Deidre O’Neill, conocida como Edda

La gente lee muchas historias sobre brujas, hadas, cosas paranormales, niños poseídos por espíritus malignos. Ven películas con rituales en las que se hacen pentagramas, espadas e invocaciones. Vale, hay que dejar que la imaginación fluya, vivir, esas etapas, y el que pasa por ellas sin dejarse engañar acaba entrando en contracto con la Tradición.

La verdadera Tradición es eso: el maestro jamás le dice a su discípulo lo que debe hacer. Sólo son compañeros de viaje, que comparten la misma y difícil sensación de «extrañeza» ante las percepciones que cambian sin parar, los horizontes que se abren, las puertas que se cierran, los ríos que a veces parecen entorpecer el camino, pero que en realidad no deben ser atravesados, sin recorridos.

La diferencia entre el maestro y el discípulo es sólo una: el primero tiene un poco menos de miedo que el segundo. Entonces, cuando se sientan alrededor de una mesa o de una hoguera para charlar, el más experimentado sugiere: «¿Por qué no haces eso?». Nunca dice: «Ve por ahí y llegarás a donde yo he llegado», ya que cada camino es único, y cada destino es personal.

El verdadero maestro provoca en el discípulo la valentía para desequilibrar su mundo, aunque también recele de las cosas que ha encontrado, y recele todavía más de lo que le reserva la siguiente curva.

Yo era una médica joven y entusiasmada, que viajó al interior de Rumania en un programa de intercambio del gobierno inglés, para intentar ayudar al prójimo. Me fui llevando medicamentos en el equipaje, y prejuicios en la cabeza: tenía las ideas claras respecto a cómo deben comportarse las personas, a lo que es necesario para ser feliz, a los sueños que debemos mantener encendidos dentro de nosotros, a cómo hay que desarrollar las relaciones humanas. Desembarqué en Bucarest durante aquella sangrienta y delirante dictadura, fui a Transilvania como parte de un programa de vacunación en masa de los habitantes del lugar.

No entendía que no era más que otra pieza en un complicado tablero de ajedrez, en el que manos invisibles manipulaban mi ideal, y todo aquello que creía estar haciendo por la humanidad tenía segundas intenciones: estabilizar el gobierno del hijo del dictador, permitir que Inglaterra vendiese armas en un mercado dominado por los soviéticos.

Mis buenas intenciones en seguida cayeron por tierra cuando empecé a ver que las vacunas no eran suficiente, había otras enfermedades que diezmaban la región. Yo escribía sin parar pidiendo recursos, pero no los conseguía; decían que no me preocupara más que por aquello que me habían encargado.

Me sentí impotente, indignada. Conocí la miseria de cerca, podría hacer algo su por lo menos alguien me diera unas cuantas libras, pero no les interesaban tanto los resultados. Nuestro gobierno sólo quería noticias en el periódico, para poder decirles a sus partidos políticos y a sus electores que habían enviado grupos a diversos lugares del mundo en misión humanitaria. Tenían buenas intencione, además de vender armas, claro.

Me desesperé; ¿qué demonios era este mundo? Una noche, me fui al bosque congelado blasfemando contra Dios, que era injusto con todo y con todos. Cuando estaba sentada al pie de un roble, apareció mi protector. Me dijo que podía morirme de frío. Le respondí que era médica, que conocía los límites del cuerpo, y en el momento en que me estuviera acercando a esos límites, volvería al campamento. Le pregunté qué hacía allí.

—Hablo con una mujer que me escucha, ya que los hombres se han quedado sordos.

Creí que se refería a mí, pero no, la mujer era el propio bosque. Después de ver a aquel hombre andando por entre los árboles, haciendo gestos extraños y diciendo cosas que era incapaz de comprender, una cierta paz se instaló en mi corazón; después de todo, yo no era la única en el mundo que hablaba sola. Cuando me disponía a regresar, él volvió a acercarse a mí.

—Sé quién eres —dijo—. En la aldea tienes fama de buena persona, siempre de buen humor y dispuesta a ayudar a los demás, pero yo veo algo diferente: veo rabia y frustración.

