Al fin dieron las diez de la mañana, y pasaron.
Lo que quedaba de nuestra ración diaria de comida lo guardamos en la parte más fresca de la habitación, bajo la cómoda. Los criados que hacían las camas y aseaban las habitaciones de las otras alas del piso de arriba tendrían ya, sin duda, que haberse ido a las partes inferiores de la casa, y ya no volverían a este piso hasta dentro de veinticuatro horas.
Ya estábamos, como es de suponer, hartos de aquella habitación, deseosos de explorar la periferia de nuestro limitado territorio. Christopher y yo cogimos cada uno de la mano a uno de los gemelos y nos dirigimos en silencio hacia el cuartito donde teníamos las dos maletas, con toda nuestra ropa. Pero había tiempo para desempaquetar todo aquello. Cuando tuviéramos más sitio y habitaciones más agradables ya desharían los criados nuestras maletas, como en las películas, mientras nosotros salíamos al jardín. Como es natural, no teníamos la menor intención de seguir en este cuarto el último viernes de mes, cuando los criados llegaran para hacer la limpieza. Para entonces ya estaríamos libres de nuevo.
Con nuestro hermano mayor a la cabeza, que tenía bien cogida la mano de mi hermano menor, para que no tropezara o se cayese, y pisándole yo casi los talones a Cory, mientras Carrie me cogía la mano a mí, subimos la escalera oscura, angosta y empinada. Las paredes de aquel pasadizo eran tan estrechas que casi las tocábamos con los hombros.
Bueno, pues ahí lo teníamos.
Yo había visto áticos, ¿y quién no ha visto alguno?, pero ninguno como aquél.
Nos quedamos allí parados, como si hubiéramos echado raíces, mirando a nuestro alrededor llenos de incredulidad. Este ático, enorme, oscuro, sucio, polvoriento, se extendía kilómetros y kilómetros. Las paredes más distantes estaban tan lejos que parecían nebulosas, desenfocadas. El aire no era limpio, sino como tenebroso y lóbrego; tenía un olor, un olor desagradable de vejez de cosas podridas, de cosas muertas que han sido dejadas sin enterrar, y como el aire estaba empapado de nubes de polvo, todo parecía moverse, como rielar, sobre todo en los rincones más oscuros y sombríos.
A lo largo de toda la pared delantera había cuatro series de estrechas ventanas, y otras cuatro en la trasera. Las paredes laterales, es decir lo que veíamos de ellas, carecían de ventanas, pero había también alas que no llegábamos a ver si no nos atrevíamos a adentrarnos en el ático y penetrar el calor sofocante que reinaba allí.
Paso a paso, fuimos avanzando, todos a una desde la escalera.
El suelo era de anchas tablas de madera, suaves y podridas.
A medida que íbamos avanzando, poco a poco, cautelosamente, sintiéndonos llenos de temor, pequeños seres se dispersaban en todas direcciones por el suelo. Había en aquel ático muebles suficientes para equipar varias casas. Muebles oscuros, macizos, y orinales, y jarros en grandes vasijas, habría, en total, veinte o treinta juegos de éstos. Y había una cosa redonda, de madera, que parecía como una bañera con flejes de hierro, ¡qué idea, construir una bañera así!
Todo lo que parecía tener valor estaba envuelto en sábanas cubiertas de polvo, acumulado hasta dar a la tela blanca un sucio color gris. Y lo que estaba cubierto por sábanas para protegerlo me producía escalofríos, porque aquellas cosas me parecían extrañas, fantasmales, fantasmas de muebles susurrando, murmurando. Y no quería oír lo que tenían que decirme.
Docenas de baúles forrados de cuero, con pesados cerrojos y conteras de cobre, tapaban una pared entera, cada cofre cubierto con etiquetas de viaje, y la verdad era que tenían que haber dado la vuelta al mundo varias veces. Grandes baúles, que podían servir de ataúdes.
Armarios enormes se levantaban, en silenciosa hilera, contra la más lejana de las paredes, y cuando nos acercamos y los abrimos, vimos que todos ellos estaban llenos de prendas de ropa antiguas. Vimos uniformes de la Unión y de los confederados, lo que a Christopher y a mí nos dio mucho que pensar, mientras los gemelos, apretándose contra nosotros, miraban a su alrededor con los ojos muy abiertos y asustados.
—¿Tú crees que nuestros antepasados estaban tan indecisos cuando la guerra de Secesión que no sabían de qué parte ponerse, Christopher?
—Suena mejor decir la guerra entre los estados —respondió él.
—¿Tú crees que eran espías?
—¿Y yo qué sé? —replicó mi hermano.
¡Secretos, secretos, secretos por todas partes! Me imaginaba a hermanos luchando unos contra otros, ¡qué divertido iba a ser averiguar todo aquello! ¡Si encontráramos también Diarios!
—Fíjate en esto —señaló Christopher, sacando un traje de hombre de lana color crema pálido, con solapas de terciopelo pardo con cordoncillo de satén de un pardo más oscuro. Agitó el traje y asquerosos seres alados salieron volando en todas direcciones, a pesar del intenso olor a alcanfor.
Yo chillé, y Carrie también.
—No seáis criaturas —advirtió Christopher, que no parecía inquieto en absoluto por todo aquello—. Lo que habéis visto son polillas, polillas inofensivas. Son las larvas las que roen la ropa y hacen agujeros.
A mí me daba igual. Los bichos son bichos, ya sean mayores o recién nacidos. Además, no sabía por qué motivo le interesaba tanto aquel condenado traje. ¿Y por qué tenía que examinar la bragueta para ver si en aquellos tiempos usaban botones o cremallera?
