Andrea McCain, actriz

La historia se extendió como el fuego; el lunes siguiente, día de descanso en el teatro, la casa de Athena estaba llena. Todos nosotros habíamos llevado amigos. Ella repitió lo mismo, nos obligó a bailar sin ritmo, como si necesitase la energía colectiva para llegar al encuentro de Santa Sofía. El niño estaba presente otra vez, y yo me dediqué a observarlo. Cuando se sentó en el sofá, se paró la música y empezó el trance.

Y empezaron las consultas. Como era de esperar, las tres primeras preguntas estaban relacionadas con el amor: si fulano va a seguir conmigo, si mengano me ama, si me están engañando. Athena no decía nada. La cuarta persona que quedó sin respuesta decidió reclamar:

—¿Entonces me están engañando?

—Soy Santa Sofía, la sabiduría universal. He venido a crear el mundo sin compañía de nadie, excepto del Amor. Yo soy el principio de todo, y antes de mí estaba el caos.

»Así que si alguno de vosotros quiere controlar las fuerzas que dominaron el caos, no le preguntéis a Santa Sofía. Para mí, el amor lo llena todo. No puede ser desead, porque es un fin en sí mismo. No puede engañar, porque no está relacionado con la posesión. No puede estar encarcelado, porque es como un río, y se desbordará. El que intente encarcelar el amor tiene que cortar la fuente que lo alimenta, y en ese caso, el agua que ha conseguido juntar acabará estancada y podrida.

Los ojos de Sofía recorrieron el grupo —la mayoría estaban allí por primera vez—, y empezó a señalar las cosas que veía: amenazas de enfermedad, problemas en el trabajo, problemas de relación entre padres e hijos, sexualidad, potenciales que existían pero que no estaban siendo explotados. Recuerdo que se dirigió a una mujer de aproximadamente treinta años:

—Tu padre te dijo cómo debían ser las cosas y cómo debería comportarse una mujer. Siempre has vivido luchando en contra de tus sueños, y el «querer» nunca se ha manifestado. Lo sustituías siempre por el «deber» o «esperar», o «necesitar». Pero eres una cantante excelente. Un año de experiencia y habrá una gran diferencia en tu trabajo.

—Tengo un hijo y un marido.

—Athena también tiene un hijo. Tu marido al principio se va a enfadar, pero acabará aceptándolo. Y no hay que ser Santa Sofía para saber eso.

—Tal vez ya sea demasiado mayor.

—Te estás negando a aceptar lo que eres. Ése ya no es mi problema; he dicho lo que tenía que decir.

Poco a poco, todas las personas que estaban en aquella pequeña sala sin poder sentarse porque no había sitio, sudando a mares a pesar de que todavía estábamos al final del invierno, sintiéndose ridículas por haber ido a un evento de esas características, fueron llamadas para recibir los consejos de Santa Sofía.

La última fui yo:

—Tú quédate, si quieres dejar de ser dos, y empezar a ser una.

Esta vez yo no tenía a su hijo en el regazo, él asistía a todo, y parecía que la conversación que habían mantenido al terminar la primera sesión había sido suficiente para que perdiese el miedo.

Asentí con la cabeza. Al contrario que en la sesión anterior, cuando la gente había salido al pedir que la dejasen con el niño, esta vez Santa Sofía dijo un sermón antes de terminar el ritual.

—No estáis aquí para obtener respuestas seguras, mi misión es provocaros. En el pasado, gobernantes y gobernados acudían a los oráculos para que adivinasen el futuro. El futuro, sin embargo, es caprichoso, porque se guía por las decisiones tomadas aquí, en el presente. Mantened la bicicleta acelerada porque, si el movimiento se acaba, os caeréis.

»Aquellos que en este momento estáis en el suelo, que habéis venido a conocer a Santa Sofía y que sólo queréis que ella confirme lo que os gustaría que fuese verdad, por favor, no volváis a aparecer. O empezad a bailar y haced que los que os rodean también se muevan. El destino será implacable con los que quieren vivir en un universo que ya se ha terminado. El nuevo mundo es de la Madre, que ha venido con el Amor a separar los cielos y las aguas. Quien crea que ha fracasado fracasará siempre. El que haya decidido que no puede ser de manera diferente, será destruido por la rutina. El que haya decidido impedir los cambios, se convertirá en polvo. ¡Malditos sean los que no bailan e impiden que los demás bailen!

