LA SORPRESA DE NUESTRA MADRE

Todos y cada uno de los diez días que pasaron hasta la siguiente visita de nuestra madre, Chris y yo pasábamos horas enteras preguntándonos por qué se habría ido a pasar tanto tiempo en Europa y, sobre todo, ¿cuál era la gran noticia que tenía que darnos?

Aquellos diez días a nosotros nos parecieron otra manera de castigarnos. Porque era un verdadero castigo, y nos dolía saber que estaba en la misma casa, y que, a pesar de todo, era capaz de olvidarse de nosotros, y apartarnos de sí, como si fuéramos ratones que estaban en el ático.

De manera que cuando, por fin, reapareció, estábamos muy contritos y temerosos de que no volviera nunca más si Chris y yo mostrábamos más hostilidad y repetíamos que nos sacara de allí.

Nos estuvimos callados, tímidos, aceptando nuestro destino. Porque, ¿qué hacer si no volvía nunca más? No podíamos escapar con la escala de sábanas rotas, sobre todo cuando los gemelos se ponían histéricos perdidos sólo porque queríamos sacarlos al tejado.

En fin, que sonreíamos a mamá y nadie pronunció una sola palabra de queja. No preguntamos por qué nos había castigado dejándonos sin verla diez días, cuando ya había estado ausente meses. Aceptábamos lo que estuviera dispuesta a darnos, y éramos, como ella misma nos había dicho que había acabado aprendiendo a ser para con su padre, niños sumisos, obedientes y pasivos. Y, más todavía, era así como ella nos quería. Volvíamos a ser de nuevo sus «queridines», dulces, amantes, suyos.

Cómo éramos tan buenos, tan dulces, encontrábamos tan bien todo lo que hacía, le teníamos tanto respeto, y, al parecer, mostrábamos también tanta fe en ella, fue éste el momento que escogió para darnos su gran noticia.

—¡Queridines, alegraos conmigo! ¡No sabéis lo feliz que soy! —rompió a reír, y dio una vuelta, apretándose los brazos contra el pecho, amando su propio cuerpo, o tal me pareció a mí—: ¡Adivinad lo que ha pasado, anda, venga, adivinadlo!

Chris y yo nos miramos.

—Ha muerto el abuelo —dijo él, cautamente, mientras a mí el corazón me hacía piruetas, preparándose para dar el salto de verdad si era ésa la gran noticia.

—¡No! —replicó ella, tajante, como si su felicidad hubiera sufrido un pequeño descenso.

—Lo han llevado al hospital —insinué yo entonces, buscando lo mejor que pudiera haber después de aquello.

—No, ahora ya no le odio como antes; de modo que no vendría a veros tan alegre por su muerte.

—Bueno, ¿por qué no nos das entonces la gran noticia? —dije yo, sin gran entusiasmo—. Nosotros no podemos adivinarlo, porque ya no sabemos mucho sobre tu vida.

Ella hizo caso omiso de lo que estaba dando a entender, y siguió, arrebatadamente:

—La razón de que haya estado fuera tanto tiempo y lo que encontré tan difícil de explicaros, es que me he casado con un hombre maravilloso, un abogado que se llama Bart Winslow. Ya veréis lo que os va a gustar, y lo que le gustaréis vosotros a él. Tiene el pelo oscuro, y es guapísimo, alto y atlético. Y le gusta esquiar, como a ti, Christopher, y le gusta jugar al tenis, y es inteligentísimo, como tu queridín —y al decir esto miraba a Chris, naturalmente—: Es encantador y a todo el mundo le cae bien, hasta a mi padre. Y fuimos a Europa de luna de miel, y los regalos que os traje son todos de Inglaterra, de Francia, de España o de Italia. —Y siguió así, sin detenerse hablándonos con entusiasmo de su nuevo marido, mientras Chris y yo la escuchábamos, sentados y en silencio.

Desde la noche de la fiesta de Navidad, Chris y yo habíamos hablado de nuestras sospechas muchas veces, porque, por pequeños que fuéramos entonces, teníamos el suficiente sentido común para darnos cuenta de que una mujer joven y bella como nuestra madre no era probable que se quedase viuda mucho tiempo. Pero, a pesar de todo, pasaron casi dos años sin boda, y eso nos había hecho pensar que el hombre apuesto y de pelo oscuro y el gran bigote no tenía verdadera importancia para mamá, era un capricho pasajero, un pretendiente como tantos otros. Y en lo hondo de nuestros ingenuos corazones llegamos a convencernos de que mamá iba a ser fiel para siempre, siempre dedicada a la memoria de nuestro padre muerto, nuestro padre rubio y de ojos azules, como un dios griego, a quien ella había tenido que amar locamente para hacer por él lo que había hecho: casarse con un pariente tan cercano.

Cerré los ojos y traté de apartar de mí a la odiosa voz, la voz que estaba hablándonos de otro hombre que iba a ocupar el lugar de nuestro padre. Ahora era la mujer de otro, de un hombre completamente distinto, que había estado ya en su cama, que dormía ahora con ella, y a ella la veíamos ahora menos que nunca. ¡Oh, Dios mío! ¿Cuánto tiempo, pero cuánto tiempo?

La noticia que nos había dado y su voz crearon en la jaula de mis costillas un pajarito pardusco de pánico que se puso a revolotear… ¡queriendo salir de allí, salir, salir de allí!

—Por favor —rogó mamá, mientras sus sonrisas y sus risas, su júbilo y su felicidad, trataban de sobrevivir al aire sombrío y estéril con que habíamos recibido la noticia—, haced lo posible por comprender, sed felices por mí. Yo quise a vuestro padre, eso lo sabéis perfectamente, pero ahora está muerto, y lleva muerto mucho tiempo, y yo necesito alguien a quien querer, y alguien que me quiera a mí.

Vi a Chris que abría la boca para decirle que la quería, que todos la queríamos, pero en seguida volvió a cerrar los labios, dándose cuenta, como me la daba yo, de que el amor de sus hijos, no era exactamente el tipo de amor a que ella se refería. Y yo ya no la quería. No estaba ni siquiera segura de que me gustase ya, pero conseguí sonreír y fingir, y pronunciar palabras que dije de tal manera que mi expresión no asustase a los gemelos.

—Sí, mamá, me alegro por ti; está bien eso de encontrar a alguien que te quiera otra vez.

—Lleva mucho tiempo enamorado de mí, Cathy —prosiguió, como apresurada, animada y sonriéndome con confianza de nuevo—, aunque había decidido seguir soltero. Y tu abuelo no quería que me casara por segunda vez, como un castigo más por el mal que había hecho casándome con vuestro padre, pero le gusta Bart… y cuando empecé a insistir y a rogarle, acabó cediendo, y diciendo que bueno, que podía casarme con Bart y heredarle —hizo una pausa, para morderse el labio inferior, y luego tragó saliva, nerviosamente, mientras sus dedos cubiertos de anillos se cogían apresuradamente a la garganta, para tocarse nerviosamente el collar de perlas auténticas que llevaba puesto; de esta manera mostraba los indicios normales de angustia en una mujer, aunque, a pesar de todo, conseguía sonreír—. Pero ya os podéis suponer que no quiero a Bart tanto como quería a vuestro padre.

¡Ah! —pensé—, ¡de qué manera tan débil decía esto! Sus ojos relucientes y su tez radiante traicionaban un amor que sobrepasaba a todo cuanto había sentido hasta entonces. Y yo suspiré, ¡pobre papá!

—Los regalos que nos trajiste, mamá, no todos son de Europa o de las Islas Británicas. Esa caja de dulces de azúcar de arce es de Vermont, ¿es que fuiste también a Vermont? ¿Es que él es de allí?

Su risa nos llegó llena de vivaz júbilo, sin freno alguno y hasta un poco sensual, como si debiera mucho a Vermont.

—No, no es de Vermont, Cathy, lo que pasa es que tiene una hermana que vive allí, y fuimos a pasar un fin de semana con ella cuando volvimos a Europa, y allí es donde compré la caja de dulces, porque sé lo mucho que te gustan los de azúcar de arce.

Tiene otras dos hermanas que viven en el Sur. El es de una pequeña ciudad de Carolina del Sur que se llama Greenglena, o Grenglenna, o algo por el estilo, pero ha pasado tanto tiempo en Nueva Inglaterra, donde se graduó en la Facultad de Derecho de Harvard, que cuando habla parece un yanqui, y no una persona del Sur. Ah, y no sabéis lo bonito que es Vermont en otoño, a mí me dejó sin habla. Claro que cuando una está en la luna de miel no gusta estar con otra gente, de manera que sólo estuvimos con su hermana y la familia de ella muy poco tiempo; luego pasamos unos días en la costa.

Echó una ojeada inquieta a los gemelos, y volvió a juguetear con sus perlas de tal manera que se diría que iba a romper el collar, pero, probablemente, las perlas auténticas están mejor enhebradas que las de imitación.

—¿No te gustaron los barquitos que te traje, Cory?

—Sí, señora —respondió él, muy cortésmente, mirándola con sus ojos grandes, sombreados, igual que si fuera una desconocida.

—Carrie, queridita…, las muñequitas que te traje te las compré en Inglaterra, para que aumentes tu colección, traté de encontrarte otra cuna, pero parece que ya no hacen cunas de casa de muñecas.

—No te preocupes, mamá —respondió Carrie, sin levantar los ojos del suelo—. Chris y Cathy me hicieron una cuna de cartón, y me gusta mucho.

¡Santo cielo! ¿Pero es que no se daba cuenta?

Ya no la conocían, y ahora se sentían incómodos con ella.

¿Sabe tu marido que existimos? —pregunté, muy seria.

