LA EXPLORACIÓN DE CHRISTOPHER Y SUS CONSECUENCIAS

De pronto, unas manos ásperas me cogieron por los hombros, sacudiéndome hasta despertarme. Alarmada, sobresaltada, me quedé mirando a una mujer a quien apenas reconocí como mi madre. Me miraba duramente, preguntándome con voz enfadada:

—¿Dónde está tu hermano?

Desconcertada por la manera en que me estaba hablando y mirando, tan desgobernada, me sentí intimidada ante tal ataque, y volví a un lado la cabeza para mirar la cama que había a tres pasos de distancia de aquella en que me encontraba. Estaba vacía. ¡Santo cielo, se había quedado por ahí demasiado tiempo!

¿Debía mentir? ¿Protegerle, decir que estaba en el ático? No, esta mujer era nuestra madre, que nos amaba; comprendería la situación.

—Chris fue a mirar las habitaciones de este piso.

La sinceridad era siempre lo mejor, ¿verdad?

Y a mamá nunca le contábamos mentiras, como tampoco nos las contábamos entre nosotros. Sólo a la abuela, y aún a ésta únicamente cuando no había más remedio.

—¡Maldito sea, maldito sea, maldito sea! —juró ella, al tiempo que el rostro se le enrojecía con un nuevo ataque de mal humor, dirigido contra mí.

Estaba claro que su precioso hijo mayor, a quien ella prefería a todo el mundo, nunca la traicionaría, de no ser inducido a ello por mi diabólica influencia. Me sacudió hasta que me sentí como una muñeca de trapo, con los ojos como estrábicos y dando vueltas.

—¡Por esto que habéis hecho, no os volveré a permitir nunca más a ti y a Chris salir de nuevo de esta habitación! ¡Los dos me disteis vuestra palabra, y ahora la habéis roto! ¿Cómo queréis que confíe en vosotros a partir de ahora? ¡Y yo que pensaba que podría confiar en vuestra palabra, que me queríais, que nunca me traicionaríais!

Mis ojos se abrieron más aún. ¿Es que la habíamos traicionado? Me sentía también muy asombrada de que pudiera conducirse como estaba haciéndolo, hasta el punto de que se podría decir que era ella quien estaba traicionándonos a nosotros.

—Mamá, no hemos hecho nada malo. Nos estuvimos muy callados en la mesa. La gente iba y venía a nuestro alrededor, pero nadie sospechó que nos encontrábamos allí. Estuvimos en silencio. Nadie sabe que estamos aquí. Y no tienes derecho a decir que no nos dejarás salir más de aquí. ¡Tienes que dejarnos salir de aquí! ¡No puedes tenernos aquí encerrados para siempre!

Se me quedó mirando de una manera extraña y como acosada, sin responder. Pensé que me iba a dar una bofetada, pero lo que hizo, por el contrario, fue soltarme los hombros y dar media vuelta, para irse. Los paños de gasa de los volantes de su vestido de alta costura parecían alas salvajes y agitadas, emanando un aroma dulce y florido, que no se ajustaba nada a su violenta conducta.

Precisamente en el momento en que mamá iba a salir de la habitación, quizá para salir en busca de Chris, se abrió la puerta y mi hermano entró sin hacer ruido. Cerró la puerta suavemente, se volvió y miró a donde yo estaba. Abrió los labios para hablar, pero en aquel mismo momento vio a nuestra madre y en su rostro se reflejó entonces la más extraña de las expresiones.

Por alguna razón que no comprendía, los ojos de Chris no brillaron de alegría como solía ocurrirles en cuanto veía a nuestra madre.

Con movimientos rápidos, llenos de decisión, mamá se acercó a él. Su mano se levantó ¡y le dio una bofetada dura y cortante en la mejilla!, y luego, antes de que pudiera reponerse de ella, su mano izquierda se levantó ¡y la mejilla izquierda de mi hermano sintió también el peso de su ira!

Y ahora, el rostro sorprendido y pálido de Chris mostraba dos grandes manchas rojas.