Sus ojos escupían fuego.

—Podéis iros.

Salieron todos, yo podía ver la confusión reflejada en la mayoría de las caras. Habían venido en busca de conforto y habían encontrado provocación. Habían llegado porque querían oír hablar sobre cómo el amor puede ser controlado y oyeron que la llama que todo lo devora jamás podrá dejar de incendiarlo todo. Querían tener la seguridad de que sus decisiones eran acertadas —sus maridos, sus mujeres, sus jefes, estaban satisfechos—, y lo único que encontraron fueron palabras de duda.

Algunas personas, sin embargo, sonreían. Habían entendido la importancia del baile y seguro que iban a dejar que sus cuerpos y sus almas flotasen a partir de aquella noche, incluso teniendo que pagar un precio, como siempre ocurre.

En la sala, sólo quedamos el niño, Santa Sofía, Heron y yo.

—He pedido que te quedases sola.

Sin decir nada, él cogió su abrigo y se fue.

Santa Sofía me miraba. Y, poco a poco, la vi convertirse en Athena. La única manera de describir cómo sucedió esto es intentando compararla con un niño; cuando está contrariado, podemos ver el enfado en sus ojos, pero en cuanto se distrae, y cuando la rabia se va, parece que el niño ya no es el mismo que estaba llorando. El «ente», si es que podemos llamarlo así, parecía haberse disipado en el aire cuando su instrumento perdió la concentración.

Ahora estaba ante una mujer que parecía exhausta.

—Prepárame un té.

¡Me estaba dando una orden! Ya no era la sabiduría universal, sino alguien por quien mi pareja estaba interesado, o enamorado. ¿Adónde íbamos a parar con esa relación?

Pero una infusión no iba a destruir mi amor propio: fui hasta la cocina, calenté agua, puse un poco de manzanilla dentro, y volví a la sala. El niño estaba durmiendo en su regazo.

—Yo no te gusto.

No respondí.

—Tampoco tú me gustas a mí —siguió—. Eres guapa, elegante, una excelente actriz, con una cultura y una educación que yo jamás he tenido, aunque mi familia haya insistido mucho. Pero eres insegura, arrogante, desconfiada. Como dijo Santa Sofía, tú eres dos, cuando podrías ser solamente una.

—No sabía que recordaras lo que dices mientras estás en trance, porque en ese caso tú también eres dos: Athena y Santa Sofía.

—Puede que tenga dos nombres, pero soy sólo una, o soy todas las personas del mundo. Y es ahí precisamente adonde quiero llegar: porque soy una y todas, la centella que surge cuando entro en trance me da instrucciones precisas. Claro que estoy semiconsciente todo el tiempo, pero digo cosas que vienen alimentando en el seno de la Madre, de esa leche que corre por todas nuestras almas y que transporta el conocimiento por la Tierra.

»Desde la semana pasada, la primera vez que entré en contacto con esta nueva forma, lo primero que me dijo me pareció un absurdo: yo debía enseñarte.

Hizo una pausa.

—Es evidente que creí que estaba delirando, ya que no siento la menor simpatía por ti.

Hizo otra pausa, más larga que la primera.

—Pero hoy la fuente insistió. Y te estoy dando la oportunidad de elegir.

—¿Por qué la llamas Santa Sofía?

—Fui yo quien la bautizó; es el nombre de una mezquita que vi en un libro y me pareció muy bonita.

»Si quieres puedes ser mi discípula. Fue eso lo que te trajo aquí el primer día. Todo este nuevo momento en mi vida, incluso el descubrimiento de Santa Sofía dentro de mí, fue provocado porque un día entraste por esa puerta y dijiste: “Hago teatro y vamos a hacer una obra sobre el lado femenino de Dios. Sé que estuviste en el desierto y en las montañas de los Balcanes, con los gitanos, y que tienes información al respecto”.

—¿Me vas a enseñar todo lo que sabes?

—Todo lo que no sé. Aprenderé a medida que esté en contacto contigo. Como te dije la primera vez que nos vimos, y te repito ahora. Después de aprender lo que necesito, seguiremos separadas nuestros caminos.

—¿Puedes enseñarle a alguien que no te gusta?

—Puedo amar y respetar a alguien que no me gusta. Las dos veces que estuve en trance, vi tu aura; era la más evolucionada que he visto en toda mi vida. Puedes hacer algo en este mundo, si aceptas mi proposición.

