LA FUGA

Diez de noviembre. Iba a ser el último día que pasaríamos en la cárcel. Y no sería Dios quien nos liberase, sino nosotros mismos.

En cuanto dieran las diez, aquella noche, Chris llevaría a cabo el último robo. Mamá había estado de visita en nuestro cuarto unos pocos minutos solamente, como molesta de nuestra compañía ahora, y de manera muy evidente.

—Bart y yo salimos esta noche, yo no quiero, pero es él quien insiste; ya comprenderéis que no comprende el motivo de que esté tan triste.

Y tanto que no comprendería. Chris se echó al hombro las dos fundas de almohada en que metería las pesadas joyas.

Permaneció un momento en el vano de la puerta, echándonos a Carrie y a mí una larga mirada antes de cerrarla y usar la llave de madera para encerrarnos a las dos allí, porque no podía dejarla abierta y exponerse de esta manera a que la abuela se diese cuenta de todo si venía a echar una ojeada. No oímos a Chris, que se alejaba sin hacer ruido por el largo pasillo oscuro del ala norte, porque las paredes eran demasiado gruesas, y la alfombra del vestíbulo, muy mullida, amortiguaba bien los ruidos.

Me eché junto a Carrie, con los brazos protectoramente en torno a ella.

De no ser por aquel sueño, que me había dicho que Cory se encontraba en buenas manos, habría llorado de pena al no verme todavía junto a él. No podía menos de sentir dolor por aquel muchachito que me llamaba mamá siempre que estaba seguro de que su hermano mayor no le oiría. Siempre había mostrado mucho temor de que Chris le considerase un mariquita si se daba cuenta de lo mucho que echaba de menos a su madre y la necesitaba, tanto que tenía que recurrir a mí en su lugar. Y aunque yo le había dicho que Chris no se reiría ni se burlaría nunca de él, porque también a él le había hecho mucha falta una madre cuando tenía la misma edad, Cory preferiría conservar aquello como un secreto entre él y yo… y Carrie. Tenía que hacerse el hombre, y convencerse a sí mismo de que no importaba no tener ni madre ni padre, cuando en realidad sí que le importaba, y mucho.

Yo tenía a Carrie muy apretada contra mí, prometiéndome que nunca, si llegaba a tener un hijo, nunca dejaría de percibir y responder a un sentimiento de necesidad hacia mí por parte suya, y que sería la mejor madre del mundo.

Pasaban las horas, largas como años, y Chris no volvía de su última expedición a las lujosas habitaciones de mamá. ¿Por qué tardaba tanto tiempo esta vez? Despierta y deprimida, tenía los ojos llenos de lágrimas y me imaginaba toda clase de calamidades que hubieran podido ser causa de su retraso.

Bart Winslow…, el marido receloso… ¡habría cogido a Chris! ¡Habría llamado a la policía! ¡Y habrían metido a Chris en la cárcel! Y mamá, entretanto, se estaría quieta y tranquila, expresando suavemente la sorpresa y el asombro que le causaba el que alguien hubiera sido capaz de robarle a ella. Naturalmente que ella no tenía un hijo. Todo el mundo sabía que ella no tenía hijos, por Dios bendito, ¿es que alguien la había visto nunca con un niño? Ella no conocía de nada a aquel niño rubio, de ojos azules, tan parecidos a los suyos. Después de todo, ella tenía muchos primos por todas partes, y un ladrón es un ladrón, aunque sea pariente en quinto o sexto grado.

¡Y aquella abuela! ¡Si le cogía, le infligiría el más duro de los castigos!

Llegó el amanecer en seguida, débil, turbado por el canto chillón del gallo.

El sol ascendía con desgana en el horizonte. Muy pronto, sería demasiado tarde para escapar. El tren de la mañana pasaría junto a la estación, y necesitábamos una ventaja de varias horas para irnos antes de que la abuela abriera la puerta del cuarto y descubriera que habíamos volado. ¿Mandaría gente a buscarnos? ¿Avisaría a la policía? ¿O, lo que era más probable, nos dejaría irnos, contenta, por fin, de verse libre de nosotros ?

Llena de desesperación, subí al ático para mirar fuera. Hacía un día terrible de niebla y frío. La nieve de la semana anterior estaba aún, a retazos aquí y allá. Un día sombrío y misterioso que parecía incapaz de traernos alegría o libertad. Oí de nuevo el canto del gallo, que sonaba amortiguado y lejano, mientras rezaba en silencio porque Chris, estuviera donde estuviese, haciendo lo que fuera, lo oyera también, y le hiciera darse más prisa.

Recuerdo muy bien aquella mañana temprana y fría en que Chris volvió silenciosamente a nuestra habitación. Tendida junto a Carrie, me hallaba al borde mismo de un sueño inquieto y desasosegado, de modo que me sobresalté en cuanto entró, quedándome completamente despierta al abrirse la puerta de nuestra habitación. Había estado echada allí, completamente vestida, lista para irnos, esperando, a pesar de los breves sueños intranquilos que me asaltaban, a que Chris volviera y nos salvara a todos.

Apenas se vio en el dintel de la puerta, Chris vaciló, con los ojos vidriosos mirándome desde allí. Luego avanzó hacia mí, sin darse prisa, contra toda lógica. Entretanto, yo no podía hacer otra cosa que mirar las fundas de almohadas, una dentro de la otra, muy planas, de aspecto muy vacío.

