Mientras mamá hacía su equipaje, Christopher y yo metimos nuestra ropa en dos maletas, junto con unos pocos juguetes y un solo juego. En la media luz temprana del atardecer, un taxi nos llevó a la estación del ferrocarril. Nos habíamos marchado furtivamente, sin decir adiós ni siquiera a un solo amigo, y esto dolía. Yo no sabía por qué tenía que ser así, pero mamá insistía.
Nuestras bicicletas se quedaron en el garaje, junto con todas las demás cosas que eran demasiado grandes para poder llevárnoslas.
El tren avanzó pesadamente a través de una noche oscura y estrellada, camino del lejano Estado de Virginia. Pasamos por muchas ciudades y pueblos dormidos, y junto a granjas solitarias, de las que sólo se veían algunos dorados rectángulos de luz. Mi hermano y yo no queríamos dormirnos y perdernos todo aquello, y, además, ¡teníamos tantas cosas de que hablar! Sobre todo, hacíamos cábalas sobre la casa grandiosa, rica, en la que íbamos a vivir espléndidamente, comiendo en platos de oro y servidos por un mayordomo de librea. Y me imaginaba que tendría mi propia doncella para que me ayudara a quitarme la ropa, me preparara el baño, me cepillara el pelo y se pusiera firme ante una orden mía. Pero no sería demasiado severa con ella. Por el contrario, me mostraría suave, comprensiva, la clase de señora que todo criado desea; bueno, menos cuando rompiera algo que a mí me gustase de verdad, porque entonces se armaría una buena. A mí me daría un ataque de mal genio y tiraría por los aires unas pocas cosas que no me gustasen.
Recordando ahora aquel viaje nocturno en tren, me doy cuenta de que fue aquella misma noche cuando empecé a hacerme mayor y a filosofar. Por cada cosa que uno gana tiene que perder algo, de manera que lo mejor era ir acostumbrándose a ello, y sacar el mejor partido posible.
Mientras mi hermano y yo hablábamos de cómo íbamos a gastar el dinero cuando lo tuviéramos, el revisor, orondo y tirando a calvo, entró en nuestro compartimento y contempló admirativamente a mi madre de pies a cabeza, diciéndole finalmente:
—Señora Patterson, dentro de quince minutos llegaremos a su destino.
Pero ¿por qué la llamaba ahora «señora Patterson»?, me pregunté. Dirigí a Christopher una mirada interrogadora, pero también él parecía sorprendido.
Despertada bruscamente, con aire sobresaltado y desorientado, los ojos de mamá se abrieron cuan grandes eran. Su mirada saltó del revisor, que se encontraba muy cerca, sobre ella, a Christopher y a mí, y luego bajó, desesperada, a los gemelos dormidos. A continuación sus ojos parecieron a punto de llenarse de lágrimas, y buscó su bolso para sacar un pañuelo de papel con el que secarse delicadamente los ojos. Luego oímos un suspiro tan hondo, tan lleno de pena, que mi corazón empezó a latir a un ritmo nervioso.
—Sí, muchas gracias —dijo mamá al revisor, que seguía mirándola lleno de aprobación y admiración—, no se preocupe, estaremos listos.
—Señora —insistió el hombre, sumamente preocupado y mirando su reloj de bolsillo—, son las tres de la madrugada. ¿Habrá alguien en la estación esperándoles?
Dirigió su mirada inquieta a Christopher y a mí, y luego a los gemelos dormidos.
—No se preocupe —le tranquilizó mamá.
—Señora, es que ahí fuera está muy oscuro.
—Sería capaz de ir a mi casa con los ojos cerrados.
El paternal revisor no quedó satisfecho con esta contestación.
—Señora, hasta Charlottesville hay una hora de camino y usted y sus hijos se van a encontrar solos en pleno descampado.
No hay lo que se dice una sola casa a la vista.
Para poner fin a tanta pregunta, mamá le respondió con su aire arrogante:
—Alguien estará esperándonos.
Era gracioso lo bien que se le daba el adoptar ese aire altivo, como quien se pone un sombrero, y luego perderlo con la misma facilidad.
Llegamos a la estación en pleno descampado, y allí nos quedamos. No había nadie esperándonos.