—Si vuelves a hacer esto otra vez, Christopher Foxworth, os daré de latigazos yo misma, no sólo a ti, sino también a Cathy.

El color que le quedaba a Chris había desaparecido, y no es de extrañar que así fuera, de su rostro pálido, dejando solamente las manchas rojas de las dos bofetadas en sus mejillas de cera, como huellas dejadas por dos manos manchadas de sangre.

Sentí que la sangre se me bajaba a los pies y que una sensación quemante comenzaba a palpitar detrás de mis orejas, a medida que me iban faltando las fuerzas, mirando a aquella mujer que me parecía ahora una desconocida, como si fuese una mujer a quien no conocíamos ni queríamos tampoco conocer. ¿Era ésta nuestra madre, que solía hablarnos siempre con amor y cariño? ¿Era ésta la madre que siempre se mostraba tan comprensiva con la tristeza de nuestro encierro, tan largo? ¿Acaso esta casa estaba «influyendo» ya en ella, haciéndola distinta? Y entonces fue como una avalancha…, sí, todas aquellas pequeñas cosas se juntaron en una sola cosa grande. No venía a vernos con tanta frecuencia como antes, no venía ya todos los días, y, desde luego, ni hablar de venir dos veces al día, como al principio. Y, además, yo tenía miedo, como si todo lo que me había parecido digno de confianza y fe hubiera sido arrancado violentamente de debajo de mis pies, no quedando en su lugar más que juguetes, juegos, regalos.

Tuvo que ver algo en la expresión desconcertada de Chris, algo que hizo desvanecer su ira. Le cogió con los brazos abiertos y cubrió su rostro pálido, manchado y bigotudo con muchos besos rápidos que trataban de quitar de allí el mal que había hecho. Le besó una y otra vez, y le acarició la mejilla, apretando su cabeza contra sus pechos suaves y redondos, y dejándole sumirse en la sensualidad de sentirse acariciado tan cerca de toda aquella carne suave, que tenía necesariamente que excitar a un muchacho de su edad.

—Lo siento, queridín —murmuró, con los ojos y la voz temblorosos de lágrimas—; perdóname, por favor, perdóname, no pongas esa cara de susto. ¿Cómo puedes tenerme miedo a mí? No dije en serio lo de los latigazos, te quiero, de sobra lo sabes, nunca os azotaría a ti o a Cathy. ¿Es que os he azotado alguna vez? Estoy fuera de mí porque todo me está saliendo bien ahora; bueno, nos está saliendo bien a nosotros, y no tienes derecho a hacer algo que podría estropeárnoslo todo, y ésa es la única razón de que te diese las bofetadas.

Le cogió el rostro con las palmas de las manos y le besó de lleno en los labios, que estaban como fruncidos por la presión de sus manos. Y aquellos diamantes, aquellas esmeraldas que llevaba y que refulgían sin cesar…, como luces de señales que quisieran decir algo. Y yo, allí sentada, les miraba, desconcertada, y sentía…, sentía, ¡oh, no sabía yo misma lo que sentía, aparte de confusión y desconcierto, y la sensación de ser jovencísima, y todos los que me rodeaban eran sensatos, y viejísimos!

Naturalmente que Chris la perdonaba, y claro está que teníamos que saber qué era lo que le estaba saliendo tan bien a ella, y a nosotros.

—Anda, por favor, mamá, dinos lo que es…, por favor.

—Otra vez —dijo, con mucha prisa por volver a la fiesta, antes de que la echasen de menos.

Más besos para los dos, y entonces me tocó a mí el turno, y nunca había sentido mi mejilla contra la suavidad de su pecho.

—En otra ocasión, mañana quizá, os lo contaré todo —dijo, apresurada, dándonos más besos y diciéndonos más palabras tranquilizadoras, para aliviar nuestra angustia Se inclinó sobre mí para alcanzar a besar a Carrie, y luego le dio a Cory un beso en la mejilla.

—¿Me perdonas, Christopher?

—Sí, mamá, me hago cargo, mamá, debiéramos habernos quedado en esta habitación, no debí haber salido nunca de exploración.