—¿Dónde están las joyas? —grité—. ¿Por qué has tardado tanto? ¡Fíjate en las ventanas, está ya saliendo el sol! ¡No podremos llegar a tiempo a la estación! —decía esto con voz que se iba endureciendo, volviéndose acusadora airada—: ¿Te has vuelto a sentir caballeroso, verdad? ¿Es por eso por lo que vuelves sin las joyas preciosas de mamá?

Para entonces, ya Chris había llegado a la cama, y se quedó inmóvil allí, con las fundas de almohadas lacias, vacías, colgándole de la mano.

—Desaparecidas —anunció, con voz monótona—: todas las joyas habían desaparecido.

—¿Desaparecidas? —pregunté en tono cortante, convencida de que estaba mintiendo, ocultando algo, reacio todavía a quitar a su madre lo que ésta tanto quería; y le miré a los ojos—: ¿Desaparecidas? Chris, Chris, las joyas siguen allí, y además, ¿qué es lo que te pasa? ¿Por qué tienes ese aspecto tan raro?

Se dejó caer de rodillas junto a la cama, y se había quedado como sin huesos y flaccido, y su cabeza cayó hacia delante, y su rostro se apretó contra mi pecho. ¡Y entonces prorrumpió en gemidos! ¡Dios mío!, ¿qué era lo que había pasado? ¿Por qué estaba llorando? Es terrible oír llorar a un hombre, y yo veía en él a un hombre ahora, no un muchacho.

Le tenía cogido con los brazos, y mis manos le acariciaban el cabello, las mejillas, los brazos, la espalda, y luego le besé, haciendo un esfuerzo por suavizar aquello tan terrible que tenía que haberle ocurrido. Hice lo que había visto hacer a nuestra madre con él en momentos de angustia, sin sentir, intuitivamente, miedo alguno de que sus pasiones se despertasen, pidiendo más que aquello que yo estaba dispuesta a darle.

Finalmente, tuve que forzarle a hablar, a explicarse.

Dominó sus sollozos, sofocándolos y tragándoselos. Se secó las lágrimas y el rostro con el borde de la sábana.

Luego volvió la cabeza, para mirar aquellas terribles pinturas que representaban el infierno y todos sus tormentos.

Sus frases salieron, por fin, entrecortadas, rotas, acalladas con frecuencia por los gemidos que tenía que contener.

Así fue como me lo contó, arrodillado junto a mi cama, mientras tenía sujetas sus manos temblorosas y todo el cuerpo le temblaba, y sus ojos azules estaban oscuros y sombríos, advirtiéndome que lo que iba a oír me asustaría. Pero, advertida y todo, lo que me contó me dejó de una pieza.

—Verás —comenzó, respirando hondo— me di cuenta de que había pasado algo en el momento mismo en que entré en el apartamento. Dirigí la linterna a una lámpara, y, la verdad, ¡no podía creerlo! Era irónico…, la amargura odiosa, despreciable, de haber tomado nuestra decisión demasiado tarde. Todo había desaparecido, Cathy, ¡todo!, mamá y su marido ya no estaban allí. Y no es que se hubieran ido a la fiesta de algún vecino, ¡sino que se habían marchado de verdad, llevándose consigo todas aquellas cosas que daban un tono tan personal a las habitaciones: del aparador habían desaparecido las chucherías, y también del tocador, y las cremas, las lociones, los polvos y los perfumes, todo lo que antes había allí, todo desaparecido! No quedaba absolutamente nada sobre el tocador.

Me sentí tan irritado que eché a correr por la habitación como loco, recorriéndola velozmente de acá para allá, abriendo cajones y registrándolos, con la esperanza de encontrar algo de valor que pudiéramos empeñar…, ¡pero no encontré nada! Y te aseguro que lo hicieron bien, porque, por no quedar, no quedaba ni siquiera la cajita de píldoras de porcelana, ni siquiera uno de los pisapapeles de cristal de Venecia que valían una fortuna. Fui al vestidor y abrí de golpe todos los cajones. Naturalmente que quedaban algunas cosas, pero eran cosas que no tenían el menor valor ni para nosotros ni para nadie, como lápices de labios, cremas, cosas así. Finalmente, abrí el cajón ese especial del fondo, ya sabes, el que nos dijo hace ya mucho tiempo, sin pensar que fuéramos a tener el valor de robarle. Lo abrí todo lo que pude, como hay que hacer, y lo puse en el suelo, y entonces tanteé la parte de atrás, buscando el botoncito que hay que apretar cierto número de veces, para formar la combinación numérica de la fecha de su nacimiento, porque era la única manera de no olvidar la combinación, ¿te acuerdas de cómo se reía contándonos esto? El compartimento secreto se abrió de pronto, y vi las cajitas de terciopelo donde debiera de haber habido docenas de anillos, metidos en ranuras, pero no había uno solo, ¡ni siquiera uno! y las pulseras, los pendientes, todo había desaparecido, Cathy, hasta la diadema aquella que te probaste. ¡Dios mío, no tienes idea de cómo me sentía, pensando en las veces en que insististe en que cogiera por lo menos un anillo, y yo que no quería, porque tenía fe en ella!

—No llores otra vez, Chris —le rogué, viéndole que volvía a sofocarse y apoyaba de nuevo el rostro contra mi pecho—, no sabías que se iba a ir tan poco tiempo después de la muerte de Cory.