Sin saber si estaba ante un espía del gobierno, decidí decirle todo lo que sentía: tenía que desahogarme, aun a riesgo de ir a la cárcel. Caminamos juntos hacia el hospital, de campaña en el que yo trabajaba; lo llevé al dormitorio, que en aquel momento estaba vacío (mis compañeros se divertían en una fiesta anual que se celebraba en la ciudad), y lo invité a tomar algo. Él sacó una botella de una bolsa que llevaba.

—Palinka —dijo, refiriéndose a la bebida tradicional del país, con una altísima graduación alcohólica—. Soy yo el que invita.

Bebimos juntos, no me di cuenta de que cada vez estaba más borracha; no lo noté hasta que quise ir al baño, tropecé con algo y me caí al suelo.

—No te muevas —dijo él—. Fíjate en lo que está delante de tus ojos.

Una fila de hormigas.

—Todo el mundo piensa que son muy sabias. Tienen memoria, inteligencia, capacidad de organización, espíritu de sacrificio. Buscan alimento en el verano, lo guardan para el invierno, y ahora salen de nuevo, en esta primavera helada, para trabajar. Si mañana el mundo fuese destruido por una guerra atómica, las hormigas sobrevivirían.

—¿Y por qué sabe usted todo eso?

—Estudié biología.

—¿Y por qué demonios no trabaja para mejorar el estado de su pueblo? ¿Qué hace en medio del bosque hablando solo con los árboles?

—En primer lugar, no estaba solo; además de los árboles, tú me estabas escuchando. Pero respondiendo a tu pregunta: dejé la biología para dedicarme al trabajo de herrero.

Me levanté con mucho esfuerzo. La cabeza seguía dándome vueltas, aunque estaba lo suficientemente consciente para entender la situación de aquel pobre infeliz. A pesar de haber ido a la universidad, no había conseguido encontrar empleo. Le dije que en mi país pasaba lo mismo.

—No se trata de eso; dejé la biología porque quería trabajar de herrero. Desde niño he sentido fascinación por esos hombres que martillean el acero, que componen una música extraña, esparciendo chispas a su alrededor, poniendo el hierro al rojo vivo en el agua, haciendo nubes de vapor. Yo era un biólogo infeliz, porque mi sueño era hacer que el metal rígido adoptase formas suaves. Hasta que un día apareció un protector.

—¿Un protector?

—Digamos que, al ver a estas hormigas haciendo exactamente lo que están programadas para hacer, tú exclames: ¡Qué fantástico! Las guardianas están genéticamente preparadas para sacrificarse por la reina, las obreras transportan hojas diez veces más pesadas que ellas, las ingenieras preparan túneles que resisten tempestades e inundaciones. Entran en batallas mortales con sus enemigos; sufren por la comunidad, y jamás se preguntan: ¿Qué estamos haciendo aquí?

»Los hombres intentan imitar la sociedad perfecta de las hormigas, y yo, como biólogo estaba cumpliendo mi papel, hasta que apareció alguien y me hizo esta pregunta:

»—¿Estás contento con lo que haces?

»Yo dije: “Pues claro, soy útil para mi pueblo”.

»—¿Y eso es suficiente?

»Yo no sabía si era suficiente, pero le dije que me parecía una persona arrogante y egoísta.

»Él respondió: “Puede ser, pero todo lo que vas a conseguir es seguir repitiendo lo que se viene haciendo desde que el hombre es hombre: mantener las cosas organizadas”.

»—Pero el mundo ha progresado —respondí.

»Me preguntó si sabía historia. Claro que sí. Hizo otra pregunta: ¿no éramos ya capaces, hace miles de años, de construir edificios como las pirámides? ¿No éramos capaces de adorar a dioses, de tejer, de hacer fuego, de conseguir amantes y esposas, de transportar mensajes escritos? Claro que sí. Peor, aunque en la actualidad nos hayamos organizado para sustituir los esclavos gratuitos por esclavos con salario, todos los avances se han dado sólo en el campo de la ciencia. Los seres humanos todavía se hacen las mismas preguntas que sus ancestros. O sea, no han evolucionado absolutamente nada. A Partir de ese momento entendí que aquella persona que me hacía esas preguntas era alguien enviado por el cielo, un ángel, un protector.

—¿Por qué le llama protector?

