes, con cartulina blanca, gris y negra, y diseñamos nuestras aves voladoras en forma de bandadas como anchas flechas, camino del Sur. Los pájaros eran fáciles de hacer: óvalos alargados, con esferas para las cabezas, como lágrimas con alas.

Cuando Chris no estaba sentado con la cabeza metida en un libro, estaba pintando con acuarelas escenas de colinas cubiertas de nieve y lagos con patinadores deslizándose. Ponía también pequeñas casas amarillas y rosas muy hundidas en la nieve, y el humo brotaba de las chimeneas y se rizaba en el aire, sobre los tejados, y en la distancia se levantaba un campanario neblinoso de iglesia. Cuando terminó, pintó en torno un marco oscuro de ventana. ¡Y cuando lo vimos colgando de la pared tuvimos una habitación con vistas!

Antes Chris solía ser una persona irritante, a quien no podía contentar. Un hermano mayor… Pero allí arriba cambiarnos, él y yo, tanto como nosotros mismos cambiamos el mundillo del ático.

Nos tendíamos juntos sobre un viejo colchón, sucio y maloliente, horas enteras, y hablábamos sin cesar, haciendo planes sobre la clase de vida que tendríamos en cuanto nos viéramos libres y tan ricos como Midas. Haríamos un viaje alrededor del mundo. Él encontraría a la mujer más bella y atractiva del mundo, inteligente, comprensiva, encantadora, ingeniosa y divertidísima, y se enamoraría de ella; sería la perfecta ama de casa, la mujer más fiel y dedicada, la mejor de las madres, y nunca gruñiría ni se quejaría ni lloraría ni pondría en duda sus decisiones, ni le decepcionaría, ni le desanimaría si cometía alguna tontería en la Bolsa y perdía todo su dinero.

Comprendería que había hecho lo que podía, y que no tardaría en reunir otra fortuna, con su ingenio y su magnífico cerebro.

La verdad era que me dejaba muy deprimida. ¿Cómo podría yo jamás satisfacer las necesidades de un hombre como Chris? De alguna manera, me daba cuenta de que estaba decidido el nivel por el que yo juzgaría a todos mis futuros pretendientes.

—Oye, Chris, y esa mujer tan inteligente, encantadora, ingeniosa, estupenda, ¿no podría tener ni siquiera un pequeño defecto?

—¿Y por qué iba a tener defectos?

—Fíjate, por ejemplo, en nuestra madre, piensa que tiene todo eso, excepto, quizá, que no es muy inteligente.

—¡Mamá no es tonta! —la defendió con vehemencia—. ¡Lo que pasa es que ha crecido en un ambiente negativo! Cuando era pequeña, la reprimieron mucho, y la hicieron sentirse inferior porque era niña.

Por lo que a mí se refería, después de haber sido primera bailarina durante varios años, estaría dispuesta a casarme y sentar cabeza, pero no sabía qué clase de hombre me vendría a la medida, si no estaba a la altura de Chris o de mi padre. Lo quería guapo, y eso lo sabía porque quería tener hijos guapos. Y lo quería muy inteligente, porque si no no podría tenerle respeto. Antes de aceptar su anillo de pedida, de diamantes, me sentaría con él a hacer juegos, y si no me ganaba todo el tiempo le sonreiría, movería negativamente la cabeza y le diría que volviese a llevar el anillo a la joyería.

Mientras hacíamos planes para el futuro, nuestros tiestos de filodendras se ajaban y nuestras hojas de hiedra se volvían amarillas, a punto de morir. Entonces nos preocupábamos y les brindábamos el mejor y más tierno de los cuidados, hablando con ellas, rogándoles, pidiéndoles que hicieran el favor de no parecer enfermas, y que se irguieran y enderezaran el tallo. Después de todo, recibían la más sana de todas las luces del sol: la luz matinal del Este.

Al cabo de unas semanas más, tanto Cory como Carrie dejaron de pedir que les sacásemos al aire libre. Carrie ya no golpeaba con sus puñitos la puerta de roble, ni Cory trataba de echarla abajo a puntapiés con sus piececitos incapaces de tal hazaña, sin otra cosa que zapatillas flexibles de gimnasia para impedir que sus deditos salieran magullados del intento.