Chris me lanzó una mirada airada, por preguntar tal cosa, diciéndome en silencio que mamá, por supuesto, no sería tan solapada como para no confesar al hombre con quien se había casado que tenía cuatro hijos escondidos, a quienes, además, algunos consideraban progenie del demonio.

La felicidad de mamá volvió a empañarse de sombras y de dolor. Otra vez le había hecho una pregunta inconveniente.

—No, todavía no, Cathy, pero en cuanto papá muera le hablaré de vosotros cuatro, se lo contaré todo en sus menores detalles, y comprenderá, porque es amable y bueno, ya veréis lo que le vais a querer.

Había repetido aquello más de una vez. Y ya teníamos otra cosa que iba a esperar hasta la muerte del viejo.

—¡Cathy, haz el favor de dejar de mirarme de esa manera! ¡No podía decírselo a Bart antes de nuestra boda! Es el abogado de vuestro abuelo, y no podía hablarle de mis hijos, por lo menos todavía no, hasta que se lea el testamento y tenga yo el dinero a mi nombre.

Me venían a la punta de la lengua palabras para decir que el marido debiera saber que su mujer tenía cuatro hijos de un matrimonio anterior. ¡Cuántas ganas tenía de decírselo! Pero Chris estaba mirándome con una expresión terrible, y los gemelos se habían sentado muy juntos y tenían los ojazos fijos en la pantalla del televisor. Estaba indecisa, entre hablar o seguir callada. Por lo menos, cuando se está callado, no se crea uno enemigos. A lo mejor, después de todo, tenía razón mamá. Dios, que sea verdad que tiene razón, que mi fe en ella renazca, haz que vuelva a creer en ella, haz que crea de nuevo que no sólo es bella por fuera, sino también en su interior.

Pero Dios no alargó su mano cálida y tranquilizadora para ponérmela en el hombro, y yo continué allí sentada, dándome cuenta de que mis recelos estaban estirando la cuerda que me unía a ella hasta ponerla muy, muy tirante.

Amor. Con cuánta frecuencia había visto yo esa palabra en los libros. Una y otra vez. Tener riqueza y salud, y belleza y talento…, es como no tener nada si no se tiene también amor. El amor cambia todas las cosas corrientes en algo vertiginoso, poderoso, embriagador, encantado.

De esta manera transcurrían mis pensamientos un día de invierno temprano, en que la lluvia caía sobre el tejado y los gemelos estaban sentados en el dormitorio, frente a la televisión.

Chris y yo estábamos en el ático, echados juntos, sobre el viejo colchón, junto a la ventana de la clase, leyendo los dos uno de los libros antiguos que mamá nos había subido de la gran biblioteca de abajo. El ático no tardaría en volverse ártico a causa del invierno, de modo que ahora pasábamos allí todo el tiempo que podíamos, ya que muy pronto no íbamos a poder. A Chris le gustaba leer a toda prisa la página y pasar enseguida a la otra, mientras yo prefería contemplar sosegadamente las bellas líneas impresas, leyéndolas y releyéndolas dos veces, y en ocasiones hasta tres. Discutíamos constantemente sobre esto.

—¡Lee más aprisa, Cathy! Lo que haces es empaparte en las palabras.

Pero hoy se mostraba paciente. Se echó de espaldas y se puso a contemplar el techo, mientras yo leía a mis anchas, siguiendo atentamente cada línea bellamente escrita y empapándome en la sensación de la época victoriana, cuando la gente llevaba ropa tan extraña y hablaba de manera tan elegante, y sentía tan hondamente el amor. Desde su primer párrafo aquel libro nos había cautivado a los dos con su encanto místico y romántico. Cada lenta página nos narraba una complicada historia de dos amantes hostigados por el destino, que se llamaban Lily y Raymond, y que tenían que vencer tremendos obstáculos para encontrar un mágico prado de hierba purpúrea en el que pudieran ver realizados todos sus sueños. ¡Dios mío, y cómo deseaba que encontraran aquel lugar! Y por fin descubrí la tragedia de sus vidas. Estaban desde el principio entre la hierba purpúrea… ¿verdad que es extraño? ¡Entre aquella hierba tan especial desde el mismo principio, y ni una sola vez habían bajado la vista para verla! ¡No me gustaban nada los finales desgraciados, de manera que cerré de golpe aquel terrible libro y lo tiré contra la pared más cercana!

—¡Éste es el libro más estúpido, tonto y ridículo que conozco! —le dije, rabiosa, a Chris, como si fuese él quien lo había escrito—.

¡Sea quien fuere la persona a quien yo ame, aprenderé a perdonar y olvidar! —y seguí lanzando pestes de la tormenta que había fuera, de modo que el mal tiempo y yo íbamos al mismo ritmo, en crescendo—. ¡Vamos a ver! ¿Cómo es posible que dos personas inteligentes vayan flotando, con la cabeza en las nubes, sin darse cuenta de que la casualidad puede traer mala suerte en cualquier momento? ¡Pues yo no pienso ser como Lily y Raymond, nunca, lo que se dice nunca! ¡Un par de tontos románticos que no saben siquiera mirar a sus pies de vez en cuando!

Mi hermano parecía divertido, al verme tomar tan en serio aquella novela, pero luego recapacitó y se puso a mirar pensativo la lluvia violenta.

—A lo mejor es que los amantes no tienen que mirar al suelo.

Este tipo de historia se cuenta con símbolos, y la tierra simboliza la realidad, y la realidad representa frustraciones, enfermedades inesperadas, muerte, asesinato, y todas las demás tragedias. Los amantes lo que tienen que hacer es mirar al cielo, porque allí arriba no se pueden pisotear las bellas ilusiones.

Le miré irritada, frunciendo el ceño malhumoradamente.

—Y cuando me enamore —empecé a decir— levantaré una montaña que toque el cielo, y entonces mi amante y yo tendremos lo mejor de los dos mundos: la realidad, bien firme bajo nuestros pies, y, al tiempo, la cabeza en las nubes, con todas nuestras ilusiones aún intactas. Y la hierba purpúrea crecerá todo en torno a nosotros, y tan alta que nos llegue a los ojos.

Chris rió, y me abrazó, besándome suave y tiernamente, y sus ojos eran muy dulces y suaves en la semioscuridad sombría y fría del ático.

—Sí, claro que sí, mi Cathy sería capaz de hacer una cosa así, conservar todas sus fantasiosas ilusiones, bailando con la hierba encarnada hasta los ojos, llevando nubes como si fueran finísimas vestiduras, y saltaría, brincaría y haría piruetas hasta que su amante, torpón y poco ágil, se pusiera a bailar también igual de graciosamente que ella.

Viéndome sobre arenas movedizas, salté en seguida a terreno que sabía más firme.

—Sí, bueno, pero es una historia muy bien contada, a su manera. Me da pena que Lily y Raymond tuvieran que matarse cuando todo pudo haberles salido de otra manera muy distinta.

¡Cuando Lily le dijo a Raymond toda la verdad, o sea que había sido prácticamente violada por aquel hombre tan horrible, Raymond no debió haberla acusado de ser ella quien le sedujo!

No hay ninguna mujer, como no sea que esté loca de atar, que quiera seducir a un hombre que tiene ocho hijos.

—La verdad, Cathy, es que a veces te pasas.

Su voz era más honda que de costumbre al decirme esto. Su mirada suave se paseó lenta sobre mi rostro, deteniéndose en mis labios, bajando luego a mi pecho, a mis piernas, envainadas en leotardos blancos. Sobre los leotardos llevaba una falda corta de lana y una chaqueta de punto. Y luego, sus ojos, volvieron a ascender, enfrentándose finalmente con mi mirada sorprendida.

Se sonrojó al verme que le miraba y apartó la mirada de mí por segunda vez en un día. Yo estaba lo bastante cerca de él para darme cuenta de que su corazón latía con suma rapidez, con más celeridad, apresurándose, y, de pronto, mi propio corazón comenzó a latir al mismo ritmo que el suyo, en el único ritmo a que pueden latir los corazones: pom pom. Me lanzó una mirada rápida. Nuestros ojos se revelaron y sostuvieron la revelación. El se echó a reír nerviosamente, tratando de ocultarse y fingiendo que nada de todo aquello podía ser en serio.

—Tenías razón la primera vez, Cathy, era una historia estúpida, tonta, ¡ridícula! Sólo gente que está loca moriría por el amor, ¡te apostaría lo que quieras a que fue una mujer quien escribió esta basura romántica!

Unos minutos antes, yo despreciaba al autor de aquel libro por escribir tan lamentable final, pero al oír aquello me lancé a defenderle:

—¡T. M. Ellis podría perfectamente ser un hombre! Por más que yo dudo mucho que una escritora tuviera en el siglo XIX muchas oportunidades de publicar sus obras, a menos que usara solamente sus iniciales, o un nombre de hombre. ¿Y por qué piensan siempre los hombres que las mujeres escriben trivialidades o basura? ¿Es que los hombres no sueñan con encontrar el amor perfecto? ¡Y, además, a mí me parece que Raymond era mucho más sentimentalón que Lily!

—¡A mí me preguntas cómo son los hombres! —gritó Chris, con tal amargura que no parecía ser él, y siguió, violentamente—. ¡Aquí arriba, viviendo como vivimos! ¿Cómo voy a saber qué es ser hombre? ¡Aquí arriba no se me permite tener ideas románticas, y todo es no hagas esto y no hagas lo otro, y no mires esto y no veas lo que tienes moviéndose delante de tus ojos, luciéndose, fingiendo que no soy más que su hermano, sin sentimientos, sin otras emociones que las de los niños! ¡Cualquiera diría que hay chicas tontas que creen que un futuro médico no tiene sexo!