—Dios mío —declaró finalmente, perplejo—, vaya trabajo, tener que desabrocharse los botones constantemente.
Ésa era su opinión.
¡A mi modo de ver, la gente de otros tiempos sí sabía vestir bien! ¡Cuánto me gustaría a mí ir vestida con una blusa de pechera de encaje por encima de unos pantalones anchos, con docenas de enaguas de fantasía sobre los aros de alambre, toda cubierta de volantes, encajes, bordados, con cintas colgantes de satén o terciopelo, y mis zapatos serían de satén, y sobre toda esta deslumbrante vestimenta ondearía una sombrilla de encaje para proteger del sol mis rizos dorados y mi cutis rubio y sin arrugas! Y llevaría también un abanico, para poder refrescarme airosamente y mis párpados aletearían, cautivantes. ¡Oh, qué belleza sería yo!
Impresionada hasta ahora por aquel inmenso ático, Carrie lanzó de pronto un chillido que me hizo bajar sin más de mis dulces sueños y volver de nuevo al momento presente, que era precisamente donde no quería estar.
—¡Hace calor aquí, Cathy! —se lamentó Carrie.
—Sí, claro —le contesté.
—¡No quiero estar aquí, Cathy!
Dirigí una mirada a Cory, cuyo pequeño rostro, lleno de espanto, miraba alrededor, aferrándose a mí; le cogí la mano y la de Carrie y me alejé de aquellas fascinadoras ropas viejas, y los cuatro continuamos investigando todo lo que nos ofrecía aquel ático, que era mucho. Miles de libros viejos amontonados, libros de cuentas oscuros, mesas de escritorio, dos pianos verticales viejos, radios, gramófonos, cajas de cartón llenas con los pertrechos sobrantes de generaciones desaparecidas hacía mucho tiempo, Maniquíes de todos los tamaños y formas, jaulas de pájaros y sus soportes, rastrillos, palas, fotografías enmarcadas de gente de curioso aspecto pálido y enfermizo, que eran, me imagino, parientes nuestros fallecidos. Algunos tenían el pelo claro, otros oscuro, pero todos mostraban ojos cortantes, crueles, duros, amargos, tristes, serios, anhelantes, sin esperanza, vacíos, pero ni uno solo, lo juro, tenía ojos alegres. Algunos sonreían, pero la mayor parte no. Me atrajo en particular, una chica muy bonita, que tendría dieciocho años y sonreía con una leve y enigmática sonrisa que me recordaba a la Mona Lisa, sólo que más bella. Su pecho salía de un corpiño fruncido de manera tan impresionante que Christopher señaló a uno de los maniquíes, diciendo con mucho énfasis:
—¡Ahí la tienes!
Miré.
—La verdad —continuó él, con ojos admirativos— esto es lo que se llama un cuerpo de ánfora; fíjate en la cintura de avispa, las caderas que se hinchan como globos, el pecho que sobresale, ¿lo ves? Pues mira, Cathy, lo que te digo: que si heredas un cuerpo como éste, te haces rica.
—No tienes idea —le contesté, con desagrado—, no tienes ni idea. Ésa no es la forma natural de las mujeres. Ésa tiene puesto un corsé, muy apretado en la cintura, de manera que la carne se le concentra hacia arriba y hacia abajo, y ésa es precisamente la razón de que las mujeres de entonces se desmayaran con tanta frecuencia y tuvieran que pedir sales constantemente.
—No sé cómo se puede desmayar uno y pedir al mismo tiempo sales —comentó Christopher, sarcástico—. Además, no se puede concentrar la carne cuando no la hay. —Echó una ojeada a la bien formada joven—. Ya sabes lo que te quiero decir, tiene un aire como el de mamá; si estuviese peinada de otra manera y llevara ropa moderna, pues entonces se parecería a mamá.
—¡Hum!, nuestra madre tendría demasiado buen sentido para meterse en aquella jaula de cintas apretadas y sufrimiento.
—Pero la chica ésta no es más que mona —concluyó Christopher—, y nuestra madre es bella.
El silencio de aquel vasto espacio era tan hondo que se podía oír el latido de nuestros corazones. A pesar de todo, sería divertido ir explorando uno a uno todos los baúles, examinar el contenido de todas las cajas, probarse todas aquellas ropas olorosas, podridas, extrañas, y aparentar todo lo que no éramos.
Pero ¡hacía tanto calor! ¡el aire era tan sofocante! ¡tan cargado! Ya los pulmones me parecían llenos de porquería y polvo y el aire rancio. Y no sólo esto, telas de araña colgaban de los rincones y de las vigas, y cosas que reptaban o se arrastraban iban de un lado a otro por el suelo o por las paredes. Aunque no los veía, no conseguía quitarme de la cabeza la idea de ratas y ratones. En una ocasión habíamos visto una película en televisión en la que un hombre se volvía loco y acababa ahorcándose en la viga de un ático. Y en otra película un hombre metía a su mujer en un viejo baúl con conteras y cerrojos de cobre, precisamente como aquellos, y luego cerraba de golpe la tapa y la dejaba morirse allí encerrada. Eché otra mirada a aquellos baúles, preguntándome qué secretos encerrarían que los criados no debían conocer.
Era desconcertante la curiosa manera que tenía mi hermano de observarme y de estudiar mis reacciones. Di media vuelta, para ocultarle mis sentimientos, pero él seguía viéndome. Se me acercó y me cogió la mano, diciéndome, como lo habría hecho papá:
—Cathy, todo acabará saliendo bien, seguro que hay una explicación la mar de sencilla para todo lo que a nosotros nos parece tan complicado y misterioso.