—¿Me vas a enseñar a ver auras?

—Ni yo misma sabía que era capaz de eso, hasta que te vi por primera vez. Si estás en tu camino, acabarás aprendiendo también esa parte.

Entendí que también podía amar a alguien que no me gustaba. Le dije que sí.

—Entonces vamos a convertir esta aceptación en un ritual. Un rito nos lanza a un mundo desconocido, pero sabemos que con las cosas que hay allí no podemos jugar. No basta con decir que sí; tienes que poner tu vida en juego. Y sin pensarlo mucho. Si eres la mujer que imagino que eres, no vas a decir: «Tengo que reflexionar un poco». Dirás…

—Estoy preparada. Hagamos el ritual. ¿Dónde aprendiste ese ritual?

—Lo voy a aprender ahora. Ya no tengo que salir de mi ritmo para entrar en contacto con la centella de la Madre porque, una vez que ella se instala, es fácil volver a encontrarse con ella. Ya sé cual es la puerta que tengo que abrir, aunque estuviera escondida en medio de muchas entradas y salidas. Todo lo que necesito es un poco de silencio.

¡Silencio otra vez!

Nos quedamos allí, con los ojos bien abiertos, fijos, como si fuésemos a empezar un duelo mortal. ¡Rituales! Incluso antes de tocar el timbre de la casa de Athena por primera vez, ya había participado en algunos. Todo aquello para, al final, sentirme usada, disminuida, ante una puerta que siempre estaba al alcance de mis ojos, pero que no era capaz de abrir. ¡Rituales!

Todo lo que Athena hizo fue tomar un poco de mi infusión que yo había preparado.

—El ritual está hecho. Te pedí que me hicieras algo y lo hiciste. Yo lo acepté Ahora te toca a ti pedirme algo.

Pensé inmediatamente en Heron. Pero no era el momento.

—Quítate la ropa.

Ella no preguntó la razón. Miró al niño, comprobó que dormía, y empezó a quitarse el jersey.

—No hace falta —la interrumpí—. No sé porqué te he pedido eso.

Pero ella siguió desnudándose. La blusa, los vaqueros, el sujetador; me fijé en sus senos, los más hermosos que había visto hasta entonces. Finalmente se quitó las bragas. Y allí estaba, ofreciéndome su desnudez.

—Bendíceme —dijo Athena.

¿Bendecir a mi «maestra»? Pero yo ya había dado el primer paso, no podía parar entonces, y mojando mis manos en la infusión, salpiqué un poco de la bebida por su cuerpo.

—De la misma manera que esta planta fue transformada en bebida, de la misma manera que estaba agua se mezcló con la planta, yo te bendigo, y le pido a la Gran Madre que la fuente de la que vino esta agua jamás deje de correr, y que la tierra de la que vino esta planta sea siempre fértil y generosa.

Me sorprendieron mis palabras; no habían salido ni de dentro, ni de fuera de mí. Era como si las conociera de siempre y hubiese hecho aquello infinidad de veces.

—Estás bendecida, puedes vestirte.

Pero ella siguió desnuda, con una sonrisa en los labios. ¿Qué deseaba? Si Santa Sofía era capaz de ver auras, sabía que yo no tenía el menos deseo de tener relaciones con una mujer.

—Un momento.

Cogió al niño en brazos, lo llevó a su habitación y volvió en seguida.

—Quítate la ropa tú también.

¿Quién me lo pedía? ¿Santa Sofía, que me hablaba de mi potencial y de que era la discípula perfecta? ¿O Athena, a la que apenas conocía, que parecía capaz de cualquier cosa, una mujer a la que la vida había educado para ir más allá de sus límites, para saciar cualquier curiosidad?

Habíamos entrado en un tipo de confrontación que no permitía retrocesos. Me desvestí con la misma desenvoltura, la misma sonrisa y la misma mirada.

Me cogió de la mano y nos sentamos en el sofá.

Durante la siguiente media hora, Athena y Santa Sofía se manifestaron; querían saber cuáles iban a ser mis siguientes pasos. A medida que las dos se preguntaban, yo veía que todo estaba realmente escrito delante de mí, las puertas siempre habían estado cerradas porque no entendía que yo era la única persona del mundo autorizada a abrirlas.