Ahora que he terminado de transcribir todas las grabaciones, voy a dárselas a ella. En este momento debe de estar paseando por el Snowdonian National Park, como suele hacer todas las tardes. Es su cumpleaños, mejor dicho, la fecha que sus padres escogieron cuando la adoptaron, y pretendo entregarle este manuscrito.
Viorel, que llegará con sus abuelos para la celebración, también le ha preparado una sorpresa; ha grabado su primera canción en el estudio de unos amigos comunes y la cantará durante la cena.
Después, ella me preguntará: «¿Por qué lo has hecho?».
Y yo le responderé: «Porque necesitaba comprenderte». Durante todos esos años que estuvimos juntos, sólo escuchaba lo que creía que eran leyendas, pero ahora sé que esas leyendas son realidad.
Siempre que pensaba en acompañarla, ya fuera a las ceremonias de los lunes en su apartamento, o a Rumania, o a reuniones con los amigos, ella me pedía que no lo hiciese. Quería ser libre; un policía siempre intimida a la gente, decía. Delante de alguien como yo, incluso los inocentes se sienten culpables.
Estuve dos veces en el almacén de Portobello sin que ella lo supiera. También sin que ella lo supiera, envié a hombres para protegerla en sus llegadas y salidas del local, y por lo menos una persona, más tarde identificada como militante de una secta, fue detenida con un puñal. Decía que había sido instruido por los espíritus para conseguir un poco de sangre de la Bruja de Portobello, que manifestaba la Madre, y que tenían que usarlo para consagrar ciertas ofrendas. No pretendía matarla, sólo recoger la sangre en un pañuelo. La investigación demostró que realmente no había tentativa de homicidio; aun así, fue acusado, y estuvo seis meses en prisión.
No fue mía la idea de «asesinarla» para el mundo. Athena quería desaparecer, y me preguntó si eso era posible. Le expliqué que, si la justicia hubiera decidido que el Estado debía tener la custodia de su hijo, yo no podría ir contra la ley. Pero a partir del momento en que el juez se manifestó a su favor, éramos libres para realizar su plan.
Athena era consciente de que, cuando las reuniones en el almacén alcanzaron publicidad local, su misión estaba desencaminada para siempre. De nada valía ponerse delante de una multitud y decir que no era una reina, una bruja ni una manifestación divina, ya que el pueblo escogió seguir a los poderosos y darle el poder a quien quiere. Y eso iría contra todo lo que ella predicaba: la libertad de escoger, de consagrar el pan, de despertar los dones individuales, sin guías ni pastores.
Tampoco valía de nada desaparecer: la gente entendería un gesto así como un retiro en el desierto, una ascensión a los cielos, un viaje para reunirse con maestros secretos que viven en el Himalaya, y esperarían siempre su regreso. Las leyendas respecto a ella crecerían y posiblemente se formaría un culto a su persona. Empezamos a notarlo cuando ella dejó de frecuentar Portobello; mis informantes decían que, en vez de lo que todo el mundo pensaba, su culto estaba aumentando de manera temible: se empezaron a crear grupos semejantes, gente que aparecía como «heredera» de Santa Sofía, su foto publicada en el periódico, con el niño en brazos, se vendía de manera secreta, mostrándola como una víctima, una mártir de la intolerancia. Los ocultistas empezaron a hablar de una «Orden de Athena», en la que se conseguía —previo pago— un contacto con la fundadora.
Así que sólo quedaba la «muerte». Pero en circunstancias absolutamente normales, como cualquier persona que acaba encontrando el fin de sus días a manos de un asesino en una gran ciudad. Eso nos obligaba a tomar una serie de precauciones.
A) El crimen no podía asociarse al martirio por razones religiosas, porque agravaría la situación que estábamos intentando evitar;
B) la víctima debería estar en un estado en el que no pudiera ser reconocida;
C) el asesino no podía ser encarcelado;
D) necesitaríamos un cadáver.
En una ciudad como Londres, todos los días tenemos gente muerta, desfigurada, quemada, pero normalmente acabamos cogiendo al criminal. Así que hubo que esperar casi dos meses hasta que ocurrió lo de Hampstead. También en este caso acabamos encontrando al asesino, pero estaba muerto: había viajado a Portugal y se había suicidado de un tiro en la boca. Se había hecho justicia, y todo lo que yo necesitaba era un poco de colaboración de amigos cercanos. Una mano no sabe lo que hace la otra, ellos a veces me piden cosas que no son demasiado ortodoxas, y mientras no se quebrante ninguna ley muy importante, hay —digamos— una cierta flexibilidad de interpretación.
Fue lo que ocurrió. En cuanto se descubrió el cadáver, fui designado junto a un compañero de muchos años para llevar el caso, y recibimos la noticia —casi simultánea— de que la policía portuguesa había descubierto el cuerpo de un suicida en Guimarães, con una nota en la que confesaba un asesinato con los detalles que correspondían al caso que teníamos entre manos, y daba instrucciones para que distribuyesen su herencia a instituciones de beneficencia. Había sido un crimen pasional; en fin, el amor con mucha frecuencia acaba en eso.