Me volví despacio hacia él, sorprendida de que se me hubiera acercado para consolarme, y no para tomarme el pelo.
—¿Y por qué crees tú que la abuela nos tiene tanta manía? ¿Y por qué también el abuelo nos la tiene? ¿Qué es lo que hemos hecho?
Él se encogió de hombros, tan desconcertado como yo, y, con su mano todavía cogida a la mía, dimos la vuelta los dos al tiempo para examinar de nuevo el ático. Incluso nuestros ojos, no acostumbrados a tales cosas, se daban cuenta de dónde se habían añadido partes nuevas a la antigua casa. Vigas gruesas y cuadradas dividían el ático en varias secciones, y yo me dije que, si nos metíamos por aquí y por allá, acabaríamos dando con algún lugar donde se pudiera respirar tranquilamente aire fresco.
Los gemelos estaban empezando a toser y estornudar. Tenían fijos en nosotros sus ojos azules y resentidos, por obligarles a estar donde no querían.
—Mira, mira —dijo Christopher, cuando los gemelos empezaban de verdad a quejarse—, se pueden abrir las ventanas una pulgada o así, lo bastante para dejar entrar un poco de aire fresco, y nadie se dará cuenta desde abajo de una abertura tan pequeña.
Enseguida me soltó la mano y corrió hacia las ventanas, saltando sobre cajas, baúles, muebles, luciendo su habilidad, mientras yo permanecía inmóvil, apretando la mano de mis dos hermanos pequeños, que estaban aterrados de encontrarse allí.
—¡Venid a ver lo que he encontrado! —gritó Christopher, a quien ya no veíamos, con voz vibrante de emoción—. ¡No tenéis idea de lo que he encontrado!
Corrimos hacia donde estaba, ansiosos de ver algo emocionante, maravilloso, divertido, y resultó que lo que había encontrado era una habitación, una verdadera habitación, con paredes de yeso, que nunca habían sido pintadas, pero con un techo de los de verdad, no de vigas al descubierto. Se diría que era una clase, con pupitres que tenían delante otro más grande.
Había encerados en tres de las paredes, colgando sobre estanterías bajas, llenas de libros viejos y polvorientos que mi eterno investigador de todas las ciencias se había puesto a inspeccionar inmediatamente, agachándose y leyendo los títulos en voz alta.
Los libros le entusiasmaban, porque sabía que, con ellos, podía escapar al séptimo cielo.
A mí me atrajeron los pupitres pequeños, donde se leían, arañados, nombres como Jonathan, 11 años, 1864, y Adelaida, 9 años, 1879. ¡Oh, qué vieja era la casa aquella! Las tumbas de aquella gente ya no contendrían más que polvo, pero habían dejado sus nombres a su paso, para hacernos saber que también ellos habían vivido aquí. Pero, ¿por qué les habrían mandado sus padres a estudiar a un ático? Habrían sido sin duda niños esperados y queridos, no como nosotros, a quienes sus abuelos despreciaban. A lo mejor, para ellos las ventanas habían estado abiertas de par en par, y, para ellos, la servidumbre había subido carbón o leña con que encender las dos estufas que se veían en los rincones del cuarto.
Un viejo caballo balancín, al que le faltaba un ojo de ámbar, se movía, cojeante, y su cola amarilla y trenzada daba verdadera pena. Pero este caballito de pintas blancas y negras bastó para llenar de alegría a Cory. Inmediatamente se subió a la silla roja y descascarada, gritando:
—¡Arre, arre, caballito!
Y el caballito, que llevaba tantísimo tiempo sin que nadie lo montase, galopaba chillando, rechinando, protestando por cada una de sus enmohecidas junturas.
—¡También yo quiero montar a caballo! —berreaba Carrie—. ¿Dónde está mi caballito?
Fui a levantar a Carrie en brazos y ponerla detrás de Cory, de modo que pudiese agarrarse a él por la cintura, y reír y azuzar al caballo con los talones, para hacerle ir más y más rápido. Me parecía increíble que el pobre siguiese entero.
Ahora pude dedicarme a los libros viejos que tanto interesaban a Christopher. Sin fijarme, alargué la mano y cogí uno de los libros, y ni siquiera eché una ojeada al título. Lo hojeé a toda prisa y salieron de entre sus páginas batallones de bichos planos, como chinches, con cientos de patas, ¡corriendo como locos en todas las direcciones! Dejé caer el libro, y me puse a mirar las hojas sueltas que habían volado y esparcido. Me daban asco aquellos bichos, sobre todo las arañas y, a continuación, los gusanos, y lo que salía de aquellas páginas parecía una combinación de ambos.
Aquella conducta, tan propia de una niña, fue suficiente para que Christopher se retorciera de risa, y cuando se hubo calmado un poco, dijo que mis melindres eran exagerados. Los gemelos tiraron de las riendas de su caracoleante potro y se me quedaron mirando muy sorprendidos. Tuve que dominarme rápidamente, e incluso hacer como si las madres no chillasen a la vista de unos pocos bichos.
—Cathy, ya tienes doce años y es hora de que empieces a comportarte como una persona mayor. A nadie se le ocurre ponerse a chillar porque ve unos pocos gusanos y polillas. Los bichos son parte de la vida corriente. Nosotros, los seres humanos, somos los amos, los reyes y señores de todo. Y este cuarto no es tan malo, después de todo. Hay mucho sitio, ventanas grandes, libros en abundancia, y hasta unos cuantos juguetes para los gemelos.