Como nos había advertido el revisor, no se veía una sola casa. Solos en plena noche, lejos de todo indicio de civilización, nos despedimos con la mano del revisor, que estaba en el peldaño de la portezuela del tren, cogido con una mano y diciéndonos adiós con la otra. Su expresión mostraba bien claro que no le hacía ninguna gracia dejar a la «señora Patterson» y su camada de cuatro niños adormilados esperando allí a que alguien llegara a recogerles en coche. Miré alrededor y no vi más que un tejado mohoso de hojalata sostenido por cuatro postes de madera, y debajo un banco verde desvencijado. Ésta era nuestra estación. No nos sentamos en aquel banco, sino que nos estuvimos allí, en pie, viendo desaparecer el tren en la oscuridad y oyendo su único silbido triste que nos llamaba, como deseándonos buena suerte y felicidad.
Estábamos rodeados de prados y campos. Desde los tupidos bosques en el fondo, más allá de la «estación», se oía algo que hacía un ruido extraño. Me sobresalté y di media vuelta para ver lo que era, y esto hizo reírse a Christopher.
—¡Si no era más que una lechuza! ¿Creíste que era un fantasma?
—Vamos, dejad eso —nos advirtió mamá en tono cortante—. Y tampoco tenéis por qué hablar tan bajo. No hay nadie por aquí. Ésta es una comarca campesina, casi no hay más que vacas lecheras. Mirad alrededor. No veréis más que campos de trigo y de cebada, y algo de avena. Los granjeros de por aquí proveen de productos agrícolas a la gente rica que vive en la colina.
Había muchas colinas, todas ellas parecidas a colchas de remiendos abultadas, con árboles que subían y bajaban como dividiéndolas en parcelas. Centinelas de la noche, los llamé yo, pero mamá nos dijo que todos aquellos árboles, tan numerosos, en filas rectas, servían de protección contra el viento, y además, contenían los ventisqueros, que aquí eran numerosos. Y estas palabras eran las más a propósito para que Christopher se sintiera muy excitado, porque le encantaban los deportes de invierno de todas clases y nunca se le había ocurrido pensar que en un Estado del Sur como Virginia pudieran caer fuertes nevadas.
—Sí, desde luego que nieva aquí —explicó mamá—. Ya veréis si nieva. Estamos en las laderas de las Montañas Azules, y aquí llega a hacer mucho, pero que mucho frío, aunque en verano los días suelen ser calurosos. Las noches, sin embargo, son siempre bastante frías como para tener que ponerse por lo menos una manta en la cama. Ahora mismo, si hubiera salido el sol, veríais qué paisaje más maravilloso, un verdadero disfrute para la vista. Nos queda mucho camino hasta llegar a mi casa, y tenemos que llegar allí antes del amanecer, que es cuando se levantan los criados.
—¡Qué cosa más extraña!
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué le dijiste al revisor que te llamara señora Patterson?
—Cathy, no te lo voy a explicar ahora, no tenemos tiempo; debemos andar deprisa.
Se inclinó, para recoger las dos maletas más pesadas, y dijo con voz firme que teníamos que seguirla. Christopher y yo tuvimos que llevar en brazos a los gemelos, que estaban demasiado adormilados para andar, o siquiera para intentarlo.
—Mamá! —grité, cuando hubimos andado unos pasos, —Al revisor se le olvidó darnos tus dos maletas!
—No, no te preocupes, Cathy —replicó mamá, sin aliento, como si con las dos maletas que llevaba bastase para poner a prueba sus fuerzas—. Le dije al revisor que llevase mis dos maletas hasta Charlottesville y las dejara allí en consigna para recogerlas yo mañana por la mañana.
—¿Y por qué lo hiciste? —preguntó Christopher, con voz tensa.
—Pues para empezar, porque ya ves que no podría llevar cuatro maletas yo sola, y, además, porque quiero tener la oportunidad de hablar con mi padre antes de que se entere de que tengo cuatro hijos. Y no parecería normal llegar a casa en plena noche después de quince años de ausencia, ¿no te parece?
Parecía razonable, efectivamente, porque, como los gemelos se negaban a andar, la verdad era que ya teníamos bastante con lo que llevábamos. Nos pusimos en marcha, detrás de nuestra madre, por terreno desigual, siguiendo senderos apenas visibles entre rocas y árboles y maleza que nos desgarraban la ropa. Anduvimos mucho, mucho tiempo.
