LA CASA DE LA ABUELA

El día amaneció apenas luminoso tras las pesadas cortinas corridas que se nos había prohibido abrir. Christopher se incorporó el primero, bostezando, estirándose, sonriéndome.

—Eh, desgreñada —me saludó.

Su pelo aparecía tan despeinado como el mío, mucho más.

No sé por qué Dios les había dado a él y a Cory un pelo tan rizado, mientras que a Carrie y a mí nos concedió sólo ondas. Y con toda su energía de muchacho, se puso, lleno de entusiasmo, a cepillarse bien los cabellos, mientras yo, sentada en la cama, me decía que ojalá se le escapasen a él de la cabeza para posarse en la mía.

Permanecí así, sentada, mirando aquella habitación, que tendría, posiblemente, seis metros de largo y otros tantos de ancho. Espaciosa, pero con dos camas dobles, una cómoda grande y un gran aparador, dos sillas muy mullidas, y un tocador entre las dos ventanas delanteras, además de una mesa de caoba con cuatro sillas, se diría que era un cuarto pequeño. Demasiado lleno de cosas. Entre las dos grandes camas había otra mesa con una lámpara. En total, contábamos con cuatro lámparas en el cuarto. Bajo todos estos pesados muebles oscuros, se extendía una desvaída alfombra oriental bordeada de rojo. En otros tiempos, debió de haber sido bonita, pero ahora se veía vieja y gastada. Las paredes estaban empapeladas de color crema, aterciopelado en blanco. Las colchas de las camas eran doradas, y estaban hechas de una tela pesada, semejante a satén colchado. Tres cuadros pendían de las paredes, pero, ¡por Dios bendito, la verdad era que le dejaban a una sin respiración! Demonios grotescos que perseguían a gente desnuda por cavernas subterráneas, casi enteramente rojas. Monstruos sobrenaturales devorando a otras almas lamentables, que todavía pataleaban, colgando de sus bocas babosas, de las que brotaban colmillos largos, agudos y relucientes.

—Eso que miras es el infierno, como algunos creen que es —me explicó el sabihondo de mi hermano—. Estoy casi seguro de que fue nuestra angélica abuela quien colgó esas reproducciones aquí con sus propias manos, para hacernos ver lo que nos espera si desobedecemos. Yo diría que son de Goya —comentó.

Mi hermano, la verdad, lo sabía todo. De no ser médico, lo que él quería ser era pintor. Era excepcionalmente buen dibujante, y sabía pintar acuarelas, al óleo, y todo lo demás. Casi todo lo hacía bien, —menos poner en orden sus cosas y cuidar de sí mismo.

Justamente cuando iba a levantarme de la cama, Christopher saltó de la suya y me ganó. ¿Por qué tendríamos que estar Carrie y yo tan lejos del cuarto de baño? Llena de impaciencia, me senté al borde de la cama, agitando las piernas y esperando a que saliera.

Carrie y Cory, con muchos movimientos inquietos, se despertaron al mismo tiempo. Se incorporaron, bostezando, como reflejos gemelos en un espejo, se frotaron los ojos y miraron, soñolientos, a su alrededor. De pronto, Carrie exclamó, en tono lleno de decisión.

—¡No me gusta este sitio!

No me sorprendió. Carrie era muy obstinada. Desde antes mismo de saber hablar, y empezó a hablar a los nueve meses, ya sabía lo que le gustaba y lo que no. Nunca había términos medios: para Carrie, todo estaba por los suelos o a la altura de las nubes.

Tenía la vocecita más mona del mundo cuando estaba contenta, como un pajarito que gorjea lleno de felicidad en plena mañana. Lo malo era que gorjeaba el día entero, excepto cuando estaba dormida. Carrie hablaba con las muñecas, con las tazas y con los ositos de trapo y otros animales del mismo tipo.

Cualquier cosa que se estuviese quieta y sin responder era digna de su conversación. Yo, al cabo de un rato, dejaba de darme cuenta de su charla incesante; desconectaba y la dejaba seguir hablando todo lo que ella quisiera.