—Sí, la verdad, es que está desconsolada, ¿verdad? —dijo Chris, amargamente, mientras mis dedos se perdían entre su pelo—, la verdad, Cathy —prosiguió— es que perdí el dominio de mí mismo. Corrí de un armario a otro, sacando a tirones toda la ropa de invierno, y vi entonces que las de verano habían desaparecido, junto con dos juegos de maletas nuevas. Vacié las cajas de zapatos y saqué los cajones del armario empotrado, buscando la caja de monedas que guarda el marido, pero también se la habían llevado, o la habrían guardado en un sitio más difícil de encontrar. Busqué por todas partes, lo registré todo, sintiéndome cada vez más frenético. Llegué incluso a pensar en llevarme una de las enormes lámparas, pero traté de levantar una y pesaba una tonelada. Se había dejado los abrigos de visón, y pensé robar uno de ellos, pero ya te los probaste y te estaban demasiado grandes, y alguien, allá fuera, habría sospechado sin duda al ver a una chica de tu edad con uno de esos abrigos tan largos de visón. Las estolas de piel también habían desaparecido. Y, además si se me llega a ocurrir llevarme uno de esos abrigos tan largos habría llenado él solo una maleta entera, y entonces no nos habría quedado sitio para nuestras cosas. Los cuadros habría podido venderlos, pero necesitamos la ropa que tenemos. La verdad, casi me arranqué el pelo de rabia, ya me sentía desesperado de encontrar nada de valor, porque, ¿cómo nos íbamos a arreglar sin dinero suficiente?

Ya te lo puedes imaginar, allí, en plena habitación, pensando en nuestra situación, en la mala salud de Carrie, me daba igual llegar o no a ser médico, ¡lo único que quería era que saliésemos de aquí de una vez!

Y entonces, cuando parecía que no iba a encontrar ya nada que robar, miré en el cajón de más abajo de la mesita de noche, un cajón que nunca hasta entonces había mirado, y allí, Cathy, vi una foto de papá en marco de plata, y su acta matrimonial, y una cajita de terciopelo verde. Cathy, allí, en aquella cajita de terciopelo verde, tenía mamá guardado su anillo de boda y su anillo de pedida, con un diamante, lo que papá le regaló. Me dolió pensar que se lo había llevado todo, dejando, sin embargo, aquella fotografía, por considerarla sin valor, y los dos anillos que le había regalado papá. Y entonces me pasó por la mente un pensamiento extrañísimo, que a lo mejor sabía quién era el que estaba robando el dinero de su habitación y por eso había dejado allí deliberadamente aquellas cosas.

—¡No! —negué con burla, desechando en seguida tan peregrina idea—. Papá ya le tiene sin cuidado, lo único que le preocupa ahora es su Bart.

—A pesar de todo, me sentí agradecido por haber encontrado algo, de modo que por lo menos el saco no está vacío como parece a primera vista. Tenemos la fotografía de papá, y los anillos, y tendríamos que estar en una situación verdaderamente angustiosa y apurada para que me animara a empeñar uno de esos dos anillos.

Percibí la advertencia que sonaba en su voz, y no me pareció sincera en absoluto, aunque debiera haberlo sido. Era como si estuviera representando la comedia de ser todavía el confiado Christopher Dolí de antes, que sólo veía el aspecto bueno de las cosas.

—Anda, sigue, ¿qué pasó después? —Y es que había tardado muchísimo en volver, y lo que me había contado hasta ahora no podía haberle llevado toda la noche.

—Pues me dije que, si no podía robar a mi madre, me quedaba por lo menos el recurso de ir al cuarto de la abuela y robarla a ella.

«¡Dios mío! —pensé—, ¡no habrá… no, es imposible! Y, a pesar de todo, ¡qué magnífica venganza habría sido!» —Ya sabes que también ella tiene joyas, montones de anillos en los dedos, y ese dichoso dije de diamantes que lleva todos los días de su vida, como parte de su uniforme, además de esos diamantes y rubíes que le vimos puestos en la fiesta de Navidad. Y, naturalmente, me figuré que tendría mucho más botín, de modo que fui por los pasillos largos y oscuros, y de puntillas hasta llegar a la puerta de la abuela, que estaba cerrada.

—Ya tuviste valor, yo nunca habría… —Por debajo de la puerta, se veía una línea luminosa, amarilla, advirtiéndome que estaba todavía despierta. Eso me hizo sentirme más triste todavía, porque ya debería estar dormida. Y en circunstancias menos apremiantes, esa luz habría bastado para contenerme y obrar de manera menos temeraria a como lo hice, o a lo mejor sería más apropiado decir «audaz», ahora que te has propuesto ser mujer de letras después de haber sido mujer de obras.

—¡Chris, no te salgas por la tangente! ¡Continúa! ¡Dime cuál fue la locura que cometiste entonces! Yo, en tu lugar, habría dado media vuelta y regresado rápidamente aquí.

—Bueno, pero es que yo no soy tú, Catherine Dolí. Yo soy yo… Puse mucho cuidado, y, con grandes precauciones, fui abriendo la puerta, un poquitín solamente, lleno de temor a que crujiese y me denunciase. Pero alguien cuida de tener siempre bien aceitados los goznes, de modo que pude asomar el ojo por la rendija sin temor a que se diese cuenta, y mirar.