Christopher y yo nos sentíamos cansados, irritables, y los gemelos parecían cada vez más pesados, y llegamos a sentir los brazos doloridos. Era una aventura que estaba ya empezando a perder emoción. Nos quejamos, gruñimos, nos rezagamos, nos sentamos a descansar. Queríamos volver a Gladstone, a nuestras camas, con nuestras cosas, donde estaríamos mejor que aquí, mejor que en aquella gran casa vieja, con criados y abuelos a quienes ni siquiera conocíamos.
—¡Despertad a los gemelos! —ordenó mamá, que había acabado por impacientarse de nuestras quejas—. Que se pongan en pie y obligadles a andar, quieran o no.
Murmuró algo inteligible para sus adentros, contra el cuello de piel de la chaqueta, pero que apenas pude captar. Bien sabe Dios que harán bien en andar al aire libre ahora que pueden.
Sentí que un escalofrío de miedo me recorría la espalda.
Eché una ojeada rápida a mi hermano mayor, para ver si había oído, precisamente en el momento en que él volvía la cabeza para mirarme. Me sonrió, y yo le sonreí a mi vez.
Mañana, cuando mamá llegase, a una hora razonable, en taxi iría a ver a su padre enfermo y le sonreiría, y le hablaría, y él quedaría encantado, conquistado. Con una sola mirada a su bello rostro y una sola palabra de su voz suave y bella, el anciano tendería los brazos y le perdonaría todo lo que había hecho, lo que fuese, y que había sido la causa de su «caída en desgracia».
A juzgar por lo que ya nos había contado, su padre era un viejo quisquilloso y raro, porque sesenta y seis años a mí me parecían una vejez increíble. Y un hombre que está al borde de la muerte no puede guardar rencores contra el único hijo que le queda, una hija, además, a la que en otros tiempos había querido muchísimo. Tendría que perdonarla, a fin de poder irse, tranquilo y felizmente, a la tumba, sabiendo que había hecho lo que debía. Y entonces, una vez que le tuviese dominado, mamá nos haría bajar a nosotros al dormitorio, y nosotros, con nuestra mejor ropa y nuestra mejor conducta y maneras, le convenceríamos de que no éramos ni feos ni verdaderamente malos, y nadie, lo que se dice nadie que tuviera corazón, podría no quedar embelesado por los gemelos. Porque la gente de los centros comerciales se detenía para acariciar a los gemelos y felicitar a nuestra madre por tener niños tan bonitos. ¡Y ya veríamos en cuanto el abuelo se diese cuenta de lo listo y lo buen estudiante que era Christopher! Y, aún más notable, no le hacía falta empollar, como a mí, porque todo lo aprendía con facilidad. A sus ojos les bastaba con leer una página una o dos veces solamente para que todo lo que había en ella quedase indeleblemente grabado en su cerebro, y no se le olvidaba ya nunca más. La verdad era que le tenía envidia por ese don.
También yo tenía un don. No era la moneda reluciente y brillante de Christopher, sino mi manera de dar la vuelta a todo lo que relucía y encontrar la mancha, el fallo. Sólo habíamos recibido un poco de información sobre aquel abuelo desconocido, pero, reuniendo las piezas, ya me había hecho una idea de que no era el tipo de persona que perdona con facilidad, eso se deducía en seguida del hecho de que hubiera renegado de su hija, antes tan querida, durante quince años. Y, sin embargo, ¿era posible que fuese tan duro como para resistir todos los encantos zalameros de mamá, que eran muchos e irresistibles? Lo ponía en duda. La había visto y oído engatusar a nuestro padre en cuestiones de dinero, y siempre era papá el que tenía que acabar cediendo y adaptándose a ella. Con un solo beso, un abrazo, una caricia suavecita, papá se volvía todo sonriente y animado, y decía que sí, que, de la manera que fuese, se las arreglarían para pagar todas las cosas caras que mamá había estado comprando.
—Cathy —dijo Christopher—, haz el favor de no poner esa cara de preocupación. Si Dios no quisiera que la gente envejezca y enferme, y acabe muriéndose, no les dejaría seguir teniendo hijos.
Sentí que Christopher estaba mirándome, como si pudiera leer mis pensamientos, y me sonrojé violentamente, mientras él sonreía lleno de ánimo. Era el perpetuo optimista contra viento y marea, nunca sombrío, dubitativo y malhumorado, como me ocurría a mí con frecuencia.
Seguimos el consejo de mamá y despertamos a los gemelos. Los pusimos en pie, diciéndoles que tendrían que hacer un esfuerzo y andar, estuvieran cansados o no. Fuimos tirando de ellos, mientras se quejaban y lloriqueaban, con gemidos mocosos de rebelión.