Cory era completamente distinto. Mientras Carrie charlaba sin cesar, Cory se estaba quieto, escuchando atentamente. La señora Simpson solía decir que Cory era «agua quieta, pero profunda», y yo continúo sin saber todavía lo que quería decir con esto, excepto que la gente silenciosa suele estar como circundada por una ilusión misteriosa que le hace a una preguntarse lo que habrá debajo de la superficie.

—Cathy —gorjeó mi hermanita con cara de bebé—, ¿me has oído decir que a mí no me gusta este sitio?

Al oír esto, Cory saltó de su cama y corrió a subirse a la nuestra, y, una vez en ella, cogió a su hermana gemela y la apretó fuerte, con los ojos abiertos de par en par y ajustados. A su manera solemne, le preguntó:

—¿Cómo vinimos aquí?

—Anoche, en tren, ¿no te acuerdas?

—No, no me acuerdo.

—Y anduvimos por los bosques, a la luz de la luna. Era muy bonito.

—¿Dónde se ha metido el sol? ¿Es todavía de noche?

El sol estaba escondido detrás de las cortinas, pero, si me hubiese atrevido a decírselo a Cory, habría querido sin duda alguna descorrer las cortinas y mirar. Y, en cuanto hubiese echado una ojeada afuera, querría salir también. Por eso no supe qué contestarle.

Alguien, en el vestíbulo, accionó el picaporte, lo cual me evitó el tener que contestar. Era nuestra abuela, que entró con una gran bandeja llena de comida, cubierto todo con una gran servilleta blanca. De una manera muy rápida y eficiente, nos explicó que no podía pasarse el día subiendo y bajando las escaleras con bandejas pesadas, de modo que con una vez tendría que bastar. Además, si venía demasiadas veces, la servidumbre se podría dar cuenta.

—Creo que, a partir de ahora, os traeré la comida en una cesta —explicó mientras dejaba la bandeja en una mesita. Luego se volvió hacia mí, como si yo fuera a dirigir las comidas—. Tienes que arreglártelas para que esta comida os dure el día entero.

Repártela en tres comidas fuertes. El jamón, los huevos, las tostadas y los cereales son para el desayuno. Los bocadillos y la sopa caliente que hay en el termo pequeño son para el almuerzo. El pollo frito, la ensalada de patatas y las judías son para la cena. La fruta la podéis comer de postre. Y si al terminar el día no hacéis ruido y sois buenos, a lo mejor os traigo un helado y pastas, o un pastel. Nada de dulces, lo que se dice nada, no es cosa de que se os piquen las muelas, porque no podemos llevaros al dentista hasta que se muera el abuelo.

Christopher había salido del cuarto de baño, ya vestido, y también él se había quedado mirando a la abuela, que hablaba de manera tan natural de la muerte de su marido, sin mostrar la menor pena. Era igual que si estuviera hablando de unos peces de colores, en China, que morirían pronto en su pecera de cristal.

—Y no olvidéis limpiaros los dientes después de cada comida —proseguía, en tanto, la abuela—. Y cepillaos bien el pelo, y estad siempre limpios y completamente vestidos, no hay cosa que más desprecie que los niños que tienen la cara y las manos sucias y las narices siempre con los mocos colgando.

Pero incluso mientras nos decía esto, a Cory le estaban colgando los mocos, de manera que, lo más discretamente que pude, tuve que limpiarle la nariz. El pobre Cory tenía catarro nasal casi constantemente, y a la abuela le irritaban los niños con mocos.

—Y en el cuarto de baño, ya sabéis, hay que ser decentes —añadió, mirándome a mí con particular fijeza, y luego a Christopher, que estaba en aquel momento insolentemente apoyado en el marco de la puerta del cuarto de baño—. Los niños y las niñas no deben nunca usar el cuarto de baño al mismo tiempo.

¡Sentí que el rubor me coloreaba las mejillas! ¿Qué clase de niños creía que éramos?