Abrí los ojos cuan grandes eran. Tan violenta explosión de parte de alguien que raras veces se agitaba me cogía completamente por sorpresa. Nunca, en toda nuestra vida, me había hablado Chris con tanto fervor y tal rabia. No, yo era el limón amargo, la manzana podrida en la caja de manzanas buenas. Era yo quien le había infectado. Ahora estaba comportándose como cuando mamá estuvo tanto tiempo sin venir a vernos. Oh, hacía yo muy mal en hacerle pasar a él por lo que era culpa mía. Él siempre seguiría siendo quien era, un optimista feliz y animoso. ¿Le había robado yo esta ventaja, que era la principal de las suyas, después de su apostura y su encanto?

Alargué la mano y le toqué el antebrazo.

—Chris —murmuré, casi llorando—, me parece que sé lo que te hace falta para sentirte hombre.

—Sí —escupió—, ¿qué puedes hacer tú?

Pero ahora no quería ni mirarme siquiera. En lugar de ello, lo que hizo fue fijar la mirada en el techo. Yo sentía dolor por él, sabía lo que le tenía oprimido, estaba desahogando su sueño en beneficio mío, para poder ser como yo, sin preocuparse de si heredaríamos o no una fortuna… Y, para ser como yo, tenía que sentirse amargado, odiar a alguien, y llenarse de recelos sobre sus motivos ocultos. Tanteando, le toqué el pelo.

—Un corte de pelo, eso es lo que te hace falta, tienes el pelo demasiado largo y bonito. Para sentirte un hombre, tienes que tener el pelo más corto, y ahora el tuyo está como el mío.

—¿Y quién dice que tu pelo sea bonito? —preguntó él, con voz muy tensa—. Posiblemente, lo tuviste bonito en otro tiempo, antes de que lo alquitranasen.

¿De verdad? Me dije que recordaba muchas veces en que sus ojos me habían dicho que mi pelo era más que bonito a secas. Y recordaba también la cara que puso cuando cogió las tijeras relucientes para cortarme el pelo de delante, tan delicado y frágil. Y lo fue cortando tan a desgana que se diría que estaba cortando dedos, y no simples pelos que no sentían dolor. Y luego, un día le sorprendí sentado a la luz del sol, en el ático, con las largas guedejas de pelo cortado en las manos. Lo olió, luego se lo llevó a la mejilla, y después a los labios, y finalmente lo escondió en una caja, para ponerla bajo su almohada.

No me fue fácil forzarme a mí misma y reírme para engañarle y no hacerle ver que me había dado cuenta.

—Oh, Christopher Dolí, tienes unos ojos azules muy expresivos. Cuando salgamos de este lugar y estemos en el mundo, me dan pena las chicas que se van a enamorar de ti, y siento pena sobre todo por tu mujer, con un marido tan guapo, que conquistará a todas sus bellas pacientes y querrán liarse con él, ¡y si yo fuera tu mujer, te mataría si hubieras tenido un solo lío de faldas extramarital! Por lo mucho que te querría y lo celosa que me sentiría… Sería capaz hasta de obligarte a dejar la medicina a los treinta y cinco años.

—Nunca te he dicho que tienes el pelo bonito, ni una vez siquiera —replicó él, cortante, sin hacer caso de lo que acababa yo de decirle.

Le acaricié la mejilla suavísimamente, sintiendo las patillas, que debieran estar afeitadas.

—Anda, continúa sentado donde estás, que voy a por las tijeras. Hace siglos que no te cortas el pelo.

¿Y por qué tenía que molestarme en cortarles el pelo a Chris y a Cory, cuando, en la vida que llevábamos, no importaba el aspecto que tuviese el pelo? Carrie y yo nos habíamos cortado el pelo una sola vez desde que estábamos allí. Sólo a mí había habido que cortarme la parte superior de mi cabellera para indicar así nuestra sumisión a una vieja ruin, de sentimientos de acero.

Y mientras iba por las tijeras pensaba en lo raro que era que no creciera ninguna de nuestras plantas, a pesar de lo cual a nosotros nos seguía creciendo el pelo abundantemente. En todos los cuentos de hadas que había leído, parecía que las damas en apuros tenían siempre el pelo muy largo y rubio. ¿Sería que ninguna morena había estado jamás encerrada en una torre, si es que un ático podía ser considerado como una torre?

Chris seguía sentado en el suelo. Me arrodillé detrás de él, y aunque el pelo le colgaba hasta más abajo de los hombros, no quería que se lo cortase mucho.

—Cuidado con esas tijeras —me advirtió, nervioso—. No me cortes demasiado de una vez, que sentirme un hombre demasiado súbitamente en una tarde de lluvia en el ático a lo mejor podría ser peligroso —bromeó, sonriendo, y luego se echó a reír, mostrando sus dientes blancos y relucientes; había logrado volverle a su ser natural con mi buena gracia.

Oh, cuánto le quería, mientras daba vueltas en torno a él, recortándole con cuidado el pelo. Tenía que ir constantemente hacia delante y hacia atrás, para comprobar que el pelo de Chris colgaba igual, porque, sin el menor género de dudas, no quería dejárselo más largo de un lado que de otro.

Le levantaba el pelo con el peine, como había visto hacer a los barberos, y luego se lo iba tijereteando por debajo del peine sin atreverme a cortarle más de un centímetro con cada tijeretazo. Yo tenía una idea muy clara de cómo quería dejarle, como una persona a quien admiraba mucho.

Y cuando terminé le cepillé el pelo, le quité los relucientes mechones cortados de los hombros, y me eché hacia atrás para ver si había quedado bien.

—¡Vaya! —dije, triunfante, contenta de mi inesperada maestría en lo que parecía difícil arte—. ¡No sólo estás pero que muy guapo, sino también muy masculino! Aunque, naturalmente, masculino lo eras ya, y es una pena que no te dieras cuenta de ello.

Le tiré a las manos el espejo de plata, con mis iniciales. Este espejo representaba un tercio del juego de plata fina que me había regalado mamá con motivo de mi último cumpleaños. Cepillo, peine, espejo: y tenía que esconder los tres para que la abuela no supiera que tenía objetos caros de vanidad y orgullo.

Chris se puso a mirarse en el espejo, sin cansarse de ello, y me sentí inquieta al verle un momento con expresión de desagrado e indecisión. Luego, lentamente, su rostro se fue iluminando con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Dios mío! ¡Me has convertido en un verdadero príncipe de cuentos de hadas! Al principio, no me gustaba, pero ahora me doy cuenta de que has cambiado el estilo un poco, de manera que no quede muy simétrico, curvándolo y recortándolo de modo que me enmarque el rostro como una copa de campeonato. Gracias, Catherine Dolí. No tenía idea de que se te diesen tan bien los cortes de pelo.

—Es que tengo muchas habilidades que ni siquiera sospechas.

—Estoy empezando a sospecharlo.

—Y el Príncipe Encantador debiera considerarse afortunado de parecerse a mi apuesto, masculino y rubio hermano —bromeé, sin poder dejar de admirar mi propia obra de arte. Estaba visto que Chris iba a ser un verdadero conquistador de corazones con el tiempo.

Seguía con el espejo en la mano, pero acabó dejándolo a un lado, con indiferencia, y, cuando menos lo esperaba, saltó sobre mí. Forcejeó conmigo, tirándome al suelo y cogiendo las tijeras al mismo tiempo. ¡Y me las quitó de la mano y cogió un mechón de mi pelo!

—¡Y ahora, belleza mía, vamos a ver si te hago yo a ti lo mismo!

¡Grité, aterrorizada!

Le eché a un lado de un empujón, haciéndole caer de espaldas, y me puse en pie de un salto. ¡Nadie iba a cortarme a mí ni siquiera un milímetro de mi pelo! Es posible que lo tuviese ahora demasiado fino y frágil, y a lo mejor no era ya tan esplendoroso como solía, pero no tenía otro; aun así era más bonito que el de la mayoría de las chicas. Salí corriendo de la clase y fui a toda velocidad por la puerta hacia el inmenso ático, sorteando las columnas, dando la vuelta en torno a viejos baúles, saltando sobre mesas bajas y sobre sofás y sillas cubiertas con sábanas. Las flores de papel se agitaban frenéticas a mi raudo paso, y él venía detrás. Las llamas de las velas bajas y gruesas que teníamos encendidas el día entero para animarnos y calentar aquel lugar tan sombrío, vasto y frío, se bajaban con la corriente que desarrollábamos a nuestro paso, y se apagaban.

¡Pero, por mucho que corriese, o por muy hábilmente que le evitase no conseguía quitarme de encima a mi perseguidor! Le miré por encima del hombro, sin dejar de correr, y no reconocí siquiera su cara, lo cual me asustó más todavía. ¡Dando un salto hacia delante, Chris hizo un esfuerzo por cogerme por el pelo largo, que se agitaba detrás de mí, como una bandera, y parecía decidido a cortármelo!

¿Me odiaba ahora? ¿Por qué había pasado un día entero, tratando, con tanto cariño, de salvármelo, si ahora iba a cortarme mi esplendorosa cabellera por divertirse solamente?

Volví corriendo como loca a la clase, tratando de llegar antes que él, y entonces mi idea fue cerrar de golpe la puerta y echar la llave; entonces, Chris acabaría recapacitando y dándose cuenta de lo absurdo que era todo aquello.

Quizá se diera cuenta de mi plan, porque imprimió mayor velocidad a sus piernas, que eran más largas que las mías; dio un salto hacia delante, ¡y me cogió por los rizos largos, ondeantes, haciéndome gritar, al tiempo que tropezaba y caía de bruces!