—No quiero ir a donde vamos —se lamentaba Carrie, llorosa.
Cory se limitaba a gemir.
—No me gusta ir por los bosques cuando es de noche —se lamentaba Carrie, tratando de soltar su manita de la mía—. ¡Me voy a casa! ¡Anda, suéltame, Cathy!, ¡suéltame! Cory gritaba cada vez más.
Yo quería coger a Carrie de nuevo en brazos y llevarla así, pero los brazos me dolían demasiado para hacer un nuevo esfuerzo. Entonces, Christopher soltó la mano de Cory y fue corriendo a ayudar a mamá a llevar las dos pesadas maletas, de modo que me vi con dos gemelos rebeldes, que no querían seguir adelante, tirando de ellos en plena oscuridad.
El aire era fresco y cortaba. Aunque mamá decía que ésta era una zona de colinas, a mí aquellas formas altas y sombrías en la lejanía me parecían más bien montañas. Levanté la vista al cielo, y me pareció un cuenco profundo y vuelto del revés, de terciopelo azul marino, reluciente todo él de copos de nieve cristalizados en lugar de estrellas, ¿o quizá serían lágrimas de hielo que yo iba a llorar en el futuro? ¿Y por qué me daban la impresión de estar mirándome desde arriba con pena, haciéndome sentirme pequeña como una hormiga, abrumada, completamente insignificante? Era demasiado grande aquel cielo cerrado, demasiado bello, y me llenaba de una extraña sensación agorera. Pero, a pesar de todo, me daba cuenta de que, en otras circunstancias, hubiera sido posible que me encontrara a gusto en un paisaje como aquél.
Llegamos finalmente a un grupo de casas grandes y de muy buen aspecto arracimadas en una ladera pendiente. Nos aproximamos furtivamente a la más grande y la mejor, con mucho, de todas aquellas dormidas moradas de montaña. Mamá dijo en voz baja que la casa de sus antepasados se llamaba Villa Foxworth, y tenía más de doscientos años.
—¿Hay un lago cerca de aquí para patinar sobre hielo? —preguntó Christopher, fijándose en el paisaje montañoso—. Aquí no se puede esquiar, hay demasiados árboles y rocas.
—Sí —contestó mamá—. Hay un lago pequeño a unos cuatrocientos metros de distancia —y señaló en la dirección donde se encontraba el lago.
Dimos la vuelta a aquella enorme casa, casi de puntillas cuando nos vimos ante la puerta de atrás, una señora vieja nos dejó entrar. Debía haber estado esperándonos, y por eso nos vio venir porque abrió la puerta tan pronto que ni siquiera tuvimos que llamar. Fuimos entrando silenciosamente, como ladrones en plena noche. La señora no pronunció una sola palabra de bienvenida.
Yo me pregunté si no sería alguna de las criadas.
En cuanto nos vimos en el interior de la casa oscura, la señora nos hizo subir apresuradamente por una escalera trasera, estrecha y empinada, sin permitirnos detenernos siquiera un segundo para echar una ojeada a las habitaciones impresionantes de las que apenas pudimos conseguir un vislumbre a nuestro paso silencioso y rápido. Pasamos por muchos salones, junto a muchas puertas cerradas, y, finalmente, nos vimos ante una habitación en que terminaba el pasillo; ella entonces abrió bruscamente una puerta y nos hizo un ademán para que entráramos. Fue un alivio llegar al final de nuestro largo viaje nocturno, y vernos en un gran dormitorio, con una sola lámpara encendida. Las dos ventanas altas estaban cubiertas con pesadas colgaduras semejantes a tapices. La vieja señora, vestida de gris se volvió a nosotros y se puso a mirarnos, mientras cerraba la pesada puerta que daba al exterior, apoyándose contra ella.
Habló por fin, y yo me sobresalté:
—Tenías razón, Corrine, tus hijos son preciosos.
Estaba haciéndonos un cumplido que debiera dar calor a nuestros corazones, pero la verdad es que a mí el mío me lo congeló. Su voz era fría e indiferente, como si nosotros no tuviéramos oídos para oír ni mentes para comprender su desagrado, a pesar de lo halagüeño de sus palabras. Y bien que tuve razón en pensar así, porque lo que dijo a continuación confirmó esta reacción mía.