Ahora aceptaban dócilmente lo que antes rechazaban: que el «jardín» del ático era el único «aire libre» de que disponían. Y, con el tiempo, por lamentable que fuese, acabaron olvidando que había otro mundo que aquél en el que estaban encerrados.

Chris y yo habíamos sacado unos viejos colchones y los colocamos junto a las ventanas que daban al Este, a fin de poderlas abrir de par en par y tomar baños de sol bajo los benéficos rayos sin que éstos pasaran antes a través del cristal sucio de las ventanas. Los niños necesitaban la luz del sol para crecer; bastaba con fijarnos en nuestras plantas moribundas para darnos cuenta de lo que el aire del ático estaba haciendo con nuestras frondas. Ni cortos ni perezosos, nos quitábamos la ropa y nos poníamos a tomar el sol durante el poco tiempo en que el astro rey visitaba nuestras ventanas. Observábamos nuestras diferencias físicas sin apenas pensar en ellas, y, francamente, se lo contamos a mamá, explicándole que lo hacíamos para no tener que morir nosotros también por falta de luz solar. Ella nos echó una ojeada a Chris y a mí y sonrió débilmente.

—No tiene nada de particular, pero que no se entere vuestra abuela, porque no lo encontraría bien, como sabéis perfectamente.

Ahora me doy cuenta de que si nos miró a Chris y a mí en aquel momento fue en busca de indicios de nuestra inocencia o de nuestra incipiente sexualidad. Y lo que vio tuvo sin duda que darle ciertas garantías de que no éramos aún más que niños, aunque la verdad es que debió de haber sido más perspicaz.

A los gemelos les encantaba estar desnudos y jugar como niños pequeños. Reían y lo pasaban muy bien usando palabras como «caca» y «pis», y les gustaba mirar el sitio de donde salía la caca y se preguntaban por qué motivo el aparato de hacer pis de Cory sería tan distinto del de Carrie.

—¿Por qué, Chris? —preguntaba Carrie, señalando lo que tenían Cory y él, y ella no.

Yo seguía leyendo Cumbres borrascosas y trataba de no hacer caso de tales tonterías.

Pero Chris se esforzaba por contestar de manera correcta y al tiempo verdadera:

—Todos los seres machos tienen sus órganos sexuales hacia afuera, y las hembras, hacia adentro.

—De manera muy práctica —añadí yo.

—Sí, Cathy, ya sé que a ti te parece muy bien un cuerpo estilizado, y que también te parece bien el mío, nada estilizado, de modo que lo mejor es que cada cual se contente con lo que tiene. Nuestros padres aceptaron nuestros respectivos cuerpos desnudos de la misma manera que nuestros ojos y nuestros pelos, y así vamos a seguir siendo. Y se me olvidó decir que también los pájaros machos tienen sus órganos «estilizadamente» metidos dentro, como las hembras. Intrigada, le pregunté: ¿Cómo lo sabes?, —Pues sabiéndolo —contestó. —¿Lo has leído en un libro?

—¿De qué otra forma lo voy a saber? ¿O es que crees que cogí un pájaro y lo examiné?

—Pues en ti no me extrañaría nada. —Por lo menos, yo leo para adquirir cultura, no para pasarlo bien.

—Te vas a convertir en un hombre muy aburrido, te lo advierto, y si los pájaros machos tienen sus órganos sexuales metidos dentro, ¿no los convierte eso en hembras? —¡No! —replicó.

—Pero, Christopher, es que no lo entiendo. ¿Por qué son distintos los pájaros?

—Tienen que ser aerodinámicos para poder volar. Aquél era otro de los problemas cuya solución sabía, y yo aceptaba que aquella gran cabeza sabía siempre la solución.

—Bueno, de acuerdo, pero ¿por qué están hechos así los pájaros machos? Olvídate lo de que tienen que ser aerodinámicos.

Vaciló, su rostro se puso muy rojo, y trató de dar con la mano y de expresarse con delicadeza.

—A los pájaros machos, cuando se emocionan, les sale fuera lo que tienen dentro. —¿Y cómo se emocionan?

—¡Anda, cállate y continúa leyendo tu libro, y déjame a mí leer el mío!

Algunos días eran demasiado fríos para tomar el sol. Y entonces hacía frío de verdad de manera que teníamos que ponernos nuestra ropa más gruesa y de más abrigo, y así y todo tiritábamos si no corríamos. Demasiado pronto el sol matinal se fue De allí, alejándose del Este, y Dejándonos abandonados y sintiendo que no hubiera también ventanas del lado sur. Pero las ventanas estaban cerradas y tenían echadas las contraventanas.