Y no sólo caí, sino que también él cayó conmigo, ¡y justamente encima de mí! Sentí en un costado un dolor agudo, lancinante, y grité de nuevo, pero esta vez no de terror, sino de angustia.

Se levantó y se inclinó sobre mí, sosteniéndose con las manos, y mirándome al rostro, con el suyo mortalmente pálido y asustado.

—¿Te duele? ¡Dios mío, Cathy!, ¿te encuentras bien?

¿Que si me encontraba bien? Levanté la cabeza y miré al chorro de sangre espesa que manchaba rápidamente mi chaqueta de punto. Sus ojos azules se volvieron duros, helados, inquietos, angustiados. Con dedos temblorosos comenzó a desabotonarme la chaqueta, para poder abrirla y mirarme la herida.

—Dios mío… —murmuró; luego lanzó un suave silbido de alivio—. ¡Vaya, menos mal! Tenía miedo de que fuese una herida, una herida profunda habría sido seria, pero se trata solamente de un corte largo, Cathy. Feo, y estás perdiendo mucha sangre.

Bueno, ahora no te muevas, sigue donde estás, que voy corriendo al baño por medicinas y vendas.

Me besó en la mejilla antes de ponerse en pie de un salto y lanzarse como un loco hacia la escalera, mientras me quedaba pensando que hubiera podido ir con él y ahorrar tiempo. Pero los gemelos estaban abajo, y habrían visto la sangre, y en cuanto veían sangre se asustaban muchísimo y empezaban a gritar.

A los pocos minutos, Chris estaba de vuelta con nuestro botiquín de urgencia. Se arrodilló junto a mí, con las manos relucientes aún de habérselas lavado y frotado bien. Tenía demasiada prisa para secárselas debidamente.

Yo estaba fascinada, viendo cómo sabía exactamente lo que había que hacer. Primero dobló una toalla gruesa y la usó para apretar mucho la larga cortadura. Con aspecto muy serio y dedicado tenía los ojos fijos en ella comprobando cada pocos minutos si se había cortado la sangre. Cuando cesó la hemorragia, me aplicó antiséptico que escocía como si fuese fuego, y dolía más que la misma herida.

—Ya sé que escuece, Cathy…, eso no se puede evitar, tengo que ponértelo para evitar la infección, pero es posible que no te deje cicatriz permanente. Espero que no; sería bonito poder pasarse la vida entera sin cortarse nunca el envoltorio perfecto con que nacemos. Y fíjate, tuve que ser el que primero que te cortase la piel. Si hubieras muerto por culpa mía, y hubieses muerto de haber estado las tijeras inclinadas de otra manera, también yo habría querido morir.

Terminó de jugar a los médicos, y se puso a enrollar limpiamente la gasa que quedaba antes de guardarla de nuevo en su envoltorio de papel azul, y luego todo ello en una caja. Guardó también el esparadrapo y cerró el botiquín.

Inclinándose sobre mí, con su rostro fijo en el mío, sus ojos serenos eran penetrantes, preocupados, intensos. Sus ojos azules eran como los de todos nosotros, sin embargo, en aquel día lluvioso, reflejaban los colores de las flores de papel, transformándose en límpidos charcos oscuros de iridiscencia. Sentí que se me obstruía la garganta preguntándome dónde estaba aquel muchacho al que yo solía conocer, dónde estaba aquel hermano mío, y quién era, en cambio, este muchacho de patillas rubias, que me miraba tan largamente a los ojos. Con esa mirada sólo me tenía como aprisionada. Y más fuerte que cualquier dolor que hubiera sentido hasta entonces, era el que me causaba el sufrimiento que veía en el cambiante caleidoscopio, iluminado con los colores del arco iris, que veía en sus ojos atormentados.

—Chris —murmuré, sintiéndome irreal—, no pongas esa cara, no fue culpa tuya —le cogí el rostro con ambas manos, y luego llevé su cabeza contra mi pecho, como había visto hacer a mamá—. No es más que un arañazo (aunque dolía muchísimo), y no lo hiciste a propósito.

Carraspeó, roncamente:

—¿Por qué te echaste a correr? Como echaste a correr, tuve yo que perseguirte, y, además, estaba bromeando, no te hubiese cortado un solo pelo, era por hacer algo, por divertirme. Y te equivocaste cuando dijiste que pienso que tienes el pelo bonito. Es más que bonito. Creo que vas a tener la cabellera más espléndida del mundo.

Un cuchillo se hincó en mi corazón mientras él levantaba la cabeza justamente el tiempo necesario para abrir mi cabellera como un abanico y cubrir con ella mi pecho desnudo. Le oí aspirar hondamente mi aroma. Permanecimos allí, echados, en silencio, escuchando la lluvia invernal que tamborileaba contra el tejado de pizarra, encima de nosotros. Un profundo silencio reinaba alrededor. Siempre silencio. Las voces de la Naturaleza eran las únicas que nos llegaban en el ático, y aun así era poco frecuente que la Naturaleza nos hablase con su voz suave y amistosa.

La lluvia que golpeaba rítmicamente el techo fue reduciéndose gradualmente a simples gotas, y el sol acabó por salir y brillar sobre nosotros, para rodear el pelo de Chris y el mío como de largos hilos brillantes de diamantes sedeños.

—Mira —le dije a Chris—, una de las tablillas de una de las contraventanas del lado oeste se ha caído.

—Vaya, me alegro —repuso él, con voz adormilada y contenta—. Ahora nos dará el sol donde antes no, y fíjate qué rima en asonante. —Luego, en un susurro soñoliento, dijo—: Estoy pensando en Raymond y Lily y su búsqueda de la hierba purpúrea donde se cumplen todos los sueños.

—¿Ah, sí? En cierto modo, también estaba pensando en eso —respondí, también susurrante. Estaba retorciendo una y otra vez en torno al dedo pulgar un largo hilo de su pelo, haciendo como que no me daba cuenta de que una de sus manos estaba acariciándome cautamente el pecho, la mano que no tenía sobre el rostro, y, en vista de que no protestaba, se atrevió a besarme el pezón. Di un respingo, sobresaltada, preguntándome por qué eso producía una sensación tan extraña y tan emocionante; después de todo, ¿qué era un pezón, sino una puntita rojo-pardusca?—. Me imagino a Raymond besando a Lily donde acabas de besarme tú —seguí diciendo, sin aliento, deseando que parase y, al tiempo, que siguiese—, pero no me lo puedo imaginar haciendo lo que se hace a continuación.

Estas palabras le hicieron levantar la cabeza. Eran precisamente las palabras necesarias para hacer que me mirara de nuevo con gran intensidad, con luces extrañas brillando en sus ojos, que seguían cambiando de color.

—Cathy, ¿sabes lo que se hace a continuación?

Me sonrojé.

—Sí, claro, más o menos. ¿Lo sabes tú?

Él rió, con una de esas risitas que se leen en las novelas.

—Pues claro que lo sé, me lo dijeron en el retrete del colegio el primer día que fui; los chicos mayores no hablaban de otra cosa. Había escritas en las paredes palabras obscenas que yo no comprendía, pero, que en seguida me explicaron con todo detalle. No hablaban más que de chicas, béisbol, chicas, fútbol, chicas, chicas, chicas, sólo de eso, de todo en lo que las chicas son distintas de nosotros. Es un tema fascinante para la mayoría de nosotros. Es un tema fascinante para la mayoría de los chicos, y me imagino que también para los hombres.

—¿Pero no para ti?

—¿Para mí? Yo no pienso en chicas ni en el sexo, ¡aunque preferiría que no fuesen tan guapas! Y también preferiría que no estuvieses tú siempre tan cerca y tan a mano.

—Entonces, ¿piensas en mí? ¿Crees que soy guapa?

Se escapó de sus labios un quejido sofocado, más bien un gemido. Se incorporó de un salto, mirando fijamente lo que revelaba mi chaqueta abierta, porque el abanico de mi pelo se había apartado de allí. Si no me hubiese cortado la parte superior de los leotardos, no habría podido ver tanto, pero me había sido preciso cortar el corpiño, demasiado pequeño.

Con dedos temblorosos y torpones, me abrochó la chaqueta de punto, manteniendo sus ojos apartados de los míos.

—Métete esto bien en la cabeza, Cathy, naturalmente que eres guapa, pero los hermanos no piensan en sus hermanas como si fueran chicas, ni sienten por ellas ninguna otra emoción que la tolerancia y el afecto fraterno, y, a veces, también odio.

—Querría que Dios me dejase en el sitio si me odias, Christopher.

Levantó las manos para taparse el rostro, ocultándolo, y cuando volvió a salir de detrás de aquel escudo sonreía, animoso, carraspeando.

—Anda, vamos a donde están los gemelos antes de que la pantalla de la televisión les coma los ojos.

Me dolía levantarme, aunque él me ayudó. Me tuvo apretada en sus brazos, mientras mi mejilla se apretaba contra su corazón. Y aunque él quería apártame de sí, yo me apretaba más a él.

—Oye, Chris, lo que hicimos hace un momento, ¿era pecaminoso?

—Si piensas que lo era, entonces lo era.

¿Qué clase de contestación era aquélla? Si no se mezclaban con pensamientos de pecado, aquellos momentos en que él y yo estuvimos echados en el suelo, cuando él me tocó tan mágicamente con dedos y labios cosquilleantes, fueron los momentos más dulces de todo el tiempo que llevábamos en aquella casa abominable. Le miré para ver lo que estaba pensando, y vi en sus ojos aquella extraña expresión de antes. Paradójicamente, parecía más contento, más triste, más viejo, más joven, más prudente… ¿o sería que ahora se sentía hombre? Y si era así, yo me alegraba, fuera pecaminoso o no.