—Pero ¿estás segura de que son inteligentes? ¿No tendrán alguna afección invisible, que no se nota a la vista?
—¡Ninguna! —gritó mamá, sintiéndose tan ofendida como yo—. Mis hijos no tienen absolutamente nada malo, como puedes ver sin duda alguna, ¡tanto física como mentalmente!
Miró hacia aquella vieja de gris y luego se agachó, sentándose sobre los talones, y se puso a desnudar a Carrie, que estaba cayéndose de sueño. Yo me arrodillé ante Cory y le desabroché la chaqueta azul, mientras Christopher levantaba una maleta y la ponía sobre una de las grandes camas. La abrió y sacó de ella dos pares de pequeños pijamas amarillos, con las perneras cerradas.
Furtivamente, mientras ayudaba a Cory a quitarse la ropa y ponerse el pijama amarillo, estudié a la mujer alta y grande, que, me imaginaba, sería nuestra abuela. Mientras la examinaba de arriba abajo, en busca de arrugas y papada, me di cuenta de que no era tan vieja como me había parecido al principio. Tenía el pelo áspero, de un color azul acero, echado hacia atrás, dejando la frente al descubierto, en un estilo serio que le hacía los ojos algo largos y como de gato. Tenía la cabellera tan tirante que se podía ver cómo tiraba cada pelo de la piel, formando pequeñas eminencias irritadas, e, incluso en aquel momento, pude ver un pelo liberarse de sus ataduras.
La nariz era como el pico de un águila, los hombros anchos y la boca como una cuchillada fina y torcida. Su vestido, de tafetán gris, tenía un broche de diamantes en la garganta de un cuello alto y severo. Nada, en ella, daba la impresión de suavidad o flexibilidad; incluso su pecho parecía hecho de dos colinas de cemento. No había que andarse con bromas con ella, como con nuestros padres.
No me cayó simpática. Quería irme a casa. Los labios me temblaban. Quería que papá volviese a la vida. ¿Cómo era posible que una mujer así hubiese hecho a una persona tan preciosa y dulce como nuestra madre? ¿De dónde habría heredado nuestra madre su belleza, su alegría? Me estremecí, y traté de contener las lágrimas que me rebosaban los ojos. Mamá nos había advertido de antemano sobre un abuelo áspero, indiferente, implacable, pero la abuela que había preparado nuestra llegada se nos presentaba como una sorpresa dura y desconcertante. Contuve las lágrimas, temerosa de que Christopher las viera y se burlase de mí más tarde. Pero, para tranquilizarme, nuestra madre sonreía cálidamente, mientras levantaba a Cory, vestido con el pijama, y lo dejaba en una de las grandes camas y luego a Carrie a su lado. Tenían un aspecto realmente simpático, allí echados, como dos muñecas de mejillas sonrosadas. Mamá se inclinó sobre los gemelos y cubrió de apretados besos sus mejillas enrojecidas, y su mano echó tiernamente hacia atrás los rizos que les caían sobre la frente, arropándolos bien luego hasta que la colcha quedó debajo de sus barbillas.
Pero los gemelos ni siquiera se enteraron, porque ya estaban profundamente dormidos.
Impávida como un árbol de raíces bien firmes, a pesar de todo, la abuela estaba evidentemente descontenta. Miró a los gemelos, acostados en una cama, y luego a Christopher y a mí, muy juntos. Estábamos cansados, medio apoyándonos el uno en el otro. En sus ojos de un gris pétreo brilló una intensa desaprobación. Su mirada era ceñuda y penetrante, inamovible, y mamá pareció comprenderla, aunque yo no. El rostro de mamá se sonrojó violentamente cuando la abuela dijo:
—Los dos niños mayores no pueden dormir juntos en la misma cama.
—¡Pero si son pequeños! —replicó mamá, con insólita energía—. Madre, la verdad es que no has cambiado absolutamente nada, y sigues siendo tan recelosa y malpensada como siempre. ¡Christopher y Cathy son inocentes!
—¿Inocentes? —cortó ella, y su mirada aviesa era tan tajante que habría podido hacer sangrar—. Eso es precisamente lo que pensábamos tu padre y yo sobre tú y tu tío.
Las miré a las dos, con los ojos abiertos de par en par. Luego miré a mi hermano. Los años parecían desplomarse sobre él como metal fundido, y estaba allí, vulnerable, impotente, como un niño de seis o siete años, tan incapaz de comprender como yo misma.
