Samira R. Khalil, ama de casa

—¡Mi nieto! ¿Qué tiene que ver mi nieto con eso? ¿En qué mundo vivimos, Dios mío? ¿Todavía estamos en la Edad Media buscando brujas?

Corrí hasta él. El niño tenía la nariz sucia de sangre, pero no parecía importarle mi desesperación, y me empujó:

—Sé defenderme. Y me he defendido.

Aunque nunca haya tenido un hijo de mi vientre, conozco el corazón de los niños; estaba mucho más preocupada por Athena que por Viorel: ésa era una de las muchas peleas que iba a tener en la vida, y sus ojos hinchados no dejaban de mostrar cierto orgullo.

—¡Un grupo de niños del colegio dijo que mamá era una adoradora del diablo!

Sherine llegó poco después, a tiempo de ver al niño ensangrentado y de armar un verdadero escándalo. Quería salir, volver al colegio para hablar con el director, pero yo la abracé. Dejé que derramase todas sus lágrimas, que expresase toda su frustración; en ese momento lo único que podía hacer era quedarme callada, intentando transmitirle mi amor en silencio.

Cuando se calmó, le expliqué con todo el cuidado que podía volver a vivir con nosotros, que nos ocuparíamos de todo; su padre había hablado con unos abogados al leer en el periódico lo de la denuncia que se estaba tramitando contra ella. Haríamos lo posible y lo imposible por sacarla de esa situación, aguantaríamos los comentarios de los vecinos, las miradas de ironía de los conocidos, la falsa solidaridad de los amigos.

No había nada más importante en el mundo que la felicidad de mi hija, aunque yo no pudiera comprender por qué siempre escogía caminos tan difíciles y tan sufridos. Pero una madre no tiene que comprender nada; sólo amar y proteger.

Y enorgullecerse. Sabiendo que podíamos dárselo casi todo, se había ido pronto en busca de su independencia. Tuvo sus tropiezos, sus derrotas, intentó afrontar ella sola las turbulencias. Buscó a su madre consciente de los riesgos que corría, y eso la acercó más a nuestra familia. Yo me daba cuenta de que jamás había escuchado mis consejos: conseguir un título, casarse, aceptar las dificultades de la vida en común sin quejarse, no intentar ir más allá de lo que la sociedad permitía.

¿Y cuál había sido el resultado?

Acompañando la historia de mi hija, me convertí en una persona mejor. Es evidente que no entendía nada de la Diosa Madre, esa manía de reunirse siempre con gente extraña, y jamás conformarse con lo que había conseguido después de mucho trabajo.

Pero, en el fondo, me habría gustado mucho ser como ella, aunque ya fuese un poco tarde para pensar así.

Iba a levantarme para prepararles algo de comer, pero ella me lo impidió.

—Quiero quedarme aquí un poco, en tu regazo. Es todo lo que necesito. Viorel, vete un rato a la habitación a ver la tele, me gustaría hablar con tu abuela.

El niño obedeció.

—Debo de haberte causado mucho sufrimiento.

—Ninguno. Todo lo contrario, tú y tu hijo sois la fuente de nuestras alegrías y el motivo por el cual estamos vivos.

—Pero yo no hice exactamente…

—… qué bien que haya sido así. Hoy puedo confesar: hubo momentos en los que te odié, en los que me arrepentí de no haber seguido el consejo de la enfermera y adoptar a otro niño. Y me preguntaba: «¿Cómo una madre puede odiar a su propia hija?». Tomaba pastillas, iba a jugar al bridge con mis amigas, compraba compulsivamente, todo para compensar el amor que te había dado y que creía que no estaba recibiendo.

»Hace algunos meses, cuando decidiste dejar otro empleo más que te estaba dando dinero y prestigio, me desesperé. Fui a la iglesia que hay cerca de casa: quería hacer una promesa, pedirle a la Virgen que tomases conciencia de la realidad, que cambiases de vida, que aprovechases las oportunidades que estabas desperdiciando. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa a cambio de eso.

»Me quedé mirando a la Virgen con el niño en su regazo. Y dije: “Tú que eres madre, sabes por lo que estoy pasando. Puedes pedirme cualquier cosa, pero salva a mi hija, porque creo que va comino de su autodestrucción”.

Sentí que los brazos de Sherine me apretaban. Empezó a llorar de nuevo, pero era un llanto diferente. Yo hacía lo posible por controlar mi emoción.

—¿Y sabes lo que sentí en ese momento? Que ella hablaba conmigo. Y me decía: «Escucha, Samira, yo también penaba así. Sufrí muchos años porque mi hijo no escuchaba nada de lo que yo le decía. Me preocupaba por su seguridad, creía que no sabía escoger a sus amigos, que no tenía el menor respeto por las leyes, ni por las costumbres, ni por la religión, ni por los mayores». ¿Tengo que contarte el resto?

—No es necesario, lo entiendo. Pero me gustaría escucharlo de todos modos.

—La Virgen terminó diciendo: «Pero mi hijo no me escuchó. Y hoy estoy muy contenta por ello».

Con todo el cariño, retiré su cabeza de mi hombro y me levanté.

—Tenéis que comer.

Fui hasta la cocina, preparé una sopa de cebolla, un plato de tabulé, calenté el pan sin fermentar, puse la mesa y comimos juntos. Hablamos de cosas sin importancia, que en esos momentos nos unían y justificaban el amor de estar allí, tranquilos, aunque la tempestad estuviera arrancando árboles y sembrando la destrucción allá fuera. Claro, al final de la tarde mi hija y mi nieto salieron por aquella puerta, para enfrentarse de nuevo al viento, a las tormentas, a los rayos, pero eso era una elección suya.

—Mamá, has dicho que harías cualquier cosa por mí, ¿verdad?

Claro que era verdad. Incluso dar mi vida, si fuera necesario.

—¿No crees que yo también debería hacer algo por Viorel?

—Creo que es el instinto. Pero además del instinto, ésa es la mayor manifestación de amor que tenemos.

Ella siguió comiendo.

—Sabes que tienes un juicio pendiente con la justicia y que tu padre está listo para ayudarte, si quieres.

—Claro que quiero. Es mi familia.

Lo pensé dos, tres veces, pero no me contuve:

—¿Puedo darte un consejo? Sé que tienes amigos importantes. Hablo del periodista ése. ¿Por qué no le pides que publique tu historia, que cuente tu versión de los hechos? La prensa le está dando mucha cobertura a ese reverendo, y la gente dándole razón.

—Entonces, además de aceptar lo que hago, ¿me quieres ayudar?

—Sí, Sherine. Aunque no entienda, aunque a veces sufra como debió de sufrir la Virgen en su vida, aunque no seas Jesucristo y tengas un importante mensaje que transmitirle al mundo, yo estoy de tu lado y quiero verte victoriosa.