Bajamos las escaleras de la mano, para ir a ver a los gemelos. Cory estaba tocando el banjo, sin apartar los ojos de la televisión. Cogió la guitarra y se puso a interpretar una composición suya, mientras Carrie le acompañaba cantando una letra que también había compuesto él. El banjo era para las melodías alegres, de esas que inducen a bailar. Esta melodía era como la lluvia contra el tejado larga, sombría, monótona.

Voy a ver el sol,

voy a buscar mi casa,

Voy a sentir el viento,

ver el sol de nuevo.

Me senté en el suelo junto a Cory, le quité la guitarra, porque también yo sabía tocarla, un poco por lo menos. Él me había enseñado. Me puse a cantar la canción especial y melancólica que canta Dorothy en El mago de Oz, una película que a los gemelos les había encantado todas las veces que la habían visto. Y cuando terminé de cantar sobre pájaros azules que volaban sobre el arco iris, Cory me preguntó:

—¿Te gusta mi canción, Cathy?

—Y tanto que me gusta tu canción, pero es muy triste. ¿Por qué no escribes unas pocas letras que hablen un poco de esperanza?

Tenía el ratoncito en el bolsillo, y sólo le salía de él la cola, porque estaba husmeando en busca de migas de pan. Mickey se dio media vuelta y su cabeza apareció por el bolsillo de la camisa, y tenía entre las patas delanteras un poco de pan, que se puso a roer con mucha delicadeza. Y la expresión del rostro de Cory, mirando al primer animalito manso que había tenido en su vida me conmovió tanto que tuve que apartar la vista para no echarme a llorar.

—Cathy, ¿sabes? Mamá no me ha dicho nada sobre mi ratón.

—Es que no se ha dado cuenta que tienes uno, Cory.

—¿Y por qué no se da cuenta?

Suspiré, porque no sabía ya quién o qué era ya mi madre. Quizá una extraña a quien habíamos querido. La muerte no es lo único que nos priva de personas a quien Amamos y necesitamos. Eso yo no lo había aprendido hasta entonces.

—Mamá tiene otro marido —dijo Chris, con voz jovial—. Y cuando se está enamorado no se nota otra felicidad que la propia, pero no te preocupes, que enseguida se dará cuenta de que tienes un amiguito.

Carrie estaba mirándome la chaqueta de punto.

—Cathy, ¿qué es eso que tienes en la chaqueta?

—Pintura —contesté sin la menor vacilación—. Chris estaba tratando de enseñarme a pintar, y se enfadó mucho porque lo que yo pintaba era mejor que todas las pinturas que ha hecho él en su vida, de modo que cogió un cacharrito con pintura roja y me la tiró.

Mi hermano mayor estaba sentado con nosotros, y nos miraba con expresión aviesa.

—Chris, ¿es verdad que Cathy pinta mejor que tú?

—Si ella lo dice, será verdad.

—¿Y dónde está lo que ha pintado?

—En el ático.

—Quiero verlo.

—Pues sube y cógelo. Estoy cansado y quiero mirar la televisión mientras Cathy prepara la cena. —Me lanzó una mirada rápida—: Anda, querida hermana, ¿te importaría, por guardar las conveniencias, ponerte un jersey limpio antes de que nos sentemos a cenar? La pintura roja tiene algo que me hace sentir culpable.

—Pues parece sangre —dijo Cory—. Está duro, como la sangre cuando no se puede quitar.

—Los colores de pintar carteles —explicó Chris, mientras yo me levantaba e iba al cuarto de baño, a ponerme un jersey que me estaba muy grande— se ponen también duros.

Convencido, Cory se puso a contar a Chris que se había perdido ver unos dinosaurios.

—¡Chris, eran más grandes que esta casa! ¡Salían del agua y se tragaban el bote y los dos hombres que iban en él! ¡Ya sabía yo que ibas a lamentar perdértelo!

—Sí —dijo Chris, soñador—, desde luego me habría gustado verlo.

Aquella noche me sentí extrañamente inquieta y desasosegada, y mis pensamientos seguían girando en torno a la manera que había tenido Chris de mirarme en el ático. Comprendí entonces el secreto que llevaba tanto tiempo tratando de penetrar, ese botón secreto que hace surgir el amor…, el deseo físico sexual. No era simplemente el espectáculo de cuerpos desnudos, porque yo había bañado muchas veces a Cory, y visto a Chris desnudo sin sentir nunca ninguna emoción especial sólo porque lo que tenía él y Cory fuese distinto de lo que teníamos Carrie y yo. No dependía en absoluto de estar desnudos.

Dependía de los ojos. El secreto del amor estaba en los ojos, en la manera que tenían las personas de mirarse unas a otras, en la manera en que se comunicaban y se hablaban los ojos cuando los labios estaban inmóviles. Los ojos de Chris me habían dicho más que diez mil palabras.

Y no era únicamente su forma de tocarme y acariciarme tiernamente; era la forma de tocarme al tiempo que me miraba de aquella manera, y ése era el motivo de que la abuela nos hubiese impuesto la regla de no mirar el sexo opuesto. Oh, saber que aquella vieja bruja conocía el secreto del amor… También ella pudo haber amado, no, ella no, aquella mujer de corazón de hierro, rígida como el acero… sus ojos nunca hubieran podido mirar con suavidad.

Y entonces, a medida que ahondaba más y más en aquel tema, me di cuenta de que había algo más que los ojos; era lo que había detrás de los ojos, en la mente, un deseo de gustar, de hacer feliz, de dar goce, de quitar soledad, un no conseguir jamás que otros comprendan lo que uno quiere hacer comprender.

El pecado, en realidad, no tenía nada que ver con el amor, con el verdadero amor. Volví la cabeza y vi que Chris estaba también despierto acurrucado en su lado, mirándome fijamente. Me sonrió con la más dulce de las sonrisas, y sentí deseos de llorar por él, y por mí.

Mamá no vino a vernos aquel día, ni tampoco nos había visitado el día anterior, pero nosotros habíamos encontrado una manera de entretenernos, tocando los instrumentos musicales de Cory y cantando. A pesar de la ausencia de una madre que se había vuelto muy descuidada, todos nos acostamos esperanzados aquella noche. Después de haber cantado canciones alegres durante varias horas, habíamos llegado a persuadirnos de que el sol, el amor, el hogar y la felicidad estaban a la vuelta de la esquina, y que nuestros largos días de viaje por una selva honda y oscura estaban a punto de terminar.

Algo oscuro y aterrador se deslizó por mis sueños alegres. Todos los días veía en ellos formas que adquirían proporciones monstruosas. Con los ojos cerrados, veía a la abuela que entraba sin hacer ruido en el dormitorio y, pensando que estaba dormida, ¡me cortaba el pelo al cero! Yo gritaba, pero ella no me oía. Sin más, cogía un cuchillo largo y reluciente y me rebanaba los pechos, metiéndoselos a Chris en la boca. Pero había más. Yo me agitaba, me revolvía, me retorcía, y me quejaba en voz baja, acabando por despertar a Chris, aunque los gemelos seguían dormidos como si estuviesen muertos y enterrados. Chris, medio dormido, fue tropezando hacia mi cama, y me preguntó, tanteando en busca de mi mano:

—¿Otra pesadilla?

¡Nooooo! ¡Aquélla no era una pesadilla corriente! Era premonición, era una cosa psíquica. Sentía en la médula de los huesos que estaba a punto de ocurrir algo terrible. Toda débil y temblorosa le dije a Chris lo que había hecho la abuela.

—Y no era eso todo. Era mamá la que venía y me sacaba el corazón ¡y estaba toda ella reluciente de diamantes!

—Cathy, los sueños no quieren decir nada.

—¡Sí, sí que quieren decir!

Otros sueños y otras pesadillas. Yo se los contaba de buena gana a mi hermano y él escuchaba, sonriendo y diciéndome que tenía que ser maravilloso pasarse las noches como en un cine, pero no era así en absoluto. En el cine se sienta uno y mira la gran pantalla, y sabe que está viendo una historia escrita por otro, nada más, pero yo participaba en mis sueños, estaba en mis sueños, sintiendo, sufriendo, con dolores, y, por mucho que me cueste confesarlo, raras veces lo pasaba bien en ellos.

Estando, como estaba, tan acostumbrada a mí y a mis rarezas, ¿por qué se quedó Chris inmóvil como una estatua de mármol, como si aquel sueño le afectase más que ninguno de los otros? ¿Es que lo había estado soñando también él?

—Cathy, palabra de honor, ¡vamos a escaparnos de esta casa! ¡Los cuatro nos vamos a fugar de ella! Me has convencido. Tus sueños tienen que querer decir algo, porque si no no seguirías teniéndolos sin cesar. Las mujeres son más intuitivas que los hombres, eso está demostrado. El subconsciente funciona durante la noche. No esperaremos más tiempo a que mamá herede la fortuna de un abuelo que sigue viviendo y parece que no se va a morir nunca. Juntos, tú y yo, encontraremos alguna manera. A partir de ahora mismo, lo juro por mi vida, dependeremos sólo de nosotros mismos…, y de nuestros sueños.

Por la manera intensa con que dijo esto, me di cuenta de que no estaba hablando en broma, riéndose de mí, ¡lo decía en serio! Sentía ganas de ponerme a gritar, tanto alivio me produjo aquello, íbamos a escaparnos. ¡Aquella casa no acabaría con nosotros, después de todo!