—¿Y la viste desnuda? —le interrumpí. —No —respondió, impaciente, irritado—, no la vi desnuda, y me alegro. Estaba en la cama bien arropada, sentada y con un quimono de mangas largas de una tela gruesa, y con el cuello bien abotonado por delante hasta la cintura. Pero sí la vi desnuda en cierto modo. Ya sabes ese pelo suyo de color azul acero que tanto nos repele, ¿no? Bueno, ¡Pues no lo tenía en la cabeza, sino que estaba colgado, torcido, de una cabeza artificial que tenía en la mesita de noche, como si quisiera tranquilizarse teniéndolo cerca por si pasaba algo durante la noche y tenía que levantarse!

—¿Lleva peluca? —pregunté, llena de asombro. Aunque debiera haberme dado cuenta, porque los que peinan el pelo tan tirante hacia atrás acaban quedándose calvos tarde o temprano.

—Sí, y tanto que la lleva, y el pelo que llevaba en la fiesta de Navidad seguro que era una peluca también. El poco pelo que le queda en la cabeza es muy ralo y de color blanco amarillento, y tiene grandes trozos rosados en la cabeza sin nada de pelo, sino un vello corto, como el de los niños y, además, nunca la habíamos visto con gafas. Tenía los labios fruncidos de una mueca de desaprobación y con los ojos iba siguiendo renglón a renglón las páginas de un libro grande que tenía en la mano, y que era la Biblia, naturalmente. Pues ahí estaba, leyendo eso de las rameras y otras cosas malas, con una expresión sombría en la cara. Y mientras yo estaba allí, mirándola, diciéndome que no iba a poder robarle nada, la vieja dejó a un lado la Biblia después de marcar la página con una tarjeta, y luego la dejó en la mesita de noche, y se bajó de la cama y se arrodilló junto a ella. Bajó la cabeza, colocó los dedos bajo la barbilla, igual que nosotros, y se puso a recitar unas oraciones que no terminaban nunca. Y luego dijo, en voz alta: «Perdóname, Señor, todos mis pecados. Siempre he hecho lo que creí bueno, y si he cometido errores, créeme, te lo ruego, que siempre pensé estar haciendo bien. Ojalá encuentre gracia a tus ojos. Amén», y volvió a meterse en la cama, y alargó la mano, para apagar la lámpara.

»Yo no quería volver con las manos vacías, porque tengo la esperanza de que nunca nos haga falta empeñar los anillos que regaló papá a nuestra madre.

Siguió hablando, y ahora tenía las manos entre mi pelo, cogiéndome con ellas la cabeza.

—Fui a la rotonda principal, donde está la mesa donde nos escondimos, junto a la escalera, y encontré el cuarto de nuestro abuelo. No sabía que tendría valor para abrir su puerta y enfrentarme con el hombre que lleva ya tantos años muriéndose.

Pero ésta era mi última oportunidad, y tenía que aprovecharla. Contra viento y marea, bajé corriendo las escaleras, sin hacer ruido, como un verdadero ladrón, con mi saco hecho de fundas de almohadas, y vi las habitaciones grandes y ricas, tan espléndidas y elegantes, y me pregunté, como te lo has preguntado tú, qué sensación dará crecer en una casa como ésta. Me pregunté cómo será que le sirvan a uno tantos criados, y con todo a disposición de uno. ¡Oh, Cathy, es una casa preciosa!

Los muebles tienen que haber sido traídos de palacios, y parecen demasiado frágiles para poder sentarse uno en ellos, y demasiado bellos para poder sentirse uno a gusto en medio de ellos, y hay cuadros auténticos al óleo, y los conozco de sobra cuando los veo, y esculturas y bustos, la mayor parte de ellos sobre pedestales, y estupendas alfombras persas y alfombras orientales. Y, naturalmente, sabía ir a la biblioteca, porque le he hecho tantas preguntas a mamá, y ¿sabes una cosa Cathy?, pues que me alegro mucho de haberle hecho tantas preguntas porque si no me habría perdido, ya que hay muchos pasillos que parten a derecha y a izquierda del pasillo central.

Pero fue fácil llegar a la biblioteca: es una habitación larga, oscura, verdaderamente inmensa, y estaba silenciosa como un cementerio. El techo debe de tener por lo menos siete metros de altura, y las estanterías subían hasta arriba, y había una escalerita de hierro que se curva y forma como un segundo piso, y tiene como un balconcito desde el cual se puede llegar a los libros altos, y a un nivel más bajo había dos escaleras de madera que se deslizan a lo largo de raíles puestos allí con ese objeto. Nunca había visto tantos libros en una casa particular, y no me extraña que nadie echara de menos los que mamá nos traía, aunque, mirando con cuidado, se veían los huecos, como dientes, en las hileras de libros encuadernados en cuero y grabados en oro y con relieve en el lomo. Había una mesa de escribir, oscura y maciza, que tiene que pesar una tonelada, y una silla giratoria con asiento de cuero, alta, y me imaginé a nuestro abuelo allí sentado, dando órdenes a derecha e izquierda, y hablando por los teléfonos que había en la mesa, porque vi allí seis teléfonos, Cathy, ¡seis! Aunque, cuando miré, pensando que a lo mejor podría usarlos, estaban todos desconectados. A la izquierda de la mesa había una hilera de ventanas altas y estrechas que daban a un jardín particular, una vista realmente espectacular, incluso de noche. Había un archivo de caoba, que por fuera parecía un mueble bueno, y dos sofás muy largos, de color pardo suave, que estaban a unos noventa centímetros de las paredes, dejando sitio de sobra para pasar por detrás de ellos. Había sillas cerca de la chimenea, y, naturalmente, varias mesas y sillas, y muchas chucherías.