—No importa —dijo mamá—. El sol de la mañana es el más sano.

Las palabras no bastaban para animarnos, porque nuestras plantas estaban muriéndose una a una, a pesar de vivir bajo el más sano de todos los soles.

A principios de noviembre, nuestro ático comenzó a ser invadido por un frío ártico. Los dientes nos castañeaban, la nariz nos goteaba, estornudábamos con frecuencia y nos quejábamos a mamá de que necesitábamos estufas con chimenea, ya que las dos que había en la clase estaban desconectadas. Mamá dijo que nos traería un calentador eléctrico o de gas, pero tenía miedo de que una estufa eléctrica provocase un incendio si la conectábamos con muchos cables, y para el gas hacía falta también chimenea.

Nos trajo ropa interior larga y de abrigo, y chaquetas gruesas y pantalones largos de esquiar de colores brillantes, con forro de lana. Con esta ropa puesta, seguíamos subiendo al ático, donde podíamos correr cuanto quisiéramos y escapar a los ojos siempre vigilantes de la abuela.

En nuestro dormitorio, atiborrado de cosas, apenas teníamos sitio para andar un poco sin tropezar con algo que nos magullase la espinilla. En el ático nos volvíamos locos, gritando y persiguiéndonos, escondiéndonos, encontrándonos, organizando pequeñas obras de teatro con actividad frenética. A veces nos peleábamos, discutíamos, gritábamos, volvíamos a jugar con gran ahínco. Nos entusiasmaba el escondite. A Chris y a mí nos gustaba mucho convertir este juego en algo terriblemente amenazador, pero para los gemelos lo hacíamos mucho más inocuo, porque estaban ya bastante asustados de las muchas «cosas malas» que acechaban entre las sombras del ático. Carrie decía completamente en serio que veía muchos monstruos escondidos detrás de los muebles enfundados como en sudarios.

Un día estábamos arriba, En la zona polar del ático buscando a Cory.

—Voy abajo —Dijo Carrie, cuyo pequeño rostro expresaba resentimiento, y estaba haciendo pucheros.

Fue inútil que tratáramos De convencerla de que se quedase allí, haciendo Ejercicio, pues era demasiado terca. Se fue corriendo, con su trajecito rojo de esquiar, dejándonos a mí y a Chris que continuáramos buscando a Cory. Normalmente, resultaba muy fácil hallarle. Su táctica era esconderse en el último escondite usado por Chris, de modo que pensábamos que bastaría con ir derechos al tercer armario y allí encontraríamos a Cory agazapado bajo la Ropa vieja, sonriéndonos. Para darle la impresión de que no sabíamos dónde estaba, evitamos durante algún tiempo aquel armario, Y luego decidimos que ya era hora de dar con él, pero, cuando fuimos a buscarle, resultó que no estaba allí.

—¡Atiza! —exclamó Chris—. Por fin se ha decidido a ser imaginativo y se ha encontrado un lugar original para esconderse.

Ése es el resultado de leer demasiados libros, que acaba uno usando palabras largas y raras. Me enjugué la nariz goteante y eché otra ojeada a mi alrededor. Si Cory se había vuelto verdaderamente imaginativo, tenía a su disposición un millón de buenos escondites en aquel ático lleno de ellos. Y, la verdad, podríamos pasarnos horas y horas buscando a Cory sin dar con él, y yo tenía frío, y me sentía fatigada e irritable, hasta de aquel juego, que Chris insistía en hacer todos los días para desentumecernos.

—¡Cory! —grité—. ¡Anda, sal de donde te hayas metido, que ya es hora de bajar a comer!

Bueno, pensé, esto le haría salir. Las comidas eran algo agradable y hogareño, y servían para dividir nuestros largos días en partes distintas.

Pero, a pesar, de todo, no contestaba. Miré, enfadada, a Chris.

—Hay bocadillos de pasta de cacahuetes tostados y jalea de uva —añadió, porque aquél era el manjar favorito de Cory, y bastaría para hacerle venir corriendo, pero, a pesar de todo, no se oyó un solo ruido, nada.