Y a continuación escuchamos por primera vez algo que íbamos a seguir oyendo constantemente, como cuando la aguja del gramófono se atasca en un disco rallado:

—Y recordad bien, niños, Dios lo ve todo. ¡Dios verá todas las cosas malas que hagáis a espaldas mías! ¡Y será Dios el que os castigue cuando yo no pueda!

Sacó del bolsillo una hoja de papel.

—Y, ahora, en este papel he escrito las reglas que tendréis que seguir mientras estéis en mi casa.

Diciendo esto, dejó la lista sobre la mesa y nos explicó que tendríamos que leerlas y aprendérnoslas de memoria. Luego dio media vuelta, para irse…, pero no, lo que hizo fue dirigirse al cuartito que nosotros todavía no habíamos investigado.

—Niños, al otro lado de esta puerta, y en el otro extremo del cuartito hay una puerta pequeña que cierra el paso a la escalera de la buhardilla. Allí, en la buhardilla, tenéis todo el sitio que queráis para correr y jugar y hacer un ruido razonable, pero nunca se os ocurra subir allí hasta después de las diez, porque antes de esa hora las doncellas están en el segundo piso dedicadas a sus tareas matinales y podrían oíros correr. Por tanto, tened siempre en cuenta que pueden oíros abajo si hacéis demasiado ruido. A partir de las diez, el servicio tiene prohibido usar el segundo piso, porque alguien de ellos ha empezado a robar y yo estoy siempre presente cuando arreglan los dormitorios hasta que cojamos al ladrón con las manos en la masa. En esta casa tenemos nuestras propias reglas de conducta y también imponemos los castigos merecidos. Como ya os dije anoche, el último viernes de cada mes subiréis a la buhardilla muy temprano y os estaréis allí en silencio, sin hablar ni hacer ruido con los pies, ¿me entendéis? —Nos miró a todos, uno a uno, como inculcándonos bien sus palabras, con ojos duros y aviesos.

Christopher y yo asentimos, mientras los gemelos se limitaban a mirarla con los ojos muy abiertos, llenos de una especie de extraña fascinación cercana al terror. Nuevas explicaciones nos informaron que la abuela examinaría nuestro cuarto y el de baño para asegurarse de que no dejaríamos allí ni rastro siquiera de nuestra presencia esos viernes.

Y, habiendo dicho todo lo que tenía que decir, se fue, y de nuevo nos encerró en el cuarto.

Ahora, por fin, podíamos respirar.

Seria y llena de decisión, me puse a tratar de convertir aquello en un juego.

—Christopher Doll —dije—, te nombro padre.

Chris se echó a reír, y replicó con su sarcasmo:

—¿Y qué más? Como hombre de la casa y cabeza de familia que soy, os comunico que a partir de ahora tendréis que servirme en todo momento, igual que si fuera un rey. Y tú, esposa, como inferior y esclava mía que eres, sirve la comida y prepáraselo todo a tu dueño y señor.

—Haz el favor de repetir eso que acabas de decir, hermano.

—A partir de ahora, no soy tu hermano, sino tu amo y señor, y tendrás que hacer cuanto yo te diga, sea lo que fuere.

—Y si no hago lo que dices, ¿qué me harás entonces, amo y señor mío?

—No me gusta tu tono de voz, haz el favor de hablar con respeto cuando te dirijas a mí.

—¡ A mí con ésas! ¡Pues sabrás que el día en que te hable a ti con respeto, Christopher, será el día en que te hayas ganado mi respeto, y ese día será cuando tengas tres metros de altura y salga la luna al mediodía y el viento nos traiga un unicornio cabalgado por un caballero con reluciente armadura de un blanco inmaculado y con una cabeza de dragón hincada en la punta de su lanza!

Tras decir esto, cogí a Carrie por la mano y la llevé altaneramente al cuarto de baño, donde nos pusimos a lavarnos, vestirnos y asearnos con toda la calma del mundo, sin hacer caso del pobre Cory, que no hacía más que llamar a la puerta y gritarnos que también quería entrar el.