En la oscuridad y el frío de aquel cuarto grande, sombrío y lleno de cosas, Chris me miró hondamente a los ojos. Es posible que me viera, como yo a él, más grande de lo que realmente era, y más suave que los sueños. Poco a poco fue bajando la cabeza hacia la mía, y me besó de lleno en los labios, como si de esta forma quisiera sellar su promesa de una manera fuerte y significativa. Tan extraño y largo beso me dio la sensación de estar hundiéndome, estando, como estaba, tendida.

Lo que más necesitábamos era una llave para la puerta de nuestro dormitorio. Sabíamos que era la llave maestra que abría todas las habitaciones de aquella casa. No podíamos usar la escala de las sábanas a causa de los gemelos, y no nos hacíamos la ilusión de que la abuela fuera a ser tan descuidada como para dejar olvidada la llave. No era así ella. Abría la puerta e inmediatamente se volvía a guardar la llave en el bolsillo. Sus odiosos vestidos grises tenían siempre bolsillos.

Nuestra madre, en cambio, era descuidada, olvidadiza, indiferente. Y no le gustaban los bolsillos en sus vestidos, porque desequilibraban su esbelta figura. Contábamos con ella.

¿Y qué tenía que temer de nosotros, que éramos tan pasivos, suaves, callados, sus pequeños «queridines» particulares, que no íbamos nunca a crecer y convertirnos en un peligro? Ella era feliz, estaba enamorada; esto le llenaba de luz los ojos y le hacía reír con frecuencia. Era tan descuidada que daban ganas de gritar, para forzarla a fijarse en los gemelos, tan callados y de aspecto delicado. ¿Por qué no veía al ratón? Estaba en el hombro de Cory, mordisqueando la oreja de Cory, y, sin embargo, ella nunca decía una palabra, ni siquiera cuando los ojos de Cory se llenaban de lágrimas porque no le felicitaba por haber conseguido ganar el afecto de un ratón muy terco, que se habría escapado si llegamos a dejarle.

Venía, como una gran cosa, dos o tres veces al mes, y siempre nos traía regalos que le proporcionaban a ella el alivio que no nos daban a nosotros. Entraba airosamente, se estaba un rato sentada, con sus vestidos bellos y caros, rematados de piel y adornados con joyas.

Permanecía sentada en su trono, como una reina, e iba entregándonos los regalos: a Chris le daba pinturas; a mí, zapatillas de ballet, y a todos ropa sensacional, muy apropiada para ponérnosla en el ático, porque allí arriba daba igual que casi nunca nos estuviera bien, que fuera demasiado grande, o demasiado pequeña, y que nuestros zapatos flexibles de suela de goma fueran cómodos unas veces y otras no, y que yo continuara esperando el sujetador que siempre me prometía y siempre olvidaba.

—Te traeré una docena o así —me decía, con una sonrisa benévola y alegre—; de todos los tamaños y todos los colores, y puedes probártelos y ver cuál te gusta más y cuál te va mejor, y los que no quieras se los daré a las muchachas.

Y así seguía, hablando llena de vida, siempre fiel a su ficción, siempre haciendo como que éramos importantes para ella.

Yo permanecía sentada, con los ojos fijos en ella, esperando que me preguntara cómo estaban los gemelos. ¿Había olvidado acaso que Cory tenía catarro nasal y ocular todos los años, y que a veces tenía las narices tan obstruidas que sólo podía respirar por la boca? Recordaba que había que ponerle inyecciones contra la alergia una vez al mes y hacía años que no le ponían ninguna. ¿No le dolía ver a Cory y Carrie pegados a mí, como si fuera yo quien les había dado a luz? ¿Es que nada le chocaba y le hacía ver que algo iba mal?

Sí, en efecto, lo notaba, nada en ella indicaba que no pensara que todo seguía perfectamente normal, aunque yo me esforzaba por recordarle nuestras pequeñas dolencias: que ahora, por ejemplo, vomitábamos con frecuencia, y que nos dolía la cabeza de vez en cuando, y teníamos calambres en el estómago, y a veces muy poca energía.

—Guardad la comida en el ático, donde se conserva fría —decía sin alterarse.

Tenía la desfachatez de hablarnos de fiestas, de conciertos, del teatro, del cine, de bailes y de viajes que haríamos con ella.

—Bart y yo vamos de compras a Nueva York —nos decía— A ver, decid qué queréis que os traiga. Haced una lista.

—Mamá, ¿a dónde vas a ir cuando vuelvas de tus compras en Nueva York? —preguntaba yo, cuidadosa de no mirar la llave que había dejado con tanta indiferencia sobre el tocador.

Ella reía, le gustaba mi pregunta; así que juntó las dos manos finas y blancas, comenzando a contarme sus planes de largos días aburridos después de las vacaciones.

Un viaje al Sur, quizás un crucero, de un mes o así en Florida, y vuestra abuela seguirá aquí, para cuidaros como Dios manda.

Y mientras hablaba de esta manera, Chris se acercó furtivamente y se metió las llaves en los bolsillos del pantalón. Se fue al cuarto de baño con paso normal, pidiendo excusas. No tenía que haber hecho ningún esfuerzo, porque ella no se dio cuenta de que no estaba allí. Estaba cumpliendo con su deber, visitando a sus hijos, y menos mal que tenía una buena silla en qué sentarse. Yo sabía que Christopher estaba apretando la llave contra una pastilla de jabón que teníamos preparada para sacar una impresión clara de ella. Ésta era una de las muchas cosas que habíamos aprendido durante nuestras incontables horas de mirar la televisión.

Una vez se hubo marchado mamá, Chris sacó el pedazo de madera que tenía guardado y se puso inmediatamente a tallar una llave tosca de madera. Aunque teníamos metal de las cerraduras de los viejos baúles, no teníamos nada que fuera lo bastante fuerte como para cortarlo y darle forma. Chris estuvo horas y horas trabajando dura y meticulosamente, en la impresión endurecida que había quedado en la pastilla de jabón.

Deliberadamente había elegido una madera muy dura, por temor a que la madera Manca se rompiera dentro de la cerradura, delatando así nuestro plan de fuga. Le costó tres días de trabajo, pero al fin acabamos teniendo una llave que funcionaba.

¡Por fin, qué gran júbilo el nuestro! Nos abrazamos los dos, bailando por la habitación, riendo, besándonos casi llorando. Los gemelos nos miraban, asombrados de que nos hubiéramos puesto tan contentos sólo por una llave.

Disponíamos de una llave. Podíamos abrir la puerta de nuestra cárcel. Y, sin embargo, por raro que pareciera no habíamos hecho planes para el futuro más allá de abrir la puerta.

—Dinero, nos hace falta dinero —razonó Chris parándose en pleno frenético baile del triunfo—. Con dinero abundante se abren todas las puertas, y todos los caminos son nuestros.

—Pero ¿de dónde sacamos el dinero? —pregunté, frunciendo el ceño y sintiéndome deprimida. Ya había encontrado otra razón de aplazamiento.

—La única manera de conseguirlo es robárselo a mamá, a su marido, y a la abuela.

Dijo esto con un tono muy especial, exactamente como si el robo fuera una profesión antigua y honorable. Y, la verdad, cuando no hay otra solución, quizá lo haya sido, y lo sea todavía.

—Si nos cogen, nos darán de latigazos a todos, hasta a los gemelos —opuse, mirando su expresión asustada—. Y cuando mamá se vaya de viaje con su marido, ella podría volver a matarnos por hambre, y sólo Dios sabe qué otras cosas sería capaz de hacernos.

Chris se dejó caer en la silla que estaba ante el tocador. Se cogió la barbilla con una mano, y permaneció unos minutos pensativo.

—De una cosa estoy seguro, y es que no querría que castigase a los gemelos, de modo que seré yo quien robe, fuera de aquí, y si me cogen, sólo me castigarán a mí. Pero no me van a coger. Es demasiado peligroso robar a esa vieja, porque es observadora hasta límites inconcebibles. Estoy completamente seguro de que sabe con exactitud el dinero que lleva en el portamonedas, hasta el último centavo. Mamá, en cambio, nunca cuenta el dinero. ¿Te acuerdas de que papá solía quejarse de eso? —me sonrió, tranquilizador—. Seré como Robin Hood, robaré a los ricos para dar a los pobres, ¡o sea, a nosotros! Y sólo en las noches en que mamá y su marido nos digan que salen.

—Querrás decir cuando sea ella quien nos lo diga —corregí yo—, y siempre nos queda el recurso de mirar por la ventana cuando no venga a vernos.

Cuando nos atrevíamos a ello, podíamos disfrutar de una buena vista de la calzada de entrada a la casa, para ver quiénes entraban y salían de ella.

Mamá no tardó en decirnos que se iba a una fiesta.

—A Bart no le gusta mucho la vida social, y preferiría quedarse en casa. Pero a mí esta casa me repele, y él entonces me pregunta que por qué no nos vamos a la nuestra, y no sé qué decirle.

¿Qué podría decirle? Pues, querido, tengo un secreto que contarte: tengo cuatro hijos, escondidos en el fondo del ala norte de la casa.

Le resultó bastante fácil a Chris encontrar dinero en el espléndido y vasto cuarto de dormir de mamá. Esta era descuidada en cosas de dinero. Hasta a él le sorprendió la facilidad con que dejaba billetes de diez y veinte dólares por el tocador. Le hizo fruncir el ceño y concebir sospechas. ¿No estaba acaso mamá ahorrando para el día en que nos sacara a todos de nuestra cárcel… aun cuando ahora tuviera marido? Y había más billetes en sus muchos bolsos y portamonedas. Chris encontró dinero suelto en los bolsillos de los pantalones de su marido. No, él no era descuidado con su dinero. Así y todo, buscando bajo los cojines de las sillas, Chris consiguió encontrar una docena o más de monedas. Se sentía como un ladrón, un intruso que entra en el cuarto de su madre, donde nadie le ha llamado. Veía sus bellos vestidos, sus zapatillas de satén, bordeadas de piel, o de plumas de marabú, y esto le hizo sentirse todavía peor.