Sonrió y dijo:

—Felices Pascuas, pronto volveré a veros. —Y sin más salió por la puerta, que cerró, echando la llave a continuación.

Había terminado nuestra primera Navidad allí arriba. El reloj de abajo había dado la una. Teníamos una habitación llena de regalos, un televisor, el juego de ajedrez que habíamos pedido, un triciclo rojo y otro azul, ropa nueva de abrigo y gran cantidad de dulces, y Chris y yo habíamos presenciado una magnífica fiesta…, bueno, en cierto modo. Y, a pesar de todo, algo había pasado en nuestras vidas, una faceta del carácter de nuestra madre que nunca hasta entonces habíamos conocido. Durante un breve momento mamá parecía exactamente como nuestra abuela.

En la oscuridad, en una de las camas, con Carrie a mi lado, y Chris al otro, nos acostamos él y yo cogidos de las manos. Él olía distinto que yo. Yo tenía la cabeza apoyada contra su pecho de muchacho y él perdía peso. Oía su corazón, que latía al ritmo de la suave música que nos llegaba a los oídos. Tenía su mano sobre mi pelo, rizando una y otra vez un zarcillo entre los dedos.

—Oye, Chris, esto de crecer es tremendamente complicado, ¿eh?

—Sí, me figuro que sí —contestó.

—Yo siempre pensé que, cuando se es mayor se sabe cómo salir de cualquier problema, que nunca se tienen dudas sobre lo que está mal y lo que está bien, pero nunca creí que los mayores se viesen a veces desconcertados y sin saber qué hacer, como nosotros.

—Si estás pensando en mamá, te aseguro que no fue deliberado lo que hizo y dijo. Pienso, aunque no estoy seguro, que cuando se es mayor y se vuelve a vivir a casa de los padres de uno, entonces, por alguna razón que no sé cuál es, se vuelve a ser un niño, dependiendo de los mayores. Sus padres la acosan por un lado, y nosotros lo hacemos por otro; ahora, encima, tiene a ese hombre del bigote, que estará tirando de ella también por su lado.

—¡Espero que no vuelva a casarse nunca! ¡Nosotros la necesitamos más que ese hombre!

Chris no dijo nada.

—Y fíjate en el televisor que nos ha regalado: esperó a que su padre le regalase uno, cuando ella pudo muy bien habérnoslo comprado hace meses, en lugar de comprarse tanta ropa, ¡y las joyas que tiene! Cada día lleva un anillo nuevo, y pulseras, pendientes y collares nuevos.

Muy lentamente, Chris fue exponiéndome los motivos de nuestra madre:

—Míralo desde este punto de vista, Cathy. Si nos hubiera dado un televisor el primer día que llegamos aquí, nos habríamos sentado delante de él y pasado el día entero mirándolo. Y entonces no habríamos construido un jardín en el ático, donde los gemelos pueden jugar contentos. Y no habríamos hecho más que estarnos sentados mirando la televisión. Y fíjate, además, en lo mucho que hemos aprendido durante estos días tan largos; por ejemplo, a hacer flores y animales, y yo pinto ahora mejor que cuando vinimos, y fíjate en la cantidad de libros que hemos leído, para enriquecernos la mente, y tú, Cathy, también tú has cambiado.

—¿Cómo? ¿Cómo he cambiado? Dímelo.

Movió la cabeza, de un lado a otro de la almohada, expresando una especie de importancia llena de apuro.

—Bueno, de acuerdo, no tienes que decirme nada bonito, pero antes de bajarte de esta cama y meterte en la tuya, haz el favor de decirme todo lo que has averiguado, lo que se dice todo. No dejes nada sin contarme, ni siquiera lo que pensaste. Quiero tener la sensación de que estuve allí abajo contigo, a tu lado, viendo y sintiendo lo mismo que tú.

Volvió la cabeza de modo que nuestros ojos se encontraron, y me dijo, con la más extraña de las voces:

—Es que estabas allí junto a mí. Te sentía a mi lado, dándome la mano, murmurándome al oído, y yo miraba tanto más fijamente, para que tú pudieras ver también lo mismo que yo.