Suspiré, porque me estaba contando muchas de las cosas que tanto había deseado oír, y, sin embargo, seguía esperando aquella cosa tan terrible que me ponía tan nerviosa, esperando a oírla como una puñalada.

—Pensé en el dinero que podría haber escondido en aquella mesa de escribir. Lo miré con ayuda de la linterna y fui abriendo los cajones, uno a uno. Todos estaban abiertos. Y no es de extrañar, porque se hallaban todos vacíos, ¡completamente vacíos! Esto me irritó más aún, porque, ¿para qué sirve una mesa de cajones si no los llenas de cosas? Los papeles importantes se guardan en una caja en el Banco, o en la caja fuerte particular, no se dejan en los cajones de una mesa de escritorio, aunque estén cerrados, porque un ladrón un poco hábil los puede abrir. Y todos esos cajones vacíos, sin gomas, ni clips, ni lápices, ni plumas, ni blocs, ni nada de esas cosas, era absurdo, porque para eso es para lo que son las mesas de escribir. No te puedes imaginar las sospechas que me asaltaron, y fue entonces cuando me decidí.

Iría al otro extremo de la larga biblioteca, hasta la puerta del cuarto de nuestro abuelo Sin pensarlo más, despacio, fui hacia allí, iba a verle, por fin…, cara a cara, al odiado abuelo, que era también nuestro tío…

Me imaginaba el encuentro. Él estaría en la cama enfermo, pero, a pesar de todo, ruin y frío como el hielo. Yo abriría la puerta de un puntapié, encendería la luz y él entonces me vería. ¡Se quedaría con la boca abierta! y me reconocería…, tendría que reconocerme, porque con una mirada que me echase, la cosa estaría clara. Y entonces le diría: «¡Aquí me tienes, abuelo, soy el nieto que querías que no hubiera nacido! ¡Arriba, encerradas en un dormitorio oscuro del ala norte, tengo dos hermanas. Y tuve también un hermano menor, pero ha muerto, y en parte fuiste tú quien lo mató!» Eso es lo que tenía en la cabeza aunque dudo si hubiese sido capaz de decirlo.

Pero no tengo la menor duda de que tú se lo habrías soltado tal y como te digo, de la misma manera que Carrie, si supiera las palabras para decirlo, cosa que tú sabes. Pero, a pesar de todo, a lo mejor se lo hubiera dicho, aunque sólo hubiese sido por la alegría de verle estremecerse, o quizá hubiera mostrado dolor, o piedad, o arrepentimiento…, o lo que es más probable, furiosa indignación de que tuviera la osadía de estar vivo. Lo que sí sé es que no podía soportar un minuto más de cárcel, y de que Carrie se muriese como Cory.

Contuve el aliento. ¡Qué valor el suyo, enfrentarse con el detestado abuelo, aunque fuera en el lecho de muerte, y aquel ataúd de cobre macizo seguía esperando a que lo llenase con su cuerpo! Respiraba afanosamente, en espera de lo que vendría a continuación.

—Hice girar el picaporte con gran cuidado, pensando sorprenderlo, y de pronto me sentí avergonzado de ser tan tímido, y me dije que me conduciría audazmente, ¡y levanté el pie para abrir la puerta de un golpe! Estaba tan oscuro allí dentro, que no se veía nada. Y no quería encender la linterna, de modo que entré y busqué con la mano la llave de la luz, pero no la encontraba. Entonces apunté la linterna y vi una cama de hospital, pintada de blanco. Miré y miré, porque lo que estaba viendo era algo que no había esperado ver: un colchón a rayas, azul y blanco, doblado, una cama vacía, un cuarto vacío. Allí no había ningún abuelo moribundo, exhalando su último suspiro y conectado a toda clase de aparatos que le mantenían vivo. Recibí como un puñetazo en el estómago, Cathy, al no verle allí; yo, que tanto había preparado el encuentro.

En un rincón, no lejos de la cama, había un bastón, y no lejos del bastón estaba la silla de ruedas relucientes en que le habíamos visto. Seguía pareciendo nueva, o sea que no pudo haberla usado muchas veces. Había sólo otro mueble, además de dos sillas, un tocador…, pero sin nada encima, ni cepillo, ni peine ni nada. La habitación estaba tan limpia como las del dormitorio de mamá, sólo que ésta era una habitación sencilla, con las paredes cubiertas de paneles de madera. Y la habitación de enfermo del abuelo daba la sensación de llevar mucho, mucho tiempo sin haber sido usada. El aire era espeso y rancio. Busqué por el cuarto, a ver si había alguna cosa de valor que más tarde pudiéramos empeñar. Pero nada, ¡no había lo que se dice nada! Me sentí tan lleno de ira y tan frustrado que corrí a la biblioteca en busca de aquel paisaje que, según nos dijo mamá, cubría una caja fuerte.