Sí, ciertamente. Había un carromato rojo todo roñoso, con un asa rota y a falta de una rueda, verdaderamente algo nunca visto. ¡Ah!, y también una patineta verde rota. Y, sin embargo, ahí estaba Christopher, mirando a su alrededor y expresando el contento que sentía por encontrar una habitación en la que la gente había escondido a sus niños para no tener que verlos u oírlos, o quizá para no tener ni siquiera que pensar en ellos, y, para él, aquella habitación estaba llena de posibilidades.
Sin duda, alguien podría limpiar todos los lugares oscuros en que vivían aquellos horribles bichos que se arrastraban por el suelo y también podría rociarlo todo con insecticida, para que no quedase allí nada siniestro con que una pudiera tropezar. Pero ¿cómo tropezar con la abuela, con el abuelo? ¿Cómo convertir una habitación de ático en un paraíso en el que florecieran las plantas, como si no fuera una prisión más, como la de abajo?
Corrí a las ventanas y me subí a una caja para poder llegar al borde de la más alta. Sentía deseos desesperados de ver el suelo, de ver lo lejos que estábamos de él, desde arriba, y cuántos huesos nos romperíamos si saltábamos Sentía deseos desesperados de ver los árboles, la hierba dónde crecían las flores, dónde estaba la luz del sol, dónde volaban los pájaros, dónde vivía la verdadera vida. Pero no vi más que un tejado de pizarra negro, que se extendía debajo de las ventanas, muy amplio, ocultándome la vista del suelo. Más allá de los tejados, había copas de árboles, y más allá de las copas de los árboles, las montañas circundantes, rodeadas de nieblas azules colgantes.
Christopher se encaramó detrás de mí y se puso a mirar también. Su hombro, tocando al mío, temblaba, como también su voz, al decirme, en voz baja:
—Por lo menos, podemos ver el cielo, el sol, y, de noche, también las estrellas y la luna, los aviones que vuelan por encima. Podemos pasarnos el tiempo entretenidos, mirando, hasta que llegue un día en que no volvamos más aquí.
Hizo una pausa, y parecía estar pensando en la noche de nuestra llegada, ¿había sido verdaderamente la noche anterior?
—¿Qué te apuestas a que si dejamos esta ventana abierta de par en par entra volando una lechuza?; a mí siempre me gustó la idea de tener una lechuza domesticada.
—Por Dios bendito, ¿por qué iba a querer entrar aquí uno de esos bichos?
—Las lechuzas vuelven la cabeza como una peonza, ¿a que tú no puedes?
—Ni tampoco quiero —repliqué.
—Pero es que, aunque quisieras, no podrías.
—¡Bueno, pues ni tampoco tú! —le grité irritada, tratando de volver a la realidad, justo como él quería que hiciese yo. Ningún pájaro con tanto sentido común como una lechuza querría vivir encerrado con nosotros ni siquiera una hora.
—Yo quiero una gatita —dijo Carrie, levantando los brazos para que la cogiese en volandas y también ella pudiera ver.
—y yo, un perrito —pidió Cory, antes de asomarse a la ventana, pero enseguida se olvidó de los animalitos, y se puso a canturrear—: Fuera, fuera, Cory quiere salir fuera, Cory quiere jugar en el jardín, ¡Cory quiere columpiarse!
Carrie, sin perder el tiempo, le imitó. También ella quería salir fuera, al jardín, a los columpios. Y con su voz de alce resultaba mucho más persistente con sus antojos que Cory.
Y ahora los dos nos estaban volviendo locos a Christopher y a mí, con su insistencia en querer salir fuera, ¡fuera, fuera!
—¿Y por qué no podemos salir fuera? —gritaba Carrie, cerrando sus puños y golpeándose el pecho con ellos—. ¡No nos gustar estar aquí! ¿Dónde está mamá? ¿Dónde está el sol? ¿Adónde se han ido las flores? ¿Por qué hace tanto calor?
—Mirad —les dijo Christopher, cogiendo aquellos pequeños puños como arietes y salvándome a mí de esa manera de una magulladura—, imaginaos que este sitio es el jardín. Y no hay ningún motivo para que no os podáis columpiar aquí, como en el jardín. Hale, Cathy, vamos a buscar a ver si encontramos una cuerda.
Nos pusimos a buscar, sin más, y sí que encontramos cuerda, en un viejo baúl donde había toda clase de cosas inútiles. Estaba muy claro que la familia Foxworth no tiraba nada, sino que hasta las cosas más absurdas las guardaba en el ático. A lo mejor era que tenían miedo de verse un día pobres de solemnidad, necesitados de pronto de todo lo que habían ido guardando tan avaramente.
Con gran diligencia, mi hermano mayor se puso a hacer columpios para Cory y Carrie, porque cuando se tienen gemelos no se les debe dar nunca una sola cosa de cada clase. Para hacer los asientos, cogimos pedazos de madera que arrancamos de la tapa de un baúl. Encontramos un papel de lija y suavizamos las asperezas, para quitarles las astillas. Mientras hacíamos esto, buscamos y acabamos por encontrar una vieja escala de mano a la que faltaban algunos peldaños, lo que no impidió a Christopher subirse hasta las vigas, en lo alto del techo. Le observé subirse ágilmente y cogerse a ellas e ir por una viga ancha, y cada movimiento que hacía ponía en peligro su vida. Rápidamente se equilibró, alargando los brazos, pero mi corazón latía con violencia aterrada de verle correr tales peligros, arriesgando su vida, y sólo por lucirse. Y no había ninguna persona mayor que le mandase bajar. Si se me ocurría ordenarle bajar se reiría de mí, y haría cosas más tontas aún, de modo que lo que hice fue callarme y cerrar los ojos y tratar de alejar de mí la visión de la caída de mi hermano, rompiéndose los brazos, las piernas o, peor aún, la espalda o el cuello, y haciéndose pedazos contra el suelo. Y no tenía necesidad de hacer ningún alarde, porque de sobra sabía lo valiente que era. Había sujetado bien los nudos ya, de modo que ¿por qué no se bajaba de una vez, para que mi corazón volviera a latir normalmente de nuevo?