—¡por favor, Cathy, déjame entrar que no miro!

Finalmente, el cuarto de baño acaba aburriendo, y salimos las dos, y, por increíble que parezca, ¡Christopher, entretanto, había vestido a Cory del todo, y, lo que es todavía más sorprendente, Cory no tenía ya necesidad de entrar en el cuarto de baño!

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Te metiste en la cama y te lo hiciste allí?

Sin decir nada, Cory señaló un jarrón azul sin flores.

Christopher, apoyado contra la cómoda, con los brazos cruzados sobre el pecho, parecía muy contento de sí mismo.

—Eso te enseñará a no tratar así a un hombre apurado.

Nosotros, los hombres, no somos como vosotras, las mujeres, que os tenéis que sentar; en caso de apuro lo podemos hacer en cualquier parte.

Antes de permitir a nadie comenzar a desayunar, tuve que vaciar el jarrón azul y limpiarlo bien por dentro. Pensé, después de todo, que no sería mala idea tener el jarrón aquel junto a la cama donde dormía Cory, por si acaso.

Nos sentamos cerca de las ventanas, en torno a la mesita, que, en realidad, era para jugar a cartas. Los gemelos se sentaron sobre almohadas dobladas, para que pudieran alcanzar la comida. Teníamos las cuatro lámparas encendidas, pero, a pesar de todo, era deprimente tener que desayunar en un ambiente semitenebroso.

—Venga, anímate, cara de palo —dijo mi irreprensible hermano mayor—. Lo que dije fue en broma. No tienes que ser mi esclava. Lo que pasa es que me divierten mucho las joyas de elocuencia que salen de tus labios cuando estás irritada.

Reconozco que, vosotras, las mujeres, sois superiores a nosotros en verborrea, pero nosotros os ganamos en eso de buscar sucedáneos al retrete.

Y, para demostrar que no tenía intención de convertirse en un monstruo dominante, me ayudó a servir la leche, dándose cuenta entonces, como ya me la había dado yo, de lo difícil que es levantar un termo de cinco litros y verter el líquido de él sin derramar ninguna gota.

Carrie echó una sola ojeada a aquellos huevos fritos con jamón y sin más se puso a berrear:

—¡No nos gustan los huevos con jamón! ¡Lo que nos gusta es CEREAL frío! No queremos comida caliente, gorda, llena de terrones y de grasa, LO QUE QUEREMOS ES CEREAL frío! —chillaba—. ¡CEREAL frío CON uvas pasas!

—Bueno, escuchadme —se puso a decirles su padrecito en edición de bolsillo—, comeréis lo que se os da, y contentos, y no os pondréis a chillar, ni a gritar, ni a berrear, ¿entendido? Y, además, esta comida no está caliente, sino fría, y la grasa la podéis quitar con el tenedor. Además, ya está completamente frío.

En un santiamén, Christopher comió de golpe toda aquella comida fría, grasienta, además de la tostada, también fría y sin mantequilla. Los gemelos, por alguna razón que nunca comprenderé, comieron también su desayuno sin una palabra más de queja. Yo experimentaba una sensación inquieta y angustiada de que nuestra buena suerte con los gemelos no podía durar. Es posible que su hermano mayor, más fuerte y enérgico, les impresionase ahora, pero había que esperar a ver lo que ocurría más tarde.

Terminada la comida, volví a poner los platos en orden en la bandeja, y sólo entonces me acordé que se nos había olvidado bendecir la mesa. Los reuní a toda prisa en torno a la mesa, nos sentamos de nuevo e inclinamos la cabeza, juntando las manos.

—Señor, perdónanos por haber comido sin pedirte permiso. Por favor, que no se entere la abuela. Prometemos hacerlo mejor la próxima vez. Amén.

Terminado esto, le pasé a Christopher la lista de regulaciones, que estaba cuidadosamente escrita a máquina, toda ella en mayúsculas, como si fuésemos tan tontos que no supiéramos leerla escrita a mano.