Aquella casa gigantesca, dominada por el ogro enfermo que había abajo, le había intimidado, de eso me daba cuenta por el tono de su voz.

—Es una casa enorme, Cathy, como un hotel. Hay habitaciones y más habitaciones, todas con cosas bellas y caras, pero se ve en seguida que no han sido usadas. Conté catorce habitaciones sólo en este piso, y pienso que me perdí otras más pequeñas.

—¡Chris! —le grité, decepcionada—. ¡No me lo cuentes así! Hazme sentir que estaba allí, a tu lado, empieza otra vez y cuéntame lo que pasó desde el momento mismo en que dejé de verte.

—Bueno —dijo él, suspirando, como si hubiera preferido no contármelo—, pues fui sin hacer ruido por un largo pasillo de este ala, y corrí a donde el vestíbulo se comunica con esa gran rotonda donde nos escondimos en la mesa, cerca del balcón. No me preocupé de mirar en ninguna de las habitaciones del ala norte, y en cuanto me vi donde la gente pudiera descubrirme, tuve que extremar las precauciones. La fiesta estaba llegando a su máximo auge y el ruido que hacían todos era mayor incluso, todo el mundo parecía borracho, fíjate que uno de los hombres estaba cantando de una manera la mar de tonta algo sobre que quería que le devolvieran los dos dientes de delante que le faltaban. Tenía mucha gracia aquello. Yo me acerqué sin hacer ruido a la balaustrada y miré a toda aquella gente allá abajo.

«Parecían raros, como pequeños, y me dije que tendría que acordarme de eso cuando pinte a gente desde arriba, porque así, de perfil, parecen naturales, es la perspectiva lo que da naturalidad a la pintura.

—Le da naturalidad a todo, digo yo.

—Claro que era a mamá a quien yo buscaba —continuó, al pedirle que lo hiciera—. Y los únicos a quienes reconocía eran los abuelos. Nuestro abuelo parecía empezar a sentirse cansado, y cuando le estaba mirando, vino una enfermera y se lo llevó, y me fijé bien para poder hacerme una idea de dónde está su cuarto, detrás de la biblioteca.

—¿Iba de blanco la enfermera?

—Claro, ¿cómo iba yo a saber que era una enfermera, si no?

—Vale, sigue, y no te dejes nada.

—Bueno, pues en cuanto el abuelo se fue, la abuela se marchó también, ¡y entonces oí voces de gente que subía por una de las escaleras! Bueno, pues jamás verías tú a nadie correr con más rapidez que yo en aquel momento. No podía esconderme donde antes sin que me vieran, de modo que me metí en un rincón donde había una armadura sobre un plinto. Ya sabes que las armaduras tienen que haber sido de un hombre mayor, y puedes comprender que a mí no me iría bien, aunque sí que me habría gustado probármela. Y resultó que los que subían por la escalera eran mamá y el hombre ese del pelo oscuro y bigote.

—¿Y qué hiciste? ¿Por qué subían?

—No me vieron, escondido como estaba entre las sombras, pienso, porque estaban tan ocupados uno del otro; el hombre aquél quería ver una cama que tiene mamá en su habitación.

—¿Su cama…? ¿Quería ver su cama? ¿Por qué?

—Es una cama muy especial, Cathy. Él se lo decía: «Anda, ya te has resistido bastante», y su voz parecía como si estuviera tomándole el pelo, y luego añadía: «Ya es hora de que me enseñes esa maravillosa cama de cisnes de la que he oído hablar tanto»; se diría que mamá estaba preocupada por si estábamos nosotros, todavía en el aparador, porque miró hacia él, con aire inquieto. Pero accedió, y dijo: «De acuerdo, Bart, pero sólo un momento, porque de sobra sabes que todos sospecharán si nos ausentamos mucho tiempo». Y él rió y volvió a tomarle el pelo: «No, no sé lo que pensarán; anda, dime tú lo que sospecharán». A mí me parecía como si estuviese pensando que cada uno pensara lo que quisiera. Me enfadó oírle decir aquello. —Al llegar aquí, Chris hizo una pausa y su respiración se hizo más profunda y rápida.