Ya sabes cuántas veces he visto a los ladrones abrir cajas fuerte en la televisión, y siempre me pareció bastante fácil, cuando se sabe hacerlo. Lo único que hay que hacer es apretar la oreja contra la cerradura de combinación y luego ir dándole la vuelta poco a poco, poco a poco, y escuchando los clics reveladores…, e ir contándolos. Eso es lo que creía yo. Y entonces, sabiendo los números y marcándolos en la esfera correctamente, voila!, ya estaba abierta la caja.

Le interrumpí:

—¿Y el abuelo? ¿Por qué no estaba en la cama?

Pero él siguió, como si no me hubiese oído:

—Pues allí me verías a mí, escuchando, oyendo los clics, y me decía que, si tenía suerte y la caja fuerte acababa abriéndose, a lo mejor también estaba vacía. ¿Y sabes lo que ocurrió entonces, Cathy? Pues que oí los clics reveladores, que me daban la clave de la combinación, ¡aja! ¡Me puse a contar a toda prisa! Sin embargo, aproveché la oportunidad de dar la vuelta a la rueda de arriba de la cerradura, pensando que a lo mejor, por casualidad, daba con la combinación adecuada de números, y en el orden justo, pero la puerta de la caja fuerte no se abrió. Oía los clics, y no entendía. Las enciclopedias no facilitan buenas lecciones sobre el arte de llegar a ladrón, eso es cosa que se aprende de manera natural. Entonces, busqué algo fino y fuerte que pudiera introducir en la cerradura, esperando, de esa manera, quizá, poder cortar un resorte y abrir así la puerta. ¡Y, fíjate, Cathy, fue en ese mismo momento cuando escuché ruido de pasos!

—¡Dios mío de mi vida! —juré, sintiéndome completamente frustrada por su causa.

—¡Bueno, pues verás! Me metí corriendo detrás de uno de los sofás y me eché allí cuan largo era, y fue entonces cuando me acordé de que había dejado la linterna en el cuartito del abuelo.

—¡Santo cielo! —exclamé.

—¡Bueno, pues imagínate! Estoy perdido —me dije—, pero me quedé allí, completamente inmóvil y en silencio, y entraron tranquilamente en la biblioteca un hombre y una mujer. Fue ella quien habló primero con voz de chica modosa.

—John —dijo—, te juro que no son imaginaciones mías, que he oído ruidos en esta habitación.

—Tú siempre estás oyendo cosas —se quejó el otro, con una voz gruesa y gutural; era John, el mayordomo calvo.

Y la pareja discutidora hizo una búsqueda sin apenas ganas por la biblioteca, y luego también por el cuartito del abuelo; yo contuve el aliento, esperando a que descubrieran la linterna, pero la verdad es que no la descubrieron, y no sé por qué. Me figuro que fue porque John no tenía ganas de mirar a otra cosa que a la mujer aquélla, y justamente cuando iba a levantarme y ver la forma de escapar, fíjate la mala suerte: se dejaron caer los dos sobre el mismo sofá detrás del cual estaba yo. Así que entonces descansé la cabeza sobre los brazos y me dispuse a echar un sueñecito, pensando que tú aquí estarías nerviosísima, preguntándote por qué no regresaba. Pero como estabas encerrada con llave, no temí que vinieras a buscarme. Y tuve suerte de no dormirme. —¿Por qué?

—Déjame contártelo a mi manera, Cathy, por favor. «Fíjate —dijo John, mientras volvían de nuevo a la biblioteca y se sentaba en el sofá—, ¿no te dije que no había nadie ni allí ni aquí? —Parecía presumido y satisfecho de sí mismo, por la voz—; estás siempre tan nerviosa que le quitas todo el gusto a esto». «Pero, John —dijo ella—, te aseguro que oí algo». «Es lo que te dije antes —respondió John—, que oyes mucho de lo que no pasa. Al diablo, chica, esta misma mañana, sin ir más allá, me volviste a hablar de los ratones del ático, y de lo ruidosos que son». John emitió una risita, una risita baja y suave, y tuvo que hacer algo en aquel momento a aquella chica tan mona para que se echase a reír como una tonta, y si la verdad es que lo que quería era protestar, no le salió muy bien.

Y entonces John murmuró: «La vieja bruja está matando todos los ratones del ático, les lleva de comer en un cesto de merienda…, comida suficiente para matar a todo un ejército de ratones».

La verdad es que, al oír a Chris decir esto, no lo relacioné con nada extraño, así era de inocente, ¡qué inocente y confiada era todavía!

Chris carraspeó y prosiguió:

—Sentí una extraña sensación en el estómago y el corazón comenzó a latirme de tal manera que pensé que la pareja del sofá podría oírlo.

—Sí —dijo Liwy—, es ruin y dura como ella sola la vieja, y, si quieres que te diga la verdad, siempre prefería al viejo, porque, por lo menos, ése sabía sonreír, pero ella de sonreír no tiene ni idea, y siempre lo mismo, siempre que vengo a este cuarto a limpiar la encuentro en la habitación de él… y siempre igual, mirando la cama vacía, y siempre con esa sonrisita tensa que a mí me parece como si se alegrase de que se muriera y de que ella le haya sobrevivido y no tenga ya a nadie que esté diciéndole lo que tiene que hacer. Dios, a veces me pregunto cómo pudo soportarle, y él a ella, pero ahora que por fin se murió se ha quedado con su dinero.