—Porque me dijo que había dos tradiciones: una que nos hace repetir lo mismo a lo largo de los siglos, y otra que nos abre la puerta de los desconocido. Pero esta segunda tradición es incómoda, desagradable y peligrosa, porque, si tiene muchos adeptos, acabará destruyendo la sociedad que ha costado tanto organizar tomando como ejemplo las hormigas. Por eso, esa segunda tradición se hizo secreta, y ha conseguido sobrevivir tantos siglos porque sus adeptos crearon un lenguaje oculto, a través de símbolos.

—¿Le preguntó algo más?

—Claro, porque, aunque yo lo negase, él sabía que no estaba satisfecho con lo que hacía. Mi protector comentó: «Tengo miedo de dar pasos que no están en el mapa, pero, a pesar de mis miedos, al final del día me parece mucho más interesante».

»Insistí en el tema de la tradición y él me dijo algo como “mientras Dios siga siendo un simple hombre, siempre tendremos alimentos y una casa en la que vivir. Cuando la Madre finalmente reconquiste su libertad, tal vez tengamos que dormir a la intemperie y vivir de amor, o tal vez seamos capaces de encontrar el equilibrio entre la emoción y el trabajo.”.

»El hombre que iba a ser mi protector me preguntó: “¿Si no fueras biólogo, qué serias?”.

»Yo dije: “Herrero, pero eso no da dinero”. Él respondió: “Pues cuando te canses de ser lo que no eres, diviértete y celebra la vida, golpeando un hierro con un martillo. Con el tiempo descubrirás que eso te dará más que placer: te dará un sentido”.

»—¿Cómo sigo esa tradición de la que me ha hablado?

»—Ya te lo he dicho, por los símbolos —respondió él—. Empieza por hacer lo que quieres, y todo lo demás te será revelado. Tienes que creer que Dios es madre, cuida de tus hijos, jamás dejes que les pase nada malo. Yo lo hice y sobreviví. Descubrí que también hay otras personas que lo hacen, pero las confunden con locos, irresponsables, supersticiosos. Buscan en la naturaleza la inspiración que está en ella, desde que el mundo es mundo. Construimos pirámides, pero también desarrollamos símbolos.

»Una vez dicho eso, se fue y no volví a verlo, nunca más.

»Sólo sé que, a partir de ese momento, los símbolos empezaron a aparecer porque mis ojos se habían abierto gracias a aquella conversación. Me costó mucho, pero una tarde le dije a mi familia que, aunque tuviera todo lo que un hombre puede soñar, era infeliz: en realidad, había nacido para ser herrero. Mi mujer protestó, diciendo: “Tú, que naciste gitano, que tuviste que enfrentarte a tantas humillaciones para llegar a donde has llegado, ¿ahora quieres volver atrás?”. Mi hijo se puso muy contento, porque también le gustaba ver a los herreros de nuestra aldea y detestaba los laboratorios de las grandes ciudades.

»Empecé a repartir mi tiempo entre las investigaciones biológicas y el trabajote ayudarte de herrero. Estaba siempre cansado, pero más alegre que antes. Un día, dejé mi empleo y monté mi propia herrería, que fue muy mal al principio; justo cuando yo empezaba a creer en la vida, las cosas empeoraban sensiblemente. Un día, estaba trabajando y noté que allí, delante de mí, había un símbolo.

»Recibía el acero sin trabajar y tenía que convertirlo en piezas para coches, máquinas agrícolas, útiles de cocina. ¿Cómo se hace? Primero, caliento la chapa de acero en un calor infernal, hasta que se ponga roja. Después, sin piedad, cojo el martillo más pesado y le doy varios golpes, hasta que la pieza adquiera la forma deseada.

»Luego, se sumerge en un caldero de agua fría, y todo el taller se llena con el ruido del vapor, mientras la pieza estalla y grita debido al súbito cambio de temperatura.

»Tengo que repetir este proceso hasta conseguir la pieza perfecta: una vez sólo no es suficiente.

El herrero hizo una larga pausa, encendió un cigarrilla y siguió:

—A veces, el acero que llega a mis manos no puede aguantar ese tratamiento. El calor, los martillazos y el agua fría terminan agrietándolo todo. Y sé que jamás se transformará en una buena lámina para el arado, ni en el eje de un motor. Entonces, simplemente lo pongo en el montón de hierro viejo que has visto a la entrada de mi herrería.