Chris visitó varias veces aquel dormitorio durante el invierno, volviéndose cada vez más descuidado, ya que resultaba tan fácil robar. Volvía a donde yo le esperaba con aspecto alegre o con aire triste. Día tras día nuestro tesoro aumentaba, ¿por qué estaba tan triste?

—Ven conmigo la próxima vez —me dijo, a modo de respuesta—. Y lo verás con tus propios ojos.

Ahora ya podía ir con la conciencia tranquila, porque sabía que los gemelos no se despertarían y se encontrarían solos. Dormían tan honda, tan profundamente, que incluso por las mañanas se despertaban con los ojos llenos de sueño, lentos en sus reacciones, tardos en volver a la realidad. Dos muñequitos, que no crecían, tan sumidos en el olvido que el sueño, para ellos, era más como una pequeña muerte que un reposo nocturno normal.

Escapad, huid, ahora que llegaba la primavera tendría que empezar a pensar en marcharnos, antes de que fuese demasiado tarde. Una voz interior, intuitiva, repetía insistentemente este estribillo. Chris se reía mucho cuando se lo decía.

—¡Cathy, qué ideas tienes! ¡Nos hace falta dinero! Por lo menos quinientos dólares. ¿Por qué tanta prisa? Ahora tenemos comida y nadie nos pega; aun si nos sorprende medio desnudos, la abuela ya no dice una palabra.

¿Por qué no nos castigaba ahora la abuela? No le habíamos hablado a mamá de sus otros castigos, de sus pecados contra nosotros, porque para mí, eran pecados, completamente imposibles de justificar. Y, sin embargo, la vieja ahora se contenía. Nos traía todos los días el cesto con la comida, lleno hasta los bordes de bocadillos, con sopas tibias en termos, con leche, y siempre cuatro donuts espolvoreados en azúcar. ¿Por qué no variaba un poco el menú, y nos traía pastas, o trozos de pastel o tarta?

—Hala ven —me metía prisa Chris, por el pasillo oscuro y siniestro—. Es peligroso quedarse quieto en los sitios; vamos a echar una ojeada rápida al cuarto de los trofeos de caza, y luego iremos a toda prisa al dormitorio de mamá.

Con una mirada al cuarto de los trofeos, me bastó.

Odiaba, pero de verdad, aquel retrato al óleo que había sobre la chimenea de piedra, tan parecido a nuestro padre, y, al mismo tiempo, tan distinto. Un hombre tan cruel y sin corazón como Malcolm Foxworth no tenía derecho a ser guapo, ni siquiera joven. Aquellos fríos ojos azules debieran haber corrompido al resto de su ser, llenándolo de llagas y diviesos. Vi todas aquellas cabezas de animales muertos, y las pieles de tigre y de oso por el suelo, y me dije que era muy propio de un hombre como él querer tener una habitación como aquélla.

Si Chris me hubiese dejado me habría gustado mirar todas las habitaciones, pero él insistía en que teníamos que pasar junto a las puertas cerradas, sin permitir mirar más que en unas pocas de ellas.

—¡Curiosona! —me susurró—. No hay nada de interés en ninguno de estos cuartos.

Y tenía razón. La tenía en muchísimas cosas, y aquella noche me di cuenta de que Chris hablaba en serio cuando decía que en aquella casa todo era grandioso y bello, nada bonito o grato. Sin embargo, no podía evitar el sentirme impresionada. Nuestra casa de Gladstone no era nada, comparada con ésta.

Cuando hubimos pasado por varios corredores largos y semioscuros, llegamos, finalmente, a las magníficas habitaciones de nuestra madre. Claro que Chris me había ya hablado con detalle de la cama de cisne y de la camita que había a sus pies, pero oír no es lo mismo que ver, y me quedé sin aliento al verla. ¡Mis sueños salieron volando en alas de la fantasía! ¡Dios mío de mi alma, aquello no era una habitación, sino un aposento digno de una reina o una princesa! ¡Era increíble aquel esplendor lleno de lujo, aquella opulencia! Sobrecogida, iba de un lado a otro del cuarto, con miedo a tocar las paredes, cubiertas de damasco de seda, de un delicioso color rosado fresa, más espeso que el malva pálido de la alfombra de tres centímetros de espesor. Toqué la colcha suave, como de piel, y me eché rondando sobre ella. Toqué las finísimas cortinas de la cama, y los cortinones de terciopelo rojo, Me bajé de la cama de un salto y permanecí de pie, mirando con asombro y admiración aquel maravilloso cisne, que tenía su ojo rojo, observador, pero adormilado, fijo en mí.

Di unos pasos atrás entonces, porque no me gustaba ver una cama en la que mamá dormía con un hombre que no era nuestro padre. Entré luego en su armario, que era enorme, y allí me vi en un sueño de riquezas que sólo en sueños podrían ser mías. Tenía más ropa que un gran almacén. Además de zapatos, sombreros, bolsos. Cuatro abrigos de piel, tres estolas de piel, una esclavina de visón blanco y otra oscura de marta cebellina, y encima sombreros de piel de una docena de estilos distintos, y hechos con las pieles de diversos animales, además de un abrigo de leopardo con lana verde entre el remate de piel. Había también batas, batines, peinadores, con cintas, volantes, con vuelo, fruncidos, con plumas, con piel, hechos de terciopelo, de satén, de gasa, combinaciones, ¡santo cielo, iba a tener que vivir mil años para poder ponerse una sola vez siquiera cada una de todas aquellas prendas que tenía!

Lo que más me llamó la atención lo saqué del armario y lo llevé al dorado cuarto de vestir que Chris me mostró. Eché una ojeada a su baño, con espejos todo alrededor, plantas verdes de verdad, flores de verdad que crecían, dos tazas de lavabo, una de las cuales no tenía tapa, y ahora sé que era un bidé. Tenía también ducha aparte.

—Y todo es nuevo —me explicó Chris—. Cuando estuve aquí por primera vez, la noche de la fiesta de Navidad, no estaba tan…, bueno, tan opulento como está ahora.

Di media vuelta para mirarle, adivinando que había sido así todo el tiempo, pero no me lo había contado. Había estado defendiéndola deliberadamente, no queriendo que yo supiera de la existencia de todas aquellas ropas, y pieles, además de la cantidad fabulosa de joyas que tenía escondidas en un compartimento secreto de su largo tocador. No, no me había mentido, se había limitado a omitir cosas. Sus ojos furtivos y traidores me lo decían, y también su rostro sonrojado, y su manera rápida de apresurarse a eludir mis molestas preguntas, ¡no era de extrañar que mamá no quisiera dormir en nuestro cuarto!

Yo estaba en el cuarto de vestir, probándome ropa del armario, ropero grande de mamá. Por primera vez en mi vida, me puse medias de nilón, y la verdad es que mis piernas estaban divinas, pero divinas de veras. ¡No era de extrañar que a las mujeres les gustasen esas cosas! Luego me puse un sujetador por primera vez, aunque me estaba muy grande, con gran decepción por mi parte. Me lo rellené con servilletas de papel, hasta que me abultó mucho, y luego me puse unas zapatillas de plata, que también me estaban grandes. Hecho esto, rematé todo aquel esplendor con un vestido negro muy escotado, para mostrar precisamente lo que entonces no me abundaba.

Y entonces llegó lo divertido, lo que yo solía hacer, siendo pequeña, siempre que se me presentaba la oportunidad. Me senté ante el tocador de mamá y comencé a darme maquillaje en abundancia. Mamá tenía diez cargamentos allí. En la cara me di de todo: base, carmín, sombra de ojos, lápiz de labios. Me recogí el pelo de una manera que me parecía muy atractiva y elegante, sujeto con horquillas, y luego me puse joyas, y, finalmente, perfume en abundancia.

Vacilando y torpe con mis tacones altos, me acerqué a Chris, —¿Qué tal estoy? —pregunté, coquetamente, sonriendo y agitando mucho las pestañas ennegrecidas.

La verdad es que estaba esperando cumplidos, pues los espejos me habían dicho ya que estaba sensacional.

Chris estaba registrando cuidadosamente un cajón y colocándolo todo de nuevo exactamente como lo había encontrado, pero se volvió para mirarme. El asombro le hizo abrir los ojos de par en par, y luego me miró sombríamente, mientras me balanceaba hacia delante, y hacia atrás, y a los lados, buscando el equilibrio sobre mis tacones de diez centímetros de altura, y agitando las pestañas Moviendo mucho los párpados, quizá porque no me había puesto bien las pestañas postizas. Me sentía como si estuviera mirando a través de una cortina de patas de araña.

—¿Qué tal estas? —comenzó, sarcástico—. Pues te lo diré exactamente, ¡pareces una puta de la calle, eso es lo que pareces! —Se volvió, dejando de mirarme, como si no pudiera soportar el espectáculo que yo ofrecía—, ¡una puta adolescente, eso es lo que pareces! Y ahora haz el favor de lavarte la cara y de poner todo eso que llevas encima donde lo encontraste, y de limpiar el tocador.

Regresé, haciendo equilibrios, a donde estaba el espejo de cuerpo entero. Tenía alas a ambos lados, de modo que era fácil ajustarlo, y verse una entera desde todos los puntos de vista posibles, y en los tres reveladores espejos pude verme de nuevo, y realmente era un espejo fascinante, se cerraba como un libro de tres páginas, y entonces mostraba una escena pastoril francesa.