Y con el fin de que lo oyeran los gemelos, que la noche anterior estaban demasiado adormilados para enterarse de verdad de dónde estaban, mi hermano se puso a leer desde el principio la lista de las reglas que no se podían infringir, so pena de Dios sabe qué consecuencias.

Primero frunció la boca, imitando los labios aviesos de la abuela, y parecía difícil creer que una boca tan bien formada como la suya pudiese volverse tan dura, pero lo cierto es que consiguió imitar su severidad.

—Uno —leía con voz monótona y fría—: tendréis que estar siempre completamente vestidos. —Y la verdad es que, en su boca, la palabra siempre adquiría un tono como de algo imposible.

—Dos: nunca juraréis el nombre del Señor en vano, y siempre bendeciréis la mesa antes de cada comida. Y, aunque yo no esté en el cuarto para asegurarme de que lo hacéis así, tened por seguro que El estará sobre vosotros, escuchando, y observando.

—Tres: nunca descorreréis las cortinas, ni siquiera para mirar por entre ellas.

—Cuatro: nunca me dirigiréis la palabra sin que os la dirija yo antes a vosotros.

—Cinco: tendréis el cuarto en orden y aseado y siempre con las camas hechas.

—Seis: no estaréis nunca sin hacer nada. Dedicaréis cinco horas de cada día al estudio, y el resto lo pasaréis desarrollando vuestras aptitudes de alguna manera útil y provechosa. Si tenéis alguna habilidad o predisposición para alguna cosa, trataréis de mejorarla, y si no tenéis predisposición o habilidad o talento para nada, leeréis la Biblia; si no sabéis leer, os quedaréis sentados mirando la Biblia y tratando de absorber, por medio de la pureza de vuestros pensamientos, el significado de las palabras del Señor y sus caminos.

—Siete: os limpiaréis los dientes después del desayuno todos los días, y también antes de acostaros, por la noche.

—Ocho: si os sorprendo usando el cuarto de baño niños y niñas juntos, os daré tal paliza que os dejaré baldados.

A mí se me encogía el corazón oyendo todo esto. ¡Santo cielo! pero, ¿qué clase de abuela era aquélla?

—Nueve: los cuatro seréis modosos y discretos en todo momento, tanto en vuestro comportamiento como en vuestras palabras y pensamientos.

—Diez: no os tocaréis nunca vuestras partes ni jugaréis con ellas, ni os la miraréis en el espejo, ni siquiera pensaréis en ellas, incluso cuando estéis en el baño y os las estéis lavando.

Descaradamente, con un travieso brillo en los ojos, Christopher seguía leyendo, imitando a la abuela con bastante habilidad.

—Once: No permitiréis nunca que entren en vosotros pensamientos malos, pecaminosos o lujuriosos. Mantendréis vuestros pensamientos limpios, puros y alejados de las cosas malas que os corromperán moralmente.

—Doce: os abstendréis en todo momento de mirar a personas del sexo opuesto, excepto en casos en que sea absolutamente necesario.

—Trece: los que sepáis leer, y espero que por lo menos dos de vosotros sepáis, os turnaréis en leer en voz alta por lo menos una página de la Biblia al día, de manera que los dos más pequeños puedan beneficiarse oyendo las enseñanzas del Señor.

—Catorce: os bañaréis todos los días y limpiaréis bien la bañera, teniendo siempre el cuarto de baño tan limpio como estaba cuando entrasteis por primera vez en él.

—Quince: cada uno de vosotros, hasta los gemelos, aprenderá por lo menos una frase de la Biblia al día. Y, siempre que os lo pida, me repetiréis de memoria las frases que os pregunte, ya que estaré al corriente de los pasajes bíblicos que vayáis leyendo.

—Dieciséis: comeréis todo lo que os traiga, sin despreciar absolutamente nada ni tirarlo ni esconderlo. Es pecaminoso desperdiciar comida cuando tanta gente en el mundo pasa hambre.

