Heron Ryan, periodista

El secretario de redacción me entrega un video y vamos hasta la sala de proyección para verlo.

Fue filmado la mañana del día 26 de abril de 1986, u muestra una vida normal en una ciudad normal. Un hombre sentado tomando café. Una madre que pasea con su bebé por la calle. Gente atareada, yendo al trabajo, una o dos personas que esperan en la parada el autobús. Un hombre leyendo el periódico en un banco de una plaza.

Pero el vídeo está mal. Aparecen varias rayas horizontales, como si hubiese que darle al botón de tracking. Me levanto para hacerlo, el secretario me interrumpe:

—Es así. Sigue mirando.

Imágenes de la pequeña ciudad del interior siguen pasando, sin absolutamente nada interesante además de las escenas de la vida cotidiana.

—Es posible que algunas de esas personas sepan que ha habido un accidente a dos kilómetros de allí —dice mi superior—. También es posible que sepan que ha habido treinta muertes; un gran número, pero no el suficiente como para cambiar la rutina de los habitantes.

Ahora se ven escenas de autobuses aparcando. Se quedarán ahí durante muchos días, sin que ocurra nada. Las imágenes están muy mal.

—No es tracking. Es la radiación. El vídeo lo filmó el KGB, la policía secreta en la Unión Soviética.

»En la noche del día 26 de abril, a las 1.23 de la mañana, el peor desastre creado por la mano del hombre ocurrió en Chernóbil, Ucrania. Con la explosión de un reactor nuclear, la gente del área fue sometida a una radiación noventa veces superior ala de la bomba de Hiroshima. Había que evacuar inmediatamente la región, pero nadie, absolutamente nadie dijo nada; después de todo, el gobierno no comete errores. Hasta una semana después no apareció en la página 32 del periódico local una pequeña nota de cinco líneas, hablando de la muerte de los trabajadores, y sin dar mayores explicaciones. En ese intervalo de tiempo, se celebró el Día del Trabajador en toda la ex Unión Soviética, y en Kiev, capital de Ucrania, la gente desfilaba sin saber que la muerte invisible estaba en el aire.

Y concluye:

—Quiero que vayas hasta allí a ver cómo está hoy Chernóbil.

Acabas de ser ascendido a corresponsal, especial. Tendrás un aumento del 20 por ciento, además de poder sugerir qué tipo de artículo debemos publicar.

Debería haber dado saltos de alegría, pero me invadió una tristeza inmensa que tenía que disimular. Imposible argumentárselo a él, decirle que en ese momento había dos mujeres en mi vida; yo no quería salir de Londres, era mi vida y mi equilibrio mental lo que estaba en juego. Le pregunto cuándo tengo que salir de viaje, responde que lo antes posible, porque corren rumores de que otros países están aumentando significativamente la producción de energía nuclear.

Consigo negociar una salida honrosa, explicándole que primero debo escuchar a especialistas, entender bien el asunto y, una vez recogido el material necesario, embarcar sin demora.

Él está de acuerdo, estrecha mi mano y me felicita. No tengo tiempo de hablar con Andrea; cuando llego a casa todavía no ha vuelto del teatro. Me quedo dormido, y de nuevo me despierto con una nota que dice que se ha ido a trabajar y que el café está en la mesa.

Me voy al trabajo, intento agradar al jefe, que «ha mejorado mi vida», llamo a especialistas en radiación y energía. Descubro que en total fueron nueve millones de personas en todo el mundo las afectadas directamente por el desastre, tres o cuatro millones de los cuales eran niños. Las treinta muertes se convirtieron, según el especialista John Gofmans, en 475 000 casos de cáncer mortal, y un número igual de cáncer no mortal.

Un total de dos mil ciudades y aldeas fueron sencillamente borradas del mapa. Según el Ministerio de Sanidad de Bielorrusia, el índice de cáncer de tiroides en el país aumentará considerablemente entre 2005 y 2010, como consecuencia de la radiactividad que aún sigue haciendo efecto. Otro especialista me explica que, además de estos nueve millones de personas directamente expuestas a la radiación, otros sesenta y cinco millones fueron indirectamente afectadas a través del consumo de alimentos contaminados, en muchos países del mundo.

Es un asunto serio, que merece ser tratado con respeto. Al final del día vuelvo a la sala del secretario de redacción y le sugiero no ir a visitar la ciudad hasta el día del aniversario del accidente; hasta entonces puedo investigar más, escuchar a más especialistas y ver cómo el gobierno inglés siguió la tragedia. Él está de acuerdo.