Christopher había tardado horas en hacer los columpios, y luego tenía que arriesgar su vida colgándolos. Y cuando, por fin, bajó y los gemelos se sentaron en los columpios y comenzaron a balancearse, agitando el aire polvoriento, se quedaron contentos durante, todo lo más, tres minutos.
Y entonces volvió de nuevo el jaleo. Quien comenzó fue Carrie:
—¡Sacadnos de aquí! ¡No nos gustan estos columpios! ¡No nos gusta este sitio! ¡Éste es un sitio maaalo!
Y apenas habían terminado sus chillidos, cuando comenzaron los de Cory.
—¡Fuera, fuera, queremos salir fuera! ¡Sacadnos fuera! —Y Carrie añadió su estribillo al de él.
Paciencia, lo que tenía que tener era paciencia y control de mí misma, obrar como una persona mayor y no ponerme a gritar sólo porque también yo quería salir fuera tanto como ellos dos.
—Haced el favor de dejar de hacer tanto ruido! —les ordenó Christopher a los gemelos—. Estamos jugando, y todos los juegos tienen reglas. La regla más importante de este juego consiste en seguir dentro y hacer el menor ruido posible. Está prohibido gritar y chillar —su voz se hizo más suave, mirando sus rostros sucios y cubiertos de lágrimas—, haced como si esto fuera el jardín, bajo un cielo azul luminoso, con hojas de árboles sobre nuestras cabezas y el sol brillando a todo brillar, y cuando bajemos, esa habitación será nuestra casa, con muchas habitaciones.
Nos miró con una sonrisa caprichosa y desconcertante:
—Cuando seamos ricos, como Rockefeller, no volveremos a ver este ático, ni tampoco el dormitorio de abajo. Viviremos como príncipes.
—¿Crees tú que los Foxworth tienen tanto dinero como los Rockefeller? —le pregunté incrédula.
¡Santo cielo, podríamos tenerlo todo! Y, sin embargo, sin embargo… Me sentía terriblemente inquieta…, la abuela aquella, algo que notaba yo en ella, su forma de tratarnos, como si no tuviéramos derecho a estar vivos. Aquellas palabras tan horribles:
«Estáis aquí, pero en realidad no existís».
Fuimos dando vueltas por el ático, explorando sin verdadero interés por todas partes, hasta que a alguien comenzó a gruñirle el estómago. Miré mi reloj de pulsera. Las dos. Mi hermano mayor me miró, y yo miré a los gemelos. Tuvo que ser el estómago de uno de ellos, porque comían muy poco, pero, a pesar de todo, sus sistemas digestivos estaban ajustados automáticamente para las siete, desayuno; las doce, comida, y las cinco, cena; y las siete, la hora de la cama y un piscolabis justamente antes.
—La hora de comer —declaré animadamente.
Bajamos todos las escaleras, de uno en uno, de nuevo a aquella odiosa habitación semioscura. Si por lo menos hubiéramos podido abrir las cortinas de par en par, para dejar entrar la luz y la alegría. Si por lo menos…
Podría haber estado pensando en voz alta, porque Christopher fue lo bastante perspicaz para decir que, aun cuando las cortinas estuvieran completamente descorridas, esta habitación daba al norte, de modo que nunca podría entrar el sol en ella.
Y entonces, Dios mío, se me ocurrió mirarnos al espejo: parecíamos deshollinadores, precisamente como los que salen en Mary Poppins, comparación que, dicha en voz alta, bastó para hacer sonreír a los gemelos, a quienes gustaba muchísimo ser comparados con esa gente encantadora que vivía en los libros de cuentos que a ellos les gustaban.
Como desde pequeños se nos había enseñado que nunca debíamos sentarnos a la mesa sin estar inmaculados de puro limpios, y como Dios no nos perdía de vista nunca, teníamos que obedecer todas sus órdenes y tenerle contento. Pero la verdad era que Dios no se ofendería realmente si metíamos a Cory y a Carrie en la misma bañera, después de todo, los dos habían salido del mismo vientre, ¿no es verdad? Christopher se encargó de Cory, mientras yo daba champú a Carrie y la bañaba, la vestía y le cepillaba el pelo en torno a mis dedos hasta hacerlo descender en bonitos bucles. Finalmente, le puse una cinta de satén verde.
Y tampoco se ofendería nadie si Christopher me hablaba mientras yo me bañaba. Después de todo, todavía no éramos mayores. No era lo mismo que «usar» el cuarto de baño juntos. A mamá y a papá no les solía parecer mal ver piel desnuda, pero, mientras me estaba lavando la cara, se me aparecía ante los ojos la imagen de la abuela, con la expresión severa e intransigente. A ella sí le parecía mal.
—No podemos volver a hacer esto —le dije a Christopher—; esa abuela a lo mejor nos sorprende, y entonces pensaría que es malo.