—Diecisiete: no pasearéis por el dormitorio en pijama o camisón, ni siquiera para ir de la cama al cuarto de baño o del cuarto de baño a la cama. Llevaréis puesta siempre una bata o algo así encima del pijama o el camisón o la ropa interior, siempre que sintáis la necesidad súbita de salir del cuarto de baño sin terminaros de vestir para que otro de vosotros pueda entrar con urgencia. Exijo que todos los que vivan bajo mi techo sean decentes y modosos y discretos en todas las cosas y en todo momento.

—Dieciocho: os pondréis firmes siempre que entre yo en vuestro cuarto, con los brazos bien derechos y pegados a los costados; no me miraréis a los ojos; y tampoco trataréis de hacerme muestras de afecto, ni de conseguir mi amistad, o mi pena, o mi amor, o mi compasión. Todo eso es imposible. Ni vuestro abuelo ni yo podemos permitirnos sentir nada por lo que no es sano.

¡Aquellas crueles palabras herían profundamente! Hasta Christopher hizo una pausa al llegar aquí y una expresión fugaz de desesperación cruzó su rostro, suprimida sin tardanza por una sonrisa al encontrarse sus ojos y los míos. Alargó la mano e hizo cosquillas a Carrie para que se riese, y luego le tiró de la nariz a Cory, de modo que también éste tuvo que reírse.

—Christopher —le grité, con voz llena de alarma—, a juzgar por lo que pone aquí la abuela, yo diría que nuestra madre no tiene la menor esperanza de reconquistar el cariño de su padre, ¡y mucho menos querrá el abuelo nada con nosotros! Pero, ¿por qué? ¿Qué es lo que hemos hecho? Después de todo, nosotros no estábamos aquí el día en que nuestra madre cayó en desgracia por haber hecho algo tan malo que su padre la desheredó, ¡ni siquiera habíamos nacido! ¿Por qué motivo no nos pueden ver?

—No te excites —me tranquilizó Chris, cuyos ojos estaban examinando la larga lista—. No tomes tan en serio todo esto. La abuela está como una chota. Nadie que sea tan listo como el abuelo, puede tener ideas tan tontas como las que, evidentemente, tiene su mujer, porque si no no podría haber ganado tantos millones de dólares.

—A lo mejor no ganó todo ese dinero, sino que lo heredó.

—Bueno, sí, mamá nos ha dicho que heredó algo, pero luego él lo aumentó cien veces más; de modo que no puede ser tonto del todo, tiene que tener algo de inteligencia. Lo que pasa es que, Dios sabe por qué, se casó con la reina de las tontas —diciendo esto, sonrió y siguió leyendo la lista de regulaciones.

—Diecinueve: cuando entre yo en vuestro cuarto para traeros comida y leche, no me miraréis ni me hablaréis ni pensaréis en mí de forma irrespetuosa, ni tampoco pensaréis irrespetuosamente en vuestro abuelo, porque Dios está sobre nosotros y lee en vuestras mentes. Mi marido es hombre muy decidido y raras veces ha podido nadie más con él de ninguna manera. Tiene un verdadero ejército de médicos y enfermeras y técnicos que le atienden en todo lo que necesita, y máquinas que funcionarían en lugar de sus órganos si éstos le fallasen, de modo que no os imaginéis que una cosa tan débil como es el corazón puede fallarle a un hombre que está hecho de acero.

¡Santo cielo! Un hombre de acero que hace juego con su mujer; sin duda tiene también los ojos grises, ojos de pedernal, duros, gris acero, porque como nuestros propios padres habían demostrado, los que se parecen entre sí se atraen.

—Veinte: —leyó Christopher—: No saltaréis ni gritaréis o chillaréis o hablaréis en voz alta, para que la servidumbre, que está abajo, pueda oíros. Y os pondréis zapatos con suela de goma y nunca de cuero.