—Me estás ocultando algo —dije, porque le conocía como se conoce un libro leído cien veces—. ¡Estás defendiéndola! ¡Tú viste algo que no me quieres decir! ¡Y eso no es justo! ¡Sabes de sobra que acordamos el primer día que llegamos aquí que seríamos sinceros y veraces uno con otro, y ahora me tienes que contar lo que viste!

—¡Dios mío! —exclamó él, retorciéndose y volviendo la cabeza y no queriendo mirarme a los ojos—. ¿Qué más darán unos cuantos besos?

—¿Unos cuantos besos? —grité, agitada—. ¿Le has visto besar a mamá más de una vez? ¿Y qué clase de besos eran? ¿En la mano o de los de verdad, de boca a boca?

La vergüenza le acaloraba el pecho, sobre el que descansaba mi mejilla, tanto que quemaba a través de la tela del pijama.

—Eran besos apasionados, ¿verdad? —grité, convencida de ello sin necesidad de oírselo decir—. La besaba, y ella le aceptaba, ¡y a lo mejor hasta le tocaba los pechos y le acariciaba el trasero, como le vi una vez hacer a papá cuando no sabía que estaba yo en la habitación mirando! ¿Es eso lo que viste, Christopher?

—¿Y qué más da? —respondió él con la voz como sofocada—. Hiciera lo que hiciese, ella le dejó, aunque a mí me dieron ganas de vomitar.

Y también a mí me daban ganas de vomitar. Mamá estaba viuda desde hacía ocho meses solamente, pero, a veces, ocho meses parecen ocho años, y, después de todo, ¿qué más da ya el pasado cuando el presente es tan emocionante y agradable…?

Porque, como es natural, me di cuenta de sobra de que habían sucedido muchas otras cosas que Chris no iba a contarme.

—Bueno, Cathy, no sé lo que estarás pensando, pero mamá le dijo que se estuviese quieto, y que, si no lo hacía, no le enseñaría su dormitorio.

—¡Santo cielo, tenía que estar haciendo algo realmente malo!

—Nada, besos —replicó Chris, mirando hacia el árbol de Navidad—, sólo besos y unas pocas caricias, pero la verdad es que a mamá le brillaban los ojos, y fue entonces cuando el Bart ese le preguntó si era verdad que la cama de cisnes había pertenecido antes a una cortesana francesa.

—¡Por Dios bendito! ¿Y qué es una cortesana francesa?

Chris carraspeó.

—Esa es una palabra que consulté un día en el diccionario, y quiere decir una mujer que reserva sus favores solamente para hombres de la aristocracia o de la familia real.

—¿Favores? ¿Qué clase de favores?

—Pues los favores que los hombres ricos pagan —contestó él rápidamente, poniéndome la mano en la boca, para cerrármela—. Y, claro, mamá negó que pudiera haber una cama así en esta casa, y declaró que una cama con tan pecaminosa reputación, por bella que fuese, sería quemada en plena noche, con todos rezando por su redención, y que la cama de cisnes había pertenecido a su abuela, y que, cuando ella era niña, quería el dormitorio de su abuela más que ninguna otra cosa en el mundo, pero que sus padres no querían que durmiera en él, por temor a que la contaminase el fantasma de su abuela, que no había sido precisamente una santa, aunque tampoco una cortesana. Y entonces, mamá se echó a reír, con una risa así como dura y amarga, y le dijo a Bart que sus padres creían que ella ahora estaba ya tan corrompida que nada podría hacerla peor de lo que ya era. Y, te diré, eso me hizo sentirme muy mal, porque mamá no está corrompida; después de todo, papá la quería…, estaban casados…, y lo que hace la gente casada en privado no es asunto de nadie.

Contuve el aliento todo lo que pude. ¡Chris lo sabía siempre todo, lo que se dice todo!