Él asintió, como si ya la cosa no tuviera importancia. Tuvo que haber visto algo en mi rostro que le hizo acercarse a la bañera y rodearme con sus brazos. ¿Cómo se había dado cuenta de que me hacía falta apoyarme en un hombro para poder echarme a llorar? Y eso fue justamente lo que hice en aquel momento.
—Cathy —me consoló, mientras tenía la cabeza apoyada en su hombro, y comenzaba a gemir—, sigue pensando en el futuro, y en todo lo que tendremos cuando seamos ricos. Siempre he querido ser riquísimo, para poder ser un verdadero gastador, por una temporada, sólo por una temporada, porque papá decía que todos deberían aportar algo útil e importante a la Humanidad, y eso es lo que yo quiero hacer. Pero, hasta que vaya a la universidad y estudie medicina, tengo tiempo de dedicarme a hacer un poco el tonto, luego ya podré asentar la cabeza y volverme serio.
—Ya, quieres decir que te gustaría hacer todo lo que los pobres no pueden, ¿no? Bueno, pues si es eso lo que te apetece, hazlo, pero lo que yo quiero es un caballo. Toda mi vida he querido tener una jaca, y nunca hemos vivido en un sitio donde se pudiera tener una jaca, de modo que ahora tendrá que ser un caballo. Y, por supuesto, todo ese tiempo lo pasaré conquistando fama y dinero, y llegando a ser la prima ballerina más grande del mundo, y ya sabes que las bailarinas tienen que comer mucho, porque si no se quedan en los huesos, de manera que voy a comer una tonelada de helado todos los días, y un buen día no comeré más que queso, todas las clases de queso que haya, con galletas de queso. Y luego también deseo tener montañas de ropa nueva, un vestido distinto para cada día del año. Y los regalaré después de haberlos usado, y luego me pondré a comer queso con galletas y terminaré con helado. Y me quitaré la grasa bailando.
Me estaba acariciando la espalda mojada, y me volví para verle el perfil; parecía estar soñando, pensativo.
—Te diré, Cathy, las cosas no nos van a ir tan mal durante el corto tiempo que tendremos que pasar aquí. No tendremos tiempo de sentirnos deprimidos, porque estaremos demasiado ocupados en pensar en las maneras de gastar todo el dinero que vamos a tener. Le diremos a mamá que nos traiga un ajedrez. Siempre quise aprender a jugar al ajedrez. Y, además, podemos leer; leer es casi lo mismo que hacer cosas. Mamá no nos dejará que nos aburramos, nos traerá juegos nuevos y cosas nuevas que hacer. Ya verás cómo el tiempo pasa en un santiamén. —Me sonrió con una sonrisa llena de optimismo—. ¡Y haz el favor de dejar de llamarme Christopher! No quiero seguir confundiéndome con papá, de modo que, a partir de ahora, me llamo Chris, ¿entendido?
—De acuerdo, Chris —repliqué—, pero ¿qué crees que hará la abuela si nos sorprende juntos en el cuarto de baño?
—Pues enfadarse con nosotros. Y Dios sabe cuántas cosas más.
A pesar de todo, en cuanto salí de la bañera y me puse a secarme, le advertí que no mirase. Pero la verdad era que no estaba mirando. Nos conocíamos los cuerpos muy bien, ya que nos habíamos visto desnudos desde siempre, y, a mi modo de ver, mi cuerpo era el mejor de los dos: más estilizado.
Todos nos habíamos puesto ropa limpia y olíamos bien, y así nos sentamos a comer nuestros bocadillos de jamón y la sopa de verduras templada que teníamos en el termo pequeño, y a beber leche. La comida sin pastas era algo absurdo.
Christopher miraba furtivamente su reloj de pulsera. A lo mejor mamá tardaba todavía mucho tiempo en venir. Los gemelos se pusieron a merodear inquietos después de comer. Eran caprichosos y testarudos, y expresaban su desagrado dando patadas a lo que no les gustaba, y, de vez en cuando, mientras merodeaban por el cuarto, nos miraban a Chris y a mí con cara de pocos amigos. Chris se fue al cuartito, y subió al ático, a la clase, en busca de libros que leer, y yo fui detrás de él.
—¡No! —gritó Carrie—. ¡No subas al ático! ¡No me gusta estar ahí arriba! ¡No me gusta nada! ¡No me gusta que seas mi mamá, Cathy! ¿Dónde está mi mamá de verdad? ¿A dónde se ha ido? ¡Ve y dile que vuelva, y vamos con ella a jugar en la arena!
Fue a la puerta del vestíbulo y accionó el picaporte y luego se puso a gritar como un animal aterrorizado, en vista de que la puerta no se abría. Se puso a golpear con sus pequeños puños el duro roble, y todo el tiempo chillaba que quería que volviese mamá para sacarla de aquella habitación oscura.
Fui a tomarla en brazos, mientras continuaba dando patadas y chillando. Era como tener asido un gato salvaje. Chris tomó en brazos a Cory, que había ido corriendo a defender a su gemela.
Lo único que podíamos hacer era dejarles en una de las camas de matrimonio, sacar sus libros de cuentos y decirles que se durmieran. Los gemelos nos miraban, llorosos e irritados.
—¿Es ya de noche? —gimió Carrie, que ya estaba ronca de tanto gritar inútilmente pidiendo libertad y llamando a una madre que no acababa de venir—. Tengo muchísimas ganas de ver a mamá, ¿por qué no viene?
—Pepito el Conejo —dije yo, cogiendo el libro de cuentos favorito de Cory, con ilustraciones en colores en todas las páginas, y esto bastaba para que Pepito el Conejo fuese un libro muy bueno, porque los libros malos no tienen santos.