Dándome vueltas y retorciéndome, fui observándome entera. No era éste el aspecto que tenía mi madre con aquel mismo vestido, ¿qué era lo que había hecho yo mal? Ciertamente, ella no llevaba tantas pulseras en los brazos, ni tampoco se ponía tres collares juntos, con pendientes largos y colgantes de diamantes que le rozaban los hombros, y encima una tiara; y tampoco se ponía nunca tres anillos en cada dedo, incluidos los pulgares.

Sí, bueno, pero yo deslumbraba, de eso no cabía duda. Y no se podía negar que mi pecho abultado era verdaderamente magnífico. A decir verdad, era preciso convenir en que me había pasado.

Me quité diecisiete pulseras, veintiséis anillos, los collares, la diadema y el vestido largo de gasa, que en mí no resultaba tan elegante como en mamá, cuando salía a alguna cena con sólo perlas en el cuello. ¡Ah!, pero, ¿y las pieles? ¡Era imposible no sentirse bella con pieles!

—¡Anda, date prisa, Cathy, haz el favor de dejar todo eso y venir a ayudarme a registrar!

—¡Chris, no sabes lo que me gustaría bañarme en su bañera de mármol negro!

Me quité toda aquella ropa, el sujetador de encaje negro de mamá, sus medias de seda y las zapatillas plateadas, y me puse mis cosas. Pero, pensándolo mejor, me quedé con un sujetador blanco y liso que había en un cajón con otros muchos, metiéndomelo por la blusa. Chris no necesitaba mi ayuda. Había estado allí tantas veces que sabía encontrar dinero sin que yo le echara una mano. Yo quería ver lo que había en cada cajón, pero tenía que darme prisa. Abrí un cajoncito que había en su mesita de noche, pensando encontrar allí cremas, pañuelos de papel, pero nada de valor que pudiera tentar a la servidumbre. Y lo que había era, en efecto, crema de noche, y pañuelos de papel, pero también dos libros en rústica, para leer cuando el sueño tardara en llegar (¿acaso tenía ella noches en que se agitaba y se movía en la cama, inquieta por culpa nuestra?). Y debajo de los libros aquellos había otro libro, muy grande y grueso, con sobrecubierta de colores. Cómo crear tus propios patrones de costura. Mamá me había enseñado a hacer algo de encaje en el primer cumpleaños que pasé encerrada allí arriba, y pensé que aprender a hacer una misma los patrones podría ser interesante.

Sin apenas fijarme, cogí el libro y lo hojeé a bulto. A mi espalda, Chris estaba haciendo ruidos muy ligeros al abrir y cerrar cajones y al moverse, con sus zapatos flexibles de suela de goma, por el cuarto. Yo pensaba ver en aquel libro diseños de flores, pero lo que vi fue algo muy distinto. Silenciosa, con los ojos abiertos cuan grandes eran, llena de silenciosa fascinación, vi pasar ante mí fotografías a todo color. Escenas increíbles de hombres y mujeres desnudos, haciendo…, ¿pero es que la gente hacía realmente tales cosas? ¿Era esto hacer el amor?

Chris no era el único que había oído historias con acompañamiento de risitas en los grupos de chicos mayores que se reunían en los retretes del colegio. Siempre había pensando que era algo sagrado, digno de reverencia, que se hacía en la más completa intimidad, con las puertas bien cerradas. Pero este libro mostrabas escenas de muchas parejas, todas en la misma habitación, todos desnudos, y todos metiéndose cosas de una u otra manera. Contra mi voluntad, o así quería yo pensar, mi mano fue pasando lentamente página tras página, y sintiéndome más y más incrédula. ¡Cuántas maneras de hacerlo! ¡Cuántas posturas! ¡Dios mío! ¿Era aquello lo que pensaban Raymond y Lily todo a lo largo de las páginas de aquella novela victoriana? Levanté la cabeza y miré, sin expresión, al espacio. ¿Era a esto a lo que íbamos todos, desde el principio de la vida?

Chris me llamó por mi nombre diciéndome que ya había reunidos bastante dinero. No convenía robar demasiado de una vez, por si se notaba la falta. Sólo se llevaba unos pocos billetes de cinco dólares, y muchos de un dólar, y todas las monedas sueltas que había debajo de los cojines.

—Cathy, ¿qué tienes, es que estás sorda? ¡Vámonos!

Pero yo no podía moverme, ni cerrar aquel libro hasta haberlo recorrido entero, de tapa a tapa. Y como estaba tan embelesada, incapaz de responder, se me acercó él por la espalda, para ver qué era lo que me tenía hipnotizada. Oí su aliento, que cesaba de pronto, y, después de un rato que pareció eterno, exhalo un silbido bajo. Pero no pronunció ni una sola palabra hasta que hube llegada a la última página y cerrado el libro. Entonces lo cogió y empezó de nuevo por el principio, mirando cada página de las que se había perdido, mientras yo a su lado, miraba también. Había texto, en letra pequeña, frente a cada fotografía de página entera, pero las fotografías no necesitaban explicaciones, por lo menos para mí.

Chris cerró el libro. Le miré un momento a la cara. Parecía anonadado. Volví a poner el libro en el cajón, colocando los libritos en rústica encima, tal y como lo había encontrado. Chris me cogió de la mano y me condujo hacia la puerta. Avanzamos en silencio por los pasillos largos y oscuros, de nuevo hacia el ala norte. Ahora sabía yo perfectamente el motivo de que la abuela bruja quisiera que Chris y yo durmiéramos en camas separadas, ya que la llamada imperiosa de la carne humana era tan fuerte, tan exigente y tan emocionante que inducía a la gente a comportarse más como demonios que como santos. Me incliné sobre Carrie, mirando su rostro dormido, que… en sueños, volvía a adquirir la inocencia y la infantilidad que desaparecía de él cuando estaba despierta. Parecía un pequeño querubín allí echada, de lado, hecha un ovillo, con el rostro sonrosado, el pelo húmedo y rizado en la nuca, y la frente redonda. La besé, y su mejilla estaba caliente, y luego me incliné sobre Cory, para tocarle los rizos suaves y besarle la mejilla sonrojada. Niños como los gemelos se hacían con un poco de lo que acababa yo de ver en aquel libro de ilustraciones eróticas, de modo que no podía ser cosa tan mala, porque entonces Dios no habría hechos a los hombres y las mujeres de aquella manera. Y, sin embargo, me sentía tan turbada, tan incierta, y tan desconcertada en lo más hondo de mi ser y tan escandalizada, y, a pesar de todo…

Cerré los ojos, rezando silenciosamente: Dios, haz que los gemelos continúen sanos y salvos hasta que salgamos de aquí…, que vivan hasta que lleguemos a un lugar luminoso y soleado, donde nunca se cierren las puertas con llave…, por favor.

—Ve tú primero a bañarte —dijo Chris, sentándose en su lado de la cama, volviéndome la espalda. Tenía la cabeza inclinada; era la noche en que le tocaba a él bañarse primero.

Fui al baño como una sonámbula, e hice allí lo que tenía que hacer, y salí por fin envuelta en mi bata más gruesa, de más abrigo, y que más enteramente me cubría. Me había limpiado completamente el rostro de todo maquillaje, y me había lavado el pelo con champú, por lo que estaba todavía un poco húmedo al sentarme en la cama para cepillármelo bien, en forma de ondas relucientes.

Chris se levantó en silencio y entró en el cuarto de baño sin mirar a donde yo estaba, y cuando salió, largo tiempo después, yo continuaba aún sentada, cepillándome el pelo, pero sus ojos tampoco buscaron los míos. Ni tampoco quería yo que me mirase.

Unas de las reglas de la abuela era que teníamos que arrodillarnos junto a nuestras camas todas las noches para decir nuestras oraciones. Y, sin embargo, aquella noche, ninguno de los dos se arrodilló a rezar oraciones. Con frecuencia me ocurría que me arrodillaba junto a la cama y juntaba las manos bajo la barbilla, y me encontraba sin saber qué rezar, porque ya había rezado muchísimo sin ningún resultado.

Y entonces me quedaba allí arrodillada, con la cabeza vacía y el corazón yerto, pero tanto mi cuerpo como las puntas de mis nervios lo sentían todo y gritaban todo lo que no conseguía forzarme a mí misma a pensar, tanto menos decir.

Me tendí al lado de Carrie, cara arriba, sintiéndome manchada y cambiada por aquel librote que quería volver a ver y del que leería, si me era posible, todo el texto, hasta la última palabra. Quizá lo propio de una señorita habría sido dejar el libro donde lo había encontrado al darme cuenta de cuál era su tema, y, ciertamente, debiera haberlo cerrado en cuanto Chris se me acercó a mirarlo por encima del hombro. Ya sabía que no era ninguna santa, ningún ángel, ninguna puritana, y sentía en mis huesos que algún día, en un futuro próximo, tendría necesidad de saber todo lo que era posible saber sobre la manera de usar el cuerpo para hacer el amor.

Lenta, muy lentamente, volví la cabeza para ver, a través de la semioscuridad rosada, lo que estaba haciendo Chris.

Estaba echado de lado bajo la colcha, mirándome. Sus ojos brillaban contra alguna luz débil, serpenteante, que se filtraba por entre las pesadas cortinas, porque la luz que se veía en sus ojos no era de color rosado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—Sí, voy tirando. —Y le deseé las buenas noches con una voz extraña.

—Buenas noches, Cathy —dijo él, con una voz que tampoco era la suya.