—Veintiuno: no desperdiciaréis papel higiénico ni jabón, y siempre que el retrete se desborde, lo limpiaréis. Y si lo estropeáis, seguirá así hasta el día en que os vayáis de aquí, y tendréis que serviros de los orinales que encontraréis en el ático, que vuestra madre tendrá que vaciar.

—Veintidós: los chicos se lavarán la ropa en la bañera igual que las chicas. Vuestra madre se encargará de las sábanas y las toallas. Las sábanas de debajo se mudarán una vez a la semana, y si alguno de vosotros la mancha, ordenaré a vuestra madre que os la ponga de goma, y, además, le diré que dé una buena paliza al niño que no sabe ir al retrete a tiempo.

Suspiré y pasé el brazo en torno a Cory, que gimió y se apretó contra mí al oír esto.

—Vamos, no tengas miedo. La abuela nunca sabrá lo que haces, nosotros te echaremos una mano y encontraremos alguna manera de ocultarlo, si alguna vez te haces pipí en la cama.

Chris continuaba leyendo:

—Conclusión, y esto no es una orden, sino una advertencia. Mirad lo que he escrito: Podéis dar por supuesto, con razón, que añadiré a esta lista, de vez en cuando según piense que conviene, otras cosas, porque soy muy observadora, y no se me escapa nada. No creáis que me vais a engañar o que os vais a reír de mí o que vais a hacer bromas a mis expensas, porque, si se os ocurre tal cosa, el castigo que recibiréis será tan duro que tanto vuestra piel como vuestro ego recibirá heridas para toda la vida, y vuestro orgullo sufrirá una derrota imborrable. Y os advierto, a partir de ahora, que nunca mencionaréis el nombre de vuestro padre en mi presencia, ni haréis la menor alusión a él, y que tengo la intención de abstenerme de mirar al que se parezca más a él de «vosotros».

Se terminó. Dirigí a Christopher una mirada llena de preguntas. ¿Se le había ocurrido, como a mí, que nuestro padre era la causa de que mamá hubiese sido desheredada y de que fuese odiada ahora por sus padres?

¿Y se le había ocurrido, también, que nosotros íbamos a permanecer encerrados aquí durante mucho, pero que mucho tiempo?

¡Por Dios!, la verdad era que no podría aguantar aquella existencia ni siquiera una semana.

—Cathy —dijo mi hermano, sin perder la calma, bailándole en los labios una sonrisa que más parecía un visaje, mientras los gemelos nos miraban a nosotros dos, dispuestos a imitar nuestro pánico, nuestra alegría, o nuestros gritos—, ¿tú crees que somos tan feos y tan carentes de encanto que una vieja que, por alguna razón que desconozco, evidentemente odia a nuestros padres, podrá resistirnos para siempre? Es una farsante, está claro que no dice nada de esto en serio. —Hizo un ademán, señalando la lista, que dobló y tiró al aparador. Era bastante mala como aeroplano.

—¿Vamos a tomar en serio a una vieja como ésta, que tiene que estar loca de atar y debiera ser encerrada en un manicomio, o creer a una mujer que nos quiere, a una mujer a quien conocemos y en quien confiamos? Nuestra madre cuidará de nosotros. Ella sabe lo que tiene que hacer, de eso podemos estar seguros.

Sí, naturalmente tenía toda la razón. Mamá era la persona a la que teníamos que creer y en quien teníamos que confiar, no aquella vieja loca con sus estúpidas ideas y sus ojos como cañones de escopeta y aquella boca torcida, que parecía más bien abierta de una cuchillada.

Además el abuelo, en el piso de abajo, no tardaría nada en sucumbir ante la belleza y la simpatía de nuestra madre, y entonces todos bajaríamos corriendo por las escaleras, sonriendo de oreja a oreja. Y él nos vería, se daría cuenta de que no éramos feos o tontos, sino bastante normales como para que nos quisiera un poco aunque no fuese mucho. Y, quién sabe, a lo mejor, algún día, se sentirá capaz hasta de dar un poco de amor a sus propios nietos.