Llamo a Athena; después de todo, dice que sale con alguien de Scotland Yard, y éste es el momento de pedirle un favor, ya que Chernóbil no es un asunto clasificado como secreto y la Unión Soviética ya no existe. Me promete que hablará con su «novio», pero que no me garantiza que vaya a obtener las respuestas que quiero.

Me dice también que se va a Escocia al día siguiente y que no vuelve hasta el día de la reunión con el grupo.

—¿Qué grupo?

El grupo, responde. Entonces, ¿se va a convertir en algo rutinario? ¿Cuándo podemos vernos, para hablar, para aclarar las cosas?

Pero ya ha colgado. Vuelvo a casa, veo las noticias, ceno solo, voy a buscar a Andrea al teatro. Llego a tiempo para asistir al final de la obra, y para mi sorpresa, parece que la persona que está en el escenario no es la misma con la que he convivido durante casi dos años; hay algo mágico en sus gestos, los monólogos y los diálogos tienen una intensidad a la que no estoy acostumbrado. Veo a una extraña, a una mujer que me gustaría tener a mi lado, y me doy cuenta de que la tengo a mi lado, no es de ninguna manera una extraña para mí.

—¿Cómo fue tu conversación con Athena? —le preguntó de camino a casa.

—Fue bien. ¿Y qué tal en el trabajo?

Ha cambiado de tema. Le cuento que me han ascendido, le hablo de Chernóbil, pero ella no muestra mucho interés. Empiezo a creer que estoy perdiendo el amor que tenía, pero no he conseguido el amor que esperaba. Sin embargo, en cuento llegamos al apartamento me invita a darnos una ducha juntos y acabamos entre las sábanas. Antes, ella pone a todo volumen la música esa de percusión (me explica que ha conseguido una copia), y me dice que no piense en los vecinos: nos preocupábamos demasiado de ellos y no vivíamos nunca nuestras vidas.

Lo que ocurre, de ahí en adelante, es algo que sobrepasa mi comprensión. ¿Acaso la mujer que, en este momento, hace el amor conmigo de una manera absolutamente salvaje ha descubierto finalmente su sexualidad, y se lo ha enseñado o se lo ha provocado otra mujer?

Porque, mientras me agarraba con una violencia nunca vista, decía sin parar:

—Hoy yo soy tu hombre, y tú eres mi mujer.

Y allí estuvimos durante casi una hora, y probé cosas que nunca antes me había atrevido. En determinados momentos sentí vergüenza, tuve ganas de pedirle que parase, pero ella parecía dominar totalmente la situación, me entregué, porque no tenía elección. Y lo peor, sentía mucha curiosidad.

Al final, estaba exhausto, pero Andrea parecía tener más energía que antes.

—Antes de dormir, quiero que sepas una cosa —dijo—. Si sigues adelante, el sexo te dará la oportunidad de hacer el amor con los dioses y las diosas. Es eso lo que has experimentado hoy. Quiero que te duermas sabiendo que yo he despertado la Madre que había en ti.

Quise preguntarle si lo había aprendido con Athena, pero no tuve coraje.

—Dime que te ha gustado ser mujer por una noche.

—Me ha gustado. No sé si me gustaría siempre, pero ha sido algo que me ha asustado. No sé si me gustaría siempre, pero ha sido algo que me ha asustado y me ha alegrado al mismo tiempo.

—Dime que siempre has querido probar lo que has probado hoy.

Una cosa es dejarse llevar por la situación y otra es comentar fríamente el asunto. Yo no dije nada, aunque no tenía dudas de que ella sabía la respuesta.

—Pues bien —siguió Andrea—, todo esto estaba dentro de mí y no lo sabía. Y estaba dentro de mí la máscara que cayó hoy cuando estaba en el escenario: ¿notaste algo diferente?

—Claro. Irradiabas una luz especial.

—Carisma: la fuerza divina que se manifiesta en el hombre y en la mujer. El poder sobrenatural que no tenemos que demostrarle a nadie, porque todo el mundo lo ve, incluso los menos sensibles. Pero no ocurre hasta que nos quedamos desnudos, morimos para el mundo y renacemos para nosotros mismos. Anoche, yo morí. Hoy, cuando pisé el escenario y vi que hacía exactamente lo que había elegido, renací de mis cenizas.