De repente, sentí miedo. No podía creer que Cory hubiese conseguido dominar el miedo que sentía en aquel ático enorme y sombrío, y que estuviese tomando por fin en serio aquel juego, pero ¿y si se le había ocurrido imitarnos a Chris o a mí? ¡Santo cielo!

—¡Chris! —grité—. ¡Tenemos que encontrar a Cory!

Se le contagió mi pánico, y empezamos a dar vueltas por el ático, gritando el nombre de Cory y ordenándole salir de donde estuviese, y dejar de esconderse. Los dos corríamos y buscábamos, llamando a Cory sin cesar. Se había acabado el escondite, y ahora era la hora de comer. Pero seguía sin respondernos, y yo estaba casi congelada, a pesar de la ropa que llevaba. Hasta las manos parecían azules.

—Dios mío —murmuró Chris, deteniéndose de pronto—, imagínate que por casualidad se ha metido en alguno de esos baúles, y que la tapa se le ha caído encima por casualidad, dejándole encerrado.

Nos pusimos a correr y buscar, como locos, abriendo las tapas de todos los viejos baúles. Sacamos de ellos a toda prisa pantalones, camisas, camisolas, enaguas, corsés, trajes, poseídos de un loco y angustiado terror, y mientras buscaba y buscaba pedía a Dios una y otra vez que no dejase a Cory morir.

—¡Lo encontré, Cathy! —gritó Chris.

Di la vuelta y vi a Chris que levantaba el cuerpecito inerte de Cory, sacándolo de un baúl que se había cerrado, cogiéndole dentro. Me sentí débil de alivio, y fui, tropezando de apresuramiento, a besar la carita pálida de Cory, que se había vuelto de un extraño color por falta de oxígeno. Sus ojos, entrecerrados, estaban vidriosos y casi había perdido el conocimiento.

—Mamá —murmuraba—, quiero que venga mamá.

Pero mamá estaba a kilómetros de distancia, aprendiendo a escribir a máquina y taquigrafía. Lo único que había a mano era una implacable abuela, que no sabría qué hacer en un momento como aquél.

—Ve corriendo y prepara la bañera de agua caliente —dijo Chris—, pero no demasiado caliente, no vayamos a quemarle.

Y sin más se dirigió corriendo, con Cory en brazos, a la escalera.

Llegué antes que él al cuarto de baño, y corrí a la bañera. Miré hacia atrás y vi que Chris dejaba a Cory sobre la cama, luego se inclinaba sobre él, le sujetaba las ventanillas de la nariz y bajaba la cabeza hasta cubrir con su boca los labios azulados de Cory, que estaban abiertos. ¡El corazón me daba vueltas! ¿Estaría muerto? ¿Habría dejado de respirar?

Carrie echó una sola ojeada a lo que estaba pasando: su hermanito gemelo todo azul e inmóvil, y, sin más, se puso a llorar a gritos.

En el cuarto de baño abrí los dos grifos todo lo que pude, y el agua manó a raudales. ¡Cory se moría! Yo estaba soñando siempre con la muerte y con morirme…, ¡y casi siempre mis sueños acababan siendo verdad! y, hacía como siempre que me parecía que Dios nos había vuelto la espalda y le dábamos igual, reuní toda mi fe y me puse a rogarle que no dejara morir a Cory:

—Por favor, Dios, por favor, Dios, por favor, por favor, por favor…

Es posible que mis desesperadas plegarias contribuyeran, tanto como la respiración artificial que estaba practicándole Chris, a su restablecimiento.

—Ya vuelve a respirar —anunció Chris, pálido y tembloroso, trayendo a Cory a la bañera—. Ahora, lo que tenemos que hacer es conseguir que reaccione.

En un instante, desnudamos a Cory y lo metimos en el agua caliente.

—Mamá —murmuraba Cory, volviendo en sí—, que venga mamá.

Repetía esto una y otra vez, y me daban ganas de dar puñetazos contra la pared, diciéndome que aquello era injusto, que Cory debiera tener allí a su madre, junto a él, a su madre de verdad y no a una de mentirijillas que no sabía qué hacer en un momento como aquél. Quería salir de allí, ¡aunque fuese para ponerme a pedir limosna por las calles!

Pero me dominé y le aconsejé, con una voz tan serena que Chris levantó la cabeza y me miró, sonriéndome con aprobación:

—¿Por qué no haces como si yo fuese mamá? Haré por ti todo lo que haría ella. Te subiré a mi regazo, y te meceré hasta que te quedes dormido, cantándote una canción de cuna, pero antes tienes que comer algo y beber un poco de leche.