Una tempestad de cólera dejó a mi madre sin color. —Si es así como piensas, dales una habitación a cada uno, y cada uno en su cama, ¡bien sabe Dios que en esta casa hay habitaciones de sobra!
—Eso es imposible —replicó la abuela, con su voz que sonaba como fuego helado—. Éste es el único dormitorio que tiene su propio baño contiguo y en el que mi marido no puede oírles andar desde abajo, o tirar de la cadena del retrete. Si estuvieran cada uno en su cuarto y esparcidos por todo el piso de arriba, oiría sus voces, o su ruido, o lo oirían los criados. Es la verdad, he pensado mucho dónde colocarlos. Éste es el único cuarto seguro.
¿Seguro? ¿íbamos a dormir, los cuatro, en una sola habitación? ¿Es que en una casa grande y rica, con veinte, treinta, cuarenta habitaciones, íbamos a estar todos apretujados en un solo cuarto? Pero, aun así ahora que lo pensaba mejor, la verdad era que no quería quedarme sola en una habitación en aquella casa gigantesca.
—Pon a las dos niñas en una cama y a los dos niños en la otra —ordenó la abuela.
Mamá sacó a Cory y lo puso en la otra cama doble, y, de esta forma, comenzó la costumbre que iba a regir en adelante. Los chicos en la cama más cerca de la puerta del cuarto de baño, y Carrie y yo, en la cama más cerca de las ventanas.
La vieja volvió su mirada dura hacia mí; luego la fijó en Christopher.
—Y ahora, escuchadme bien —comenzó a decir, como un sargento instructor—: dependerá de vosotros de ahora en adelante, ya que sois mayores, el que los pequeños se estén callados, y vosotros dos seréis responsables si no obedecen las instrucciones que os doy. Recordad bien esto: si vuestro abuelo se entera demasiado pronto de que estáis viviendo aquí, os echará a todos sin daros lo que se dice ni un céntimo, ¡y eso después de haberos castigado bien por estar vivos! Tenéis que tener siempre limpio este cuarto, bien aseado, y el baño también, exactamente como si aquí no viviese nadie. Y os estaréis callados y sin hacer ruido —no se os ocurra gritar, o echar a correr o dar golpes sobre el techo de abajo. Cuando vuestra madre y yo nos vayamos esta noche de este cuarto, cerraré bien la puerta, porque no quiero que andéis dando vueltas de habitación en habitación y en el resto de esta casa. Hasta el día en que muera vuestro abuelo viviréis aquí, pero será como si no existierais realmente.
¡Santo cielo! Mis ojos buscaron como rayos a mamá. ¡No podía ser verdad esto! Estaba mintiendo, ¿verdad?, estaba diciendo aquellas cosas horribles solamente para asustarnos. Me acerqué más aún a Christopher, apretándome contra su costado, sintiéndome toda fría y estremecida. La abuela frunció el ceño y, rápidamente, dio un paso hacia atrás. Trataba de mirar a mamá, pero ella me volvía la espalda, y tenía la vista baja, aunque sus hombros se agitaban y parecía que se hundían, como si estuviera llorando.
Me sentí llena de pánico, y hubiera empezado a llorar a gritos de no ser porque en aquel momento mamá se volvió, se sentó en una de las camas y nos tendió los brazos a Christopher y a mí. Corrimos hacia ella, llenos de agradecimiento por aquellos brazos que nos apretaban y aquellas manos que nos acariciaba el pelo y la espalda y nos alisaban el pelo revuelto por el aire.
—No os preocupéis —murmuró—. Tened confianza en mí.
Aquí arriba no estaréis más que una sola noche, y mi padre os recibirá y os dará la bienvenida en esta casa, para que viváis en ella como si fuera vuestra, toda ella, todas las habitaciones, y hasta los jardines también.
Luego miró duramente a su madre, tan alta, tan severa, tan adusta.
—Mamá, ten piedad y compasión de mis hijos. Después de todo, son carne de tu carne y sangre de tu sangre, no lo olvides.
Son muy buenos niños, pero también son niños normales, y necesitan sitio para jugar y correr y hacer ruido. ¿Qué quieres?
¿Que hablen siempre en voz baja? No hace falta que cierres esta puerta con llave basta con cerrar la que hay al final del recibidor. ¿Por qué no pueden tener todas las habitaciones de este ala norte, para andar por ellas? De sobra sé que nunca usaste apenas esta parte antigua de la casa.