»Porque siempre he intentado ser quien era, pero no era capaz. Siempre intentaba impresionar a los demás, tenía conversaciones inteligentes, agradaba a mis padres y al mismo tiempo utilizaba todos los artificios posibles para conseguir hacer las cosas que quería. Yo siempre he abierto mi camino con sangre, lágrimas, fuerza de voluntad, pero ayer me di cuenta de que he escogido el proceso equivocado. Mi sueño no requiere nada de eso, sólo que me entregue a él, y que apriete los dientes si creo que estoy sufriendo, porque el sufrimiento pasa.

—¿Por qué me estás diciendo esto?

—Déjame terminar. En este recorrido en el que el sufrimiento parecía ser la única regla, luché por cosas por las que no vale de nada luchar. Como el amor, por ejemplo: o lo sientes, o no hay fuerza en el mundo que consiga provocarlo.

»Podemos fingir que amamos. Podemos acostumbrarnos al otro. Podemos vivir una vida entera de amistad, complicidad, crear una familia, practicar el sexo todas las noches, tener orgasmos, y aun así, sentir que hay un vacío patético en todo eso, falta algo importante. En nombre de lo que había aprendido sobre las relaciones entre un hombre y una mujer, intenté luchar por cosas que no merecían tanto la pena. Y eso te incluye a ti, por ejemplo.

»Hoy, mientras hacíamos el amor, mientras yo lo daba todo, y me daba cuenta de que tú también estabas dando lo mejor de ti, entendí que tu “mejor” ya no me interesa. Voy a dormir a tu lado, y mañana me iré. El teatro es mi ritual, en él puedo expresar y desarrollar lo que quiero.

Empecé a arrepentirme de todo: de haber ido a Transilvania para conocer a una mujer que podía estar destruyendo mi vida, de haber provocado la primera reunión del «grupo», de haberle confesado mi amor en un restaurante. En ese momento odié a Athena.

—Sé lo que estás pensando —dijo Andrea—. Que tu amiga me ha hecho un lavado de cerebro; no es nada de eso.

—Soy un hombre, aunque hoy haya hecho de mujer en la cama. Soy una especie en extinción, porque no veo muchos hombres a mí alrededor. Poca gente se arriesga lo que yo me arriesgo.

—Estoy segura, y eso hace que te admire. ¿Pero no me vas a preguntar quién soy, lo que quiero, lo que deseo?

Se lo pregunté.

—Lo quiero todo. Quiero lo salvaje y la ternura. Quiero molestar a los vecinos e intentar calmarlos. No quiero mujeres en la cama, pero quiero hombres, verdaderos hombres, como tú, por ejemplo. Que me amen o que me utilicen, eso no tiene importancia; mi amor es más grande que eso. Quiero amar libremente, y quiero dejar que la gente a mi alrededor haga lo mismo.

»Para acabar: con Athena hablé sobre cosas simples que despiertan la energía reprimida. Como hacer el amor, por ejemplo. O andar por la calle repitiendo “estoy aquí y ahora”. Nada especial, ningún ritual secreto; lo único que hacía que nuestra reunión no fuera relativamente común es que las dos estábamos desnudas. A partir de ahora, nos vamos a ver todos los lunes, y si tengo algo que comentar, lo haré después de la sesión; no tengo la menor intención de ser su amiga.

»De la misma manera, cuando ella tiene ganas de compartir algo, va a Escocia a hablar con esa tal Edda, a la que por lo visto tú también conoces y nunca me lo has contado.

—¡Pero si no me acuerdo!

Sentí que Andrea se estaba calmando poco a poco. Preparó dos tazas de café y lo tomamos juntos. Ella volvió a sonreír, me preguntó de nuevo por mi ascenso, dijo que le preocupaban las reuniones de los lunes, porque aquella mañana se había enterado de que los amigos de los amigos estaban invitando a otras personas, y el sitio era pequeño. Yo hacía un esfuerzo descomunal por fingir que aquello no había sido más que un ataque de nervios, una tensión premenstrual, una crisis de celos.

La abracé, ella se acurrucó en mi hombro; esperé a que se durmiera, aunque estaba exhausto. Esa noche no soñé absolutamente nada, no tuve ningún presentimiento.

Y a la mañana siguiente, cuando me desperté, vi que su ropa ya no estaba allí; la llave de casa estaba encima de la mesa, sin una nota de despedida.