Tanto Chris como yo estábamos arrodillados, mientras yo decía esto. Él daba masaje a Cory en los piececitos, mientras yo le frotaba las manos frías para calentárselas. Cuando volvió a recuperar el color normal, lo secamos y le pusimos el pijama más abrigado, envolviéndole además en una manta. Entonces me senté en la vieja mecedora que Chris había bajado del ático, me puse a Cory en el regazo, cubriéndole de besos el rostro pálido y murmurándole al oído cariñosas tonterías, hasta hacerle reírse.

Si era capaz de reír, también lo sería de comer, le di de comer pedacitos de bocadillo y de beber sopa tibia y largos tragos de leche. Y, mientras hacía esto, me sentía envejecer. Miré a Chris por encima del hombro y me di cuenta de que también él estaba cambiando. Ahora sabíamos que había verdadero peligro en el ático, además de ir ajándonos por falta de luz del sol y aire fresco. Teníamos que hacer frente a amenazas mucho peores que los ratones y las arañas que se empeñaban en seguir vivos a pesar de todo lo que habíamos hecho para acabar con ellos.

Chris, solo, subió a grandes zancadas la escalera empinada que conducía al ático, y al entrar en el cuartito mostraba una expresión sombría. Yo seguí meciéndome, con Carrie y Cory en el regazo, y cantándoles una canción de cuna. De pronto, oí un ruido de martilleo arriba, un estruendo terrible que podría oír la servidumbre.

—Cathy —dijo Cory, muy bajo, mientras Carrie se adormecía—, no me gusta que mamá no esté ya con nosotros.

—Tienes una mamá, me tienes a mí.

—¿Eres tú igual que una mamá de verdad?

—Sí, creo que sí. Te quiero mucho, Cory, y eso es lo que son las mamás de verdad.

Cory se me quedó mirando con los ojos azules muy abiertos, para ver si lo decía de verdad o si estaba diciéndoselo solamente para contentarle. Y entonces sus bracitos me rodearon el cuello, y apretó la cabeza contra mi hombro.

—Tengo mucho sueño, mamá, pero sigue cantando.

Yo continuaba meciendo, y cantando bajo, cuando Chris bajó del ático, con cara de satisfacción.

—Ya nunca más volverá a cerrarse un baúl —declaró—, porque he roto todos los cerrojos, ¡y tampoco se cerrarán ya los armarios roperos!

Asentí.

Chris se sentó en la cama más cercana y se puso a seguir con los ojos el ritmo de la mecedora, escuchando la canción de cuna que yo no dejaba de cantar. Su rostro se sonrojaba y parecía turbado.

—Me siento como de sobra, Cathy, ¿te daría igual que me sentase yo el primero en la mecedora y luego vosotros tres os sentáis encima de mí?

Papá solía hacer aquello. Nos cogía a todos en su regazo, incluso a mamá. Sus brazos eran lo bastante largos y fuertes para abarcarnos a todos, y darnos la sensación más agradable y cálida de seguridad y amor, pero no estaba segura de que Chris pudiera hacer lo mismo.

Sentados todos en la mecedora, con Chris debajo, me fijé fugazmente en nuestra imagen, reflejada en el espejo del tocador, en el otro extremo del cuarto, y me invadió furtivamente una sensación extraña. Chris y yo parecíamos padres de juguete, versiones más jóvenes de papá y mamá.

—La Biblia dice que hay tiempo para todo —murmuró Chris, bajo, para no despertar a los gemelos—: tiempo de nacer, tiempo de plantar, tiempo de cosechar, tiempo de morir, y así sucesivamente, y éste es el tiempo de sacrificarnos nosotros. Más adelante, ya nos llegará el tiempo de vivir y divertirnos.

Volví la cabeza hacia él y la dejé caer sobre su hombro de muchacho, agradecida de verle siempre tan optimista, siempre tan animado. Era buena cosa tener siempre sus brazos fuertes y jóvenes en torno a mí, casi tan protectores y buenos como habían sido los de papá.

Y, además, Chris tenía razón. Nuestro tiempo feliz llegaría el día en que nos fuésemos de aquella habitación y bajásemos al piso de abajo, para asistir a un funeral.