La abuela movió enérgica la cabeza, rehusando. —Corrine, aquí quien manda soy yo, ¡no tú! ¿Piensas que basta con irnos de aquí y cerrar la puerta del ala y que los criados no se preguntarán por qué? Todo tiene que seguir exactamente como antes.
Comprenden que tenga cerrada esta habitación concretamente porque la escalera del ático está aquí, y no quiero que vayan husmeando por sitios que no les corresponden a ellos.
Todas las mañanas, muy temprano, les traeré a los niños leche y comida, antes de que el cocinero y las muchachas vayan a la cocina. A este ala norte no viene nunca nadie, excepto los últimos viernes del mes, que es cuando se limpia toda la casa. Esos días, los niños pueden esconderse en el ático hasta que se vayan de aquí las doncellas. Y antes de que vengan las doncellas, yo echaré aquí una ojeada para cerciorarme de que no han dejado nada que pueda delatar su existencia. Mamá hizo todavía objeciones: —¡Pero eso es imposible! ¡Acabarán delatándose ellos mismos, dejando alguna pista! Mamá, hazme caso y cierra la puerta del recibidor!
La abuela rechinó los dientes.
—Corrine, da tiempo al tiempo; con el tiempo me será posible pensar alguna razón para explicar por qué los criados no pueden entrar en este ala, ni siquiera para limpiarla, pero tengo que andarme con cuidado y no despertar sus sospechas. No me tienen simpatía y enseguida irían a tu padre con el cuento, esperando así que les diese algo. ¿No te das cuenta? El cierre de este ala no puede coincidir con tu vuelta, Corrine.
Nuestra madre asintió, cediendo. Ella y la abuela siguieron conspirando, mientras Christopher y yo nos sentíamos más y más embargados por el sueño. Aquel día parecía que no fuese a acabar nunca. Yo no quería otra cosa que meterme de una vez en la cama, aunque fuese a rastras, al lado de Carrie, y arrebujarme bien allí dentro, para sumirme en el dulce olvido, donde no había problemas.
Por último, justamente cuando empezaba a pensar que nunca se daría cuenta de lo cansados que estábamos Christopher y yo, mamá se fijó en nosotros, y pudimos desnudarnos en el cuarto de baño, y meternos en la cama, y la verdad es que ya era hora.
Mamá se acercó a mí, con aire fatigado y preocupado, con sombras oscuras en torno a los ojos, y apretó sus labios cálidos contra mi frente. Vi las lágrimas brillar en sus ojos, y su maquillaje reducía las lágrimas a líneas negras. ¿Por qué estaba llorando de nuevo?
—Anda, duérmete —me aconsejó con voz ronca—. No te preocupes ni hagas caso de lo que acabas de oír. En cuanto mi padre me perdone lo que hice y que tanto le disgustó, abrirá los brazos y dará la bienvenida a sus nietos, a los únicos nietos que vivirá ya para ver.
—¡Mamá! —la miré, frunciendo el ceño, llena de angustia—. ¿Por qué lloras tanto?
Con movimientos bruscos, apartó de sí las lágrimas y trató de sonreír.
—Cathy, mucho me temo que es posible que tarde más de un día en recobrar el amor y la aprobación de mi padre. A lo mejor, tardo dos días, o más.
—¿Más? —me extrañé.
—A lo mejor, quién sabe, hasta una semana, pero no más, posiblemente mucho menos tiempo. Lo que pasa es que no lo sé con exactitud… Pero, en cualquier caso, no será mucho tiempo. De eso puedes estar segura. —Su mano suave me alisaba el pelo, echándomelo hacia atrás—. ¡Pobrecita Cathy, tu padre te quería muchísimo, tanto como yo!
Se acercó a Christopher y le besó la frente, acariciándole el pelo, pero no pude oír lo que le dijo a él al oído.
Al llegar a la puerta, se volvió, para decir:
—Que tengáis buena noche y descanséis; os veré mañana, en cuanto pueda. Ya sabéis mis planes. Tengo que volver a pie hasta la estación, y tomar otro tren hasta Charlottesville, donde me estarán esperando las dos maletas. Mañana por la mañana, temprano, volveré aquí, en taxi, y enseguida, en cuanto pueda, subiré a veros sin que me vea nadie.