Otra pausa, el herrero concluyó:

—Sé que Dios me está poniendo a prueba. He aceptado los martillazos que me da la vida, y a veces me siento tan frío como el agua que hace sufrir al acero. Pero lo único que le pido es: «Dios Mío, Madre Mía, no desistas, hasta que consiga adoptar la forma que esperas de mí. Inténtalo de la manera que creas que es mejor; durante el tiempo que quieras, pero no me pongas nunca en el montón del hierro viejo de las almas».

Cuando acabé mi conversación con aquel hombre, a pesar de estar borracha, sabía que mi vida había cambiado. Hay una tradición detrás de todo aquello que aprendemos, y lo que yo necesitaba era ir en busca de gente que, consciente o inconscientemente, fuera capaz de manifestar ese lado femenino de Dios. En vez de perder el tiempo echando pestes contra mi gobierno y las manipulaciones políticas, decidí hacer lo que realmente me apetecía: curar a la gente. El resto ya no me interesaba.

Como no tenía los recuerdos necesarios, me acerqué a mujeres y hombres de la región, que me guiaron por el mundo de las hierbas medicinales. Aprendí que había una tradición popular que se remontaba a un pasado muy lejano: era transmitida de generación en generación a través de la experiencia, y no del conocimiento técnico. Con esta ayuda, pude ir mucho más allá de lo que mis posibilidades me permitían, porque yo no estaba allí sólo para cumplir una tarea de la universidad, ni para ayudar a mi gobierno a vender armas, ni para hacer propaganda subliminal de partidos políticos.

Yo estaba allí porque curar a la gente me hacía feliz.

Eso me acercó a la naturaleza, a la tradición oral y a las plantas. De vuelta a Inglaterra, decidí hablar con médicos, y les preguntaba: «¿Sabéis exactamente las medicinas que tenéis que recetar o… a veces os ayudáis de la intuición?». Casi todos, después de que se rompía el hielo, decían que muchas veces eran guiados por una voz, y que cuando no respetaban sus consejos, se equivocaban en el tratamiento. Evidentemente utilizan toda la técnica disponible, pero saben que hay un rincón, un rincón oscuro, en el que está realmente el sentido de la cura y la mejor decisión que se puede tomar.

Mi protector desequilibró mi mundo, aunque no fuese más que un herrero gitano. Yo solía ir por lo menos una vez al año a su aldea, y hablábamos de cómo la vida se abre ante nuestros ojos cuando nos atrevemos a ver las cosas de un modo diferente. En algunas de estas visitas, conocí a otros discípulos suyos, y juntos comentábamos nuestros miedos y nuestras conquistas. El protector decía: «Yo también tengo miedo, pero en esos momentos descubro una sabiduría que está más allá de mí y sigo adelante».

Hoy gano una fortuna como médica en Edimburgo, y ganaría más dinero si decidiese trabajar en Londres, pero prefiero aprovechar la vida y tener mis momentos de descanso. Hago lo que me gusta: combino los procedimientos curativos de los antiguos, la Tradición Arcana, con las técnicas más modernas e la medicina actual, la Tradición de Hipócrates. Estoy escribiendo un tratado al respecto, y mucha gente de la comunidad «científica», al ver mi texto publicado en una revista especializada, se atreverá a dar pasos que en el fondo siempre han querido dar.

No creo que la cabeza sea la fuente de todos los males; hay enfermedades. Creo que los antibióticos y los antivirales han sido grandes pasos para la humanidad. No pretendo que un paciente mío se cure de apendicitis sólo con la meditación; lo que necesita es una cirugía buena y rápida. En fin, doy mis pasos con coraje y con miedo, procuro técnica e inspiración. Y soy lo bastante prudente como para no ir hablando de esto por ahí, de lo contrario me tacharían de curandera, y muchas de las vidas que podría salvar acabarían perdiéndose.

Cuando tengo dudas, le pido a la Gran Madre. Nunca me ha dejado sin respuesta. Pero siempre me ha aconsejado ser discreta; seguro que le dio el mismo consejo a Athena, por lo menos en dos o tres ocasiones.

Pero ella estaba demasiado fascinada por el mundo que empezaba a descubrir, y no la escuchó.