—Sí, se ha quedado con algo —dijo John—, tiene su propio dinero, el que le ha dejado su familia, pero la hija es la que se ha quedado con todos los millones del viejo Malcolm Neal Foxworth.

—Bueno —dijo Liwy—, la bruja ésa no necesita más del que tiene, y la verdad es que no me extraña que el viejo le dejara toda su fortuna a su hija, porque la pobre ha tenido que aguantar mucho de él, haciéndola servirle como una esclava, cuando tenía enfermeras que se lo hiciesen todo, pero a pesar de los pesares era como su esclava. Pero ahora también ella está libre, y casada con un marido joven y guapo, y ella todavía es joven y guapa, y tiene dinero a espuertas, debe de ser una sensación rara ser como ella; hay gente a quien todo le sale bien. Yo, la verdad…, nunca tuve suerte.

—¿Es que yo no existo, Liwy, guapa? Me tienes a mí, por lo menos hasta que encuentre otra más guapa que tú.

Y allí estaba yo entretanto, oyendo todo aquello y sintiéndome casi paralizado por la sorpresa. Estaba al borde mismo de vomitar, pero seguí allí, muy silencioso, escuchando lo que seguía diciendo la pareja que estaba en el sofá.

Quería levantarme y salir corriendo para venir aquí, a sacaros a ti y a Carrie de este lugar antes de que sea demasiado tarde.

Pero estaba cogido. Si me movía, me verían. Y el John, ése era pariente de nuestra abuela… primo tercero, nos dijo mamá…, y no es que me parezca que esa clase de parentesco tenga la menor importancia, pero, al parecer, el John ése gozaba de toda la confianza de nuestra abuela, porque si no no le habría dejado usar sus coches. Sabes quién es, Cathy, el calvo que viste con librea.

Claro que sabía quién era, pero en aquel momento me sentía incapaz de hacer otra cosa que seguir allí tendida, tan embargada por la sorpresa que no podía articular ni una palabra.

—De manera —continuó contando Chris, con una voz tan monótona que no expresaba la menor inquietud, temor o sorpresa—, mientras yo seguía allí, detrás del sofá, con la cabeza sobre los brazos, cerrando los ojos y tratando de conseguir que el corazón dejase de latirme tan fuerte, John y la doncella comenzaron a ocuparse en serio el uno del otro. Oía sus movimientos, mientras comenzaba a desnudarla, y ella a él.

—¿Se desnudaron el uno al otro? —pregunté—. ¿Y ella le ayudó a él de verdad a desnudarse?

—Eso parecía desde donde yo estaba —contestó Chris, tajante.

—¿Y ella no gritó ni protestó?

—¡Qué va, al contrario, estaba completamente de acuerdo! ¡Y no sabes el tiempo que tardaron! ¡Y los ruidos que hicieron, Cathy, no lo creerías! Ella gemía y gritaba y jadeaba y emitía ruidos entrecortados, y él gruñía como un cerdo a quien están matando, pero me imagino que tiene que ser muy bueno para esas cosas, porque ella al fin chillaba como si se estuviese volviendo loca. Y cuando terminaron, continuaron allí echados, fumando cigarrillos y charlando de lo que pasa en esta casa, y puedes creerme que se lo saben lo que se dice todo, y luego volvieron a hacer el amor.

—¿Dos veces en la misma noche? —Eso es perfectamente posible. —Chris, ¿por qué hablas tan raro?

Chris vaciló, se apartó un poco y me miró a la cara, como estudiándome.

—Cathy, ¿es que no me has escuchado lo que te dije? He puesto gran cuidado en contártelo todo tal y como sucedió, ¿es que no me oíste?

¿Que si le había oído? Pues claro que le había oído, lo había oído todo.

Había esperado demasiado para robar a mamá su tesoro de joyas, que tanto le había costado ganar; debiera haberlo ido robando poco a poco, como le aconsejé que hiciera.

Así que mamá y su marido se habían ido otra vez de vacaciones. ¿Qué tipo de noticia era aquélla? Siempre estaba yendo y viniendo, haciendo todo lo posible por escapar de aquella casa, y la verdad era que a mí no me extrañaba. ¿No íbamos nosotros a hacer lo mismo?

Fruncí el entrecejo y dirigí a Chris una larga mirada interrogativa.

Era un extremo evidente que Chris sabía algo que no me quería contar. Estaba todavía protegiéndola; todavía la quería.

—Cathy… —comenzó, con voz cortante y desgarrada.

—De acuerdo, Chris. No te culpo de nada. Lo que estás diciéndome es que nuestra querida, dulce, amable, amante madre y su apuesto y joven marido se han ido de nuevo de vacaciones y se han llevado todas las joyas consigo. Bueno, pues así y todo, nos arreglaremos.

¡Adiós a la seguridad económica en el mundo exterior! ¡Pero nos fugaríamos igual! Trabajaríamos, encontraríamos los medios para ir tirando, y pagaríamos a los médicos para que pusieran de nuevo buena a Carrie. Daba igual lo de las joyas, daba igual la forma tan fría e insensible de actuar de nuestra madre, dejándonos así, sin explicarnos a dónde iba o cuándo pensaba volver. Pero nosotros ya estábamos acostumbrados a la indiferencia fea, dura, insensible. Pero ¿por qué lloras tanto, Chris? ¿Por qué lloras tanto?