La abuela, implacable, empujó a nuestra madre, sacándola del cuarto, pero mamá se las arregló aún para volverse y mirarnos, y sus ojos desolados nos rogaron silenciosamente, antes incluso de que volviéramos a oír su voz:
—Por favor, por favor, haced lo que os digo; y que los gemelos obedezcan, y que no lloren o me echen mucho de menos. Hacedles ver que esto es un juego, algo divertido. Haced lo que podáis para que se entretengan, hasta que vuelva yo con juguetes y juegos para que lo paséis bien todos. Mañana volveré, y mientras esté fuera no transcurrirá un segundo sin que piense en vosotros y rece por vosotros y os quiera a todos.
Prometimos que seríamos buenísimos, y sin hacer lo que se dice nada de ruido, y que obedeceríamos como los mismos ángeles todo cuanto ella nos dijera. Haríamos cuanto pudiésemos por los gemelos, y yo haría lo que fuese, con tal de dejar de ver aquella expresión de angustia en sus ojos.
—Buenas noches, mamá —le deseamos Christopher y yo al tiempo, mientras ella, en el recibidor, permanecía vacilante, con las manos grandes y crueles de abuela sobre sus hombros—. No te preocupes por nosotros, estaremos bien, ya sabemos lo que tenemos que hacer con los gemelos, y también cómo divertirnos solos. Ya no somos criaturas. —Todo esto último lo dijo mi hermano.
—Me veréis mañana por la mañana —anunció la abuela, antes de sacar a mamá al recibidor y cerrar la puerta con llave.
Daba miedo estar encerrados así, cuatro niños solos. ¿Y si se declaraba un incendio? Desde entonces, los fuegos y la manera de escapar de ellos iban a obsesionarme. Si íbamos a estar allí encerrados nadie nos oiría si gritábamos pidiendo auxilio. ¿ Quién iba a oírnos en este cuarto prohibido y lejano, en un segundo piso, al que sólo se iba una vez al mes, el último viernes?
Gracias a Dios solo iba a ser poco tiempo, una noche. Y mañana, mamá se las arreglaría para ganarse el afecto del abuelo moribundo.
De manera que nos quedamos solos, Encerrados. Y todas las luces se apagaron. A nuestro alrededor, debajo de nosotros, esta enorme casa parecía un monstruo, conteniéndonos a los cuatro en su boca armada de dientes cortantes. Si nos movíamos, si murmurábamos, si respirábamos fuerte, nos tragaría y nos digeriría.
Pero lo que yo quería, allí, echada, era dormir, no aquel largo silencio que parecía interminable. Por primera vez en mi vida, no me quedé dormida en cuanto mi cabeza tocó la almohada.
Christopher rompió el silencio y comenzamos a discutir la situación en que nos hallábamos, en voz baja.
—No será tan duro —me tranquilizó en voz baja, con los ojos acuosos y relucientes en la oscuridad—. Ya verás, la abuela no puede ser tan ruin como parece.
—¡Ah!, ¿es que no te pareció una anciana bondadosa y llena de suavidad?
El hizo un ruidito como de reírse.
—Sí, justo eso, suave, suave como una boa.
—Es grandísima. ¿Qué estatura crees que tendrá?
—¿Quién sabe? A lo mejor hasta uno ochenta, y cien kilos de peso.
—¡Dos metros! ¡Doscientos cincuenta kilos!
—Cathy, tienes que aprender a dejar de exagerar, y haz el favor de no ver dramas donde no los hay. Vamos a ver, examina serenamente la situación en que nos encontramos y verás que lo que pasa es, sencillamente, que estamos en una habitación de una casa grande, y eso no tiene por qué asustar a nadie. Vamos a pasar aquí una noche, hasta que vuelva mamá.
—Christopher, ¿has oído lo que dijo la abuela sobre un tío? ¿Entendiste lo que quiso decir?
—No, pero supongo que mamá nos lo explicará todo.
Y ahora duérmete y reza algo, porque, al fin y al cabo, no podemos hacer otra cosa.
Bajé de la cama y me hinqué de rodillas, juntando las manos bajo la barbilla. Cerré bien los ojos y recé, recé para que Dios ayudase a mamá a ser lo más encantadora, fascinantemente encantadora y cautivante, como sólo ella sabía serlo.
—Señor, por favor, que el abuelo no sea tan antipático y ruin como su mujer —rogué con fervor.
Y luego, fatigada y sofocada por tantas emociones, me metí de nuevo en la cama, apretando a Carrie contra mi pecho, y me sumí, como quería, en un reparador sueño.