Leí el reportaje en el avión cuando volvía de Ucrania hecho un mar de dudas. Todavía no sabía si la tragedia de Chernóbil había sido realmente desastrosa o si había sido utilizada por los grandes productores de petróleo para inhibir el uso de otras fuentes de energía.
Me asustó el artículo que tenía en la mano. En las fotos se veían algunos escaparates rotos, a un reverendo Back colérico, y —allí estaba el peligro— a una hermosa mujer, con ojos de fuego, abrazada a su hijo. Entendí inmediatamente lo que podría ocurrir. Fui directamente del aeropuerto a Portobello, convencido de que mis previsiones se iban a hacer realidad.
Desde el lado positivo, la reunión del lunes siguiente fue uno de los eventos de mayor éxito en la historia del barrio: acudió muchísima gente, algunos con curiosidad por ver a la entidad mencionada en el artículo, otros con pancartas que defendían la libertad de culto y de expresión. Como no había sitio más que para doscientas personas, la multitud permaneció apretujada en la calle, esperando por lo menos una mirada de aquella que parecía la sacerdotisa de los oprimidos.
Cuando ella llegó, fue recibida con aplausos, notas, peticiones de auxilio; algunas personas le tiraron flores, y una señora, de edad indefinida, le pidió que siguiese luchando por la libertad de las mujeres, por el derecho a adorar a la Madre.
Los feligreses de la semana anterior debieron de sentirse intimidados con la multitud y no aparecieron, a pesar de las amenazas que habían proferido los días anteriores. No hubo ninguna agresión, y la ceremonia transcurrió como siempre: baile, Santa Sofía manifestándose (en ese momento yo ya sabía que no era más que un lado de la propia Athena), celebración (aspecto que había sido añadido recientemente, cuando el grupo se cambió al almacén cedido por uno de los que primero empezaron a frecuentarlo) y punto final.
Noté que durante el sermón Athena parecía poseída:
—Todos tenemos un deber para con el amor; permitir que se manifieste de la manera que crea mejor. No podemos y no debemos asustarnos cuando las fuerzas de las tinieblas, aquellas que instituyeron la palabra «pecado» sólo para controlar nuestros corazones y nuestras mentes, quieren hacerse oír. ¿Qué es el pecado? Jesucristo, al que todos nosotros conocemos, se volvió hacia la mujer adúltera y dijo: «¿Nadie te ha condenado? Pues yo tampoco te condeno». Curó los sábados, permitió que una prostituta le lavase los pies, invitó a un criminal que estaba crucificado a su lado a gozar de las delicias del Paraíso, comió alimentos prohibidos, nos dijo que nos preocupásemos sólo del día de hoy, porque los lirios del campo no tejen ni hilan, pero se visten de gloria.
»¿Qué es el pecado? Pecado es impedir que el Amor se manifieste. Y la Madre es amor. Estamos en un nuevo mundo, podemos elegir seguir nuestros propios pasos, no los que la sociedad nos obliga dar. Si es necesario, nos enfrentaremos de nuevo a las fuerzas de las tinieblas como hicimos la semana pasada. Pero nadie acallará nuestra voz ni nuestro corazón.
Estaba asistiendo a la transformación de una mujer en un icono. Ella decía todo aquello con convicción, con dignidad, con fe en sus palabras. Deseé que las cosas fuesen realmente así, que estuviésemos realmente ante un nuevo mundo del que yo iba a ser testigo.
Su salida del almacén fue tan consagradota como su entrada, y al verme entre la multitud, me llamó a su lado, comentando que me había echado de menos la semana pasada. Estaba alegre, segura de sí misma, convencida de la corrección de sus actos.
Ése era el lado positivo del artículo del periódico, y ojalá las cosas terminasen ahí. Quería estar equivocada en mi análisis, pero, tres días después, mi previsión se confirmó: el lado negativo surgió con toda su fuerza.
A través de uno de los más reputados y conservadores bufetes de abogados del Reino Unido, cuyos directores tenían contactos en las altas esferas del gobierno —ellos sí, y no Athena—, y utilizando las declaraciones que se habían publicado, el reverendo Back convoco una rueda de prensa para decir que iba a llevar el caso ante la justicia con una denuncia por difamación, calumnia y daños morales.
El secretario de redacción me llamó: sabía que yo tenía amistad con el personaje central de aquel escándalo y me sugirió que hiciésemos una entrevista en exclusiva. Mi primera reacción fue de indignación: ¿cómo iba a utilizar mi relación de amistad para vender periódicos?
Pero, después de hablar un poco, empecé a pensar que tal vez fuese una buena idea: Athena tendría la oportunidad de presentar su versión de la historia. Es más, podría usar la entrevista para promover todo aquello por lo que ahora estaba luchando abiertamente. Salí de la reunión junto con el secretario de redacción con el plan que elaboramos juntos: una serie de reportajes sobre las nuevas tendencias sociales y las transformaciones que la búsqueda religiosa estaba atravesando. En uno de estos reportajes, yo publicaría las palabras de Athena.
La misma tarde de la reunión con el secretario de redacción fui hasta su casa, aprovechando el hecho de que la invitación había partido de ella a la salida del almacén. Supe por los vecinos que uno de los oficiales de justicia habían aparecido el día anterior para entregarle una citación, pero tampoco habían podido.
Llamé más tarde sin éxito. Lo intenté de nuevo cuando se hizo de noche, pero nadie respondía al teléfono. A partir de ahí empecé a llamar cada media hora, y la ansiedad aumentaba proporcionalmente a las llamadas. Desde que Santa Sofía me había curado el insomnio, el cansancio me empujaba hacia la cama a las once de la noche, pero esta vez la angustia me mantuvo despierto.
Encontré el número de su madre en la guía telefónica. Pero ya era tarde, y si ella no estaba allí, toda la familia se preocuparía. ¿Qué debía hacer? Encendí la tele para ver si había pasado algo; nada especial, Londres seguía igual, con sus maravillas y sus peligros.
Decidí intentarlo una última vez: después de sonar tres veces, alguien contestó al teléfono. Inmediatamente reconocí la voz de Andrea al otro lado de la línea.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Athena me dijo que la llamase. ¿Va todo bien?
—Claro que va todo bien, y todo va mal, según cómo lo quieras ver. Pero creo que puedes ayudar.
—¿Dónde está?
Colgó sin dar más detalles.