—¡Cathy! —se puso furioso, volviendo la cara arrasada en lágrimas de modo que sus ojos quedaron fijos en los míos—. ¿Por qué no te fijas en lo que se te dice? ¿Por qué no te das cuenta de las cosas? ¿Para qué tienes los oídos? ¿Es que no has escuchado lo que te dije? ¡El abuelo está muerto! ¡Lleva muerto casi un año!

A lo mejor era que no había escuchado, o, por lo menos, no con la suficiente atención. A lo mejor era que su angustia me había impedido oírlo todo. Pero fue como si ahora, de pronto, me golpease por primera vez de lleno. Si el abuelo estaba muerto de verdad, ¡qué notición! ¡Ahora mamá heredaría! ¡Seríamos ricos! ¡Nos abriría la puerta, nos pondría en libertad! Ahora ya no teníamos necesidad de escapar de allí.

Otros pensamientos se agolpaban en mi mente, un torrente de preguntas aterradoras: mamá no nos había dicho nada al morir el abuelo, a pesar de que sabía lo largos que habían sido aquellos años para nosotros, ¿por qué nos había tenido a oscuras, esperando siempre? ¿Por qué? Perplejos, confusos, yo, la verdad, no sabía qué sentir, si felicidad, alegría o tristeza. Un temor paralizador se impuso a esta indecisión.

—Cathy —murmuró Chris, aunque la verdad es que ignoro por qué murmuraba. Carrie no nos oiría. Su mundo estaba lejos del nuestro. Carrie estaba suspendida entre la vida y la muerte, acercándose más y más a Cory a cada momento; seguía sin comer y abandonando la voluntad de vivir sin su otra mitad—. Mamá nos engañó deliberadamente, Cathy. Su padre murió, y, unos meses más tarde, se leyó el testamento, y durante todo ese tiempo dejó que nos pudriéramos aquí y esperáramos. ¡Hace nueve meses habríamos estado todos nosotros con nueve meses menos de mala salud! ¡Cory estaría vivo ahora si mamá nos hubiese sacado de aquí el día en que murió su padre, o incluso el día que se leyó el testamento!

Sobrecogida, caí en el profundo pozo de la traición que mamá nos había cavado. Empecé a llorar.

—Deja las lágrimas para más tarde —dijo Chris, que también había llorado poco antes—, todavía no lo has oído todo, queda más…, mucho más y peor.

—¿Más? —me extrañé.

Pero ¿qué más podía contarme? Nuestra madre había resultado ser una mentirosa, una farsante, una ladrona que nos había robado la juventud y matado a Cory mientras adquiría su fortuna que no quería compartir con sus hijos, a quienes ya no quería ni necesitaba. ¡Oh, qué bien nos lo había explicado la noche en que nos largó la pequeña letanía que teníamos que recitar cuando nos sintiésemos tristes! ¿Sabía ya, o presentía entonces, que iba a convertirse en la cosa misma que iba a hacer el abuelo de ella? Me dejé caer en los brazos de Chris, y me apoyé contra su pecho.

—¡No me digas más! ¡He oído suficiente…, no me hagas que la odie más todavía!

—Odiar…, ¡pero si todavía no has comenzado siquiera a saber lo que es el odio, y antes de que te acuestes a descansar fíjate bien en lo que te digo, que nos vamos de este lugar pase lo que pase. Nos vamos a Florida, como habíamos pensado. Viviremos nuestras vidas lo mejor que podamos. No vamos a sentirnos avergonzados de lo que somos ni de lo que hemos hecho, porque lo que hemos hecho es poca cosa en comparación con lo que ha hecho nuestra madre. Incluso si mueres antes que yo, recordaré nuestra vida aquí arriba, y en el ático. Nos veré, bailando bajo las flores de papel, y tú tan grácil y yo tan torpe. Oleré el polvo y la madera podrida, y lo recordaré como si fuera el perfume dulce de las rosas, porque sin ti todo habría sido tan triste y tan vacío… Me has dado la primera revelación de lo que puede ser el amor.

Y ahora vamos a cambiar. Vamos a arrojar de nosotros todo lo que hay de malo en nuestro ser, quedándonos solamente con lo mejor. Pero, pase lo que pase, los tres vamos a seguir juntos, cada uno para los demás, y todos para cada uno. Vamos a crecer, Cathy, física, mental y emocionalmente. Y no sólo eso, sino que también vamos a conseguir los objetivos que nos propusimos. Yo seré el mejor médico que ha visto el mundo y tú dejarás en ridículo a la Pavlova.

A mí me fatigaba tanto hablar de amor y de lo que nos ofrecía el futuro, quizá, cuando seguíamos todavía encerrados, allí con llave, y con la muerte tendida junto a mí, hecha un ovillo y con las manitas, aún dormidas, juntas, como rezando.

—Bien, Chris, ya estoy preparada para todo. Y gracias por decirme todo eso de que me quieres, porque no creas que yo no te quiero ni te admiro —le besé rápidamente en los labios, y le dije que continuara, que me diese el golpe de gracia—: De verdad, Chris, me doy cuenta de que tienes que tener algo terrible que contarme, de modo que adelante. Tenme en tus brazos mientras me lo dices, y resistiré cualquier cosa que tengas que decirme.

¡Qué joven era yo entonces, y qué poca imaginación tenía, y con qué optimismo lo veía todo!