—Bueno, pues mamá dijo: «Lo miramos en un momento, Bart, y volvemos a la fiesta», y desaparecieron por un ala de la casa que estaba poco iluminada, y eso, naturalmente, me indicó la dirección en que estaba su habitación, de modo que, tras escrutar cautelosamente en todas direcciones, antes de abandonar mi escondite, salí corriendo de la armadura, y me metí por la primera puerta cerrada que vi. Entré a toda prisa, pensando que, como estaba a oscuras, estaría vacío, y cerré la puerta a mis espaldas sin hacer ruido; después me estuve completamente quieto, sólo para absorber el aroma y el ambiente de aquel lugar, igual que dices que haces tú. Llevaba conmigo la linterna, y pude haberla encendido, para ver dónde estaba, pero quería aprender a ser intuitivo, como tú, y cauteloso y suspicaz, aunque todo a mi alrededor pareciese completamente normal. Y la verdad es que hice bien en ser así, porque si hubiesen estado encendidas las luces, o si hubiera encendido la linterna, no habría notado el extrañísimo y monstruoso olor que llenaba la habitación aquella, un olor que me hacía sentirme raro y como asustado, y entonces, ¡qué barbaridad, casi me quedé sin habla!

—¿Qué, qué? —pregunté, echando a un lado de un manotazo la mano con que Chris trataba de hacerme callar—: ¿Qué viste? ¿Un monstruo?

—¿Un monstruo, dices? ¡Lo que vi son monstruos! ¡docenas de monstruos!, o, por lo menos, vi sus cabezas, montadas y colgadas de las paredes. A todo mi alrededor había ojos que relucían, ojos de ámbar, verdes, de topacio, color limón… ¡No sabes el miedo que daba! La luz llegaba por las ventanas teñidas de un color como azulado, a causa de la nieve, y se reflejaba en los dientes y en los colmillos relucientes de un león, que tenía la boca abierta y rugía silenciosamente. Tenía una melena pardusca, como una gorguera, que daba a su cabeza un aspecto enorme, y mostraba una expresión muda de angustia, o de ira. Y, no sé por qué razón, me dio pena, decapitado, montado, disecado, convertido en un objeto de decoración, cuando debiera estar libre por la sabana.

Sí, me di cuenta de lo que quería decir. Mi angustia era siempre como una montaña de furia.

—Era el cuarto de los trofeos de caza, Cathy, una habitación muy grande, con muchas cabezas de animales. Había un tigre y un elefante con la trompa levantada. Todos los animales de Asia y África se exhibían allí en un lado de la enorme habitación, y las piezas de caza mayor de América, en la pared de enfrente: un oso gris, otro pardo y negro, un antílope, un puma, y así sucesivamente. No había ni un solo pez ni una sola ave, como si no fuesen lo suficientemente difíciles para el cazador que había matado todo lo que ahora decoraba aquella habitación. Era una habitación fantasmal, y, a pesar de todo, sentí muchas ganas de que la vieras tú también. ¡Tienes que verla!

¡Al diablo! ¿Para qué quería yo ver el cuarto de los trofeos? Yo quería saber cosas de la gente, sus secretos; eso era lo que quería saber.

—Había una chimenea de piedra de seis metros de longitud, por lo menos, en la pared, con ventanas a ambos lados, y, sobre ella, colgaba un retrato al óleo de un joven que se parecía tanto a papá que me entraron ganas de llorar. Pero no era el retrato de papá, y, al acercarme a él, me di cuenta de que era un hombre muy parecido en todo a nuestro padre, excepto en los ojos. Llevaba un traje caqui de caza, con camisa azul. El cazador estaba apoyado en su rifle y tenía un pie sobre un tronco que había en el suelo. Yo sé muy poco de pintura, pero sí lo bastante para darme cuenta de que aquel cuadro es una obra maestra. El pintor supo captar verdaderamente el alma del cazador. Nunca había visto unos ojos azules más duros, fríos, crueles y sin piedad, y eso, por sí solo, me dijo que no podía ser aquel hombre nuestro padre, antes incluso de acercarme lo bastante para leer en una plaquita de metal fijada en la parte inferior del marco sobredorado que aquel retrato era de Malcolm Neal Foxworth, nuestro abuelo. La fecha indicaba que papá tenía cinco años cuando se pintó aquel retrato, y, como sabes tú muy bien, cuando papá tenía tres años, él y su madre, Alicia, fueron echados de Villa Foxworth, y los dos tuvieron que irse entonces a vivir a Richmond.