En la nota que había dejado, el muerto decía también que había traído a la mujer de una ex república de la Unión Soviética, que había hecho todo lo posible por ayudarla. Estaba dispuesto a casarse con ella para que pudiera tener todos los derechos de un ciudadano inglés, pero había descubierto una carta que estaba a punto de enviarle a un alemán que la había invitado a pasar unos días en su castillo.
En la carta decía que estaba deseando ir y que le enviase pronto el billete de avión para poder verse lo antes posible. Se habían conocido en un café de Londres, y se habían intercambiado sólo dos cartas, nada más que eso.
Estaba ante el cuadro perfecto.
Mi amigo vaciló, a nadie le gusta tener un crimen no resuelto en su historial, pero le dije que yo asumiría la culpa y él estuvo de acuerdo.
Fui hasta donde estaba Athena, una bonita casa en Oxford. Con una jeringuilla, cogí un poco de su sangre. Corté trozos de su pelo, los quemé, pero no completamente. De regreso a la escena del crimen, esparcí las «pruebas». Como sabía que la prueba de ADN sería imposible, ya que nadie sabía quién era su madre ni su padre verdaderos, todo lo que tenía que hacer era cruzar los dedos y esperar que la noticia no tuviera mucha repercusión en la prensa.
Se presentaron algunos periodistas. Les conté la historia del suicidio del asesino, mencionando sólo el país, sin precisar la ciudad. Dije que no se había encontrado ningún móvil para el crimen, pero que estaba totalmente descartada la hipótesis de la venganza o de motivos religiosos; según mi opinión (después de todo, los policías tienen derecho a equivocarse), la víctima había sido violada. Como debió de reconocer a su agresor, acabó muerta y desfigurada.
Si el alemán volvió a escribir, sus cartas debieron de ser devueltas con la señal de «destinatario ausente». La foto de Athena había aparecido una sola vez en el periódico, durante el enfrentamiento de Portobello, así que las posibilidades de ser reconocida eran mínimas. Además de mí, sólo tres personas saben la historia: sus padres y su hijo. Todos comparecimos en el «entierro» de sus restos, y la sepultura tiene una lápida con su nombre.
El niño viene a visitarla todos los fines de semana, y tiene un futuro brillante en el colegio.
Claro que un día Athena puede cansarse de esta vida aislada y decidir volver a Londres. Aun así, la memoria de la gente es corta, y salvo por sus amigos más íntimos, nadie se acordará de ella. Para entonces, Andrea será el elemento catalizador y —hágase justicia— tiene mucha más capacidad que Athena para seguir con la misión. Además de poseer los dones necesarios, es actriz: sabe cómo lidiar con el público.
He oído decir que su trabajo ha crecido significativamente, sin llamar más atención que la necesaria. Oigo historias de gente en posiciones clave de la sociedad que están en contacto con ella, y cuando sea necesario, cuando consigan alcanzar una masa crítica suficiente, acabarán con toda la hipocresía de todos los reverendos Ian Buck del mundo.
Y eso es lo que Athena desea; no su proyección personal, como muchos pensaban (incluso Andrea), sino que se cumpla la misión.
Al principio de mis investigaciones, que desembocaron en este manuscrito, pensaba que estaba escribiendo su vida para que supiera lo valiente e importante que fue. Pero a medida que las conversaciones proseguían, yo también iba descubriendo mi parte oculta, aunque no crea mucho en esas cosas. Y llegaba a la conclusión de que todo este trabajo era para responder a una pregunta que nunca he sabido responder: ¿por qué Athena me amaba, si somos tan diferentes y no compartimos la misma visión del mundo?
Recuerdo cuando le di el primer beso, en un bar junto a Victoria Station. Ella trabajaba en un banco, yo ya era detective de Scotland Yard. Después de algunos días saliendo juntos, me invitó a bailar en la casa del propietario de su apartamento, cosa que nunca acepté; no va con mi estilo.
Y en vez de enfadarse, me respondió que respetaba mi decisión. Al releer las declaraciones de sus amigos, me siento realmente orgulloso; Athena parecía no respetar la decisión de nadie más.
Meses después, antes de irse a Dubai, le dije que la amaba. Ella me respondió que sentía lo mismo, aunque, añadió, tuviésemos que prepararnos para largos períodos de separación. Cada uno iba a trabajar en un país diferente, pero el verdadero amor puede resistir la distancia.
Ésa fue la única vez que me atreví a preguntarle: «¿Por qué me amas?».
Ella respondió: «No lo sé ni tengo el menor interés por saberlo».
Ahora, al concluir todas estas páginas, creo que encontré la respuesta en su conversación con el periodista.
El amor es.
25 de febrero de 2006, 19.47 horas.
Terminada la revisión el día de San Expedito, 2006.