A Carrie le gusta Los tres cerditos, pero Chris tendría que leer como solía hacerlo papá, y resoplar, e imitar una voz tan ronca como la del lobo, y no me parece que fuera capaz de ello.
—Haz el favor de dejar a Chris que suba al ático, pues quiere buscar allí algún libro para leer; mientras tanto, voy a leerte yo un poco de Pepito el Conejo. Y vamos a ver si Pepito consigue entrar sin que le vean en el jardín del campesino y comer todas las zanahorias y todas las coles que le apetezcan, y si os dormís mientras estoy leyendo, ya veréis como soñáis con el cuento.
Los gemelos tardaron alrededor de cinco minutos en quedarse dormidos. Cory tenía apretado el libro de cuentos contra el pecho, a fin de que Pepito el Conejo se metiese mejor en sus sueños. Me sentí invadida por una sensación suave y cálida, que me encogía el corazón al pensar en aquellos dos pequeños que necesitaban realmente una madre mayor, no una de doce años como yo. Y no me sentía muy distinta de cuando tenía diez años.
Si estaba ya a punto de ser mujer, lo cierto es que esa idea se había apoderado de mi mente, haciéndome sentirme madura y capaz. Y menos mal que no íbamos a estar encerrados aquí mucho tiempo, porque, ¿qué haríamos si nos poníamos malos? ¿Qué pasaría si hubiera un accidente, una caída, un hueso roto?
Si me ponía a dar golpes contra la puerta cerrada, ¿vendría corriendo en mi ayuda la despreciable abuela? No había teléfono en esta habitación. Si pedía auxilio a gritos, ¿quién me oiría en este ala lejana y prohibida?
Mientras estaba reconcomiéndome de inquietud, Chris había subido ya a la clase del ático y estaba escogiendo libros polvorientos y llenos de bichos para bajárnoslos al dormitorio y que los pudiéramos leer. Teníamos un juego de damas que habíamos traído, y eso era lo que a mí me apetecía, no meter las narices en un libro viejo.
—Mira —dijo, poniéndome en las manos un libro viejo, y explicándome que lo había limpiado de todos los bichos que podrían darme otro ataque de histeria—, vamos a dejar las damas para más tarde, cuando se despierten los gemelos, ya sabes lo que te enfadas cuando pierdes.
Se acomodó en una silla mullida, poniendo la pierna sobre el brazo grueso y redondo, y abrió Tom Sawyer. Yo me dejé caer sobre la única cama libre que había y comencé a leer sobre el Rey Arturo y la Tabla Redonda. Y, por raro que parezca, lo cierto es que aquel día se me abrió una puerta cuya existencia no había sospechado hasta entonces, y que daba a un bello mundo en el que florecía la caballería andante y había amores románticos y bellas damas que estaban como sobre pedestales y eran adorables desde lejos. Aquel día comenzó para mí un largo amor por la Edad Media, un cariño que nunca iba a terminar, porque, después de todo, ¿no es cierto que la mayor parte de los ballets están basados en cuentos de hadas? ¿Y no lo es también que todos los cuentos de hadas se basan en las leyendas de los tiempos medievales?
Yo era una de esas niñas que siempre andan buscando hadas que bailan sobre la hierba. Quería creer en brujas, magos, ogros, gigantes y encantamientos. No quería que las explicaciones científicas nos quitasen toda la magia que hay en el mundo. Pero no sabía aún entonces que había ido a vivir a un sitio que era prácticamente un castillo fuerte y oscuro, dominado por una bruja y un ogro, ni adivinaba que algunos brujos modernos podían hacer encantamientos con su dinero.
A medida que la luz del día iba retirándose al otro lado de las pesadas cortinas, nosotros, sentados en torno a la mesita, comíamos nuestra cena de pollo frito (frío) y ensalada de patatas (caliente) y judías (frías y grasientas). Por lo menos Chris y yo nos comimos toda nuestra comida por fría y poco apetitosa que estuviera. Pero los gemelos escogían de la suya, quejándose todo el tiempo que no sabía bien. Pensaba que si Carrie se quejara menos, Cory habría comido más.
—Las naranjas no son raras —dijo Chris, dándome una naranja para que se la pelase—, ni tienen que estar calientes; en realidad, las naranjas son luz del sol líquida.
Chris dijo esto con mucha oportunidad; ahora los gemelos tenían algo que comer con gusto: luz del sol líquida.
Ya era de noche, y realmente no parecía muy distinta del día. Encendimos las cuatro lámparas y una lamparita rosa de mesita de noche que mamá había traído para los gemelos, a quienes no les gustaba la oscuridad.
Después de su siesta, habíamos vestido a los gemelos de nuevo, poniéndoles ropa limpia, cepillándoles bien el pelo y lavándoles la cara, de modo que ahora estaban muy monos, sentados y absortos en sus rompecabezas. Eran unos rompecabezas viejos, y ellos sabían perfectamente dónde tenían que poner cada pieza, de modo que no era un problema muy difícil, pero lo habían convertido en una carrera para ver quién terminaba primero de los dos.
La carrera de terminar el rompecabezas no tardó en aburrir a los gemelos, de modo que lo pusimos todo en una de las camas, y Chris y yo empezamos a inventar cuentos sobre la marcha. Pero esto también acabó aburriendo a los gemelos, aunque mi hermano y yo podríamos haber seguido más tiempo compitiendo a ver quién tenía más imaginación. Luego sacamos de las maletas los coches y camiones de juguete, para que los gemelos pudieran arrastrarse por el suelo, llevando coches de Nueva York a San Francisco, pasando por debajo de la cama y por entre las patas de la mesa, con lo que no tardaron en ensuciarse de nuevo.