—Sigue —insistí a mi hermano.

—Bueno, pues tuve la suerte de que no me viera nadie en mis exploraciones, porque la verdad es que me metí en todas las habitaciones, y acabé por dar con las habitaciones de mamá, con puertas dobles, y se sube a ella por dos escalones, ¡y, chica, cuando les eché una ojeada pensé que estaba entrando en un palacio! Las otras habitaciones me habían hecho imaginarme algo magnífico, ¡pero las suyas sobrepasaban todo lo imaginable! Y tenían que ser las habitaciones de mamá, porque la fotografía de papá estaba en su mesita de noche, y las habitaciones olían a su perfume. En el centro del cuarto, sobre un dosel, estaba la fabulosa cama de cisnes, ¡santo cielo, qué cama! ¡Nunca, en toda tu vida, has visto nada parecido! Tiene una cabeza muy lisa, de marfil, y se diría que está a punto de meter la cabeza bajo la parte interior encrespada de un ala levantada, y tiene un ojo rojo y adormilado. Las alas se curvan suavemente para encerrar en su interior la cabecera de una cama casi ovalada. No sé cómo le ponen las sábanas, a menos que estén hechas a la medida. Los que la diseñaron se las arreglaron para que las plumas de las puntas hicieran como de dedos, apartando las colgaduras delicadas y transparentes, que tienen todos los matices del color rosa, y el violeta y el púrpura…, es una señora cama, y esas cortinas… La verdad, la que duerma allí tiene que sentirse como una princesa. La alfombra, de color malva claro, es tan gruesa que te hundes en ella hasta los tobillos; y hay también esteras grandes de piel blanca junto a la cama. Hay lámparas de casi dos metros de altura, de cristal tallado, decoradas con oro y plata, y dos de ellas tienen tulipas negras. Hay un gran sofá de marfil tapizado de terciopelo color rosa, algo que sólo se ve en las orgías romanas, y, a los pies de la cama del cisne, y ya puedes contener el aliento, porque esto que te digo no lo vas a creer: había una camita de cisne más pequeña, ¡imagínate!, puesta a los pies, y de través. Me quedé allí, preguntándome quién necesitaría una gran cama y luego también una pequeña puesta atravesada, al fondo de la grande. Tenía que haber una buena razón para, una cosa así aparte de que alguien, para echar una siestecita, no quisiera deshacer la cama grande, ¡pero Cathy, todo esto que te cuento tienes que verlo para creerlo!

Yo me daba cuenta de que Chris había visto muchas más cosas, pero no me las quería decir. Más de lo que yo misma vería más tarde. Y vi tantas cosas que comprendí por qué me habló a mí tanto de la cama, guardándose todo lo demás.

—¿Es esta casa más bonita que la nuestra de Gladstone? —le pregunté, porque, para mí, nuestra casa ranchera, con sus ocho habitaciones y sus dos cuartos de baño y un retrete, me parecía el no va más.

Chris vaciló. Tardó algo en dar con las palabras adecuadas, porque no era de los que hablan sin pensar lo que van a decir. Y aquella noche sopesaba bien sus palabras, lo cual ya, por sí solo, me parecía a mí bastante elocuente.

—Esta casa no es bonita, es grandiosa, grande, bella, pero yo, la verdad, no diría que es bonita.

Me di perfecta cuenta de lo que quería decir. Lo bonito era más semejante a lo agradable que a lo grandioso, rico, bello, y, encima, enorme.

Y ahora ya no quedaba más que darnos las buenas noches, y cuidado con las chinches. Le besé en la mejilla y le eché de mi cama. Esta vez no se quejó de que los besos son sólo para las criaturas y los mariquitas… y las chicas. Se arrebujó sin más junto a Cory, a solo tres pasos de distancia.

En la oscuridad, el arbolito de Navidad, que parecía vivo, con sus sesenta centímetros de altura, brillaba con sus lucecitas de colores, como las lágrimas que vi en los ojos de mi hermano.