Cuando nos hubimos cansado también de esto, Chris propuso que jugáramos a las damas, y los gemelos podrían transportar peladuras de naranja en sus camiones y dejarlas tiradas en Florida, que era el cubo de la basura que había en el rincón.
—Para ti, las fichas rojas —anunció Chris, protector—. Yo no pienso, como tú, que el negro es el color de los que pierden.
Fruncí el ceño, irritada, y me puse de mal humor. Parecía que hubiera pasado una verdadera eternidad entre el amanecer y el anochecer, lo bastante para cambiarme de tal manera que nunca volvería a ser la misma.
—No quiero jugar a las damas —repliqué anticipadamente.
Y fui a echarme en la cama y renuncié al esfuerzo de impedir que mis pensamientos vagasen interminablemente por los altibajos de oscuros temores recelosos y atormentadoras y persistentes dudas, preguntándome siempre si mamá nos habría dicho toda la verdad. Y, mientras esperábamos así los cuatro, interminablemente, y seguíamos esperando, sin que mamá reapareciese, mis pensamientos examinaban todas las calamidades posibles, principalmente incendios, fantasmas, monstruos y otros espectros en el ático, pero el fuego era la principal amenaza de todas.
El tiempo transcurría muy despacio. Chris, en su silla, con el libro, seguía echando ojeadas furtivas a su reloj de pulsera. Los gemelos se arrastraban, camino de Florida, y tiraban sus cáscaras de naranja, y ahora ya no sabían qué hacer. No había océanos que cruzar, porque no tenían barcos. ¿Por qué no se nos habría ocurrido traer un barco?
Eché una ojeada a los cuadros que representaban el infierno con todos sus tormentos y me maravilló lo lista y cruel que era la abuela. ¿Por qué tenía que pensar en todo? No era justo que Dios estuviese siempre pendiente de cuatro niños, cuando por el mundo adelante pasaban tantas y tantas cosas que eran mucho peores. Si yo fuera Dios, con toda su perspectiva infinita, no perdería el tiempo mirando a cuatro niños sin padre encerrados en un dormitorio. Además, papá estaba ahora allá arriba, y sin duda convencería a Dios de que cuidase de nosotros e hiciese la vista gorda a alguna que otra equivocación.
Sin hacer caso de mi mal humor y de mis objeciones, Chris dejó el libro y vino con la caja de juegos, que tenía suficientes fichas para cuarenta juegos distintos.
—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó, mientras comenzaba a disponer en el tablero las fichas rojas y negras—. ¿Por qué estás ahí echada, en silencio, con ese aspecto de miedo? ¿Es que tienes miedo de que vuelva a ganarte?
Juegos, la verdad era que no estaba pensando en juegos. Le conté lo que estaba pensando, mis temores de que estallase un incendio, y mi idea de rasgar las sábanas y anudarlas y hacer con ellas una escala para bajar al suelo, igual que habíamos visto en muchas películas antiguas. Así, si había un incendio, a lo mejor aquella misma noche podríamos bajar a tierra rompiendo una ventana, y cada uno de los dos podíamos atarnos un gemelo a la espalda.
Nunca había visto yo sus ojos azules expresar más respeto mientras me escuchaba, brillantes de admiración. ¡Vaya! ¡Qué idea más fantástica, Cathy! ¡Estupendo! Eso es precisamente lo que haremos si hay un incendio aquí, pero lo que pasa es que no lo habrá. Y, fíjate, es una gran cosa saber que no te pondrías a chillar. Si te pones a pensar en el futuro y a hacer planes para cualquier peligro, es prueba de que estás haciéndote mayor, y eso me gusta.
Vaya, menos mal que, en doce años de grandes esfuerzos, había conseguido ganarme su respeto y su aprobación, objetivo que me había parecido imposible. Era buena cosa saber que podríamos llevarnos bien a pesar de estar encerrados tan juntos. Nos sonreímos y nos prometimos que, juntos, nos las íbamos a arreglar muy bien para llegar al fin de la semana. Nuestra nueva camaradería era como una seguridad, como un poco de felicidad a la que podíamos asirnos, como manos juntas.
Y entonces se vino abajo todo lo que habíamos encontrado.
Entró en la habitación nuestra madre, con un aspecto la mar de raro y una expresión muy extraña. Llevábamos tanto tiempo esperando su vuelta, y, sin embargo, al verla, por fin, no sentimos el júbilo que pensábamos. Sin duda, era culpa de la abuela, que la seguía casi pisándole los talones, con sus ojos grises, ruines, duros como el pedernal, y que en seguida extinguió nuestro entusiasmo.
Me llevé la mano a la boca. Algo terrible había ocurrido. ¡Lo sabía! ¡Claro que lo sabía!
Chris y yo estábamos sentados en la cama, jugando una partida de damas y mirándonos de vez en cuando y arrugando la colcha.
Una regla que no cumplíamos…, no, dos…, estaba prohibido mirar, y también arrugar.
Y los gemelos tenían piezas de rompecabezas por todas partes, y sus coches y canicas también esparcidos, de modo que no se podía decir que el cuarto estuviese aseado.
Tres reglas rotas.
Y niños y niñas habían estado juntos en el cuarto de baño.
Y a lo mejor hasta habíamos dejado sin cumplir otra regla, porque teníamos que pensar siempre, hiciéramos lo que hiciésemos, que Dios y la abuela se comunicaban en secreto entre sí.